El Santo Padre (4)

El sátiro padre continúa con su estrategia para subyugar a la joven Leire, mientras el plan con la señora Jimena comienza a dar sus frutos.

Capítulo 4

Hace algo más de una semana desde que empezaron los “castigos” de Leire, que se resumen en una hora de limpieza, y otra de mamada. Al dia siguiente de lo ocurrido, apenas tuve que presionarla un poco antes de hacer que se arrodillase, evolucionando con el paso de los días a ser ella quien lo busca. Le encanta chupar, y no es ninguna broma o exageración. Ayer mismo la tuve que parar, después de que intentase seguir mamando luego de haberme corrido. En apenas un par de días se ha desatado, y ha dejado la vergüenza un poco de lado, al punto de hablar abiertamente sobre chupármela y hacer pequeñas bromas sobre ello. Lo que más me sorprendió, fue que quisiera de nuevo que le diese la “bendición”, corriéndome en cruz sobre su rostro. Sospecho que le da morbo…

Sin embargo, por mucho que he intentado convencerla usando mi diabólica labia, no me permite ir más allá de ello. Ni follar, ni lamer, y apenas tocar. Como mucho me ha dejado manosearle las tetas por encima de la ropa mientras me la chupa, y es exasperante. Está claro que está cachonda, sólo hacer falta ver los duros aguijones que palpo bajo su ropa y los gemidos que suelta, pero aun así, frena cualquier tipo de avance.

— ¡Ya estoy aquí! —anuncia su animada voz, haciendo que desvíe el rostro de la tele hacia el pasillo, donde la escucho entrar como si fuera su casa.

Viéndola aparecer con un short y una amplia camiseta que deja al descubierto uno de sus hombros, apenas tengo tiempo de decir nada antes de que se arrodille ante el sillón, llevando sus manos a mi bragueta, haciendo que la detenga.

— ¿Qué pasa? —pregunta con confusión.

— Primero a limpiar. —respondo viéndola fruncir el ceño—. La bendición, después.

— ¿Y no puedes bendecirme dos veces? —replica con un amago de sonrisa, tocándome la verga por encima de la tela.

— Es muy fácil decirlo. —contesto enarcando una ceja—. ¿Quieres ver cómo te quedas después de que te hagan sexo oral?

— Yo no… —murmura relamiéndose, con su atención puesta en mi bulto.

— Venga, ponte a limpiar. —replico de mal humor, apartando sus manos de mi pantalón.

Mirándome entre molesta y confusa, las escucho quejarse mientras se levanta, yéndose hacia el mueble para proseguir con su eterna limpieza, escuchándola proferirme insultos o quejas en un murmullo. Observando su espléndido trasero, me quedo pensando en cómo avanzar para llegar a él, haciendo que comience a crear planes en mi cabeza.

Primero debo averiguar porque no quiere avanzar ni un poco. Puedo entender que aún no quiera tener sexo, ¿pero no dejarme hacerle sexo oral? ¿No estaba tan desesperada por probar cosas hasta el punto de liarse con el feo hijo del panadero? ¿Quizá sea que le da vergüenza que la vea desnuda? Podría ser, aún es joven, y seguramente nadie la ha visto sin ropa desde su adolescencia… ¿Y cómo podría quitarle la vergüenza? ¿Debería enfocarlo en ir paso a paso? ¿O forzarlo para que sea de golpe? No sé si será por vergüenza, pero algo está claro… Para llegar a su coño, primero tendré que hacer que se desnude.

Planeando mil maneras de hacerlo, la dejo vaciar y limpiar las vitrinas, viendo como su mirada va girándose fugazmente a observarme, a la espera de que dé por terminado su tiempo de castigo y pueda proseguir con su peculiar entretenimiento. Eso es…

— Está bien. —digo haciendo que se gire—. Has hecho suficiente por hoy.

— ¡Ya era hora! —responde lanzando los guantes y el resto de utensilios sobre la mesa, dirigiéndose con una alegría renovada hacia mí.

— No. —rechazo cuando se arrodilla delante, llevando sus manos con velocidad a mi bragueta.

— ¿Cómo que no? ¡He limpiado casi una hora! —protesta con el ceño fruncido.

— Si quieres que te bendiga, tendrás que desnudarte. —comento con firmeza, haciendo que me mire molesta.

— No. —niega con la cabeza.

— Pues no hay bendición. —replico hundiéndome de hombros, señalando el sofá—. Puedes sentarte hasta que venga tu tía a buscarte.

Mirándome cómo si la hubiera traicionado, se cruza de brazos antes irse a sentarse, haciéndolo con gestos de evidente enfado. Mostrándome firme, la ignoro para mirar la televisión, dejando pasar los minutos mientras finjo interesarme por las noticias. Sé que es un riesgo, puede que se replantee nuestra relación y decida dejarme sin mamadas, pero me frustraría más si me paso todo el verano sin poder catar lo que tiene entre las piernas. Quedarme sin bendecirla, es un riesgo que acepto tomar.

Dirigiéndome fugaces miradas, comienza a hacer temblar nerviosamente su pierna, aumentando el ritmo conforme el reloj avanza, provocando que el tiempo de su castigo vaya pasando, inexorablemente.

— ¿Te sirve si me quito la camiseta? —pregunta finalmente Leire, sin dejar de fruncirme el ceño.

— Sólo si te quitas también el pantalón. —contesto después de evaluarlo unos instantes.

Viendo su mirada de reproche y duda, se queda pensativa durante casi medio minuto, terminando por refunfuñar antes de cruzarse de brazos, dirigiendo sus ojos hacia la televisión, evidentemente enojada.

— No te entiendo, Leire. —suspiro con cansancio—. ¿No querías probar cosas? ¿Simplemente tenías ganas de chupar pollas?

— No voy a desnudarme. —replica fulminándome con su mirada.

— ¿Por qué no? —contesto confuso—. Me confesaste que querías probar el mundo del sexo, hasta el punto de estar dispuesta a hacer cosas con el hijo del panadero.

— Pero no quiero desnudarme. —responde Leire.

— ¿Y cómo pensabas hacer las cosas? —pregunto con obviedad.

— No sé. —admite con cierto tono de duda.

— ¿Pero por qué no quieres desnudarte? ¿Estás insegura de tu cuerpo? —replico con el ceño fruncido—. Porque te aseguro que, con lo que tienes, no debes estarlo.

— No es eso. —murmura negando con la cabeza.

— ¿Entonces? —presiono notándola dubitativa.

— Es que amo a mi novio, y siento que le traiciono si alguien me ve desnuda antes que él. —contesta haciéndome poner una mueca.

— Te preocupa serle fiel en eso, ¿teniendo la intención de experimentar con otros hombres? ¿Chupándome la polla cada día? —replico con un gesto de obviedad.

— Soy estúpida, lo sé. —contesta con mala cara—. Pero es que también me da miedo.

— ¿Miedo? —murmuro con el ceño más fruncido—. ¿Crees que te violaré si te veo desnuda o algo así?

— No… Bueno, no creo. —responde con un gesto de medio disculpa.

— Vaya, agradezco tu indudable confianza. —murmuro haciéndola sonreír fugazmente.

— Comprende que te conozco de hace una semana, y encima eres un cura con experiencia sexual... —contesta haciéndome sonreír—. Aunque claro, si quisieras forzarme, lo hubieras hecho ya, aunque llevara ropa.

— ¿Entonces? ¿De qué tienes miedo?

— De mí. —responde Leire, suspirando.

— ¿De ti? —replico sin comprender.

— En fin, ya te dije que quería tener sexo, pero me arrepentí cuando estaba con el hijo del panadero. —explica Leire con incomodidad—. Quiero, por lo menos, reservarle a mi novio mi virginidad.

— Lo encuentro una estupidez, pero puedes hacer lo que quieras. —contesto poniendo los ojos en blanco—. ¿Pero por qué te das miedo?

— Porque con lo que me gustan las bendiciones, me da miedo que la lujuria nuble mis sentidos si voy más adelante. —susurra avergonzada, mirándome con duda.

— Creo que deberías dejarte llevar, la verdad. —contesto haciendo que suspire—. ¿Qué más da que tu novio rompa tu himen? Al revés, es mejor que no lo haga.

— Pero…

— La primera vez, no lo disfrutarás, y menos con un chico virgen. —respondo con un tono educador—. Y las siguientes, seguramente tampoco, hasta que el pobre comience a tener práctica.

— Pero podemos avanzar y aprender juntos. —replica con una voz que no convence ni a sí misma.

— O puedes enseñarle tú, y disfrutar desde el primer día. —contesto hundiéndome de hombros—. Veo mejor recuerdo una primera vez donde disfrutéis un poco ambos, que una marcada por la inexperiencia y el dolor.

— Ya, pero… —balbucea dubitativa.

— Y, es más, por mucho que le ames ahora, ¿y si eso cambia? —replico haciendo fruncir levemente el ceño—. ¿Y si te enamoras de otro o él lo hace de otra?

— No pasará.

— No lo sabes, y menos siendo tan joven. —contesto con seguridad—. Si pasase, habrías estado desperdiciando el tiempo y esta oportunidad.

— Sí, pero…

— Y seguramente tu siguiente novio no sea un creyente virgen, por lo que quizá le decepciona tu inexperiencia. —murmuro, buscando argumentos inverosímiles—. Y mientras él habrá disfrutado del sexo durante mucho tiempo, tú te plantarás virgen con demasiados años.

Viendo en su rostro como valora mis palabras y comienza a dudar de sus creencias, el sonido del timbre de la casa nos sorprende a ambos, haciendo que lance un suspiro antes de levantarme, provocando que Leire me imite varios segundos después, aún pensativa.

— Piensa en ello, tienes dos caminos ante ti. —contesto empezando a andar a su lado—. En uno, te cierras a tus arcaicas ideas, cerrándote oportunidades y años de placer para tener, quizá, tus dolorosas primeras veces con tu novio.

— ¿Y en el otro? —pregunta frenándose ante la puerta.

— En el otro, te enseño el maravilloso mundo del placer y todos sus secretos, para que puedas disfrutar más adelante con tu novio, y valores si merece la pena esperar tanto. —finalizo abriendo la puerta a la señora Gutiérrez.


Viendo con alivio como la última feligresa de la iglesia abandona el lugar, finalmente tengo la oportunidad de dar por finalizado mi dia, apagando las velas y yéndome con velocidad a cerrar la puerta, para evitar visitas de última hora. Mirando como el cielo ya se pinta de azul oscuro, dirijo mis pasos hasta la casa, entrando con agotamiento del largo dia, el cual se me ha hecho más largo al no poder vaciar mis huevos con Leire. Hoy toca paja.

Yendo hasta le cuarto para quitarme la maldita y sofocante sotana, desabrocho un par de botones de mi camisa, sentándome en la cama para quitarme los zapatos, pero siendo detenido por el sonido del timbre de la casa. ¿Quién demonios…?

— Señora Jimena. —digo con sorpresa, viendo a la mujer plantada bajo el umbral—. ¿Sucede algo?

— No, es que… —murmura con cierto nerviosismo, sonriéndome antes de mostrarme una bolsa blanca—. Como me dijo que suele comer cosas preparadas, le he traído algo casero de cenar.

— Muchas gracias. —respondo con una sonrisa amable—. Pero no era necesario, no quiero molestarla.

— No me molesta, he hecho demasiada cena. —miente la mujer con obviedad—. Y he creído que quizá le gustaría algo de compañía, ya que siempre cena solo.

— Gracias, aunque no me gustaría arrebatarle ese privilegio a su marido. —murmuro con educación, viéndola poner una fugaz mueca.

— Tranquilo, mi marido se ha ido esta mañana a sus vacaciones, así que también estoy sola durante dos semanas. —comenta frunciendo el ceño durante una milésima antes de volver a levantar la bolsa—. ¿Puedo pasar?

— Adelante. —concedo echándome a un lado, permitiendo que acceda al interior.

Revisando su cuestionable vestimenta para ir a cenar con un representante del Señor, la mujer avanza por el interior con seguridad, sorprendiéndome que no requiera de indicaciones para llegar al salón, donde deposita la bolsa sobre la mesa.

— Veo que ya ha comenzado a cambiar algunas cosas. —comenta viendo la vitrina u muebles vacíos.

— Así es. —contesto con curiosidad.

— Estuve alguna ocasión aquí, hablando con el Padre Julián cuando preparaba la ceremonia de mi boda. —responde a la pregunta que lanzan mis ojos.

— Comprendo. —murmuro con un cabeceo.

— Venga, siéntese, le serviré la cena. —dice animada, sacando tantos recipientes con comida, que me hace dudar de que sólo haya preparado para la velada—. ¿Los platos y cubiertos siguen en el mismo lugar?

— No, siéntese usted, Jimena. —rechazo con una de mis mejores sonrisas—. Ha hecho el favor de hacerme la cena, y de traerla, sería descortés que le dejase hacerlo todo.

— No se preocupe por esas tonterías. —replica la mujer, copiando mi rostro—. Estoy acostumbrada, siéntese y disfrute por una noche.

— Pero…

— No aceptaré un no por respuesta. —interrumpe enarcando una ceja de manera divertida.

— Está bien. —acepto con un suspiro, haciéndole sonreír.

Echando una fugaz mirada al atrevido escote de su veraniego vestido, la veo irse hacia la cocina, permitiéndome admirar el ligero vuelo de la parte inferior de su prenda, la cual apenas le llega por debajo de su poderosa retaguardia, amenazando con dejársela a la vista al mínimo movimiento. Dios, quiero empotrármela…

Ha venido para la guerra, buscando excitarme para que me lance yo sobre ella. Pero es demasiado pronto, debo hacer que me lo suplique ella a mí, así tendré defensa en caso de que se arrepienta. No debo ser un simple calentón, debo ser su más ansiado y prohibido anhelo. Si lo consigo, conseguiré algo más que un simple polvo, por lo que necesito tener algo de paciencia.

— Me he tomado la libertad de traer un par de copas. —comenta Jimena cuando regresa, haciéndome sonreír.

— Gracias, aunque no tengo nada de calidad con lo que rellenarlas. —respondo pensando en las simples cervezas y bebidas carbonatadas de mi nevera.

— Tranquilo, he traído un vino. —replica la mujer, sonriente—. Lo he dejado en el congelador un rato antes de venir, y aún está a buena temperatura.

— Vaya, ha pensado en todo.

Viendo como su rostro me responde, saca una botella de vino de la bolsa, la cual parece demasiado cara para una simple cena. Haciendo aparecer un descorchador también, la abre con cierta dificultad, sirviendo en las copas el tinto antes de ofrecerme una.

— Gracias. —murmuro agarrando para llevármelo frente a la boca, confirmando su calidad con el olfato antes de darle un corto sorbo.

— ¿Qué le parece? —pregunta con entusiasmo.

— Se nota que es de calidad, está buenísimo. —respondo con una falsa mueca—. Hace que me sienta mal, desperdiciando algo de tanta calidad conmigo.

— ¡No diga eso! No es un desperdicio. —replica ocupando el asiento de mi lado—. Sus consejos me han ayudado a aclarar mi mente, y por ello, un simple vino no puede mostrar mi agradecimiento.

— Me sobrevalora. —contesto con falsa vergüenza.

— Para nada, es la verdad. —murmura sonriéndome—. Todo el pueblo está muy contento con su labor, incluso los que eran reacios a tener a alguien tan joven en su posición, han terminado alabando su implicación.

— Intento hacerlo lo mejor que puedo. —replico con humildad.

— Eso habla bien de usted. —contesta señalándome los recipientes—. En fin, seguro que tiene hambre, ¿qué prefiere probar?

— Lo que usted me aconseje, seguro que estará igual de bueno que el vino. —respondo robándole una ligera sonrisa complacida.

Comenzando a probar la sabrosa comida de la señora Jimena, la mujer va sacando conversación al mismo tiempo que va rellenando mi plato y mi copa cada vez que se vacía, haciéndome sentir como un rey.

— Gracias, señora Jimena, pero ya no puedo más. —digo con un suspiro, sonriéndole mientras rechazo su ofrecimiento a volver a llenar mi plato—. Es usted una excelente cocinera, estaba todo exquisito.

— Gracias. —replica con una mirada algo coqueta—. ¿Pero hasta cuando me va a seguir tratando de señora?

— Sería irrespetuoso dirigirme a usted de otra manera. —contesto con un rostro amable.

— Por favor, Padre Daniel. —responde con suavidad—. Creo que hay suficiente confianza para que me tutee.

— Puede ser, pero no creo que la gente del pueblo vea bien que me tome tales confianzas con una de mis feligresas. —digo con una mueca, haciéndole fruncir ligeramente el ceño, contrariada.

— Ahora estamos a solas, por lo menos hágalo cuando no haya personas delante. —pide la mujer poniéndome una mirada tierna—. Hágalo por mí.

— Está bien. —cedo con un suspiro—. Jimena.

— Gracias. —dice la mujer, sonriente.

— Pues como te decía, eres una excelente cocinera. —comento con la mejor de mis caras—. Su marido es afortunado de poder gozar de esto cada dia.

— Creo que es lo único de mí que le hace gozar. —replica con un cierto tono de tristeza.

— Si no es demasiado preguntar, ¿cómo terminó casándose con él? —suelto con un tono suave, viendo su rostro apenado.

— En fin, no tengo problemas en contárselo, ¿pero podemos ir al sofá para estar más cómodos?

— Por supuesto. —asiento con la cabeza.

Levantándome sintiendo algo pesado mi estómago, me voy hasta el sofá para ocupar un lugar, viendo a Jimena traer las copas de vino y la botella a la pequeña mesita, sentándose a mi lado, demasiado cerca de mí.

— En fin, como ya le dije, me obligaron a casarme con él. —murmura con rostro pensativo después de terminarse su copa de un solo trago.

— ¿Por qué motivo? —pregunto frunciendo el ceño—. Tampoco estamos hablando de hace muchos años, y no creo que fuese normal, ni siquiera para la época de sus padres.

— Por dinero. —responde Jimena con una mueca.

— ¿Dinero? —contesto enarcando una ceja.

— Mis padres eran trabajadores del campo, no íbamos muy sobrados. —explica la mujer algo vergonzosa—. Y la familia de mi marido es adinerada, es dueña de las farmacias de la provincia.

— Comprendo.

— Por aquel entonces yo era un poco alocada, o como decía mi madre, incapaz de asentar la cabeza. —murmura con una débil sonrisa—. Me gustaba estar todo el dia con mis amigas y hacer pequeñas locuras, descuidando un poco mis quehaceres.

— Como cualquier joven. —argumento haciéndole sonreír de manera más pronunciada.

— Un dia mi padre tuvo un pequeño accidente en el trabajo, e hirió a la que sería mi futura suegra en la mano. —prosigue su historia, rellenando de nuevo nuestras copas—. Se formó un lio de cuidado, porque nos pedían una indemnización que obviamente no podíamos pagar en mi familia.

— ¿Y tu padre te ofreció como pago? —comento fingiendo cierto ultraje.

— No, fueron ellos los que lo pidieron. —responde negando con una mueca—. Mi marido no era muy popular en el pueblo, y vieron una oportunidad de emparejarle.

— Entiendo.

— A dia de hoy, sigo pensando que sus padres sabían que era un desviado, y querían a una mujer de “paja” para fingir ante los del pueblo. —añade con mala cara—. Por eso me querían, porque si tenía algo que perder, no me atrevería a contar su secreto.

— Que asco de personas. —comento con sinceridad.

— Sí. —admite la mujer con una sonrisa de agradecimiento—. Por lo que me vi obligada a casarme si no quería que mi familia terminase viviendo en la calle, arruinada.

— Te sacrificaste por tu familia, es muy loable. —murmuro ensanchando su sonrisa.

— Gracias. —replica apoyando su mano en mi pierna, bastante por encima de la rodilla.

Fingiendo no darme cuenta, nos tomamos unos segundos de silencio mientras ambos damos nuevos tragos a las copas, donde el vino ya se empieza a poner caliente. Llevamos ya más de media botella, debería dejar de beber si quiero estar concentrado…

— Y usted, Padre Daniel. —murmura la mujer, haciéndome alzar de nuevo la mirada—. ¿Cómo terminó aquí?

— ¿Versión resumida o extendida? —bromeo con una sonrisa, robándole una carcajada.

— La que prefiera. —contesta acariciando con su mano mi pierna.

— Pues… En fin, cómo en tu caso, tuve una infancia y adolescencia algo turbulenta. —murmuro con un suspiro—. Aunque ahora pueda no parecerlo, era bastante rebelde.

— ¿En serio? —pregunta con divertida sorpresa.

— Sí, para que te hagas una idea, hasta los 16 años me consideraba ateo. —respondo con sinceridad.

— Se está quedando conmigo.

— No, es la verdad. —contesto fingiendo una mueca, exhalando un suspiro—. Aunque mis católicos padres me intentaban inculcar su fe, a lo único a lo que dedicaba mi tiempo era a perseguir a las chicas.

— Con lo apuesto que es, más bien le perseguirían a usted. —murmura Jimena, haciéndome sonreír falsamente avergonzado.

— No creas, nunca tuve mucho éxito. —comento haciendo que sonría, sin detener sus caricias en mi pierna, las cuales se acercan peligrosamente a la parte interna de mi muslo.

— ¿Y qué pasó para que cambiase tanto? —pregunta con curiosidad.

— Mis padres murieron en un accidente, y me quedé sólo, ya que no tenía más familia. —contesto con tono solemne—. Hasta que el Señor me enseñó el camino.

— Siento su pérdida. —responde la mujer con verdadera lástima, frenando un segundo sus caricias.

— No pasa nada. —replico fingiendo recomponerme—. Al fin y al cabo, si Dios les reclamó, sería por algún motivo.

— ¿Entonces se hizo creyente por la muerte de sus padres?

— Indirectamente. —admito con otra falsa mueca—. Me avergüenza admitir que entre a la iglesia para poder sobrevivir con el único regalo que me habían dejado mis difuntos padres: un amplio conocimiento de la religión católica.

— No debe avergonzarse, es normal que buscase una manera de sobrevivir. —replica la señora Jimena, frunciendo el ceño con suavidad.

— Por lo menos, una vez entré, entendí que todo había sido parte del plan del Señor. —miento sintiendo sus manos retomar las peligrosas caricias—. Y decidí seguir su camino.

— Entiendo. —asiente la mujer, relamiéndose los labios cuando le miro.

— ¿La he decepcionado? —pregunto con falso pesar.

— ¡Para nada! Creo que es loable, como usted me ha dicho, que encarrilara su vida de esta manera. —replica con un tono animado—. Y agradezco que me lo haya contado.

— No lo saben muchas personas. —comento con sinceridad—. La mayoría piensa que siempre he sido fiel al Señor.

— Pues me siento honrada de que haya confiado en mí. —murmura acercándose un poco más, mientras finjo dándole un nuevo sorbo a mi copa—. Y me ha gustado saber más de usted.

— ¿Sí? —pregunto enarcando una ceja.

— Por supuesto. —contesta con una sonrisa divertida—. ¿Quién diría que usted, Padre Daniel, de adolescente bailaba entre las faldas de las mujeres? Es sorprendente teniendo en cuenta como ha acabado.

— Si te digo la verdad, fue lo único que casi me hace desviar del camino del Señor. —admito en un tono de confesión, medio avergonzado—. Creo que esa fue la única cosa que me hizo dudar ligeramente. Quiero creer que fueron las alteradas hormonas de mi adolescencia.

— Es totalmente comprensible. —murmura Jimena adoptando mínimamente el papel que suelo utilizar yo con ella—. Como usted me dijo hace unos días, el deseo carnal es uno de los regalos del Señor, y este deseo no entiende de fe.

— Gracias por su comprensión. —contesto con una tímida sonrisa.

— No es nada. —murmura bajando la mirada y el tono de su voz, con algo de vergüenza—. Al fin y al cabo, yo también sé lo que es desear a alguien y que la fe me lo prohíba.

— ¿Te refieres a ese hombre que me comentaste hace unos días? —pregunto viendo como se muerde el labio.

— Sí.

— Ya te dije que no puedo decirte lo contrario, pero creo que tu caso es especial y deberías... Dejarte llevar un poco. —murmuro manteniendo una mirada cariñosa en los ojos, y una sonrisa amable en el rostro—. Dios siempre perdona.

— Gracias, Padre. —susurra Jimena, retomando sus caricias—. Lo estuve pensando, y he decidido seguir su consejo.

— ¿Y qué haces perdiendo el tiempo con un aburrido cura como yo? —murmuro sintiendo su mano rozar ya mi entrepierna—. Deberías aprovechar el tiempo y estar con esa persona.

— Eso estoy haciendo, Padre Daniel. —suelta, después de varios segundos.

Separando la escasa distancia que nos divide, pega sus labios a los míos sin previo aviso, al mismo tiempo que siento su mano acariciar con ansia mi paquete por encima de la ropa, dejando que haga mientras finjo sorpresa.

— ¡¿Qué haces Jimena?! ¡¿Te has vuelto loca?! —digo después de unos segundos, agarrándola de los hombros para separarla, viendo su rostro acalorado.

— Padre, el hombre del que le hablé… —confiesa Jimena relamiéndose los labios—. Es usted.

— Hija, ¿qué estás diciendo? —murmuro con los ojos abiertos.

— Es la verdad, Padre. —gime mirándome con desesperación, aferrando con fuerza sus dedos a mi creciente erección—. Me paso el dia y la noche soñando con que me tome con esto.

— Jimena, no estás pensando, has bebido demasiado. —respondo intentando apartarla sin mucho ímpetu—. Una cosa es dejarse llevar por la lujuria cuando te das placer, y que fantasees conmigo por algún motivo que no comprendo, pero otra…

— Padre. —interrumpe casi jadeante—. He bebido, pero este deseo lleva estando semanas de sobriedad.

— Hija… —suspiro con mala cara—. No puedo.

— Vamos, Padre Daniel. —replica mordiéndose el labio—. Usted mismo me ha admitido que en su dia soñaba con hacerlo.

— Pero soy cura, he elegido la castidad. —contesto dejando cierta duda en mi rostro y mi voz.

— Siempre he pensado que eso está anticuado. —dice la mujer con el ceño fruncido, presionando—. ¿Por qué los representantes de Dios, no pueden aprovechar uno de sus mejores regalos?

— Puede que tengas razón, pero…

— Padre, como usted ha dicho, Dios siempre perdona. —gime agarrando mi mano para llevarla sin más a los bajos de su vestido, ubicándola sobre su coño empapado. ¡¿No lleva bragas?!

— Por favor, Hija, no me hagas esto. —replico mostrando sufrimiento en el rostro, como si estuviera debatiéndome.

— Padre, lo necesito. —murmura obligándome a acariciarle—. Deseo que me tome.

— Hija, yo…

— Por favor, haré todo lo que quiera. —insiste con un tono desesperado, sintiendo como su cuerpo busca rozarse contra mi mano—. ¿No tenía ninguna fantasía cuando era adolescente?

— Claro que la tenía, pero…

— Dígamela, y la cumpliré, sea cual sea. —responde con voz agitada.

— N-No… —murmuro fingiendo sufrir horrores—. No debería...

— ¿Quiere que se la chupe? ¿Quiere atarme? ¿Azotarme? ¿Agarrarme del pelo? —dice la mujer, utilizando mi mano para masturbarse, sintiendo que acelera con sus propias palabras—. Le dejaré hacerme lo que quiera.

— Jimena…

— Vamos, Padre Daniel, déjese llevar. —murmura volviéndome a besar.

Quedándome completamente quieto fingiendo duda mientras se restriega contra mi mano, desesperada, finalmente me separo con contundencia para mirarla a los ojos, notándola completamente sumisa al placer, haciéndome sonreír perversamente.

— Muy bien. —replica agarrándola del cuello para su sorpresa—. ¿Quieres que te hagan sentir mujer?

— Sí. —gime mordiéndose el labio sonriente.

— Pues mi fantasía no es tener una mujer, sino una perra. —contesto soltándole una bofetada.

— Yo seré su perra, si lo quiere. —responde con descaro.

— ¿Crees que serás capaz? —digo apretándole más el cuello, apenas dejándole respirar—. ¿Obedecerás todo lo que te diga esta noche?

— Todo, seré su puta. —gime sonriente, mientras llevo mi mano a su coño para empezar a masturbarla sin descanso—. ¡Ah!

— ¿Si te digo que me la chupes? —pregunto con una durada mirada.

— Chupo. —gime sin control, disfrutando de mis dedos.

— ¿Si te digo que tragues? —prosigo dedeándola sin descanso.

— T-Trago. —berrea apenas enfocándome con los ojos.

— ¿Y si te digo que entregues tu culo?

— ¡Lo entrego! —gime mientras su cuerpo se comienza a contraer en espasmos—. ¡OH! ¡Me corro!

Moviendo mis dedos sin descanso mientras disfruto de sus gemidos y alaridos, sus jugos me salpican por el diabólico baile de mi mano en su encharcado coño, finalizando unos segundos después con el relajamiento de su cuerpo, quedando casi como una muñeca de trapo.

Por fin está completa la primera parte del plan. Ahora tengo que hacerle pasar una noche inolvidable, para que quiera repetirla, y no piense en esto como un simple desliz, sino el inicio de una relación especial conmigo.

— ¿Quién te ha dado permiso para correrte? —digo levantándome a la vez que Jimena cae derrotada sobre el sofá, mirándome con los ojos extasiados.

— L-Lo siento. —responde mientras me desabrocho los pantalones, liberando mi terrible erección.

— Quítate el vestido y abre las putas piernas. —ordeno con autoridad.

Viéndole obedecer con velocidad, se saca el veraniego vestido, revelando no sólo un cuerpazo tremendo, sino el hecho de que ha venido sin nada más debajo. Abriendo las piernas, mi mirada se fija en el recortado bello que cubre su monte de venus, el cual ya había podido notar con la mano. Sonriendo ante la imagen de su coño y muslos completamente mojados, me tomo mi tiempo para ubicarme entre sus piernas, apoyando mi erección contra su sexo para embestirla con dureza, provocando que suelte un ligero gemido de dolor cuando su vagina, aún sin dilatar, frena mi avance.

— Maldita cerda. —suelto agarrando sus grandes pechos para tirar de sus pezones—. Venir a casa de un hombre de Dios sin ropa interior, como una sucia ramera en busca de una polla que le alivie…

— Lo siento, Padre. —gime mirándome con una cara que está lejos de ser de arrepentimiento.

— Tendría que castigarte. —respondo comenzando a embestirla, cuando siento mi pelvis golpear su cuerpo.

— Castígueme. —contesta mientras le retuerzo los pezones.

Martilleando su coño con ímpetu, un nuevo alarido de placer me sorprende cuando se corre de nuevo, sintiendo como una presión desde su interior me echa, salpicándome las piernas con sus jugos cuando su mano empieza a tocarse con velocidad.

— ¡¿Otra vez, maldita perra?! —grito agarrándola del cuello, viendo en su rostro que su mente aún está de viaje.

— Lo siento. —responde suplicante, varios segundos de descanso después—. He fantaseado tantos años, y he soñado tantos días con que usted me folle, que hacerlo real es demasiado para mi frágil mente…

— ¡Nada de excusas! —contesto volviendo a enterrarme de un solo golpe de caderas en su interior.

— ¡Por Dios! —gime abriendo la boca en una erótica imagen.

— ¿Te atreves a blasfemar en mi presencia? —replico apretando más su cuello, dejando pasar el aire justo.

— Lo siento, Padre. —responde Jimena.

Embistiéndola sin piedad, voy entreteniéndome con sus enormes pechos para distraerme, intentando arrancarle otro orgasmo antes de terminar. Notando mi cuerpo dolorido por tanto rato en esa postura, salgo finalmente de su interior, haciendo que abra los ojos que ha cerrado.

— Trabaja un poco, perra. —digo sentándome en el sofá, indicándole con un gesto que se suba encima.

— Sí, Padre. —contesta levantándose con dificultad, pasando una rodilla por cada lado de mi cuerpo.

Agarrando mi ardiente fierro para apuntarlo de nuevo a su coño, bajando de golpe las caderas para empalarse de una. Aferrándome con fuerza a sus grandes nalgas, atrapo uno de sus pezones entre mis labios, succionando y jugando con él mientras Jimena salta velozmente sobre mí, apoyando sus manos en mis hombros a la par que deja escapar un repertorio de gemidos y jadeos.

Comenzando a soltarle eventuales azotes a su trasero, que recibe con gemidos, entierro mi cara entre sus pechos, deleitándome con la sensación de ser hundirme entre esas dos blandas y tersas montañas que botan sin control. Notando como de nuevo su cuerpo comienza a acelerarse, mis dedos vuelven a hundirse en su carne al intentar abarcar sus nalgas, forzando los saltos para enterrarle mi polla hasta el fondo.

— Como te corras de nuevo sin permiso, pienso taladrarte el culo, maldita puta. —amenazo llevando uno de mis dedos a su entrada trasera y jugueteando con ella, notando que está cerca de correrse de nuevo.

— Haga lo que desee conmigo. —gime con desesperación, moviendo más rápido sus caderas.

Dejándome llevar un poco por mi libido, apenas rozo con una de mis manos la unión de nuestros sexos, embadurnándome de sus jugos para, sin preámbulos, abrirle las nalgas y enterrar mi dedo corazón en su culo, asombrándome por la facilidad.

— ¡OH, SÍ! —grita Jimena corriéndose con mi falange aún enterrada en su trasero, vapuleando mi verga con sus movimientos.

Aunque quiero aguantar más, los terribles giros de su cadera me llevan a perder la concentración, haciendo que cuando sus saltos comienzan a ralentizarse, y su corazón a calmarse, me abrace a su cintura para enterrarle mi polla todo lo profundo que puedo en fuertes embestidas, vaciándome completamente con un gemido igual de potente que los suyos.

— Madre mía… —murmura Jimena con la respiración acelerada.

— ¡Uf! —suspiro igual de agotado, apoyando la cabeza en el respaldo.

— Padre, se nota que no ha vaciado sus huevos. —susurra la mujer después de una breve carcajada, sonriéndome de manera traviesa—. Siento que mi útero va a explotar de tanto semen.

— Es lo que se merece una ramera como tú. —contesto azotando su culo con una fugaz sonrisa, viendo como sale de encima mio para caer derrotada a mi lado.

— Por fin puedo decir que me han follado bien. —suelta con descaro—. Es increíble lo que ha aguantado para no tener experiencia, Padre.

— ¿De qué estás hablando? ¿Crees que ha terminado? —digo enarcando una ceja, e ignorando sus comentarios mientras veo su sorprendida mirada—. Aún tengo que rellenar otros agujeros, así que ponte a chupar, perra.

— Sí, Padre Daniel. —responde con felicidad, copiando la misma postura que ha estado teniendo Leire estos días.

Abriendo mis piernas bien, le ofrezco mi maltratada polla, la cual se lanza a devorar para reanimarla. Apoyando mis brazos cómodamente, me quedo observando a la señora Jimena disfrutar de su tarea, haciéndome sonreír al ver cumplido mi plan.

Ha costado, pero por fin tengo a esta mujer a mis pies. Y, ahora, la siguiente es Leire.

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¡Hola! Muchas gracias de nuevo por las muestras de apoyo que recibo en comentarios o por correo, me gustaría contestarlas todas, pero entre el trabajo y escribir, tengo poco tiempo. Aún así, quiero que sepáis que leo todos y cada uno de los comentarios que me dejáis, y agradezco el detalle. Espero que os esté gustando el rumbo de la historia. Gracias de nuevo por leerme y apoyarme, y en especial, a los mecenas que me apoyan en Patreon, que hacen que pueda dedicarle más horas a escribir. Un abrazo y nos vemos la semana que viene :D