El secreto de Alberto
Alberto era un chico guapo... pero... ¿por qué no se relacionaba con ninguna chica?
"Yo creo que es gay". Era la frase que más se escuchaba en la oficina como teoría para explicar el misterio de Alberto. Alberto era un chico guapo, 185 cm de cuerpo músculado, moreno de ojos azules. Solitario, de aire misterioso, sus ojos tenían un fondo de tristeza que le hacía aún más atractivo. No había mujer en la empresa que no suspirara por él, que no dejara escapar una mirada furtiva a su espalda o a su trasero. Por eso no se entendían los continúos rechazos de él a toda mujer que se acercaba con intenciones sexuales. Simplemente las ignoraba a todas, aún cuando varias de las que lo habían intentado era realmente atractivas.
El misterio se acrecentó cuando un nuevo compañero de trabajo, homosexual declarado, intentó en vano llevarse a Alberto a la cama. Junto con la negativa de este vino una sincera afirmación acerca de su heterosexualidad. ¿Qué ocultaba Alberto, entonces?.
Ciertamente, Alberto tenía un gran problema para poder iniciar una relación. En concreto, su gran problema tenía 28 centímetros de largo y era ancho como una lata de refrescos. Si, la polla de Alberto era descomunal, enorme, deforme. El sueño de todo hombre era para él su peor pesadilla. Una polla de ese tamaño era un objeto inútil. Había tenido relaciones con muchas chicas en el pasado, pero la mayoría habían huído ante su descomunal miembro. Alguna había intentado mantener relaciones sexuales con él, pero era del todo imposible. Su miembro no cabía en ninguna vagina o boca. Lo máximo a lo que había podido aspirar habían sido un par de masturbaciones que una prostituta le había realizado, empleando ambas manos para poder utilizarla.
Poco a poco, tras aumentar su frustración conforme aumentaban los rechazos, Alberto había aceptado su destino. Jamás podría emplear su verga con una mujer. Nunca alcanzaría la sitisfacción sexual y nunca lograría echarse novia y mucho menos casarse, porque su mujer sería una frustrada. Para su vida amorosa, Alberto, a pesar de tener una enorme verga, era igual que un castrado.
Transcurrían los años y Alberto seguía con su problema sin cura. Seguía rechazando mujeres, sin tener relaciones y además su complejo y vergüenza se acrecentaban con los años.Había conseguido mantener la cabeza fría a pesar del calor que sentía dentro. Pero todo cambió el día que llegó Anita a su oficina. Alberto sintió un escalofrío cunado vió aparecer por primera vez a su nueva compañera. Anita era una chica menuda, de cuerpo de adolescente, morena, con unos negros ojos, inmensos pozos para caer en ellos. Delgada, apenas llegaba al 1'50, más bien parecía una niña que una mujer. Pero lo era, de los pies a la cabeza. Y como mujer, era capaz de enamorarse. Y lo hizo, perdidamente, de áquel callado compañero de trabajo, que tenía unos preciosos y tristes ojos azules. Y Alberto, aunque luchó y se resistió, se enamoró de ella. Pronto empezó a hablar con ella más de lo necesario. La oficina era un continúo rumor.
Alberto trató de evitar en lo posible que la relación siguiera adelante, pero cada vez que hablaba con Anita, su sonrisa y sus profundos ojos negros le hacían perder la razón. Mil veces se propuso contarle a Anita su secreto. Seguro que ella entendía, ella era diferente, ella le quería. Un día, ante una deseperada Anita, tuvo que confesar la verdad. Mostró su miembro a la incrédula chica, que con ojos asombrados contemplaba áquel pedazo de carne colgante. Y ella comprendió y aceptó. Sus relaciones sexuales con ella no pasaban de las caricias, era lo máximo a lo que podía aspirar. Ella disfrutaba con el sexo oral que Alberto le realizaba e , incluso, frotando su coñito contra aquella verga. Pero necesitaban más. Ambos suspiraban por hacer el amor.
Alberto y Anita se casaron unos años después. La convivencia y el roce no hizo si no aumentar la frustración de ambos. Alberto no era feliz al ver a su mujer sufrir. Y ella sufría al ver que él no era feliz. Una idea empezó a rondar la cabeza de Anita, que ansiaba hacer feliz a su amor. Se acercaba su tercer aniversario de boda y tenía un plan ya formado en la mente.
Llegó el aniversario y tras una cena en un romántico restaurante, Anita pidió a Alberto volver a casa. Iniciaron los rituales acostumbrados, pero, cuando Alberto se disponía a lamer el clítoris de Anita, esta le detuvo "No, mi amor, esta noche vamos a hacer el amor". Alberto, consciente de que era del todo imposible, se negó en redondo. No quería provocar dolor a la persona que amaba. Pero Anita insistió, y no sólo aquella noche. Una tras otra suplicaba a Alberto que lo intentara, que la dejara hacer. Tanto insitió que, conmovido por sus súplicas, Alberto aceptó realizar un intento.
La noche elegida Anita preparó todo. Las mesilla de noche más parecían los estantes de un sexshop. Todo tipo de consoladores y líquidos lubricantes descansaban en ellas. Comenzaron jugando con consoladores. Sin prisas, durante horas, Anita fue introduciendo consoladores en su vagina, hasta lograr tener dos en su interior. Era impresionante ver como tan poquita cosa de mujer era capaz de introducir el equivalente a dos mienbros en su vagina. Cuando se creía dispuesta pidió a Alberto que la penetrara. Alberto dirigió hacia la vagina de su mujer la cabeza de su miembro. Ana aguantó el dolor que le provocaba la entrada de aquella verga, equivalente a dos consoladores juntos. La dura cabeza entró. Albertó sintió un escalofrío de placer al notar por primera vez lo que era penetrar a una mujer, notar su caliente húmedad en el miembro. La vagina de Ana trataba de adaptarse a lo que la invadía, pero aquello era parecido a un parto. Sus ojos se fijaron en los de Alberto. Por primera vez desde que le conocía, la tristeza los había abandonado. En su lugar se reflejaba alegría y placer. Aguantando el dolor que sentía, mintió "Apenas me duele, mi vida, métela un poco más... me gusta.". Alberto no podía creer lo que estaba pasando. Por fin lograba penetrar a la mujer que amaba, que disfrutaba con él. Cerrando los ojos por el placer, introdujo su miembro un poco más en la vagina de su mujer, notando como esta se apretaba dura, ceñida entorno a su miembro.
Anita apretó los labios aguantando el tremendo dolor que sentía. Una llamarada de fuego, como un hierro incandescente recorrió su estómago. Pero una vez más miró al hombre que amaba y vió en sus ojos una lágrima de felicidad. Alberto musitó a su oído "Al fin, Dios, como te quiero, mi vida, te amo, ¡qué ganas tenía de hacerte mía". Ahogó los gemidos de dolor cuando Alberto inició un lento movimiento de caderas, sacando e introduciendo un tercio de su falo en Ana. Ella, totalmente dilatada, apenas podía hablar ante la invasión que su cuerpo sufría. "¿Quieres que siga...la quieres dentro?", preguntó Alberto completamente excitado, ciego de lujuría ante el nuevo placer que sentía. "Si... sigue..más", respondió Ana aguantando las lágrimas que luchaban por salir de sus ojos, disimulando sus gritos de dolor como gritos de placer. Alberto introdujo aún más su miembro dentro de su mujer. Aquello era el cielo, casi tenía la mitad de su órgano dentro de áquel menudo cuerpo. Y no sólo eso, si no que su mujer gozaba con él, como podía notar por sus espasmos, sus gritos y la creciente humedad que notaba en su miembro. Era un sueño hecho realidad.
Dos veces más preguntó a Ana si le gustaba y si quería que siguiera más adentro. Y dos veces más Ana mintió y pidió más. El dolor se transformó en algo tan intenso que llegó a no saber de que parte de su cuerpo llegaba. Disimuló sus gritos de dolor con gritos de lujuría y placer, aplastó la cara de Alberto contra su hombro para que no viera las lágrimas que brotaban de sus ojos. Alberto bombeaba como un loco. Su mujer debía estar teniendo orgasmos como nunca, porque la húmedad de su vagina aumentaba, gritaba y se retorcía debajo de él. Bombeó dentro de ella, penetró salvajemente a su mujer hasta que con un grito de placer alcanzó un orgasmo como nunca había sentido.
Se dejó caer encima de su mujer, agotado y sin aliento, besando su cuello. Ella permanecía quieta, con los brazos entorno a él, callada. Pero había algo extraño. Ella.. ella... no respiraba. Asustado levantó la cabeza para poder mirar a los ojos a su mujer. Esos ojos negros en los que mil veces se había perdido estaban ahora abiertos, fríos, mirando al vacío. De un salto y gritando su nombre se puso de pie. Entonces pudo contemplar con horror la sangre que mojaba las sábanas desde la vagina de su mujer.
Arturo llevaba muchos años en la policía pero aquello no lo había visto nunca. Junto al cuerpo de aquella mujer yacía el de un hombre. Ella tenía las pierna abiertas y de ellas había brotado un mar de sangre, tiñendo de rojo las sábanas. El tenía un cuchillo en la mano y otro mar de sangre cubría sus genitales. En el suelo había un trozo de carne que parecía un pene. Pero era un pene monstruoso, como nunca había visto
Seguro que le puso los cuernos y ella le ha cortado el pito. Luego él se la ha cargado. Por cierto, menudo pito... ¿ha visto, jefe?. - Arturo gruñó a su ayudante, sin que este supiera si le daba la razón o se la quitaba.
Me apuesto el café a que ha sido eso. Fíjese, un tío con esa verga... seguro que se tiraba a todas las que quería. Seguro que si, ¿verdad, jefe?