El sargento de piedra

El militar se acostumbra a ser duro y distante; a dar órdenes.

El sargento de piedra

1 – El ataque

Sabía que andaba por un barrio no muy seguro, pero mis ropas eran normales y no iba llamando la atención de ninguna manera. La acera era estrecha y con una fila de árboles en el lado de la calzada. En ningún momento sentí miedo ni me puse alerta. La gente que paseaba por allí me pareció normal. Estaba atardeciendo, pero ya habían encendido las farolas y no me sentí inmerso en la oscuridad. Sin embargo, me esperaba una sorpresa. Bueno; una sorpresa o varias.

Por detrás de los gruesos troncos de los árboles salieron hasta seis tíos de mi edad (supongo) que corrieron, antes de que me diese cuenta, hacia mí para asaltarme. No comprendí el motivo. Aparentemente, yo no era un tío al que pudieran robársele muchas cosas. Ni siquiera llevaba mi bolsa con los libros.

No pude ver nada ni reaccionar. Comencé a notar golpes y manos que buscaban en mis bolsillos. Tampoco pudieron robarme el reloj ni el móvil; no acostumbro a usarlos. Me vi en el suelo y me sentí apaleado durante unos segundos, pero al poco tiempo, mis asaltantes salieron corriendo y me dejaron allí tirado.

Abrí los ojos con cuidado y no vi a nadie más. La gente que iba paseando por aquella acera (no mucha) había desaparecido y pensé inmediatamente que tendría que auxiliarme a mí mismo, ponerme en pie como pudiese, tomar quizá un taxi y volver a casa.

Respiré profundamente para tomar fuerzas. La paliza no había sido tan brutal, pero justo antes de levantarme, aparecieron ante mis ojos unas botas negras ¿Era la policía? Alguien me agarró por los brazos y me sentó en el suelo. Luego, tomándome por la espalda, me puso en pie y me sujetó.

  • ¿Estás bien, chico? – oí -; no es aconsejable pasear por aquí a solas, pero no entiendo el motivo del asalto. Voy a poner una denuncia y te llevaré a tu casa.

  • ¡No, no! – vi una gorra militar -; deje la denuncia. Ni me han hecho mucho daño ni me han robado nada. Tomaré un taxi. Le agradezco que se interese por mí.

Cuando fui recuperándome, vi que la persona que me mantenía en pie era un sargento de aviación. Llevaba un uniforme azul y el galón amarillo con tres rayas en los hombros de la chaquetilla.

  • ¡Gracias, sargento! – le dije -; en poco tiempo estaré bien y me iré a casa. No se preocupe usted por mi estado.

  • ¡No me hables de usted, coño! – dijo sujetándome -; tengo más o menos tu edad. Me llamo Joaquín, aunque para todos soy el sargento Quini o Quini simplemente.

  • ¡Gracias, Quini! – le dije más tranquilo -, me apura hablarle de tú a un militar.

  • Llevo uniforme, es cierto – contestó -, pero soy un militar para los militares y en el cuartel de ahí (señaló un lugar cercano) ¡Ven conmigo, chico! ¿Cómo te llamas?

  • Arnaldo – respiré profundamente -, pero llámame Arny. Nadie me dice Arnaldo.

  • ¡Venga, Arny! – dijo -. Tengo el coche aparcado muy cerca. Te llevaré a casa. No me fío de tu estado. Ahora te encuentras bien pero ¿y si luego te encuentras mal?

  • Bueno – le dije -, ya estaré en mi casa. Tomaré algún calmante y, si estoy mal, tengo el hospital casi enfrente.

  • Lo siento, Arny – contestó muy serio -, no voy a dejarte solo hasta que sepa que no te pasa nada.

  • No estaré solo, Quini – me costaba hablarle de tú a un sargento -, en mi casa está mi gente que me atenderá.

  • ¡Mira, tío! – me agarró fuerte del brazo -; a mí no me la das. Acabas de decir que tomarás un calmante y, que si no te encuentras bien, irás al hospital. No has dicho «pediré a mis padres que me den un calmante y que si no me encuentro bien que me lleven al hospital». Hay una simple sutileza, pero a mí no se me escapa. Estás solo y no voy a dejarte solo ¿Me entiendes o tengo que decírtelo de otra forma?

Me quedé pensativo. Aquel joven sargento sabía perfectamente lo que estaba diciendo, pero yo no quería que se molestase por mí.

  • ¡Venga! – gritó -, cuanto antes mejor. No te muevas mucho si te duele algo. Vamos al coche y deja que yo haga el resto. Dime adónde vives y te acompañaré. Si necesitas alguna cura pequeña, puedo hacértela yo ¡Bah! No tienes ni un rasguño. Si en el cuartel me viesen quejarme por una gilipollez como esta, se reirían de mí.

  • Ya estoy mejor, Quini – intenté convencerlo -, pero tú estás acostumbrado a dar las órdenes.

  • Pues ¡volando! – gritó - ¡A casa!

2 – El auxilio

Anduvimos muy poco y me sujetó por la cintura porque se dio cuenta de que no podía mantenerme en pie tan fácilmente. Nos acercamos a un coche muy normalito y pequeño. Me abrió la puerta y me ayudó a sentarme. Luego, cerró, pasó por delante del coche y entró en el lado del conductor.

  • ¡Tú dirás, chaval! – dijo -, no puedo adivinar dónde vives.

  • No muy lejos – le respondí -, iba paseando a casa. Sé que este lugar no es muy seguro, pero no voy dando el cante con un traje de chaqueta, corbata y reloj de oro.

  • ¡Te equivocas, Arny! – respondió muy seco -. Puede que no sea un lugar donde vengan los chorizos a dejarte sin blanca y quitarte todo lo de valor, pero ese grupo que te ha agredido no iba a quitarte nada, sino a darte lo que ellos creen que te mereces.

  • ¿Qué me merezco?

  • ¡No hay más que mirarte, Arny! – continuó su explicación -. Aparentemente eres un chico normal, pero no eres del barrio y no hay que ser un lince para darse cuenta de qué vas.

  • No te entiendo, Quini – le dije -; estudio, cumplo con mis obligaciones…soy un chico normal.

  • ¡Si tú lo dices…!

No entendía a qué se refería, pero me mantuve en silencio hasta que le señalé dónde tenía que desviarse.

  • ¡Aquí, por favor, gira aquí! – le hice señas -. Ese es mi portal. Déjame en la puerta, tengo las llaves. No quiero ocupar tu tiempo.

  • ¿Mi tiempo? – se extrañó -. Hoy he salido mucho antes. Mañana tengo que madrugar, pero volveré al cuartel pronto porque mañana tengo mucho que hacer.

  • Sube si quieres – le dije -; no niego mi casa a nadie.

  • Tengo que subir y ver esas heridas – dijo resignado -, no quiero que se te infecte algún rasguño y te acuerdes de mí.

  • ¿Vas a curarme?

  • ¡No! – me asusté del tono de su respuesta -, no soy un enfermero; soy un militar. Pero me da la sensación de que no te han hecho nada. Quiero comprobarlo.

Abrí el portal. Iba andando cada vez con más estabilidad, aunque me dolía la pierna. Le hice pasar y subimos a mi piso.

  • No esperes gran cosa – le dije -; soy un desordenado aunque todo está limpio.

Cuando abrí la puerta y vio mi salón. Le noté un cierto gesto de asombro disimulado: «¡No está nada mal!».

  • Sólo tengo un dormitorio y un estudio – le dije -; la cocina es pequeña ¡Mira! El baño no está mal.

  • Sí, sí – respondió con desinterés - ¿Dónde tienes el botiquín?

  • En el armario del dormitorio – le dije -; no hay muchas cosas, pero si se trata de curarme algunos rasguños

  • ¡De eso se trata! – fue cortante -. No perdamos el tiempo que necesito descansar. Mañana me espera un día largo. ¡Quítate la camisa, vamos!

Me pareció un militar muy duro y me sentí un soldado muy débil. Me puse de espaldas a él cuando le entregué el neceser con lo poco que tenía para hacerme algunas curas.

  • ¿Y esto es lo que tienes? – alzó la voz enfadado -. Haremos lo que se pueda. No me pidas milagros.

Estaba de espaldas a él y mirando a la cama y me empujó con cuidado:

  • ¡Échate ahí, cojones! – ordenó - ¿No pensarás que voy a curarte de pie? Si se mancha la colcha de yodo, la limpias. Eso no tiene importancia. ¡Un buen servicio militar te hacía falta!

Me eché en la cama con cuidado y le oí abrir la cremallera de mi botiquín y sacar algunas cosas.

  • ¡No tienes gasas, coño! – protestó -; el algodón se pega en la heridas. Afortunadamente no hay nada importante.

Con mucho cuidado comenzó a lavarme algunos rasguños con agua oxigenada y luego me untó yodo.

  • ¡Ay! – me quejé - ¡Escuece!

  • ¡Tú no sabes lo que son escozores, ignorante! – siguió con su tono seco -. Aquí hay bien poco que curar ¡Vamos, date la vuelta que te vea el pecho!

Me roté ayudándome de las manos. Él estaba en pie frente a mí; muy serio y sin acercarse a ayudarme.

  • ¡Ahí no hay nada! – ni se acercó - ¡Quítate los pantalones! ¿No querrás que te desnude yo?- ¡No, no! – le dije - ¡No te preocupes! Creo que en las piernas no tengo nada importante.

Miró el reloj preocupado y me pareció impaciente.

  • Puedes irte si tienes prisa, Quini – le dije - ¡Estoy bien, de verdad!

  • ¡No, no es eso! – suspiró -, es que mientras bajo, tomo el coche, encuentro sitio y llego al cuartel, me habrán cerrado la puerta. Tenemos órdenes de no abrir a nadie si no es imprescindible. Siento decirte que si no me voy corriendo me quedo en la calle ¡Qué putada! Me bajé despacio el pantalón para ver una zona de la rodilla que me dolía y seguí hablándole:

  • ¡Corre, Quini! – le dije -, no quiero que te castiguen por mi culpa.

  • ¿Castigarme? – se echó a reír -. Soy yo el que castigo, chaval, pero no me gustaría dormir en la calle.

De pronto, se quedó muy callado y asustado mirándome.

  • ¿Qué pasa? – me asusté - ¿Qué he hecho?

  • ¡Quédate quieto, joder! – se acercó y se agachó -. Esta herida de la rodilla es algo más profunda ¿No te duele?

  • Aguanto bien el dolor – le dije -, pero he notado que tengo algo ahí.

  • ¡A la mierda con el cuartel! – gritó - ¡Su puta madre! Tendré que dormir en un hostal, pero no voy a dejarte esta herida así.

  • ¡Es igual, Quini! – le rogué - ¡No llegues tarde! Yo me curaré.

  • ¡Vamos! – no me hizo caso – Tiéndete en la cama de una puta vez. Si esto se infecta me sentiré culpable toda mi vida.

  • ¿Y qué vas a hacer luego? – me apuré -. Te pagaré el hostal si es por mi culpa.

  • ¡Calla! – no era muy delicado -. Esto te va a doler, pero tengo que hacerlo. Hay restos de tierra y piedrecillas en la rodilla. Aguanta Arny ¡Sé fuerte!

Se acercó mucho a mí, puso su mano en mi pecho y comenzó a curarme. Aguanté el dolor como pude durante un buen rato hasta que me amarró un trozo de tela.

  • Te has portado como un hombre – dijo con otro tono de voz -; te estaba tomando como un quejica ¡Te dolerá un poco!, pero mañana mojas el trapo con agua oxigenada, lo quitas y dejas que le dé el aire a la herida.

  • ¿Y qué vas a hacer tú? – me apuré -.

Se quedó pensativo.

3 – Lo inesperado

  • ¡Los putos ultras esos! – refunfuñó -. No iban a robarte. Pensaron que eras

Se calló y me miró como arrepentido.

  • ¿Qué yo era qué? – le pregunté -; ¡soy un tío normal!

  • Sí, sí – contestó indiferente -; eso pareces.

  • Puedes quedarte aquí, Quini – le dije -; tengo despertador. No llegarás tarde. Estás muy cerca.

Me miró con desconfianza.

  • ¿Dónde piensas que voy a dormir?

  • ¡Por Dios, Quini! – lo miré enfadado - ¿En qué coño estás pensando? Dormiré en el salón en una manta en el suelo ¡Mañana tienes que trabajar!

Entonces su mirada cambió a asombro.

  • ¿Crees que te voy a dejar dormir en una manta en el suelo y yo quedarme cómodamente en tu cama? – preguntó bajando la voz - ¿Tienes otra almohada?

  • Sí – le dije -; hay una larga en el armario. Arriba.

  • Compartiremos la cama – se fue hacia el armario -. De la mitad para allá para ti. Quiero este lado para levantarme temprano. No necesito despertador.

  • Déjame que te prepare aunque sea un vaso de leche con galletas – le dije - ¡No vas a dormir sin tomar nada! ¿No?

  • Me tomas por tonto – dijo desabrochándose la chaqueta -; no voy a dejarte levantarte como estás y puedo dormir perfectamente sin vaso de leche y sin galletas.

Puso la almohada larga en el centro de la cama dividiéndola en dos y me eché más hacia mi lado. Siguió desnudándose y comencé a hacerme el dormido tapándome la cara con el brazo, pero pude observar un cuerpo perfecto. Apagó la luz y sentí luego cómo se hundía su lado. Suspiró profundamente y me habló susurrando:

  • ¿Estás bien, Arny? Si necesitas algo llámame.

Me sentí extraño. Aquel joven de carácter agrio había cambiado y estaba en mi cama. Me volví hacia el otro lado con cuidado, dándole la espalda, para intentar dormirme. Estaba muy cansado y sentí cómo venía el sueño a pesar del dolor. De pronto, algo tocó mi pecho. Era la mano de Quini. No sabía si estaba dormido o si la puso allí sin darse cuenta, pero poco después comenzó a acariciar mi pecho con cuidado. Me hice el dormido, pero mi respiración se aceleró. Oí una voz muy suave que me llamaba.

  • ¡Arny, Arny! ¿Estás dormido?

Tuve que pensar un poco la respuesta, hice como que me despertaba y me movía un poco y le contesté:

  • ¿Qué? ¿Qué te pasa? ¿Necesitas algo?

  • ¿Te importa que te acaricie? – se acercó un poco - ¡No me lo tomes a mal!

  • ¿A mal? – le pregunté como extrañado - ¡Sólo espero que no pienses hacerme daño!

  • ¡No, no! – exclamó en voz baja -; sé dónde tienes las heridas. No voy a tocarlas.

  • No me refiero a ese daño, Quini – dije -, quiero decir que no me importa lo que hagas conmigo si no me vas a maltratar.

  • ¡Por Dios! – me acarició la cabeza - ¿Cómo puedes pensar eso de mí?

  • Me has dado una sensación muy mala – le dije -; la sensación de un sargento sin alma, sin sentimientos, que lo único que entiende es dar órdenes y hacerse el agrio ¿Es que no te das cuenta?

  • ¡Lo siento! – sollozó - ¡Soy un cabrón hijo de puta que trato a todo el mundo como si estuviese en el cuartel! Me doy cuenta de que no te merecías eso. Sin darme cuenta, me estaba poniendo al lado de los gamberros que te asaltaron. Pero yo no soy así. Uso esta máscara, esta armadura, para protegerme. Ahora me doy cuentas de que me he pasado contigo cuando lo que necesitabas era cariño. ¡Perdóname, por favor! Yo no soy así.

  • Pues lo disimulas de puta madre, tío – le dije susurrando -, pero tu mano me dice otra cosa.

  • Desde que te vi – dijo -, corrí a por ti. No podía soportar ver a aquellos gamberros poniéndote sus putas manos encima.

  • ¡Mira, Quini! – dije -, me has hecho pasar algunos momentos en los que me he sentido violento, pero luego he visto cómo cambiaba tu cara. Disimula con los demás; conmigo no te hace falta. Acaríciame si lo deseas. Yo no me pongo armaduras.

Quitó la mano de mi pecho y pensé que se había molestado, pero noté cómo tiraba de la almohada que nos separaba y se acercaba a mí. Noté su cuerpo cálido y desnudo y, mientras su mano recorría mi costado, noté sus labios en mi mejilla. Me volví un poco hacia él y su mano se desplazó hasta mi pecho sin tocar ninguna herida y dejé caer despacio mi cabeza hacia él hasta que se encontraron nuestros labios.

Me abrazó sollozando pero sin decir nada. Levanté mis brazos y le tomé la cabeza.

  • No quiero acercarme a ti mucho – dijo -; puedo darte en la rodilla.

Me di la vuelta otra vez y noté que pegaba mi cuerpo al suyo. Su mano fue bajando con cuidado hacia mis calzoncillos hasta que se agarró con delicadeza a mi miembro.

  • ¡Ohhh, Quini! – gemí - ¿Quién podría imaginar esto? ¡Déjame tocarte!

Eché mi mano hacia atrás hasta que topó con sus calzoncillos duros. Tiré del elástico hacia abajo y él hizo el resto. Se quitó los calzoncillos y bajó los míos con mucho cuidado de no llegar a la rodilla. Se la agarré fuerte y comencé a darle masajes. Luego la puse en mi agujero y volvió a hacer el resto con una delicadeza que no hubiese imaginado media hora antes. Me folló con mucho cuidado. Noté cómo le llegaba el orgasmo y poco después me corrí yo poniéndolo todo perdido. Me volví hacia él y nos restregamos y nos acariciamos. Su respiración se aceleraba y nos era difícil besarnos, pero sus besos me parecieron maravillosos. No hubo un segundo en que olvidase que yo tenía una rodilla lastimada. No me rozó una herida. No era de piedra, era humano; muy humano. Parecía haber hecho un mapa de mi cuerpo en su mente para no hacerme el más mínimo daño.

  • ¿Quieres follarme? – preguntó dulcemente -.

  • ¡Verás, Quini! – le dije acariciándole los cabellos -, tendríamos que esperar un poco. Me he corrido con todas mis fuerzas. Descansemos y mañana hacemos otras cosas.

  • ¡Tienes razón! – contestó amablemente -; descansemos ahora y mañana ¡ya veremos!

4 - Epílogo

Me quedé dormido abrazado a él. ¡Parecía tan duro… y era tan tierno! Pero cuando desperté, no lo encontré en la cama. Su ropa había desaparecido ¡Se había ido! Lo busqué como un loco por mi pequeño apartamento hasta que me di cuenta de que debería haber madrugado mucho para irse al cuartel. No me dejó nada dicho; ni una nota. Un «te quiero» aunque fuese falso.

Pero mi mente, inmediatamente, comenzó a recordar. En el mismo lugar donde me agredieron, me dijo que le llamaban el sargento Quini y señaló hacia un lugar diciendo que allí estaba el cuartel.

A pesar de mis dolores, me lavé muy bien como pude, me vestí y salí caminando, aguantando el dolor de mi pierna hasta el lugar que tenía en mente. Pasé por aquel paseo que tan malos recuerdos me traía y doble una esquina entrando en una calle antigüa y estrecha ¡Allí había un cuartel de aviación!

Me acerqué acelerando el paso hasta que un guardia me paró con la mano y me intimidó con el fusil.

  • ¿A dónde te crees que vas, tío? – dijo pavoneándose -; esto es cuartel, no un bar de copas.

  • ¡Lo sé, imbécil! – le respondí amenazante - ¡O me dejas pasar a ver al sargento Quini ahora mismo o pasarás una buena temporada a la sombra!

  • ¡Oh…oh! – se puso blanco - ¡Perdone! ¡No me suena su cara!

  • ¡Mi cara se ve, idiota! – le contesté - ¡No suena!

Se volvió hacia otro soldado y habló con él algo. Me pidieron que me identificara y me pusieron un cartelito en el pecho donde ponía «VISITANTE».

  • Llame a la segunda puerta a la derecha – me dijo el policía -; antes de llegar al patio.

Llamé a la puerta y oí la voz agria y de piedra del sargento: «¡Pase!».

Cuando abrí la puerta, se puso a gritarme como si hubiese llegado tarde a recoger unos documentos. Luego, bajando mucho la voz y haciendo unos gestos, me dijo que cerrase la puerta, se puso en pie y corrió hacia mí para abrazarme.

  • ¡Arny, Arny! – sollozó - ¿Por qué me haces esto? ¿No ves que a partir de ahora tu ternura me va a deshacer?

  • También hay piedras blandas, mi sargento.