El secreto de Mario y Estela

Siempre hay secretos familiares inconfesables

EL SECRETO DE MARIO Y ESTELA

Prólogo

Hay un cuadro que siempre me ha perturbado. Su título es “La Alegoría del triunfo de Venus” (1540-1550) del pintor italiano Bronzino, que, actualmente, se exhibe en la National Gallery de Londres.

El tema central de la composición es el amor prohibido, pues alude a la lujuria y al incesto. En el centro de la pintura se halla Venus, que desnuda completamente y de frente al espectador,  se abandona a su hijo Cupido que, sin nada de ropa a su vez,  acaricia con su mano diestra, delicadamente, el seno izquierdo de su madre y, llevado por la lujuria,  la besa en los labios. Un estudio más atento de la obra conmociona mucho más cuando uno se percata que su madre, lejos de reprochar la acción a su hijo, le corresponde sacando su lengua, en busca de la de su vástago, para saciar la pasión que les consume a ambos, en un tierno y húmedo morreo.

Capítulo I.

Cuando Mario nació, guapo y robusto, sus padres, Alberto y Estela, se enorgullecieron de su primogénito. Durante cuatro años, Mario fue el centro de atención de toda la familia desde los abuelos hasta los tíos. El niño, mimado y consentido, pensó que el mundo orbitaba en torno a él y no había nadie más importante que su personita. Cuando a sus cuatro años apareció una nueva hermana, Luna, el Universo de Mario se trastocó definitivamente. Los focos se desplazaron hacia ella quedando relegado a una posición secundaria para la que no estaba acostumbrado. Sus gracias ya no hacían reír, las caricias se repartían no de una manera muy equitativa a favor de su hermana y, su madre a la que tanto quería, se mostraba fría y distante, a su juicio. Aquella mujer de 22 años, de rostro bellísimo, de cabellos lacios y negros, de lánguida mirada verde, de labios carnosos y lascivos, con un cuerpo llamado para pecar, de piernas infinitas y bien torneadas, de vientre plano y senos generosos, definida por lenguas sibilinas como “Rostro angelical con cuerpo demoniaco”, no se dio, al principio, cuenta de la influencia que ejercía sobre su pequeño vástago. Cualquier gesto neutro era interpretado por el niño como hiriente y vejatorio con las consabidas lágrimas que el crío ocultaba a todos para no mostrar debilidad alguna ni explicar las razones de su desconsuelo.

Para empeorar más la situación, el embarazo de Luna había sido complicado y el humor de su madre, varió. Se convenció a sí misma que la niña iba a ser el último ser que traería a este mundo y así se lo comunicó en una noche tormentosa a su marido, Alberto. Poco a poco, la personalidad de Estela que ella intentó disimular por años, afloró en toda su crudeza. Salidas nocturnas con amigas, llegadas de madrugada…Al principio, Alberto la disculpó, pensando que era una mujer demasiado joven. No en vano, se había casado con él a los 18 años (consecuencia de un embarazo) y concluía que, andando el tiempo, maduraría como lo había hecho él. No obstante, pasó el tiempo y la madurez no llegaba. Alberto se refugió en el trabajo y en aventuras esporádicas para resarcirse de un matrimonio fracasado…Y, sin embargo, la quería como se quiere todo aquello que no podemos tener.

Estela, cuyo sentido maternal no estaba demasiado desarrollado, veía crecer a sus niños, guapos y sanos, con una mezcla de orgullo y disgusto, como un recordatorio de que el tiempo pasaba inexorablemente, sin que ella lo pudiese detener.

Su actitud con Mario cambió radicalmente cuando a la edad de cinco años, él empezó a dar muestras de tartamudez. Su placer mutó en desprecio por aquel niño guapo, que habiendo heredado sus enigmáticos ojos verdes, se trastabillaba cómicamente en cada frase que pronunciaba. No había cosa que más aterrase al infante que la mirada adusta y severa de Estela cuando el pobre no acertaba a rematar una frase sin encasquillarse. Porque para ella suponía una vergüenza la de presentar a su hijo en sociedad con ese exasperante tartamudeo.

Numerosos logopedas fueron consultados y aunque se dieron importantes avances, el balbuceo no desaparecía. Mario fue creciendo, celoso de su hermana Luna, que se desarrollaba sin ninguna contrariedad, con pocos amigos, buscando el silencio y rezando cada vez que le hacían abrir la boca para no ser el hazmerreír de los demás niños. Los especialistas recomendaban a los padres que fueran pacientes, que no estresasen al niño, que creasen una atmósfera de tranquilidad y sosiego, para que, paulatinamente, la tartamudez, desapareciese o, al menos, disminuyese ostensiblemente.

Pero el carácter de Estela no era precisamente tranquilo ni paciente. Necesitaba estímulos externos que le hiciesen la vida más agradable, la mayoría de ellos materiales, desde nuevos coches, joyas, viajes…y amantes. Ella no había nacido para ser la madre de un maldito niño tartamudo. Los niños son extraordinariamente sensibles y captan con especial agudeza cuando son aceptados y cuando, simplemente, tolerados.

Mario se fue encerrando cada vez más en un mundo de soledad e incomunicación y cuando alcanzó los 15 años era un muchacho reconcentrado en sí mismo y bastante serio. El chaval, que despertaba la admiración de las jóvenes por su belleza, elegancia y compostura, cada vez que se ponía nervioso con alguna que le gustaba, tartajeaba que daba lástima y la supuesta cortejada no podía remediar una risa cruel. Así, Mario se impuso la férrea obligación de evitar más humillaciones y solo socializar con los amigos más íntimos.

Con respecto a su hermana pequeña había aprendido a quererla y, a su manera, la protegía. La relación con su madre, Estela, era distinta, pues si, por un lado, la temía, por otro, sentía un extraño y profundo afecto por ella. Su progenitora no era como las demás, sobre las que pendía el paso y el peso de los años, sino una espléndida mujer de 35 años, extremadamente atractiva, coquetamente femenina, fatalmente seductora. Las raras ocasiones en las que acudía a alguna reunión del colegio, despertaba la abierta admiración de los hombres y la sorda hostilidad de las demás mujeres.

Así era la situación de la familia cuando en una tórrida tarde de finales de junio, Mario hizo un descubrimiento que le cambiaría la vida para siempre. Estela persuadió a su marido para que cambiase la disposición de las habitaciones del chalet donde vivían. Tras unas molestas obras que duraron buena parte del año, todo había sido hecho siguiendo sus indicaciones. Los dormitorios, que antes eran interiores, se trasladaron a la parte trasera de la edificación, cuyos amplios ventanales y balconadas daban al vasto jardín, permitiendo que la luz entrase a raudales por ellas. Uno de los sitios predilectos donde Mario se escondía del mundo, buscando el aislamiento, era en la copa de un alto árbol, con gruesos ramajes, en donde había construido como una especie de habitáculo muy rudimentario. Allí pasaba las horas, oteando un horizonte donde su imaginación volaba con libertad, en el que hablaba a su soledad sin miedo a trabarse, donde nadie se pudiese reír de él.

Esa tarde de calor estival, Mario, encaramado en el lo alto del árbol, ensimismado en su mundo, admiraba la libertad de los pájaros cuando percibió que los cortinajes de la habitación de su madre eran descorridos. Aunque el dormitorio quedaba un poco alejado de donde se encontraba, pudo observar como su madre, se asomaba por el balcón y miraba, distraída, a la piscina y al jardín. Estela tras un largo rato se introdujo de nuevo en su habitación y después desapareció del ángulo de visión del muchacho. Después de unos veinte minutos, que a Mario se le hicieron eternos, Estela volvió a reaparecer envuelta en un albornoz por lo que el chico dedujo que su madre regresaba tras una ducha o baño. Aunque Mario no se sentía cómodo por lo que estaba haciendo, pues interiormente, su conciencia le aconsejaba irse de allí, el morbo de lo prohibido, el anhelo de disfrutar de la visión de un cuerpo que no debería admirar en su desnudez, pudo más en él y permaneció quieto en su puesto, con el corazón latiendo desbocado, la respiración alterada y una erección repentina que sentía bajo sus pantalones. Porque no hay nada más erótico en la vida que lo vedado e inesperado. Estela, ajena a lo que estaba sucediendo, deambulaba por el cuarto y deteniéndose enfrente de su armario, buscaba, afanosa, entre sus vestidos alguna prenda de su gusto. Las puertas del armario impedían a Mario ver a su madre y, de repente, sin previo aviso, surgió el perfil desnudo de Estela. Fue una imagen fugaz, tan rápida que apenas se podía decir mucho sobre ella, pero para Mario supuso una revolución en su existencia.

Porque, si para el común de los mortales, una madre es lo más sagrado en la vida, desde aquel preciso momento, en Mario, Estela se convirtió en una obsesión pecaminosa, lúbrica y voluptuosa.

Capítulo II.

Como buen adolescente, Mario,  era bastante rijoso, con las hormonas casi siempre en plena ebullición, pero la presencia de su madre le ponía más nervioso que de costumbre. Estela, generalmente, le gustaba lucir palmito con modelitos sugerentes que la convertían, inexorablemente, en el foco de atención en cualquier acontecimiento social donde hiciese acto de presencia. En casa, su coquetería no daba tregua y, aunque, evidentemente, más informal, sus vestidos martirizaban a su joven hijo, con amplios escotes o mostrando sus estupendas piernas. En verano, la cosa no mejoraba, pues ella llevaba con gran naturalidad vestidos vaporosos y transparentes que dejaban traslucir su hermoso cuerpo.

En ese verano, teniendo en cuenta que las vacaciones escolares ya habían empezado, el ocio era el rey en el tiempo de Mario. Y ya lo dice el proverbio: “Mente ociosa, malos pensamientos” . El joven ideó un plan que creía infalible. Adquirió unos prismáticos, concluyó que el árbol donde había vivido su infancia ya no le era útil y debía encontrar otro donde poder realizar sus labores de vigilancia sin ser detectado. Tras ello, escogió uno que estando lo bastante retirado de la casa, más allá de la piscina, caía, casi en línea recta, con el balcón del dormitorio de su madre.

Ahora empezaba la labor más ardua. No levantar sospechas en nadie y estudiar los movimientos de Estela. En suma, esperar el momento más adecuado para lograr el objetivo que se había impuesto: admirar, en todo su esplendor, un cuerpo que no debería ver nunca.

La vida desordenada de su progenitora no hizo que la tarea de Mario fuese fácil. No tenía una rutina concreta y cuando su vástago sospechaba que ella pudiese estar en su dormitorio cambiándose, él estaba con su padre, con su hermana o con otro cualquiera. Cuando tenía suerte y podía escabullirse sin ser advertido, sus horas de espera podían acabar en frustración cuando su madre no descorría los tupidos cortinajes que impedían apreciar lo que pudiese estar pasando en el interior. Sin embargo, lo que nos demuestra la experiencia es que la constancia casi siempre obtiene premio. Y éste llegó en una sofocante noche de calor del mes de julio. Hacía tanto bochorno que Mario se despertó en su cama sudando en mitad de un sueño. Bajó a la cocina y desvelado, decidió ir al jardín a comprobar si allí la temperatura era más fresca. Como un autómata se dirigió a “su árbol” y allí se subió. Su padre estaba fuera de Madrid, de viaje, y su madre había salido con sus amigas y no volvería hasta la madrugada. No se movía ni una hoja, el ambiente era cálido y pesado, pero Mario, se quedó allí amodorrado en lo alto de aquel árbol.

No supo nunca qué hora era. Aún la aurora no había apuntado, tiñendo el cielo en sangre, cuando las luces de la habitación de su progenitora se encendieron. Mario, en duermevela, se incorporó de su asiento. Todos sus sentidos se alertaron cuando las cortinas del balcón se desplazaron a un lado y quedó perfectamente visible la figura de su madre. Esa noche llevaba un vestido corto y negro, ajustado como un guante a su cuerpo, sin mangas ni hombros, que la hacía más seductora, si cabe. Se asomó al balcón y permaneció allí un buen lapso de tiempo, pensativa. Dirigió su mano a la cremallera de su vestido, bajándolo, muy lentamente como si disfrutase del momento de desprenderse de la sutil prenda. Mario se sorprendió al ver los hermosos pechos de su madre, que,  desnudos y orgullosos, estaban coronados por unos pezones rosados. La luz de la luna caía sobre ella, y convertían la escena en algo teatral. Mario no pudo más y bajándose el pantalón del pijama, se empezó a masturbar con entusiasmo. No podía distinguir con claridad si su madre estaba completamente desnuda o no, pues la baranda del balcón le impedía verificarlo. Sin embargo, eso no fue óbice para que se excitase sobremanera, pues a muy pocos metros de él, se hallaba la mujer más seductora y subyugante que conocía, expuesta, voluptuosa, despojada de cualquier ropa. Súbitamente, como despertada de un sueño, Estella se estremeció, recogió su vestido que descansaba en la barandilla y dándose la vuelta, regresó a su cuarto. Un minúsculo tanga negro era la única ropa que llevaba su madre, luciendo un culo espectacular, magnífico, apetecible hasta que se perdió de vista.

Su hijo, singular espectador, sentía como su cuerpo se incendiaba, que todo a su alrededor se desvanecía, que todo lo llenaba la imagen impactante de su madre hasta que su organismo no pudo resistir más. Su polla, enardecida, escupió prolongados regueros de semen en todas las direcciones. Jamás, hasta entonces, Mario había eyaculado tanta cantidad y por tanto tiempo. Temió, incluso, perder el pie de la rama donde estaba escondido, pero, poco a poco, fue recuperando el resuello y la percepción de la realidad.

Podemos decir, que, en aquel preciso momento y lugar, la vida había dado un giro copernicano para Mario.

Capítulo III.

Estela era espiada por su hijo sin que ella fuese consciente en ningún momento de ello. Mario, en cuanto podía, disfrutaba del placer del voyeurismo, una circunstancia que le martirizaba y le excitaba, al mismo tiempo. Porque si, por una parte, Estela como oscuro objeto de deseo cumplía más que sobradamente con sus más inconfesables fantasías, por otra, la idea de que estaba haciendo algo indebido le torturaba y perseguía. Todo ello afectó a su conducta que era cada vez más huraña y se encerraba en pertinaces silencios que podían durar días.

Sin embargo, esta situación tan morbosa tuvo un inesperado término, cuando un día, a finales de ese verano, de vuelta de vacaciones, Mario cayó desde su atalaya de vigilancia y se rompió un brazo. Si bien, al principio, todo el mundo admitió la idea de que a Mario le gustaba la ornitología y nadie se había percatado de la idea descabellada del adolescente de subir a los árboles para así deleitarse y estudiar mejor el comportamiento de los pájaros, Estela, como madre, tuvo un presentimiento. Aunque no podía asegurarlo, ella siempre tuvo la sensación de que era observada por alguien y cuando le indicaron el árbol desde donde cayó su hijo, se dio cuenta que estaba justo enfrente de su habitación, a larga distancia es cierto, pero los prismáticos que portaba el muchacho en el momento del accidente, le reforzaron en su convicción de que Mario la había estado espiando. Durante la convalecencia del chico, ella reparó con estupor que los ojos de su vástago se perdían en sus escotes o se deleitaban en sus bonitas piernas más de lo debido.

En un primer instante, Estela no supo cómo reaccionar. Le incomodaba tratar de este asunto con su primogénito porque bien podía ser que todo fueran figuraciones suyas. Abordar este asunto con su marido o sus padres, no la convencía en absoluto. Optó por callar hasta que un día en una charla subida de tono con uno de sus amigos, éste a modo de broma comentó: “ Si fueses mi madre, te bajaría la luna para hacer un cesto contigo” . Con independencia del mal gusto de este chascarrillo, y como consecuencia directa del mismo, a Estela le surgió una idea disparatada. Acudió al logopeda habitual de su hijo y le comentó si mediante incentivos podría un tartamudo curarse. El especialista le respondió que eso dependía del tipo de anomalía verbal que afectase al paciente, pero que, indudablemente, cualquier persona, debidamente motivada, puede hacer auténticos milagros.

Después de una temporada de reflexión, Estela tomó una decisión arriesgada. Se fijó más detenidamente en Mario y en los días que hacía bueno, fue ella misma la que animaba a su hijo a subir al árbol de marras con la advertencia de que cuidase de no caer. Para hacer más convincente su farsa, regaló a Mario varios libros sobre ornitología que permanecieron cerrados el resto de sus días.

El plan de Estela era muy simple dentro de su perversidad. El objetivo a alcanzar era que la tartamudez de su hijo despareciese o, al menos, fuese lo más imperceptible posible. El método, sencillo: cada día que Mario pudiese hablar correctamente, aunque fuese despacio y trabajosamente, ella le brindaría un espectáculo algo subido de tono; si su conversación podía mantenerse sin traba alguna, ella lo premiaría con un strip tease muy sensual. Si Mario no evolucionaba positivamente, las puertas de su intimidad permanecerían cerradas y selladas.

Evidentemente, este plan no fue ni siquiera sugerido al adolescente. Estela confiaba en la teoría de Pavlov. A un estímulo, una respuesta. En este caso, el estímulo era la evolución sin trabas en el desarrollo del habla y la respuesta, el premio de ver a su sensual madre en situaciones, más o menos, embarazosas.

Como es evidente, Mario no fue consciente del juego de su progenitora hasta que pasado un tiempo,  se percató que el día que conversaba tranquilo y sin sobresaltos, curiosamente, su madre dejaba el balcón o la puerta del vestidor abiertas. Y que, sin embargo, el día que estaba más nervioso y balbucía estúpidamente, Estela cerraba a cal y canto, balcones y puertas. Aunque él consideraba casual estos hechos, sin embargo, inconscientemente, se esforzó en no cometer equivocaciones al hablar.

El progreso a lo largo del año tuvo que ser lento porque jamás Estela se consideraba suficientemente satisfecha como para mostrarse desnuda ante su hijo o, simplemente, era ella la que tenía ciertos escrúpulos para cruzar esa barrera. Le regalaba escenas en sugerente ropa interior, con sujetadores que realzaban sus pechos y tangas que mostraban su trasero respingón y prieto. O se ponía únicamente viejas camisas de su marido, solo abrochadas por un par de botones, sin nada debajo, con lo cual era casi un milagro que sus pechos no saliesen gritando libertad.

Al llegar el siguiente verano, antes de irse de vacaciones, Estela se dio cuenta de que el juego le estaba realmente excitando. Una noche de viernes, en la que su marido estaba fuera de Madrid en casa de sus padres, al salir con sus amigas, notó que un joven la observaba con descaro en un pub. Generalmente, a ella siempre le habían gustado los hombres maduros, inteligentes y atractivos. Pero en aquella ocasión, se sentía extrañamente seducida por un adolescente. Quizás fuese la mirada insolente del chaval, el alcohol, la conversación tediosa de sus acompañantes o el influjo de la Luna, quien sabe. Lo cierto es que después de una hora o algo más, se levantaron todas para irse del local y cuando cada una se marchó en su coche, Estela volvió sobre sus pasos. Al entrar en el local, buscó con la vista al joven.

Sonrió ostensiblemente al verle con un grupo de personas de su edad al fondo del establecimiento. Lentamente, se encaminó a la barra, pidió una consumición y acto seguido miró al adolescente fijamente. El chaval no se hizo esperar y en pocos instantes estaba junto a ella:

-          ¿Me permite que la invite a una copa?

Esto empezaba bien.  Era un chico alto, guapo, moreno, de ojos intensamente verdes y portador de una sonrisa encantadora, además de educado.

-          Sí, claro. ¿Por qué no? He pedido ya…el whisky más caro- al ver la cara de susto del muchacho, Estela rompió a reír-. ¡Es broma, hombre! ¿Cómo te llamas?

Y así comenzó una charla que se prolongó durante horas. Se llamaba Sergio y resultó ser un joven muy agradable, de 17 años. Cuando sus amigos se fueron del local, el chico permaneció con ella, quizás con la esperanza de que pudiese arrancar algún beso a aquella señora tan elegante y seductora. Era la primera vez que Estela estaba con un joven de aquella edad y la divertía dirigir la situación. Cuando se sintió cansada de aquel pub, propuso a su acompañante irse de allí. Lo dijo de forma tan ambigua que ello podía significar, “Vámonos cada uno a su casa”, como una sugerencia más atrevida. Se subieron al automóvil de ella y antes de arrancar, Sergio no aguantó más y la besó en los labios. Estela, al principio, quedó un tanto sorprendida por el gesto impulsivo del joven, pero, al final,  disfrutó ese beso pasional. Al cabo de unos instantes, ella logró apartarlo y con una sonrisa pícara, puso en marcha el coche. Pasados unos minutos, al detenerse en un semáforo, en un cruce desierto,  ella le ordenó:

-          ¡Desnúdate de cintura para abajo!

El chico la miró desconcertado, pero obedeció. Su camisa le tapaba los genitales, así que Estela en un rápido movimiento la abrió. El muchacho, por la excitación, lucía el mástil en todo su esplendor, con el glande reluciente y descarado. Una vez que el semáforo la autorizó, Estela puso en movimiento el vehículo y su mano derecha, distraídamente, se posó en el miembro henchido del joven, en vez de en la caja de cambios. Sergio echó para atrás el respaldo de su asiento y dejó que esa mujer espectacular le hiciese una maravillosa paja. Al principio, los movimientos eran suaves, pero adquirieron mayor velocidad conforme transcurría el tiempo. Sergio resopló profundamente. Si Estela seguía así, se iba a ir como un pajarito (nunca mejor dicho). Miró por la ventanilla, intentando pensar en otra cosa, viendo, como en sueños, las calles desiertas de la gran ciudad. Poco a poco, observó como se iban alejando del centro y se acercaban a la Ciudad Universitaria. No pudo nunca saber en qué aparcamiento de qué Facultad, Estela detuvo el auto. Notó que el motor se apagaba y la mujer se inclinaba hacia su pene, duro como una barra de acero y lo engullía con ansia. Era una felación brutal, pues Estela devoraba el tallo con apetito y concluía relamiendo el glande con su lengua candente. Los gemidos del joven se hicieron más ruidosos y entonces ocurrió. Fue una imagen fugaz, pasajera, pero terriblemente impactante para ella. En su mente, cruzó la perversa idea de que era a su hijo a quien le estaba haciendo la mamada y sintió como su coño se fundía manchando su tanga de manera ostensible. Se desprendió de la prenda íntima y no sin esfuerzo, pudo montar al apuesto muchacho. La polla, pétrea, penetró fácilmente en su sexo abrasador. Esa imagen de Mario persistía en su cabeza, morbosa, caliente, sucia y placentera. Las respiraciones y los suspiros se hicieron más sonoros y los bombeos más raudos y rudos hasta que el adolescente no pudo más y se corrió abundantemente en su chorreante coño. Saciados, ambos amantes se separaron y, en silencio, se volvieron a poner sus ropas.

Durante el trayecto a casa, los dos permanecieron callados. Estela, preocupada y exaltada sexualmente a partes iguales, por las sensaciones que había experimentado pensando en cosas prohibidas y descabelladas. Sergio, ahíto de buen sexo, cayó en la cuenta que no había visto desnuda a la mujer que conducía, que apenas la había tocado. Extrañado, recordó que en pleno éxtasis, ella le había llamado Mario. ¿Quién sería ese hombre? Al parar enfrente de su casa, Sergio le preguntó por su teléfono y ella le respondió que el día que quisiese verle acudiría a ese pub. Ante esa contestación, Sergio se acercó a ella para darle un beso en los labios, pero Estela le ofreció una mejilla.

-          Muchas gracias, Isabel, espero verte pronto- se despidió Sergio desconcertado.

Lo que él no sabía es que ella le había mentido hasta en su nombre. Nunca más volvieron a verse. Para ella, con su conducta disipada, fue sólo otro amante más joven que el resto. Y esta vez comprendió el porqué de su elección…su propio hijo. Excitada y conmocionada por aquel pensamiento, apretó el acelerador desapareciendo para siempre de la vida de Sergio.

Capítulo IV

Aquella misma tarde, Mario disfrutaba con tres compañeros de clase de la piscina de su hogar. No había nadie en el chalet, pues su padre y su hermana estaban en casa de los abuelos y no regresarían hasta el domingo por la noche. Su madre estaba con sus amigas y presumía que hasta la madrugada siguiente no aparecería por casa.

Pablo, Laura y Blanca se conocían desde siempre cuando el destino les unió en el colegio a la tierna edad de cinco años. Las chicas, rubias, bajitas y algo regordetas, no llamaban la atención por su físico, pero tenían un carácter extrovertido y alegre que compensaba su apariencia anodina. Precisamente por esta causa, Mario no se sentía intimidado por ellas y casi siempre había podido mantener una conversación sin obstáculos verbales y mostrarse como era en realidad. Ambas, secretamente, estaban enamoradas de él, con ese amor que se padece en la juventud, loco y apasionado. Blanca, más procaz, intentaba por todos los medios incitar a Mario aprovechando cualquier circunstancia y ocasión, no atendiendo mucho a las miradas suplicantes y enternecedoras de Pablo que estaba colado por ella. Se sentaba en sus rodillas, le robaba besos, se abrazaba a la menor oportunidad restregando su cuerpo al suyo. Mario, conocedor de los sentimientos que inspiraba en Pablo, rechazaba esas muestras de cariño tanto como podía. Laura, más tímida, soportaba  esos arrebatos de su amiga con resignación cristiana.

Esa tarde el sol castigaba inclemente el cuerpo de los adolescentes que, tendidos en sus hamacas, charlaban y decían chascarrillos, comentarios y chistes que les provocaba, las más de las veces, estruendosas carcajadas. No obstante, tanto calor originó en la cabeza de Blanca una idea indecente y descarada. Se tiró a la piscina y sumergida en el agua, preguntó a gritos a Mario:

-          ¿Estás seguro que vamos a estar toda la tarde solos?

-          Sí, te lo aseguro. ¿Por qué lo preguntas?- inquirió Mario extrañado.

Por toda contestación, Blanca en un rápido movimiento se desprendió del sujetador de su bikini y lo tiró al césped del jardín y prorrumpió en fuertes risotadas.

-          ¿A qué no os atrevéis a hacer lo mismo?- retó a los demás.

-          Que yo sepa, Mario y un servidor siempre estamos haciendo topless, guapa- dijo Pablo impresionado por los senos de la muchacha cuyos pezones se asomaban y se ocultaban a la vista por los caprichos del agua.

-          Ja, ja, ja…es cierto. No había caído en ello- y con la misma desvergüenza se desprendió de sus braguitas, entre alaridos y carcajadas, arrojándolas al mismo sitio donde descansaba el sostén.

Pablo, un pelirrojo, delgado y desgarbado, no pudo esconder una potente erección en su bañador. Se volvió hacia Mario como en busca de alguna respuesta cómplice. Éste conocedor de la cortedad de Laura propuso:

-          Si Laura hace lo mismo, yo no tengo problemas- de ese modo, Mario creyó salir airosamente de la coyuntura en que les había colocado la locuela de Blanca.

Su sonrisa se borró de la cara cuando Laura, picada en su orgullo, y dispuesta a dar la batalla por Mario, se zambulló en la piscina y desde allí se despojó de todas sus prendas. Las muchachas en el agua empezaron a llamarles cobardes y cosas peores hasta que Mario, cumpliendo su palabra, se quitó su traje de baño. Lucía una majestuosa erección y las chicas, maravilladas ante semejante instrumento, guardaron silencio. Cuando Mario se tiró al agua sus amigas se dirigieron nadando hasta él comenzando una incruenta batalla marina. A decir verdad, nadie prestó mucha atención a Pablo cuando siguiendo el ejemplo de los demás se desnudó y se metió en el líquido elemento. Se integró al grupo y los empujones, aguadillas, inmersiones y rozamientos, algunos fortuitos y otros no tanto, fueron la tónica de la tarde. Aunque a Mario no le atraía físicamente ninguna de sus compañeras, contemplarse desnudos por primera vez, tocarse, sentir las caricias y  los besos (algunos no muy castos) de ambas, le excitaron sobremanera. Después de varias horas en que las chicas intentaron obtener un premio que no lograron, el anochecer llegó. Se ducharon todos juntos y las risas y los tocamientos continuaron. Las muchachas, internamente muy acaloradas, gozaban al ver como los penes de Mario y Pablo adquirían proporciones considerables al acariciarlos. Nunca hasta entonces habían podido tocar los genitales de sus amigos. Ellas, por su parte, se encendían cada vez que las manos traviesas de los varones les amasaban los senos o les introducían con mucho cuidado un dedo en sus sexos juveniles. Fue Cronos el que trabajosamente les trajo cordura al asustar a los jóvenes con la hora que se les echaba encima.  Salieron del baño, desnudos, excitados y felices, se vistieron apresuradamente y cuando los padres de Laura se presentaron puntuales para recogerlos a todos,  ellos ya estaban preparados.

Mario, al quedarse solo, inquieto y perturbado por lo que había ocurrido aquella tarde, pensó que lo mejor era  cenar cualquier cosa y esperar el regreso de su madre para “relajarse” debidamente. Se hizo un bocadillo y se tumbó, despreocupado, en el sofá del salón, viendo la tele. Mala solución. La programación era tan soporífera que actuó como el más potente de los somníferos. Y aconteció lo que debía pasar. Morfeo le acogió en sus brazos.

Estela al entrar en la vivienda, ya con el alba apuntando en el firmamento, se descalzó y se extrañó al oír el volumen de la televisión y se aproximó al salón. El aparato estaba encendido y Mario con un pantalón largo de pijama, dormía encima del sofá con las piernas ligeramente flexionadas y el torso al aire. Estela admiró el cuerpo sensual de su vástago, satisfecha, como si él fuera una de las sus mejores obras. Esa noche de locura con Sergio, no había apagado completamente su sed de experimentar nuevas sensaciones y percibió como sus labios vaginales se abrían y humedecían otra vez.

Desconectó la tele y con voz suave despertó a su hijo. En sueños, Mario vio a su madre con su hermoso y tupido pelo negro, recogido en una cola de caballo, su camisa blanca, entreabierta, dejando asomar el inicio de un sujetador del mismo color; su corta y ajustada minifalda negra que realzaba más sus largas y esbeltas piernas. En sus manos llevaba unas sandalias de altos tacones que la habían martirizado toda la velada.

-          Ufff…creo que me he dormido- se disculpó.

-          Ya lo veo, ya. ¡Venga, a la cama!- ordenó su progenitora.

Torpemente, Mario se levantó y al hacerlo sintió como mil agujas pinchaban al unísono su espalda. Un quejido surgió de su garganta y Estela se asustó.

-          ¿Qué te ocurre?

-          No lo sé. Mi espalda me escuece a rabiar.

Su madre le hizo volverse y advirtió que la tenía completamente enrojecida.

-          Te has achicharrado, pero bien.

Mario le comentó que había estado toda la tarde en la piscina con Pablo, Laura y Blanca y se les había olvidado ponerse protección.

-          Vete a tu cuarto y échate boca abajo en tu cama que te voy a aplicar crema para que te alivie. Ahora mismo voy para allá.

Mario obedeció a su madre y se tendió en su lecho. Súbitamente, pasados unos instantes, recordó su experiencia nudista y llegó a la conclusión de que debía tener todo el cuerpo igual de escarnecido. Lo más urgente era que su madre no se percatase de ello, pues podría pensar cosas equivocadas. En el momento en que hacía amago de incorporarse, llegó Estela a su cuarto vestida únicamente con una larga camisa de su marido que casi alcanzaba sus rodillas. Solo tenía algunos botones inferiores abrochados por lo que Mario pudo apreciar claramente que no llevaba sostén. No obstante, lo que más desconcertó al adolescente fue que al ir su madre a recoger una revista tirada en el suelo, la prenda se abrió ligeramente, mostrándole una parte considerable de sus bonitos senos.

Conmocionado por esa visión fugaz, Mario se recostó de nuevo y esperó la llegada de su madre que, en silencio, empezó a aplicar la fría crema sobre su espalda lo que provocó un respingo en el joven. Poco a poco, los dedos se deslizaban suavemente por su piel lastimada. No mediaba ninguna palabra entre ellos y se podía notar que el ambiente era tenso y lascivamente genésico. Mario, cuya respiración era cada vez agitada, percibía como su piel se erizaba a cada caricia de su progenitora. Para mayor desasosiego, temía que su madre descubriese que era todo su cuerpo el que estaba en esa situación y ese miedo le excitaba aún más. Su polla estaba totalmente empalmada  y aplastada sobre su bajo vientre. Notaba como las manos de Estela recorrían su espalda de arriba abajo hasta llegar al borde de su pijama. Imperceptiblemente, su prenda iba descendiendo poco a poco, dejando al descubierto el inicio de su culo.

-          Tienes todo enrojecido- se asombró Estela.

-          No es nada. Déjalo ya. Es que…no llevo calzoncillos- suspiró su hijo.

Estela se quedó un tanto aturdida ante aquella confesión. Luego, recordó que era una regla higiénica que le había impuesto su padre. Sin embargo, esto no la detuvo. Quería ver la desnudez de su hijo e iba a ser esa misma noche. Habían sido muchas, demasiadas las veces en las que ella se había expuesto ante él y ahora ella clamaba reciprocidad. Con astucia para privarle de cualquier defensa, y mientras le despojaba de sus pantalones, le preguntó:

-          ¿Has tomado el sol desnudo? ¿Lo habéis tomado TODOS?-

Mario no supo qué contestar. Maldijo para sus adentros las tonterías de Blanca y quedó petrificado cuando su progenitora le separó las piernas y adivinó que sus dedos subían, audaces, por sus extremidades y al llegar a su culo no se detuvieron. Antes al contrario, reptaron por sus nalgas que fueron amasadas a conciencia. . Así, desnudo, desvalido, con la cara hundida en la almohada, presa del placer, no acertaba a responder. Solo sentía que su pene, duro como el acero, se restregaba, rítmicamente, entre su cuerpo y la sábana de su cama, en una especie de masturbación involuntaria, que se hizo más lujuriosa, cuando percibió que su madre subía a la cama y se sentaba sobre sus piernas despejando la incógnita de ese amanecer. ¡¡¡¡No llevaba bragas!!!! Notó con claridad el coño caliente y húmedo de aquella mujer deslumbrante sobre su piel dolorida.

Ese descubrimiento ya fue demasiado para Mario que sobrellevaba una sobreexcitación, difícilmente soportable, durante todo el día y se tradujo en una abundante corrida que manchó de semen la ropa de la cama. Su cuerpo se convulsionó en varias ocasiones hasta que observó como la sombra de su madre se levantaba y salía de su habitación quedamente.

Lo que él desconocía era que Estela se hallaba igualmente ofuscada fruto de la excitación. Turbación prohibida y culpable. Y, por ello, más dulce. No, no había ningún joven equiparable a su hijo.

Capítulo V

Al final del verano, Alberto y Estela, estaban invitados a la boda de una de las hijas del jefe del despacho donde aquel trabajaba. Pocos días antes, desgraciadamente, el padre de Alberto fue internado en un hospital por una aguda insuficiencia cardiaca, por lo que declinó ir a la ceremonia por razones obvias, pero hizo que su mujer confirmase su asistencia. La cuestión se trasladó en elegir qué hijo la iba a acompañar pues era un acontecimiento social demasiado importante por el prestigio de las personas que iban a concurrir. Alberto  consideró que, por edad y madurez, Mario debería ir, aunque Estela tenía serias dudas de que su vástago estuviese preparado para ello. Los nervios podían aflorar en él y la recuperación, que se estaba haciendo cada día más evidente, podía irse al traste. Sin embargo, estaba de acuerdo con su marido en que Luna, con sus trece años, era demasiado pequeña para representar a su padre debidamente por lo que la elección de Mario se hizo ineludible.

El hotel que reservó Alberto era un lujoso establecimiento en el centro de Barcelona. Allí coincidieron con buena parte de sus compañeros de trabajo que expresaron su pesar por el motivo de su ausencia. Mario, circunspecto y serio, dio la talla en todo momento, en especial, ante el jefe de su padre que cruzó unas frases de cortesía con el joven, haciendo votos por la pronta recuperación de su abuelo. Estela, como de costumbre, arrancó un vivo entusiasmo entre los hombres y miradas de envidia en las mujeres. Nada nuevo bajo el sol, salvo que Estela advirtió que algunas damas observaban con disimulada atención a su hijo. Eso encendió de orgullo y ¿por qué callarlo? de celos su corazón.

Se registraron en recepción como los señores Zárate, pues su esposo olvidó, por sus circunstancias personales, rectificar la reserva. Como consecuencia, les proporcionaron una suite  matrimonial con una espléndida terraza con vistas al exterior. Una enorme cama tamaño “King Size”, bajo un gran dosel, ocupaba el centro del dormitorio. Un baño de dimensiones considerables estaba a un lado del mismo.

Al dejar su equipaje, Estela marchó rauda a la peluquería del hotel para estar perfecta ese día. Mario, se quedó solo e intentó relajarse un tanto, pues, en su fuero interno, estaba hecho un flan. Con independencia del acto social al que iba a asistir había diseñado un plan que ahora consideraba demasiado osado. Desde aquella jornada en que su madre le desnudó, nada reseñable había vuelto a pasar. Y no podemos negar su persistencia por sorprender a su progenitora en algún descuido, pero, en esta ocasión, no tuvo éxito. El comportamiento de Estela no había variado en absoluto. Continuaba con su ajetreada vida social y no “parecía” atender demasiado al entorno familiar. Decimos que parecía porque como todo corazón amante, Mario no adivinaba el azoramiento que padecía su madre. No suponía que Estela le estaba dirigiendo hacia su curación y que, por ese camino, ella misma se estaba perdiendo.

Al mediodía, Mario y Estela comieron en un restaurante que conocía ella en el barrio gótico y dieron una vuelta por las Ramblas.  Después, regresaron al hotel, para prepararse, pues la ceremonia religiosa empezaba a las ocho de la tarde en la basílica de la Merced.

Mario se duchó primero y dejó el baño libre para su madre. Se vistió tranquilamente porque sabía que Estela podía estar un buen rato allí, bañándose y acicalándose. Encendió la televisión y aguardó pacientemente a que saliese. Estela, entretanto, después de un relajante baño, tras colocarse un diminuto tanga, acabó de maquillarse. El espejo reflejaba su figura semidesnuda con sus pechos perfectos, su cuerpo espectacular, su vientre plano y, al verse, no pudo evitar sonreír segura de que en esa velada iba a eclipsar incluso a la misma novia. Después, se enfundó un sujetador de encaje que realzaba sus pechos y al terminar esa operación se preguntó a sí misma si se atrevería a salir de esa guisa ante su hijo. Era verdad que en la playa, ella lucía bikinis impactantes, que se había expuesto ante él en situaciones más o menos comprometidas, pero esta vez ni ella misma sabía si lo que quería era incentivar a su hijo o seducirlo. Insegura como no lo había estado en años, salió del baño.

Mario estaba de espaldas a ella, mirando distraídamente la televisión. Al oírla se volvió.

-          Ya era hora, tard…- la frase expiró en sus labios.

Tragó saliva inconscientemente. Allí estaba su madre, casi desnuda, con la más excitante ropa interior, cautivadora, asombrosa. Sí, la había espiado anteriormente pero a esa distancia y de forma tan encantadora, nunca. La polla de Mario saludó saltando de júbilo en sus finos pantalones de algodón y más cuando Estela se giró hacia el armario, en busca de un vestido, exhibiendo, descarada, su hermoso y apetecible culo, solo cubierto por un tanga.

-          No soporto estas fiestas tan formales con personas tan cursis, feas y criticonas- dijo Estela.

Mario no pudo reprimir una risa nerviosa. Su progenitora enfundándose una corta falda de seda, se volvió hacia su vástago y remarcó:

  • Ninguno de las personas que hay aquí  le llega a la suela de los zapatos a tu padre ni a mí.- fijó sus ojos verdes en los verdes de su hijo-. Voy a hacer de Luna y de ti, los mejores. Nadie debe estar por encima de vosotros. No ahorres esfuerzos para llegar a ser el primero. Vence tus miedos, ahoga tus fobias si te impiden alcanzar tu meta. Se tan poderoso que no temas a nadie. Espero absolutamente todo de ti. No me decepciones. Hoy tu objetivo es resplandecer por encima de todos. Quiero que seas capaz de seducir, con tu figura,  tus modales y tu conversación a cualquiera, incluida a mí.

Esa era la filosofía que guardaba Estela en su seno y se la transmitió con tal pasión a su vástago que éste desde aquel momento no dudó. Por su madre sería el mejor, no habría metas imposibles por descabelladas que fuesen.

-          ¿Vas a ir con esos pelos?- le sonrió su progenitora.

-          Sí, ¿qué le pasa a mi pelo?-

-          Anda, ve al baño. El mes que viene cumples los 17. No eres un crío. Hoy estás aquí en representación de tu padre.

Dócil, Mario marchó hacia el baño preguntándose qué le ocurría a su pelo para no gustarle a su madre. Entró Estela,  vestida con una vaporosa falda y su tentador sujetador, portando un bote de gomina en una de sus manos.

-          Siéntate aquí- le dijo indicando un taburete.

Así lo hizo Mario. Estela derramó el líquido en la palma de una de sus manos y suavemente, extendió el fijador por el cabello negro de su hijo. Se colocó frente a él con lo cual dejaba su vientre plano muy cerca del rostro de Mario. Lo hacía tan delicadamente que el chico no pudo reprimir un gemido de gusto cerrando sus ojos imaginando que las caricias tenían un carácter diferente al que poseían. Estela sentía el aliento de su hijo que le quemaba la piel e involuntariamente sufrió un escalofrío.

-          Ahora estás mejor- dijo ruborizada separándose de él.

Mario se observó en el espejo. Parecía un modelo con su cabello engominado y peinado hacia atrás. Su rostro perfecto quedaba más ostensiblemente expuesto. Se levantó y dio a su madre un beso en la mejilla, muy cerca de la comisura de sus labios, como prueba de agradecimiento. Se sentía invencible aquel día.

La ceremonia religiosa se celebró sin novedades y el banquete se desarrolló en los salones de un famoso hotel de la ciudad. La plana mayor del despacho estaba sentada en torno a una gran mesa circular en donde los integrantes del bufete con sus respectivos cónyuges pudieron distenderse a sus anchas y conversar de mil cosas. La pareja formada por Estela y Mario llamó la atención, además de por la diferencia de edad, por su impresionante belleza y elegancia. Mario habló sin problemas, incluso sostuvo una conversación muy animada sobre filosofía con uno de los socios del despacho que causó la admiración de todos los presentes. Estela miraba obnubilada a su hijo, plenamente satisfecha y henchida de orgullo.

Inmediatamente, tras la cena, la orquesta atacó un vals y la novia y su padre bailaron arrancando los aplausos de los invitados. Posteriormente, los demás los imitaron. Estela concedió su primer baile al socio director, padre de la contrayente, y luego no hubo hombre que no quisiera disfrutar unos minutos con ella en la pista. Hubo un momento en que hasta se formó una cola para sacarla a bailar. Mario, divertido, le susurró al oído que lo que mejor podía hacer era dar número para evitar tumultos y altercados. Estela rió de buena gana la salida de su hijo. Se sentía feliz porque su vástago no había cometido fallos, porque estaba arrebatador con su traje y corbata y porque, definitivamente, ella era el centro de atención de la fiesta.

También Mario bailó con casi todas las chicas de su edad y con alguna que no lo era tanto, hasta altas horas de la madrugada. Casi al finalizar la celebración, vio que su madre le llamaba por señas. Se la notaba cansada, los zapatos de fino tacón la estaban matando y quería irse, pero antes deseaba bailar con él, pues creía que era el único hombre con quien no lo había hecho. Mario afectando unos modales cómicamente galantes, la sacó a la pista. Ambos estaban algo “alegres” y comenzaron a murmurarse cosas al oído, agarrados como si fueran dos adolescentes ebrios de amor. Mario era más alto que su madre y cada vez que dirigía su vista hacia ella, no podía evitar adentrarse en su generoso escote. Su mejilla rozaba la de su madre y ese simple contacto electrizaba los sentidos del joven. Olía a perfume de rosas, a alegre primavera, a promesas que a él le estaban vedadas…todo era una invitación a pecar.

Terminó la balada y fueron a la barra para brindar una última copa por su salud. Cogidos de la mano, salieron y tomaron un taxi. El amanecer estaba despuntando por el Mediterráneo cuando llegaron a su destino. Al llegar al hall del hotel, el joven mintió a su madre para que se adelantase porque su vejiga no iba  a poder aguantar más. Estela subió sola al dormitorio. Dentro, con algo de dificultad, se descalzó, se deshizo de sus ropas, quedando solo con el sensual tanga y se puso una diminuta camiseta que no cubría siquiera su vientre dejando al descubierto su ombligo y un ceñido pantaloncito de dormir. Luego se fue al baño a refrescarse y cepillarse su pelo que recogió en una cola de caballo. Se lavó los dientes y se metió en la cama de matrimonio, cobijándose bajo la sábana. Se inquietó al ver que transcurría el tiempo y Mario no llegaba. Sonó, entonces, la cerradura magnética y entró su hijo, que arrojó la chaqueta y la corbata a un sillón:

-          ¿Dónde has estado? Estaba a punto de llamar a recepción denunciando un secuestro- bromeó Estela.

-          Ja, ja, ja…me he equivocado de pasillo y me he perdido durante un buen rato. Ya veo que has aprovechado bien el tiempo. Voy a lavarme los dientes- dijo descalzándose.

Fue al baño donde permaneció unos instantes. Temió por un momento que al regresar a la habitación su madre estuviese conciliando el sueño, pero suspiró aliviado viéndola muy despabilada y observando detenidamente cada uno de sus movimientos. El corazón de Mario latía a mil por hora al pensar que su plan debía ponerse en marcha en escasos instantes. Se inclinó sobre su bolsa de viaje y tras revolver en su interior, anunció apesadumbrado:

-          Me temo que me he olvidado el pijama en casa-

Miró a su madre cuyos ojos verdes refulgieron en la penumbra. Mario se decidió por fin, notando como su corazón galopaba sin control en su pecho. Se incorporó y sosteniendo la mirada de Estela, comenzó a desabrocharse la camisa, muy lentamente. Al concluir, la arrojó al mismo sillón donde descansaban su chaqueta y su corbata. Después, con la misma parsimonia, se desprendió de sus pantalones. Sólo lucía unos ajustados slips que no podían ocultar una espléndida erección. ¿Se atrevería Mario a despojarse de ellos? ¿Se mostraría ante su madre completamente desnudo?

El joven inspiró fuerte y cogiendo los elásticos de su slip tiró de ellos hacia abajo. Su polla emergió a la luz, soberbia y arrogante, apuntando hacia el techo. Nunca Mario la había sentido tan dura y congestionada. El glande se asomaba, curioso, al mundo, amenazante y atrayente a la vez.

Estela pudo decir algo en aquel momento, reprender a su hijo por su desvergüenza,  recriminarle su osadía. Pero guardó silencio. Con paso vacilante, Mario se acostó al lado de su madre, tapándose con la sábana, sin saber qué hacer, pues su audacia había terminado con aquel excitante strip tease que ofreció a Estela. Ésta no podía encubrir por más tiempo un insoportable azoramiento que tensaba todo su cuerpo y que se reflejaba en la humedad y calidez de su sexo. A pesar de toda su vasta experiencia, ella tampoco sabía cómo actuar, así que liberó sus instintos y acalló a su razón. Se tendió de costado y acercándose al cuerpo de su hijo, le abrazó y le besó en la mejilla:

-          Gracias por esta noche, Mario- no se atrevió a decir, hijo.- Estoy muy orgullosa de ti.

Y abandonó su mano en el vientre del adolescente, muy próxima a sus genitales. A Mario le embargó el olor del tenue y sugerente perfume de Estela y comprendió que aquella noche iba a perder su virginidad. Su mano llegó hasta donde estaba la de su madre y muy sutilmente la condujo hasta su enardecido falo, desplazando, a su vez, la sábana que ocultaba su cuerpo. Los dedos de su progenitora enlazaron la dura carne y con delicadeza empezó a masturbar su miembro. El joven giró su rostro  y vio el de su madre completamente transformado por la excitación y el deseo. Sin parar de pajearle, Estela acercó sus labios a los de su hijo. Fue, al principio, casi un simple rozamiento, pero después, se convirtió en un gesto más apasionado cuando la mujer introdujo  su lengua en la boca de un sorprendido Mario que la correspondió con igual ardimiento. Sus lenguas se entremezclaban y luchaban apasionadamente por demostrar cual de ellas era la más impura, la más osada. Con sabiduría, Estela agitaba pausadamente el pene del chico, pues no quería que se disparase antes de tiempo arma tan poderosa. Con pereza, Estela dejó de deleitarse en los labios del chaval y descendió lamiendo cada centímetro de su piel hasta alcanzar sus genitales. Jugueteó primero con sus testículos y cuando se cansó tragó, golosa, su miembro que, palpitante, anhelaba ser sexualmente martirizado. Un suspiró escapó de la garganta del chico cuando percibió como la boca de su madre envolvía su pene y succionaba con fuerza. No aguantaría mucho más tiempo por lo que Mario pasó a la acción. Apartó, dulcemente a su madre de su polla, que con hilillos de saliva adheridos a su tallo, le miró extrañada. Estaba tan absorta en su labor que le costó darse cuenta que si seguía por ese camino su hijo se correría irremediablemente en poco tiempo. Mario acostó a su madre e inmediatamente le arrancó el pantaloncito de dormir y el tanga. Por fin, podía observar el tesoro que su madre le había ocultado siempre. Un coño depilado, estrecho, abierto, candente, se ofrecía a su vista. No lo pensó dos veces y lo devoró, gustándose en el sabor de su sexo, de aquel mismo por donde él naciera casi 17 años antes. La lengua del chico, si bien inexperta, hacía auténticos estragos en el incendiado volcán de Estela, que no pudo ahogar gemidos de placer que indicaban a Mario que estaba actuando correctamente. Notó que el cuerpo de su madre se tensaba y un espeso flujo inundó su boca. Estela había tenido el primer orgasmo de aquella mañana. Mario, ahíto del néctar que le ofrecía la mujer, reptó por el cuerpo de su subyugadora madre hasta que rasgando su fina camiseta, emergieron sus pechos coronados por dos pezones que, enhiestos, semejaban pitones de toro. Los amasó a su gusto y los engulló con gula pecadora. No era para menos. Desde su más tierna infancia no los había vuelto a degustar y su sabor le pareció exquisito. Su madre le atrajo otra vez a sus labios y se fundieron en un morreo voraz y sucio. Sus cuerpos sudorosos ansiaban unirse en un coito brutal y lascivo y sin darse cuenta, Mario sintió como su falo se introducía sin obstáculos en la cueva incandescente y acogedora de su progenitora. Comenzó a bombear con desesperación, oyendo el ruido que hacían sus testículos al chocar con el coño de Estela. Después de un largo rato, a Mario le pareció que la habitación le daba vueltas, que el dosel de la cama se hundía. Temió perder el conocimiento y percibió como entre convulsiones de su cuerpo, inundaba el sexo de su madre con una corrida abundante y lechosa. Había experimentado su primer orgasmo dentro del cuerpo de una mujer. Se desplomó sobre ella y fue besado tiernamente por Estela, por la mejor madre del mundo.

Habían consumado el más execrable e inimaginable de los pecados y, por ello,  el más dulce y morboso.

Así nació el secreto de Mario y Estela