El sátiro
¡Desdichada Terpsícore! Los insaciables sátiros no conocen la piedad.
Era Terpsícore la joven más alegre de su aldea, una pequeña aldea de pastores en las montañas de la región griega del Peloponeso. Gustaba tanto de danzar en las fiestas y en cualquier otra ocasión que surgiese, que todos comentaban siempre que el nombre de la musa de la danza era el más apropiado para ella. A diferencia de su medrosa amiga Alcmena era intrépida y arrojada, y siempre dispuesta para un nuevo juego. Los muchachos se habían burlado de esa niña flaca y larguirucha pero ahora aquella niña se había convertido en una hermosa joven de cuerpo esbelto y no sólo era la muchacha más alegre sino también la más hermosa. Sus caderas y sus senos se habían tornado redondeados; también sus hombros, por los que caían sus largos cabellos negros. No habían cambiado, sin embargo, sus alegres ojos verdes, que siempre habían merecido el respeto de todos. Lo cierto es que todos los muchachos de la aldea la miraban con interés y deseando atraer su atención. Uno de ellos, de los más apuestos, empezaba a conseguirlo aunque Terpsícore apenas se daba cuenta.
Además de la danza, otro de los pasatiempos de Terpsícore era subir las laderas de los montes y adentrarse en sus bosques. Se sentía a gusto con la naturaleza mientras que su amiga Alcmena, que la acompañaba muchas veces, se fatigaba con frecuencia y obligaba a Terpsícore a hacer alguna pausa. Tampoco agradaba a Alcmena internarse demasiado lejos en esos bosques de los que sus abuelas les habían contado tantas y poco tranquilizadoras historias sobre sus extraños moradores. Cuando en aquella ocasión Terpsícore quiso ir más lejos que nunca, le costó un gran esfuerzo animar a su más prudente amiga a permanecer con ella. La convenció y llegaron a un lugar realmente especial.
Uno de los arroyos de la montaña iba a parar allí y formaba un estanque de aguas oscuras, a las que apenas llegaba la luz del Sol por los escasos huecos que le concedían las ramas de los árboles. Eran tan extrañas esas aguas y el silencio del lugar que las dos jóvenes permanecieron calladas y contemplando el estanque.
Acabó el silencio con un sonido largo y perezoso, el sonido de una flauta que tocaba una melodía tan primitiva, inquietante y sensual como su intérprete. Desde luego conocían las historias acerca de los sátiros, aquellas criaturas semihumanas de apetitos desenfrenados y de quienes era mejor alejarse. El dios Pan, primero entre los sátiros, había inventado la flauta que llevaba su nombre al transformar a una ninfa en unas cañas y cortarlas para hacerse una flauta. Aunque era el dios de los pastores, éstos huían en cuanto reconocían aquella música. Alcmena lo recordaba muy bien y cogió la mano de Terpsícore para escapar, pero la joven parecía hechizada por las notas y se negó a seguirla. Por mucho que le rogó no pudo convencerla y finalmente escapó sola y aterrada.
No se había equivocado Alcmena acerca de la identidad del flautista: era el mismísimo dios sátiro quien tocaba la flauta. Gustaba de acudir a aquel estanque para observar a las hermosísimas y desnudas neyades, ninfas de los ríos y lagos, y luego perseguirlas. La mayoría de las veces escapaban riendo y burlándose del frustrado y feo sátiro, pero en algunas ocasiones era él quién reía cuando lograba dar alcance a alguna de ellas y la follaba a pesar de sus quejas y lamentos; en realidad era un juego perverso tanto para él como para las ninfas. Por esto le disgustaba mucho que los pastores llevasen a abrevar a sus rebaños y las sucias ovejas asustaran a las ninfas y ensuciaran el agua donde sumergían sus magníficas desnudeces. Cuando algún pastor se acercaba le advertía con un toque de flauta y enseguida se marchaba advertido.
Sin embargo, aquella pastorcilla no huía sino que parecía embobada con las notas de su flauta. El sátiro estaba sorprendido pero también halagado y la belleza inocente de la humana acababa de conmoverle. Tocó largo rato y luego la dejó marchar.
Alcmena recibió con preocupación y reproches a su amiga por su imprudencia. Le imploró que le prometiese no regresar nunca a aquel lugar, pero no fue escuchada. En cambio, Terpsícore le pidió que no contase nada de lo sucedido a nadie y consiguió convencerla, como de costumbre.
Para el sátiro fue una sorpresa mayúscula volverla a volver a verla, y de nuevo tocó para ella. Terpsícore se sentaba bajo algún árbol y pensaba en cómo sería el flautista de aquellas notas tan fascinantes, pero era realmente una suerte para ella no poder cumplir su deseo porque de seguro habría quedado aterrada. Como todos los sátiros, la mitad superior de su cuerpo era más o menos humana. El vello de su torso era abundante y unos cuernos de coronaban su cara afilada y perversa. De cintura para abajo era ya completamente animal, con piernas peludas, pezuñas de cabra y un miembro viril largo y monstruoso pues sus apetitos carnales eran más intensos que los de hombre alguno.
Terpsícore ignoraba, pues, cuán horroroso era su flautista y surgió así una extraña relación entre ellos, pues ella habría de regresar más veces. Fue una imprudencia por su parte, pues si los mortales debieran haber aprendido algo de los mitos es que cualquier trato entre ellos, frágiles y sensibles, y los seres inmortales y dotados de formidables atributos que pueblan esas historias no pueden funcionar; y es siempre el mortal el que termina siendo desfavorecido.
Una de esas tardes en las que Pan tocaba para su pastorcilla, Terpsícore se sintió confiada y era tan intenso el calor que quiso darse un baño en el estanque. Se despojó de sus ropas y se arrojó a las oscuras aguas. Tembló de tan frías como estaban las aguas pero luego nadó y buceó con indescriptible placer en el estanque. Emergió para tomar aire y advirtió que la flauta había dejado de sonar. Volvió la cabeza a un lado y entonces le vio. El rostro del dios Pan era más bestial que nunca y la miraba con deseo. Ver el cuerpo virginal y desnudo de la pastorcilla había sido demasiado para él y la tentación de acercarse al estanque para observarla había sido irresistible.
Terpsícore le miró con horror y asco, y comprendió muy bien lo que pretendía esa mirada lasciva. Gritó y salió del agua con prisa y, sin detenerse para vestirse, corrió por el bosque con la larga melena negra cayendo aplastada y húmeda por su espalda. Sus largas piernas eran fuertes y rápidas pero no podían competir con las patas caprinas del sátiro, que la perseguía con el pene totalmente erecto y riendo los gritos desesperados de la pequeña. Menos podía competir aun sus pies con las pezuñas del dios, pues sus pies desnudos y delicados se lastimaban y herían con las piedras del bosque, hasta que la hicieron tropezar.
Cayó de bruces al pié de un árbol y Pan le dio alcance. Terpsícore chilló cuando sintió el cuerpo peludo del sátiro sobre ella y no dejó de hacerlo mientras tocaba su cuerpo y sus pechos con aquellas manazas grotescas. Luego pasó su rasposa y larga lengua por toda su piel, deteniéndose en aquellos pezones jóvenes y puntiagudos. La pastorcilla chilló cuando la sintió por toda su cara; era tan áspera que hería sus suaves mejillas y su boca, pero mayor que el dolor eran el horror y el asco que sentía. No duró mucho, sin embargo, porque los sátiros no gustan de demasiados preliminares y cuando pudo ver de reojo un enorme pene derecho, sintió pánico y le suplicó y rogó. Era inútil porque un sátiro está en primer lugar dominado por sus apetitos, en un segundo lugar por la razón y la piedad no tiene cabida en él.
La volteó porque los sátiros prefieren hacerlo como los animales, por atrás. No podía resistirse a los fuertes brazos del sátiro y enseguida estuvo su cara aplastada contra la hierba del suelo. El semihumano sencillamente introdujo su gran pene por entre sus piernas hasta encontras su sexo. Cuando lo encontró la penetró sin delicadezas, metiendo su bestial pene en el sexo virginal de la pastorcilla y empujando con toda su fuerza. Para Terpsícore la experiencia no pudo ser más dolorosa, no sólo porque fuera virgen, sino también por el tamaño de aquel pene. Sufría sus embestidas ya no entre lamentos sino entre lágrimas mientras el sátiro emitía un aterrador sonido propio de animales para demostrar su placer. Su resistencia era desmesurada y se corrió rapidamente una, dos y muchas veces, Terpsícore ya no podía contarlas, y cada vez gruñía salvajemente y derramando su semen en ella. Sólo cuando agotó todo su líquido se incorporó y desapareció riendo aullando de placer en el bosque.
¡Desdichada Terpsícore! Yació durante horas en el suelo antes de tener ánimo para levantarse. Vagó por el bosque temblorosa y desnuda hasta que los pastores, que ya habían salido en su búsqueda, la encontraron aunque parecía incapaz de verlos a través de sus ojos verdes y llorosos. Su madre lloró y la llevaron de nuevo a casa pero no volvió a ser la misma. Estaba enloquecida por la brutalidad del sátiro y se consumió lentamente en el dolor.
FIN