El Santo Padre (3)

El perverso Padre Daniel prosigue con sus estrategias para conseguir subyugar a la señora Jimena, y también a la joven y inexperta Octavia.

Capítulo 3

Despertándome ante el sonido de la lluvia, miro el reloj para ver que aún puedo dormir unos minutos más, pero no me daría tiempo a descansar. Asomándome a la ventana desde el colchón, veo como un cielo gris deja caer una fina capa de lluvia, suficiente para que la tierra se transforme en barro.

Levantándome de la cama de matrimonio del cuarto del Padre Julián, el cual he ocupado tras una profunda limpieza, me calzo las zapatillas para ir a la cocina, agarrando un paquete de galletas, un vaso y leche antes de deslizarme hacia el salón, donde me siento en el antiguo, pero cómodo, sillón que hay delante de la tele. Comenzando mi pequeño desayuno con las noticias de fondo, mi mirada repasa el viejo lugar, intentando visualizar cómo arreglarlo.

Desde que llegué, hace poco más de un mes, apenas he hecho cambios en la casa. La austera viviendo anexa a la iglesia consta de un dormitorio grande, otro más pequeño, el cual ocupaba antes, una cocina y un baño bastante amplios y modernos para lo que es el resto de la casa, un salón normalito, pero que parece pequeño debido a la cantidad de cosas en él, y una especie de almacén que da a un pequeño jardín. Para la austeridad que he vivido y observado durante mi etapa de formación, esto parece un palacio.

Ya que todo va bien, y parece que me quedaré al cargo del pueblo, he pensado en adecuar la casa a mis gustos, pero me da entre pereza y asco tener que rebuscar entre las cosas del viejo para hacer la limpieza. Pero bueno, ya tengo una idea de cómo solucionar esto.

Mirando el reloj, me levanto sin prisa, aunque marca que ya debería estar en la iglesia, pero los días de lluvia no suele venir mucha gente. Arrastrando los pies hasta la cocina para dejar los restos de mi desayuno, me enfilo hacia el baño, donde hago mis habituales rutinas de ejercicio para mantenerme en la ducha. Disfrazándome de cura y agarrando un paraguas, salgo sin prisa de la casa para encaminar los pocos metros que me separan de la puerta de la iglesia, teniendo que acelerar con sorpresa cuando veo a una persona en el umbral.

— Buenos días, señora Jimena. —saludo plegando el paraguas, sacando las llaves para abrir la puerta.

— Buenos días, Padre Daniel. —responde la mujer, demasiado cerca de mí—. Por favor, no me llame señora, que me hace sentir muy mayor.

— Ya sabe que lo hago por respeto, no porque crea que sea mayor. —replico con una de mis mejores sonrisas—. Usted aún es muy joven.

— Gracias. —dice la señora Jimena con una sonrisa complacida—. Aun así, prefiero que no me llame señora.

— Está bien, lo intentaré. —respondo con un guiño que hace sonreír más a la mujer.

Dejándole paso al interior, saco del pequeño armario cercano a la puerta el paragüero, dejando el mio en él y estirando la mano para que la señora Jimena me ofrezca el suyo, cosa que hace sonriente.

— Hoy viene muy pronto. —murmuro irguiéndome, caminando hacia el altar sin prisa, con la señora Jimena a mi lado, imitándome—. Y más, viendo el tiempo.

— ¿Por eso llega tarde? —pregunta con una sonrisa cómplice.

— Lo lamento, pero he tenido algunos problemas. —miento repitiendo su gesto. No le puedo decir que me estaba tocando los huevos viendo la tele…

— ¿Qué problemas? —pregunta la señora Jimena con curiosidad.

— En fin, ya sabe, problemas de vivir sólo por primera vez. —miento a medias con un gesto divertido—. La cocina no es lo mio.

— ¿Y entonces cómo ha sobrevivido hasta ahora? —dice la mujer frunciendo el ceño, confusa—. Lleva más de un mes aquí.

— En fin, sé lo básico. —contesto con una idea en la cabeza—. Pero casi siempre termino con comida preparada.

— Pero Padre, eso no está bien. —replica con cierto tono de madre—. No es sano.

— Lo sé, hija. —comento fingiendo algo de vergüenza, frenándome delante del altar.—. Ya estoy planeando comprarme algún libro de cocina.

— ¿Libro? Es mejor practicar. —responde la señora Jimena—. ¿Quiere que le enseñe a cocinar? Sin querer sonar engreída, mis amigos y familiares siempre me felicitan por la comida.

— Pues mire, si me da algún consejo alguna vez, se lo agradecería. —comento con la mejor de mis sonrisas.

— Por supuesto, y más con todos los consejos buenos que me da usted. —replica la mujer copiando mi rostro.

— Y hablando de eso. —murmuro adoptando una postura más formal—. ¿A qué se debe su temprana y grata visita? Normalmente suele venir más adelante.

— En fin… —suspira con un gesto de pesadumbre—. Necesito consejo, resulta que mi marido se va a ir dos semanas a la ciudad, por trabajo.

— Comprendo, ¿y qué sucede?

— Pues que no se va por trabajo, Padre. —responde la señora Jimena con el ceño fruncido—. Según he podido averiguar, ha pedido dos semanas de vacaciones en el trabajo.

— Entiendo. —murmuro con un mal gesto.

— Está claro que se va a ir con el malnacido y desviado de su amante, a fornicar todo el santo dia. —protesta la mujer, haciendo que suspire.

— Creo que deberíamos ir al confesionario. —digo intentando fingir comprensión con una mala cara.

— No es necesario, usted conoce todos mis secretos, una rejilla de por medio no difiere en nada. —rechaza la señora Jimena.

— Pero es más… Oficial.

— Me da igual, Padre. —responde la mujer mirándome—. Confio en usted, sé que no contará nada, y me gusta más poder verle a la cara.

— Está bien. —acepto viéndola complacida—. Ven, vamos a sentarnos en un banco, para estar más cómodos.

Yendo hasta uno de los primeros bancos, me siento de lado, dejando una pierna flexionada sobre la madera, mientras la señora Jimena se sienta recta, girándose para quedar todo lo encarnada a mí posible, muy cerca de mí.

— Pues cómo le decía, Padre. —murmura la mujer con mirada apenada—. El sodomita de mi marido se va a ir dos semanas con su amante, dejándome sola.

— Comprendo. —asiento con mala cara—. ¿Y cómo te sientes al respecto?

— Por un lado, me da igual, ya estoy acostumbrada a que mi marido prefiera la compañía de hombres en la cama. —replica con un gesto dolido—. Pero me molesta que ya no intente ni ocultarlo con ganas, ¿y si alguien lo descubre? Me moriría de vergüenza.

— Como siempre te digo. —murmuro con un suspiro—. La vergüenza es suya, no tuya.

— Pero es mi marido, a ojos del pueblo y de Dios, compartimos todo. —contesta con mala cara—. Menos el lecho matrimonial…

— ¿Cómo?

— Esto no se lo había contado, pero últimamente no quiere dormir conmigo, se va al cuarto de invitados. —dice la señora Jimena bajando el rostro, casi al borde de las lágrimas—. Me hace sentir que soy repugnante, ni mi marido quiere estar cerca.

— Eh, no digas eso. —contesto inclinando mi cuerpo para que vea mi cara bien—. El repugnante es él, cualquier hombre de este pueblo se sentiría honrado de compartir sábanas con una mujer tan hermosa, amable e inteligente.

— ¿Usted cree? —murmura la señora Jimena, alzando el rostro.

— Se lo aseguro. —confirmo con rotundidad, haciéndola sonreír.

— Gracias, Padre. —responde la mujer, apoyando una mano en mi rodilla.

— De nada, estoy aquí para dar consejo. —replico ignorando el gesto, como si no me diera cuenta—. Y me limito a decir la verdad.

— Gracias. —repite con una sonrisa.

— ¿Ya está todo? ¿O necesitas hablar de algo más?

— Hay algo más, pero no sé si debería hablarlo con usted. —contesta moviendo su mano en mi rodilla, en una especie de caricia.

— Ya sabes que puedes hablar conmigo de lo que sea. —respondo con un rostro de comprensión.

— Tiene razón. —asiente la mujer bajando un segundo la mirada antes de volver a alzarla—. Cada vez estoy más tentada de sucumbir al pecado.

— ¿Qué tipo de pecado?

— Al de carne y el engaño. —murmura en voz suave—. Hay un hombre en este pueblo que me pone muchísimo, sueño de día y de noche con que me tome, pero es difícil en su situación.

— Entiendo. —contesto con rostro imperturbable—. ¿Está casado?

— Más o menos. —replica la mujer, confirmándome que soy yo. ¡Por fin! ¡Lo que me he tenido que trabajar esto!

— En fin, Jimena. —digo pronunciando su nombre—. Comprende que eso es un pecado.

— Sé que es un pecado engañar a mi marido, pero mis ganas aumentan cada vez más. —responde la mujer, sin detener la caricia de su mano en mi rodilla—. Me paso el dia y la noche con esa persona en mente.

— A ver, Hija. —murmuro en tono solemne—. Oficialmente no puedo decirte lo contrario, pero si algo me ha quedado claro durante mis años de aprendizaje en la iglesia, es que Dios busca la felicidad de todos.

— Lo sé, Padre.

— Y creo que tu caso es muy especial y comprensible, y no puedo decirte que cometas un pecado, pero creo que te mereces ser feliz. —contesto con la más falsa de mis caras de preocupación—. Dios siempre perdona, ¿comprendes?

— Lo comprendo. —responde la mujer con una fugaz sonrisa cómplice.

— Así que… —empiezo a decir hasta que el sonido de unos pasos me interrumpe, haciendo que tanto yo como la señora Jimena giremos la cabeza hacia la puerta.

Sintiendo la mano de la mujer separase de mi rodilla con velocidad, veo a la señora Gutiérrez entrar junto a su sobrina, con la cual va discutiendo en voz baja hasta alcanzar mi ubicación, provocando que me ponga en pie para recibirlas.

— Perdón por interrumpir. —se disculpa la señora Gutiérrez, mirando a Jimena.

— Tranquila, yo ya me iba. —responde la mujer, poniéndose en pie y mirándome—. Gracias por el consejo, Padre Daniel.

— No hay nada que agradecer. —replico con una sonrisa cordial, viendo a la señora Jimena despedirse escuetamente antes de irse.

— Perdón por interrumpirle. —repite la mujer, mirándome con una mueca.

— No es nada, ya habíamos terminado. —contesto restándole importancia antes de adoptar una postura formal—. ¿Qué sucede?

— He venido a dejarle a mi sobrina, para lo que hablamos. —dice la mujer señalándola—. ¿No se acuerda?

— ¡Oh! Sí, por supuesto. —respondo asintiendo—. Pero creía que habíamos acordado que sería después de la hora de comer.

— Sí, pero resulta que hoy debo hacer unos mandados, y cómo no me fio de que venga si no estoy en casa… —contesta provocando el ceño fruncido de la joven.

— Está bien. —acepto viendo la cara de odio de la muchacha.

— ¿Puedo saber que tareas tiene en mente? —pregunta la señora Gutiérrez.

— Básicamente, barrer y limpiar el lugar, y si me lo permite, la haría ayudarme a terminar de organizar la casa del Padre Julián. —murmuro con una mueca—. Mi trabajo aquí apenas me deja tiempo para terminar tal tarea, y ya de por sí me resulta difícil por mi cercanía con el Padre Julián.

— Comprendo. —asiente, solemne.

— Además, un responsable de la iglesia católica vendrá en un par de semanas al pueblo para ver cómo va todo, hospedándose también en la casa, y me gustaría que se sintiese tan a gusto y acogido como me he sentido yo. —añado para terminar de convencerla—. Y cómo es algo más personal, quizá sea aprovecharme un poco, por lo que quería consultárselo antes, ¿le parece bien?

— Claro, sin problema, no tenía necesidad de preguntármelo. —acepta con entusiasmo la mujer—. El Padre Julián, como ya era mayor, también solía hacer que le ayudasen con algunas tareas del hogar.

— Comprendo. —murmuro, asintiendo—. ¿Entonces no hay problema?

— ¡Para nada! Me parece perfecto. —replica con un gesto—. Y más si ayuda a que un enviado de la Iglesia se sienta a gusto en el pueblo.

— Perfecto. —contesto con una sonrisa agradecida.

— Pues aquí le dejo a la niña. —dice la mujer, girándose para ver a su sobrina y apuntarle amenazadoramente con el índice—. Por tu bien, que no me diga el Padre Daniel que no le has hecho caso.

Viendo a la pobre muchacha al borde del llanto, la señora Gutiérrez le lanza una última mirada antes de dedicarme una escueta despedida, y marcharse hacia la salida, saliendo al oscuro exterior, donde el cielo encapotado apenas deja pasar luz, mientras la lluvia se ha vuelto más fuerte.

Observando a la joven, mis ojos van de los suyos verdes, que me devuelven la mirada con odio, a su escueta ropa, la cual se ha pegado un poco más a su exuberante cuerpo debido, seguramente, a la lluvia.

— En fin, ¿cómo te llamas? —pregunto después de pensarlo—. Entre unas cosas y otras, creo que no me han dicho tu nombre.

— Leire. —responde con un mal tono y mirada.

— Pues Leire, viendo el tiempo que hace, creo que no hay necesidad de permanecer aquí. —murmuro escuchando un trueno a lo lejos—. Iremos a la casa.

Recibiendo como respuesta una silenciosa mirada mortal, me encamino a la salida tras mi corta estancia en la iglesia, escuchando a la morena seguir mis pasos de mala gana. Agarrando el paraguas que he traído al venir, abro la puerta para encontrarme casi con un diluvio, haciendo observe el barrizal que es ahora el suelo.

— Ven, o te empaparás. —comento abriendo el paraguas y dejándole espacio, viendo que no trae ninguno consigo.

Viendo como acepta a regañadientes, salgo al exterior cerrando tras de mí, teniendo que agarrar fuerte el cacharro que evita que nos empapemos para que no salga volando. Pegándolo a mi cabeza e inclinándome ligeramente, camino hacia la casa con paso apresurado, mirando de reojo a Leire hasta que llego al umbral, abriendo con velocidad para que nos podamos refugiar en el interior.

Soltando un suspiro de liberación, dejo el paraguas apoyado contra el marco de la puerta, haciéndole un gesto a Leire para que se adentre en la casa conmigo, conduciéndola al salón. Agarrando el mano a distancia de la televisión, me dejo caer en el viejo y mullido sillón, encendiendo cualquier canal antes de lanzarlo al sofá, girándome a ver a la sobrina de la señora Gutiérrez, la cual me observa desde el marco.

— Entra. —digo haciendo que lo haga, cautelosamente.

Viéndola mirar con cierto asco la decoración del salón, al igual que hice yo en su día, espero a que vuelva a dirigirme la mirada para señalarle unos guantes y un rollo de bolsas de basura que dejé hace días sobre uno de los muebles, provocando que los agarre con el ceño fruncido y confusión en sus ojos.

— ¿Qué quieres que haga con esto? —pregunta con mala cara.

— Sencillo, ¿ves la cómoda? —respondo señalando los cajones del viejo mueble—. Quiero que vayas tirando todo a la basura, si hay algo que parezca valioso o valga la pena conservarlo, enséñamelo.

Recibiendo una mirada de odio y frustración, veo a la joven ponerse los guantes, dirigiéndose con cara de asco hacia el mueble, dándome la espalda y comenzando a abrir los polvorientos cajones.

— Asi que ignoras a tu tía en casa… —murmuro para dar conversación.

Viéndola ignorarme en silencio, no puedo evitar sonreír, haciendo que me acomode en el sillón, apoyando una de mis piernas sobre el brazo de éste, comenzando a balancearla mientras me pongo a observar sin recato el culo de Leire, en cual está decorado con unos ajustados vaqueros, que parecen intentar sustituir su piel.

— No sé si tu vestimenta es la más adecuada. —comento viendo, al agacharse, un tanga blanco asomarse por encima de sus pantalones.

— Soy mayor de edad, puedo hacer lo que quiera y vestirme como me dé la gana. —protesta con mal carácter.

— Si no lo digo por eso, vístete como te dé la gana. —murmuro entrecruzando los dedos en mi regazo—. Lo digo porque como sigas agachándote, van a reventar.

— ¿Me estás llamando gorda? —protesta Leire, girándose para mirarme incrédula.

— Para nada, estás perfecta, pero suficiente tienen esos vaqueros para contener tu tremendo culo sin necesidad de posturas forzadas. —replico levantando las manos en señal de inocencia—. Tengo curiosidad, ¿cómo resisten cuando te agachas a comerle la polla al hijo del panadero?

Quedándose entre sorprendida y anonadada, sus ojos me observan con incredulidad, seguramente intentando averiguar si sus oídos han escuchado bien. Enarcando una ceja esperando a que diga algo, su cerebro parece estar cortocircuitándose, terminando por fruncir el ceño.

— No puedes decir eso. —murmura Leire.

— Claro que puedo. —respondo sonriendo, hundiéndome de hombros—. ¿No tengo acaso voz?

— Pero… —replica la joven, completamente confusa—. Eres un cura.

— ¿Y? —contesto con ganas de divertirme.

— Pues que no podéis usar palabras como esas. —dice haciendo un gesto de obviedad.

— Ah, ¿no? —murmuro sonriente.

— ¿Me estás vacilando? —protesta Leire frunciendo el ceño, girándose para proseguir con la limpieza de los cajones—. Si estás intentando ir de enrollado conmigo, olvídalo.

Riéndome ante su actitud, me sigo deleitando con su retaguardia sin vergüenza, escuchando la lluvia, los truenos y las noticias de la televisión de fondo, mientras una de mis manos se desliza ligeramente para comenzar a masajearme la creciente erección con disimulo, por encima de la tela.

Concentrada en su tarea, Leire prosigue limpiando sin girarse a mirarme ni una vez, dejando que los minutos vayan pasando en el reloj, y mis ganas de arrancarle la ropa y empotrarla contra el rancio mueble aumenten exponencialmente.

— Sinceramente, no lo entiendo. —murmuro consiguiendo que sus ojos me observen fugazmente—. Hay pocos chicos jóvenes en el pueblo, ¿pero hacer ese tipo de cosas con el hijo del panadero?

— ¿Y a ti que te importa con quién haga o deje de hacer cosas? —contesta con mal carácter—. Déjame tranquila.

— No es que me importe, pero no está a tu nivel. —replico provocando que me vuelva a mirar con el ceño fruncido.

— ¿Y quién lo está? ¿Tú? —responde con altanería, haciendo que me levante.

— Por ejemplo. —contesto haciendo resonar mi voz profunda.

Volviendo a hacer explotar el cerebro de Leire, me quito la sotana para quedarme en camisa blanca y pantalones oscuros, acercándome a ella para quedar a apenas un metro, observando su rostro enturbiado por la confusión. Viendo sus ojos viajar por mi cuerpo hasta detenerse en mi notable erección, vuelve a alzarla con una cara de completa incomprensión, haciéndome reír.

— Pero… —balbucea incapaz de formar una frase—. Tú no… No puedes… Eres…

— Soy… ¿Un cura? —termino con una sonrisa.

— Exacto. —replica observando en pequeñas miradas mi bulto—. No puedes...

— Ah, ¿no puedo follar? —contesto agarrándola de la barbilla para que alce la cara y me mire directamente a los ojos—. ¿Quieres que te lo demuestre?

Aprovechando su congelamiento, me acerco hasta pegar casi nuestros cuerpos, acariciando sus brazos hasta llegar a las manos, llevando una si oposición hasta mi erección, la cual se marca por la pernera del pantalón. Viendo su rostro rojo y su respiración acelerada, su mano se aferra a mi verga sin necesidad de decirle nada, palpándola por encima de la tela mientras yo llevo mi otra mano a su culo, apretándolo como llevo casi una hora queriendo hacerlo.

Acercando mi rostro para besar sus labios, de golpe sus manos me sueltan y se clavan en mi pecho para empujarme, apartándome con el rostro en llamas. Observando su cara, confuso, me quedo mirándola a la espera de una explicación.

— P-Pero… —balbucea tragando visiblemente saliva—. ¿Qué clase de cura eres?

— Uno especial. —contesto enarcando una ceja—. ¿Por qué me apartas?

— Yo… No, no puedo. —replica con nerviosismo.

— Pues no te he obligado a manosearme la polla. —respondo mostrándole mi bulto.

— Ya… Pero…

— Aun soy joven, soy agraciado, tengo buen cuerpo y, además, tengo experiencia para hacerte gozar. —contesto desabotonándome la camisa sin quitármela, mostrándole mi trabajado torso—. ¿Prefieres al feo y gordo hijo del panadero antes que a mí?

— N-No es eso… Es que… —balbucea con una incomprensible timidez para el desparpajo que mostraba hasta ahora.

— ¿Es que…? —presiono confuso.

— Yo no… —me mira con un rostro avergonzado—. No he hecho nada.

Viéndola bajar la cara con timidez, la confusión aparece en la mía, intentando averiguar el mensaje tras sus palabras. ¿Qué no ha hecho nada? ¿Qué quiere decir? ¿Qué no ha hecho nada con el hijo del panadero? ¿Qué tendría que ver eso? A no ser…

— ¿Eres virgen? —pregunto confuso.

Alzándome la mirada para confirmármelo con los ojos, la sorpresa se expresa en mi cara, al punto de que Leire se da cuenta y frunce el ceño, enfadándose por algo que no comprendo. No me puedo creer que semejante preciosidad, con esa actitud y sus maneras de vestir provocativas, no haya hecho nada hasta ahora…

— ¿Y qué se supone que te ha pillado haciendo tu tía con el hijo del panadero? —pregunto frunciendo el ceño.

— Besándonos. —contesta en apenas un susurro, rascándose el brazo.

Quedándome completamente en silencio y sin saber que hacer, la observo con los truenos, la lluvia y la televisión aun sonando de fondo. ¿Qué debería hacer? Esto no entraba en mis planes. Quería seducirla a través de darle morbo con lo prohibido de hacerlo con un cura, pero si nunca lo ha hecho…

— Iba a hacerlo, pero… —se apresura a decir Leire, confundiendo mi silencio con algún tipo de juzgamiento por su virginidad.

— Hija, tienes cara y cuerpo suficiente como para perder la virginidad con alguien mejor que ese zopenco. —respondo con un suspiro—. ¿No hay nadie que haya intentado algo en la ciudad?

— Tengo novio. —replica con un tono con el que parece querer excusarse.

— ¿Entonces? —pregunto confuso, llevando mis manos a la cintura por debajo de la camisa.

— En fin, le conocí cuando mi familia me obligó a ir a catequesis. —contesta mordiéndose el labio—. Le quiero, pero es muy creyente, y yo no quiero tener que esperar hasta el matrimonio.

— Y le ibas a ser infiel con el primer desgraciado que se te ha cruzado. —respondo poniendo los ojos en blanco.

— ¡Por lo menos quería probarlo! —se defiende Leire.

— Y me parece bien, pero te mereces algo mejor. —contesto llevándome las manos al pantalón, desabrochándolos—. Y con experiencia suficiente, para que sepas lo que de verdad es el sexo.

— No estoy preparada aún. —replica Leire mientras tomo asiento en el sillón, bajándome antes toda la ropa, liberando mi erección.

— Lo comprendo. —comento agarrándomela con la mano para darle un par de sacudidas—. Pero si quieres, te puedo enseñar algunas cosas.

— ¿Q-Qué cosas? —pregunta tartamudeando, con la mirada pegada en mi verga.

— Leire, hay todo un mundo de placer más allá de la penetración, como por ejemplo el sexo oral. —explico balanceando mi erección—. Está en tu mano, ¿quieres que te enseñe o prefieres esperar 10 años hasta que te cases?

Quedándome en silencio, la observo tomar la decisión, lo cual le lleva casi medio minuto en el que ya creía que iba a salir corriendo. Sin poder evitar sonreír en respuesta, Leire camina con precaución hasta delante de mí, observándome a los ojos en sus breves fugas de atención de mi erección.

— Muy bien, para empezar, te enseñaré a complacer. —murmuro con un tono suave—. Arrodíllate.

Viendo la indecisión en sus ojos durante un segundo, su excitación o curiosidad termina ganando la batalla, haciendo que me obedezca. Indicándole con un leve gesto que me baje la ropa hasta los tobillos, sus manos siguen mis instrucciones con timidez, algo que no me atrevo a acelerar para no asustarla.

— Muy bien, ahora agárrala. —digo con la misma suavidad, viendo a su mano vacilar ante lo que sus ojos me demuestran que quiere hacer—. Sin miedo. ¿Cómo se siente?

— Es… Suave. —murmura palpándome la erección—. Pero dura.

— Hay gente que dice que es como una barra de acero con una funda de terciopelo. —comento haciéndola sonreír fugazmente.

— Se ha movido. —dice mirándome con cierta sorpresa cuando un espasmo recorre mi verga.

— Es normal. —respondo tragando saliva ante el morbo que me da estar explicándole sobre sexo—. Ahora mueve tu mano hacia arriba y hacia abajo, lentamente, y luego ve acelerando.

— ¿Así? —pregunta obedeciendo con sus torpes movimientos.

— Más o menos, pero no hagas que sea un movimiento tan robótico. —comento con una mueca—. Ve ejerciendo presión diferente con tu mano en el movimiento, no tengas miedo de apretar un poco.

— Perdona. —se disculpa haciendo las rectificaciones.

— Tranquila, es la primera vez. —murmuro con una sonrisa tranquilizadora—. Es normal que no sepas hacerlo.

Durante un par de minutos, la mano de Leire va masturbándome con ahínco, viendo en sus ojos en morbo y la excitación que le provoca hacerlo, haciendo que espere apenas un minuto más antes de pasar al siguiente paso.

— ¿Has visto porno alguna vez? —pregunto haciendo que sus dedos se detengan una milésima de segundo.

— Sí, ¿por?

— Pues ya tendrás alguna idea. —comento mirando sus carnosos labios—. Vamos a ver que tal se te da el sexo oral.

Viendo la indecisión y la vergüenza cruzar su rostro al mirar el mio, finalmente sus ojos se dirigen de nuevo a mi verga, acercándose lentamente y abriendo varias veces la boca como un pez hasta atreverse a hacerlo, dándole un lengüetazo al capullo.

Llevando lentamente una mano a su cabeza, acaricio suavemente su cabello moreno antes de empujarla ligeramente hacia mi mástil, incitándola a metérsela en la boca. Exhalando un profundo suspiro de placer cuando lo hace, los ojos de Leire me observan mientras comienza una lenta y torpe mamada.

— Cubre tus dientes con los labios, y no dejes la lengua estática, muévela. —indico con una sonrisa amable.

Viéndola asentir con la mirada, comienza a hacer lo que le pido, mejorando notablemente la calidad del oral. Empujando su cabeza para que con cada incursión en su boca vaya tragando más longitud, finalmente alcanzo su límite cuando va por la mitad, teniendo que parar cuando las arcadas la hacen escapar.

— Para una novata, no está mal. —murmuro con un tono amable—. Tienes talento.

— G-Gracias. —responde con una leve sonrisa orgullosa, intentando respirar mientras se pasa el dorso de la mano por la boca.

— Para un futuro, recuerda: no sólo es tragar, también tienes que chupar y lamer. —comentó agarrando mi erección para levantarla, mostrándole los huevos—. Usa tu lengua para mantener caliente al hombre mientras recuperas el aliento.

— Entiendo. —asiente antes de encaminarse, sin tantos reparos, a lamer los testículos.

— Así… —suspiro sintiendo su lengua juguetear con mis huevos.

Sorprendiéndome ligeramente cuando succiona cada uno sin tener que decírselo, me deslizo un poco más en mi asiento, apoyando la cabeza contra el respaldo para dedicarme a disfrutar de la mamada. Observando con deleite los intentos de Leire por complacer, vuelvo a indicarle que se la meta en la boca, cosa que hace con velocidad.

— Me queda poco. —murmuro más por el morbo, que por su calidad.

Viéndola alzar la mirada, casi puedo entrever en sus ojos las ganas que tiene de continuar con su entretenimiento, ralentizando los movimientos de su boca, seguramente dubitativa de que tiene que hacer en este caso.

— ¿Quieres probar el semen? ¿O prefieres que me corra en tu cara? —pregunto haciendo que se eche un poco hacia atrás para ponerme en pie.

— ¿No puedes simplemente hacerlo en el suelo? —murmura con duda, mientras me la machaco a pocos centímetros de su cara.

— Debes vivir todas las experiencias. —contesto con un rostro comprensivo—. Y créeme, puede que los hombres que lo hagan contigo en un futuro, incluso tu futuro marido, se tome tus palabras como una falta de respeto.

— Pero es que una amiga me dijo que es asqueroso… —dice Leire con tono infantil.

— ¿Lo has probado? —pregunto haciéndola negar con la cabeza—. Entonces, ¿cómo lo sabes?

— Ya…

— Entonces, ¿cara o boca? —sonrío al ver con la facilidad que ha cedido a mis deseos—. O ambas.

— No sé. —murmura Leire.

— Pues que sea ambas. —decido unilateralmente, apoyando el capullo de mi verga en sus labios, provocando que abra la boca.

Hundiéndome lo justo para que no le entren arcadas, le agarro la cabeza para empezar a follarme su boca, teniendo que resistir mis ganas de clavársela hasta la garganta. Sintiendo las delicadas manos de Leire aferrarse a mis piernas en busca de apoyo, resiste con valentía mis leves acometidas, permitiéndome escuchar ruidos guturales que acompañan mis incursiones.

Notando que poco a poco voy alcanzando la barrera mental, recuerdo la situación en la que estoy para superarla, sumergiéndome en el morbo de tener a una novata mamando por primera vez.

— Cierra los ojos, que te voy a bendecir. —digo con una sonrisa, viéndola obedecer al instante.

Haciendo que levante su cara, saco finalmente mi verga de su boca, teniendo que sacudírmela apenas dos veces para que el primero de los chorros pinte su rostro de blanco, cruzando en línea recta desde la barbilla hasta una ceja. Intentando dibujar una especie de cruz con el segundo lefazo, le hago abrir la boca para volver a refugiarme en ella, soltando el resto de mi carga.

Gimiendo mientras vacío mis huevos en su lengua, me extasío al ver la irregular cruz pintada en su cara, con los ojos fuertemente cerrados para que no le entre nada. Soltando un suspiro de liberación cuando las oleadas de placer terminan, saco mi verga para darle un par de golpes en la mejilla.

— Tr... —comienzo a decir, abriendo los ojos con sorpresa cuando se lo traga sin necesidad de que llegue a decírselo.

Viéndola poner una leve mueca, vuelve a sorprenderme cuando empuja el semen de su cara hacia la boca, devorándolo hasta no dejar nada sobre su rostro. Agachando la cabeza para frotarse con la manga de su camiseta los restos que puedan quedar, la veo mirar mi polla con gula, amenazando con ponerme duro de nuevo.

— Parece que te ha gustado mi leche. —comento tendiéndole una mano para ayudarla a ponerla en pie.

— Sabe y huele muy fuerte. —replica Leire con sinceridad, haciéndome reír—. Pero tampoco está tan malo como decía mi amiga, se puede tragar sin problemas.

— Me alegro por ti. —contesto subiéndome la ropa para abrocharme—. Harás felices a muchos hombres.

Dejándome caer agotado en el sillón, observo el reloj para ver que debe quedar poco para el regreso de su tía, haciendo que mire hacia la ventana al notar que ya no se escucha la lluvia, aunque el cielo sigue oscuro.

— Por hoy creo que podemos dejarlo, mañana seguiremos. —murmuro con un suspiro.

— ¿Lo de la limpieza? —pregunta Leire, confusa.

— Eso también. —respondo riendo por su inocencia.

Saciados mis instintos, y sabedor de que es mejor avanzar despacio el camino hacia sus piernas, me relajo en el sillón para ver la televisión, viendo a Leire ocupar con aburrimiento el sofá a la espera de que llegue su tía.

Teniendo que esperar casi una hora a que la señora Gutiérrez haga acto de presencia, finalmente el timbre resuena en la casa, haciendo que ambos nos levantemos de nuestros asientos y nos repasemos las vestimentas antes de ir hacia la puerta.

— Mañana ven con algo más amplio, que me sea fácil de bajar. —comento en un susurro, lanzándole un atrevido azote que recibe sin inmutarse.

Abriendo la puerta sin darle tiempo a decir nada, la señora Gutiérrez nos observa con intriga, haciendo que durante unos instantes un ligero miedo a que averigüe lo que ha pasado se instale en mi estómago, desapareciendo en cuanto abre la boca.

— Hola, Padre Daniel. —saluda la mujer con cierto temor—. ¿Se ha portado bien? ¿Le ha hecho caso? Si no lo ha hecho, le aseguro que la v…

— No, tranquila. —comento mirando a Leire, que se une a su tía en el umbral—. Ha sido muy obediente.

— ¿Sí? —pregunta con cierta duda y sorpresa la mujer, mirando a su sobrina, la cual simplemente aparta la mirada.

— Sí, me ha estado ayudando con la limpieza y hemos charlado un poco. —respondo con un cabeceo.

— Me alegra escucharlo, Padre. —contesta la señora Gutiérrez, frunciendo ligeramente el ceño antes de mirar a su sobrina—. Espero que este castigo me ayude a enseñarle una lección de respeto.

— Estoy seguro de que aprenderá esa, y otras valiosas lecciones. —comento con doble sentido, mirando a Leire que desvía la mirada—. Si sigue viniendo, claro.

— Lo hará, se lo aseguro.

— Muy bien. —sentencio con un leve cabeceo—. Ahora que se ha calmado un poco el tiempo, creo que debería volver a mis labores de la iglesia.

— ¡Oh, sí! Por supuesto. —asiente la mujer, apartándose con una sonrisa, dejándome el camino libre.

— Que tengan un buen día. —me despido con educación.

— Igualmente, Padre Daniel. —responde la señora Gutiérrez, encaminándose en dirección contraria.

Dándome la vuelta cuando me alejo un poco, me quedo observando el culo de Leire danzando de un lado a otro, alejándose junto a su detestable tía. Sorprendiéndome cuando su rostro se gira, me lanza una fugaz sonrisa que me hace imitarla, casi percibiendo sus ganas de volver al dia siguiente para recibir su castigo.

De ahora en adelante, tengo que pensar bien cómo actuar con ella. Si me lo monto bien, tendré una pequeña y morbosa puta con la que jugar, pero para ello, primero debo convencerla de que se entregue a mí. Y no sólo eso, cuanto más lo miro, más ganas tengo: pienso follarle ese tremendo culo. Lo juro por Dios.