El Santo Padre (2)

Siguen las aventuras del lujurioso cura en el pequeño pueblo, aprovechando también para rememorar experiencias del pasado.

Capítulo 2

Ya ha pasado un mes desde la muerte del octogenario Padre Julián, y podría decir que la vida en el pueblo ha vuelto a la normalidad. La mayoría de feligreses ya me han aceptado, gracias a mi buen hacer, que se ha ido extendiendo por el lugar, provocando el cambio de opinión de aquellos que me rechazaban por mi juventud.

Yo, por mi parte, ya he comenzado a disfrutar de la tranquila vida que he conseguido. Viviendo en una casa pagada por la iglesia, un pequeño sueldo que me da de sobra para pagar mis pequeños gastos y disfrutando a mi manera del trabajo de sacerdote, sobre todo del confesionario.

Disfruto mucho de las cosas que me detallan las habituales “pecadoras de la carne”, y de vez en cuando me hago pajas escuchándolas, ¿para qué negarlo? Además, últimamente he estado trabajando en mi proyecto Jimena, el cual va avanzando lentamente, pero de manera segura.

Tal y como esperaba, después de la semilla de autoestima que planté en su mente, la señora Jimena ha comenzado a vestir y actuar de manera diferente, comenzando a cambiar sus recatadas vestimentas por unas más reveladoras, aunque sin llegar a cruzar la raya de lo moralmente aceptado. Pero su pensamiento si lo ha hecho.

Aunque al principio le costaba contarme sus pecados, desde ese dia en el confesionario ha comenzado a abrirse de manera gradual, terminando por ser muy explícita sin necesidad de presionarla. Además, últimamente no tiene reparos en confesar que ha fantaseado nuevamente conmigo, lo cual he ido “alimentando” en nuestros encuentros, mostrándome comprensivo y halagado por su deseo mientras la colmo de piropos sutiles que hacen crecer más su amor propio.

Sus más frecuentes visitas, su atrevimiento a reducir el espacio personal entre nosotros cuando estamos a solas, sus comentarios cómplices y, hasta cierto punto, picantes, me dejan ver que está deseosa de que ocurra algo conmigo… Pero aún no me la puedo jugar.

Si aceptase sus deseos ahora, solamente conseguiría un polvo con riesgo a que se arrepintiese y lo contase a alguien. Debo ir más allá. Debo hacer que deje de pensar en mi como una simple travesura, y comience a verme como un anhelo. Si consigo que me ruegue por sexo, será ella la que tiene más que perder, y la tendré en mis manos.


Cambiando una de las velas gastadas que decoran el altar, mis ojos vuelven a observar entre los bancos, donde dos malditas feligresas llevan rezando ni sé cuánto tiempo, evitando que me pueda escapar un rato.

Desviando la mirada hacia la puerta cuando veo una sombra aparecer en la luz que proviene del exterior, una amable sonrisa se dibuja en mi cara cuando veo a la señora Jimena andando hacia el confesionario, sonriendo fugazmente para responderme cuando sus ojos me encuentran.

Yendo hacia allí sin perder el tiempo, ocupo mi asiento mientras bajo mis pantalones y ropa interior hasta la mitad del muslo, bajo la sotana. Dándome un par de rápidas sacudidas en el oscuro cubículo, una pequeña erección comienza rápidamente a formarse cuando la dulce voz de la señora Jimena finalmente se escucha.

—      Ave María purísima. —dice su voz con un tono algo aburrido.

—      Sin pecado concebida. —respondo intentando no parecer igual de hastiado de la dichosa fórmula.

—      En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. —continua la señora Jimena con palpable velocidad.

—      El Señor esté en tu corazón para que te puedas arrepentir y confesar humildemente tus pecados. —finalizo el típico intercambio de frases—. Dime hija, ¿qué tribulaciones ocupan tu mente hoy?

—      Padre Daniel, he vuelto a pecar. —confiesa la señora Jimena con un tono que parece estar lejos de ser de arrepentimiento.

—      ¿Cuál es tu pecado? —pregunto empezando a masturbarme bajo la sotana lentamente, intentando no hacer ni un ruido.

—      Me he tocado pensando en usted. —dice la mujer tras la rejilla.

—      ¿Otra vez, hija? —cuestiono intentando sonar como un reproche—. No deberías fantasear con un hombre de Dios.

—      Lo sé, Padre. —contesta la señora Jimena—. Pero hay algo en mi cabeza que me lleva siempre a pensar en usted cuando me encuentro en esos momentos de intimidad.

—      Lamento escuchar eso. —digo falsamente, sacudiéndome la polla con cierta velocidad—. Quizá no esté haciendo bien mi trabajo.

—      No es verdad, Padre Daniel. —responde rápidamente la mujer con una voz melosa—. Es solamente culpa mía, que soy incapaz de controlar los calentones que me vienen al pensar en su...

—      Hija, cuida tus palabras en la casa del Señor. —advierto jugando con mis huevos.

—      Perdón. —contesta sin parecer muy arrepentida—. Es la ramera que hay en mí, que enajena mi mente al pensar en usted.

—      Eso es grave, hija. —respondo frenando mi paja para lanzarle la segunda semilla a su mente—. He estado pensando en ello, y creo que, si soy el motivo de tus pecados, deberías cambiar de iglesia, o debería irme a otro lugar.

—      ¡No! —se apresura a decir Jimena, alzando un poco más la voz de lo que debería—. No sería justo que usted pague por mis pecados.

—      Pero sería lo más correcto. —murmuro retomando mi paja—. ¿Cómo podría atender tus necesidades religiosas si luego terminas insertándote un cepillo en tu cuerpo pensando en mí?

—      Padre, eso fue cosa de una vez. —susurra con un tono de vergüenza que parece ser real—. Ya no he vuelto a hacerlo con eso…

—      ¿Con eso? —digo dándome cuenta de sus últimas palabras—. ¿Has usado para tus tocamientos otra cosa aparte de tu cepillo?

—      Yo…

—      Confiesa o no podrás recibir el perdón. —insisto machacándomela con más ganas, sintiendo que me voy acercando al final.

—      He usado… Bueno, yo… —murmura indecisa antes de exhalar un suspiro—. Usé un… calabacín.

—      Dios Santo, hija… —contesto con tono de ultraje, aunque mi corazón late desbocado—. Dime que, por favor, sólo rozó tu cuerpo.

—      Lo siento, Padre. —responde aún más bajando el volumen de su voz—. Me lo metí.

—      Hija… ¿Pensaste en mí mientras lo hacías? —pregunto apartando la sotana con una mano, dejando mi miembro al aire para evitar que mi semen manche la tela.

—      Sí. —confiesa la mujer, haciéndome sonreír.

—      Hija. —repito con un tono falso de reproche—. Usar objetos es una cosa, pero usar un alimento para calmar tu lujuria insatisfecha…

—      Lo siento, Padre, pero compréndame. —contesta la señora Jimena bajando más el tono—. Mi marido no me toca, y desde luego no compraré un consolador como una descarriada, necesitaba sentir algo grande en mi interior.

—      Pero, Hija…

—      Padre, cada vez me cuesta más aguantar las ganas. —responde con verdadera pena—. Me paso el dia fantaseando con que me tomen, y mis manos ya no son suficientes para aplacar a la ramera que hay en mí.

—      No se que decirte ante eso, hija. —murmuro empezando a sentir una presión en zona baja—. Si tu misma ya no eres suficiente, necesitas a un hombre, y como ya te he dicho infinidad de veces, la iglesia permite romper los sagrados lazos matrimoniales en casos como el tuyo, con un marido sodomita.

—      Pero Padre, no puedo hacerlo. —replica la señora Jimena—. ¿Qué dirán en el pueblo si hago eso?

—      No debería importarte lo que digan las malas lenguas. —contesto acelerando mi paja—. La vergüenza es para tu marido, que no es capaz de cumplir con sus votos sagrados y darle a su mujer lo que se merece, como haría un buen hombre.

Echando la cabeza hacia atrás, la imagen de la señora Jimena en cuatro sobre mi cama termina haciéndome romper la última barrera, haciendo que tense mis piernas y aguante la respiración para mantenerme en completo silencio mientras comienzo a lanzar chorros de semen.

—      ¿Y usted es un buen hombre, Padre? —suelta la señora Jimena, con un tono totalmente desvergonzado.

—      Hija… Estás en la casa del señor. —comento con voz de advertencia varios segundos después, terminando de recobrar la cordura.

—      Perdone, Padre Daniel. —contesta sin mucho arrepentimiento.

Limpiándome el desastre con un pañuelo de mi bolsillo, me coloco la ropa bien, acomodándome de nuevo en el asiento mientras abro un poco la cortina para que circule el aire, llevándose el leve aroma de mi esperma.

—      En fin, hija. Como penitencia por tus actos, deberás rezar cinco Ave María.

—      Está bien. —acepta la mujer con un suspiro.

—      Yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. —le recito por enésima vez la fórmula de absolución.

—      Amén. —dice la mujer.

—      Puedes irte en paz. —finalizo escuchándola levantarse al otro lado de la rejilla.

Arreglándome la ropa nuevamente, salgo del confesionario pocos segundos después que la señora Jimena, mirando hacia la puerta esperando ver su trasero, pero encontrándomela entre los bancos, observándome con una fugaz sonrisa en los labios. Devolviendo levemente la sonrisa, me doy la vuelta para regresar al altar, fingiendo encargarme de las típicas tareas aburridas para evitar tener más contacto visual, aunque en mi mente ya se termina de trazar el plan.


Revisando las noticias deportivas en el periódico, unos ruidos en la iglesia me hacen suspirar, teniendo que bajar los pies de la mesa y encaminarme hacia afuera. Frunciendo el ceño al escuchar una discusión de lejos, salgo de la sala adjunta al altar, observando con cierto cansancio a la señora Gutiérrez, una de las más fieles devotas, arrastrar a una joven de la muñeca hacia mí.

Pasando por completo de la vieja para centrarme en su acompañante, debo ocultar mis perversos pensamientos tras un rostro de confusión, intentando no mirar su apretada vestimenta, la cual marca un cuerpo exuberante.

—      Menos mal que le encuentro, Padre Daniel. —dice la mujer, acercándose hasta mí mientras la joven intenta vanamente soltarse del poderoso agarre, quejándose y protestando.

—      ¿Qué sucede? ¿Qué son estos gritos en la casa del Señor? —pregunto intentando mostrar reprobación.

—      Lo siento Padre Daniel, pero necesito que centre a esta niña. —pide con el ceño fruncido, señalando a la joven, la cual me observa con enfado y desprecio.

—      A ver, tranquilícese. —comento con un tono tranquilo—. ¿Qué sucede?

—      Sucede que esta cría, la hija de mi hermana, ha venido a pasar el verano en mi casa y se cree que por haber cumplido la mayoría de edad puede hacer lo que quiera. —murmuro haciéndome observar a la susodicha, que de cría tiene poco—. Se burla y falta al respeto a nuestra fe y nuestro Dios, se niega a venir a misa, ¡y encima voy y la cazo haciendo cosas indecentes con el hijo del panadero!

—      Comprendo. —murmuro mirando hacia la joven, que me mira con odio.

—      Haga algo, por favor, Padre. —contesta la mujer mirando a la chica con exasperación.

—      Entiendo lo que quiere, pero no sé cómo puedo ayudarla. —confieso utilizando uno de mis tonos más conciliadores, halagándola para relajarla un poco—. Como una de las más devotas creyentes de nuestro Señor, ya sabe que la fe no es algo que pueda, ni deba, forzarse.

—      Lo sé, Padre. —replica relajando un poco su tono, seguramente orgullosa de mi elogio—. Pero esto va más allá de creer o no creer. No sé lo que le enseñan allí en la ciudad, pero está muy mal educada, ni si quiera colabora en las tareas de casa.

—      Entonces, ¿vienes buscando que la eduque? —pregunto frunciendo suavemente el ceño—. Eso es tarea para sus padres y profesores.

—      No, Padre Daniel. —rechaza la mujer—. Quiero que la castigue.

—      ¡¿Qué estás diciendo?! —protesta la joven hablando por primera vez, intentando volver a soltarse del amarre de su tía mientras la mira como si estuviera loca.

—      ¿Qué la castigue? —pregunto para asegurarme de haberla escuchado bien, no pudiendo evitar fruncir el ceño de confusión.

—      El Padre Julián, durante muchos años, ha utilizado a los chicos que se portaban mal para hacer tareas en la iglesia, como limpiar, barrer o arreglar cosas. —dice haciendo que enarque una ceja—. Era una buena manera para enseñarles a respetar, a asumir responsabilidades, y de paso, que vivieran de cerca la fe.

—      Comprendo. —murmuro, ignorando las quejas de la joven—. No es una mala idea.

—      Entonces, ¿me ayudará a encarrilar a esta niña? —pregunta la señora Gutiérrez, haciendo también oídos sordos a las protestas de su sobrina.

—      Está bien, buscaré tareas que darle. —asiento viendo una grata sonrisa en la mujer—. Por ejemplo, puede venir los fines de semana, antes de la misa, para ayudarme a prepararla.

—      Me parece una idea genial, pero no creo que aprenda nada viniendo sólo un par de veces por semana. —dice la mujer sin piedad—. ¿Le parece bien si la hago venir cada dia después de la hora de comer?

—      ¡¿Cómo?! ¡No voy a venir! ¡No tienes ningún derecho a…! —empieza a decir la joven, provocando que la señora Gutiérrez la fusile con la mirada.

—      Si me entero de que no vienes o que no obedeces al Padre, te encerraré en tu cuarto lo que resta de verano, y no saldrás ni para ir al baño. —amenaza con un tono tan duro, que consigue hacer que me recorra un escalofrío—. Y te aseguro que tu madre no me lo impedirá.

Viendo en el rostro de la joven que sabe que la amenaza es real, sus protestas se apagan al igual que su ímpetu, haciendo que me observe al borde de las lágrimas, buscando una ayuda que no puedo ofrecerle.

—      Y bien, Padre Daniel. —dice la señora Gutiérrez, recuperando una mirada afable—. ¿Le parece bien que venga cada dia? Es como lo hacía el Padre Julián.

—      Si es como lo hacía… —murmuro con un suspiro—. Está bien, ya buscaré tareas que darle.

—      Muchas gracias, Padre. —contesta con una sonrisa que me parece diabólica—. Sabía que podía contar con usted.

—      No es nada. —respondo con cierto tono de reprobación—. Aunque la próxima vez, intenten no perturbar este lugar sagrado con una discusión.

—      Está bien, Padre. —acepta la mujer—. Lo siento, pero era algo urgente.

Despidiéndome con un gesto, observo a la señora Gutiérrez irse con la joven aún agarrada, la cual la sigue sin oponer resistencia. Pobre… ¿Cómo se llamaba? Creo que no me lo han llegado a decir. En fin, ya le preguntaré.

Me parece increíble los arcaicos métodos que el viejo utilizaba… Seguro que lo hacía para vaguear todo el santo dia. ¿Qué trabajos se supone que le puedo mandar? Tampoco es que tenga mucho que hacer yo, en realidad. El único trabajo que se me ocurre ahora mismo… está entre mis piernas. Ese cabello oscuro en contraste con esos ojos verdes, y ese explosivo cuerpo que noto tras la ropa… ¡Qué buena que está!

¿Tendría oportunidad de hacer algo con ella? Nos separan casi diez años… Pero, en fin, según ha dicho su tía, acaba de cumplir la mayoría de edad. Quizá necesite a alguien más experimentado que ella para enseñarle ciertas cosas… Esto me recuerda a esa vez que me escapé con Carlos del centro donde estábamos, para irnos a un puti-club. ¡Qué noche pasé!


Aguantando la puerta, pegado a la pared, finalmente escucho los pasos apresurados de mi amigo, apareciendo finalmente en la penumbra. Llevándome en índice a los labios y señalando el pasillo contiguo, donde hace apenas unos segundos ha pasado el Padre Damián en su rutinaria guardia, encabezo la huida, agachado y caminando de puntillas.

Saliendo finalmente al patio, Carlos y yo nos alejamos hasta la zona más antigua, donde el pequeño muro que rodea el lugar, está más deteriorado. Escalando y saltando al otro lado, un suspiro de relajamiento se escapa de nuestros labios, sonriéndonos mutuamente.

—      ¡Por fin! —murmura Carlos, mientras rápidamente comenzamos a alejarnos por las calles.

—      ¿Has conseguido el dinero? —pregunto viendo asombrado como saca un cuantioso fajo de billetes del bolsillo.

—      Los malditos viejos están forrados. —contesta tendiéndome la mitad, guardándose el resto de nuevo—. Tenían tanto que no creo ni que lo noten mañana.

—      Por si acaso, será mejor gastarlo todo. —respondo con una sonrisa— No podemos dejar pruebas.

Asintiendo con la misma sonrisa, avanzamos por las desiertas calles rumbo hacia las afueras de la pequeña ciudad, buscando el local del que tanto hemos oído hablar para celebrar por todo lo alto nuestra inminente despedida.

En nuestro centro, cuando cumples la mayoría de edad se da por terminada la formación académica, después de la cual te asignan como asistente de un Padre en alguna iglesia. Hace apenas unos días que Jaime, sin avisar, ha tenido que marcharse a ser el criado de un viejo, y según nos han informado, en apenas un par de semanas será nuestro turno. Por lo cual… ¿Qué mejor manera de despedirnos que ir a un puticlub?

—      ¿Es aquí? —pregunto viendo el amplio local de lejos, donde un par de gigantes custodian las puertas enfrente de un parking con decenas de coche estacionados.

—      Esta es la dirección. —responde Carlos, observando también el lugar.

—      Pues vamos. —contesto encabezando el camino.

Intentando ir tranquilo, algo de nerviosismo nace en mí cuando la mirada de los gorilas de seguridad se fija en nosotros, la cual nos sigue hasta que, finalmente, nos plantamos ante ellos, teniendo que alzar la cabeza aun con lo alto que soy.

—      El carné de identidad. —dice uno de ellos, sin moverse un milímetro.

Haciendo lo que nos piden, Carlos y yo lo sacamos, enseñándoselo a ambos que apenas lo revisan con un fugaz vistazo, apartándose de la puerta de manera sincronizada, permitiéndonos pasar.

En cuanto entramos dentro, una lejana música comienza a acariciarnos los oídos, junto con el sonido de voces de hombres alentando y gemidos femeninos, que consiguen acelerarme el pulso. ¡Dios! Hace tanto de la última vez que follé…

Llegando a una especie de recibidor con un mostrador, una preciosa mujer nos recibe tras él, observándonos con curiosidad mientras mis ojos no pueden evitar desviarse al hombre de seguridad que está apostado al lado de la mujer, custodiando los dos pasillos de los que deriva el mostrador.

—      Buenas noches, señores. —saluda la mujer cuando llegamos delante de ella.

—      Buenas noches. —repetimos al unísono Carlos y yo.

—      ¿Qué desean? —pregunta con una leve sonrisa—. ¿Quieren ir a beber algo y pasar el rato? ¿O prefieren descansar en una habitación con algo de… compañía?

—      Lo segundo. —contesto mirando hacia arriba ante un movimiento extraño, encontrando una cámara de seguridad vigilándonos.

—      Perfecto, pero lamento informarles de que, ahora mismo, todas las habitaciones están ocupadas o se están limpiando. —responde la mujer, haciéndome volver a prestarle atención, viéndole una fugaz mueca en su bello rostro—. Si quieren pueden ir a tomar algo mientras esperan, se les avisará en cuanto esté algún cuarto disponible.

—      Entendido. —asiento escuetamente—. Gracias

Siguiendo el pasillo que indica la mano de la mujer, Carlos y yo caminamos hacia la música, la cual se va haciendo más fuerte, sintiendo varias miradas fijarse en nosotros cuando entramos dentro de una sala gigantesca, donde decenas de hombre beben con mujeres semidesnudas o las animan con billetes en las típicas barras donde bailan.

—      Vamos a beber algo, ya que estamos. —propongo a mi amigo, viéndole asentir.

—      Oye, ¿podemos elegir o ellos nos dirán con quien “descansar”? —pregunta Carlos haciendo el gesto de las comillas con los dedos, siguiéndome camino a una barra donde sirven bebidas.

—      Pues no lo sé, nunca he estado en un puticlub. —contesto con la misma duda—. Supongo que podremos elegir, por algo pagamos.

—      Supongo que sí. —replica Carlos, observando a varias de las mujeres de la sala—. Aunque lo dificil será elegir…

Llegando donde el camarero, nos sirven un par de pequeñas, y caras, bebidas, las cuales abrasan nuestras gargantas desde el primer trago. Acomodándonos en una de las zonas de descanso libre, apenas pasa medio minuto antes de que varias mujeres se acerquen, sentándose junto a nosotros.

—      Hola, guapos. —saluda la morena que se sienta a mi lado, arrimándose con descaro a mí—. ¿Vuestra primera vez aquí?

—      Sí. —confirma Carlos con una sonrisa, sin poder despegar la vista de los pechos al aire de nuestras compañeras.

—      Vaya, genial. —contesta la chica rubia que tiene pegada mi amigo a su lado—. ¿Y habéis venido a beber y divertiros un rato o…?

—      Y a por algo de compañía. —responde mi amigo, ensanchando más la sonrisa de ambas.

—      Oh. —murmura la rubia, acercándose más a Carlos y restregándole las tetas en el brazo, casi al mismo tiempo que la morena lo hace conmigo—. ¿Y os complace nuestra compañía?

—      M-Mucho. —replica Carlos, incapaz de dejar de mirar los pechos de la rubia, mientras yo me deleito con el cuerpo de la morena. Con ella me sirve…

—      En fin, ahora están todas las habitaciones ocupadas. —comenta la morena, alzando la vista hacia un cartel luminoso en el que marca un 0—. ¿Qué os parece si pedimos algo de beber? Para ir animando el ambiente.

—      Claro. —contesta Carlos, mientras la morena de mi lado ya le está haciendo un gesto al camarero.

Bebiendo y charlando con ellas durante un buen rato, siento que los ojos de las dos mujeres van mirando hacia el cartel luminoso constantemente, viendo a sus compañeras marcharse hacia las habitaciones con otros clientes que estaban antes que nosotros. Cuando empiezo a sentirme acalorado, finalmente la trabajadora del mostrador hace acto de presencia, dirigiéndose a mi amigo y la rubia.

—      Señor, ya tienen un cuarto disponible. —anuncia la mujer, levantándole cuatro dedos a la rubia.

—      Perfecto. —contesta mi amigo, al que puedo notar su impaciencia cuando se pone en pie para luego mirarme—. Nos vemos fuera.

—      Entendido. —asiento viendo irse a Carlos.

—      ¿Cuál es el nuestro? —pregunta la morena de mi lado cuando la recepcionista se fija en nosotros.

—      Ahora acompañaré al señor al cuarto. —dice la mujer, haciendo que me levante antes de mirar a mi compañera—. Rosario se encargará de él.

—      ¿Qué? —protesta la morena frunciendo el ceño—. ¡No es justo!

—      Por favor, acompáñeme. —dice la recepcionista con una sonrisa, ignorando a la morena.

Asintiendo mientras veo marcharse echa una furia a la que era mi compañera, sigo a la recepcionista algo confuso, recorriendo de vuelta el pasillo para esquivar al gigante de seguridad e irnos hacia el otro, decorado con decenas de puertas de las que sobresalen gemidos, gritos y jadeos.

—      Su compañía lo espera dentro. —anuncia la mujer, frenándose ante la última puerta, la cual es de otro color diferente al resto—. Disfrute de su velada.

—      Gracias. —murmuro sin atreverme a preguntar el porqué del cambio repentino y la diferente habitación.

Dudando si llamar o no hacerlo, finalmente decido golpear con mis nudillos, escuchando permiso para acceder casi al instante. Viendo el lugar con interés, me sorprende que haya muebles y más puertas en el interior de la habitación. Pensaba que sería simplemente una cama y poco más…

Fijándome en la mujer que me espera de pie con una sonrisa, algo de decepción nace en mí al notarle más mayor que el resto de mujeres que he visto en el lugar, pero desapareciendo cuando me fijo bien en su exuberante cuerpo, apenas oculto por una bata de seda roja.

La mujer, que debe estar por encima de los cuarenta, parece conservar una firmeza en su cuerpo impropia de la edad, vislumbrando unos enormes pechos bajo la fina tela, y un poderoso trasero detrás. Viendo el maquillaje de su cara, sus seductores ojos azules me intimidan por la forma en que me observa, revolviéndose su melena rubia con una mano, la cual debe ser teñida.

Viéndole mostrarme una blanca y perfecta sonrisa cuando sus labios pintados de rojo se separan, la veo irse tranquilamente hacia un mueble de la habitación, abriéndolo para mostrar un repertorio enorme de bebidas y copas.

—      ¿Quieres tomar algo? —pregunta la mujer, sin mirarme.

—      No, gracias. —replico sin saber que hacer—. Ya he tomado suficiente fuera.

Quedando en un silencio que me resulta incómodo, la mujer parece ajena a ello mientras se sirve tranquilamente una copa de un líquido ámbar y se lo bebe del tirón. Girándose finalmente para verme, se lleva las manos a las caderas mientras me observa más que yo a ella.

—      Eres muy joven. —comenta acercándose lentamente.

—      Sí. —respondo sin saber que más decir.

—      ¿Eres mayor de edad? —pregunta enarcando una ceja.

—      Claro. —contesto mirando el pronunciado escote de su bata de cerca—. ¿Quieres que te enseñe el carné?

—      No es necesario. —replica hundiéndose de hombros—. El carné podría ser falso.

—      Pero si no confías en mi carné…

—      Me da igual, hijo. —contesta riendo mientras me observa—. ¿Sabes a cuantos críos he desvirgado ya? Centenares o miles, por descarte alguno debía llevar un carné falso.

—      Yo no soy virgen. —digo volviendo a hacerla reír.

—      Qué la habrás metido, ¿una vez? ¿Un par? ¿Cinco a lo mucho? —responde la mujer mirándome con gracia—. Para mi eso es como si lo fueses, te correrás igual de rápido que un primerizo.

—      O no. —contesto intentando defender mi orgullo.

—      Cariño, he hecho correrse a incontables valientes antes que tú. —dice la mujer, acariciándome el rostro con la ternura de una madre a un niño pequeño—. Si quiero, no aguantas ni un minuto.

—      ¿Apostamos? —propongo sintiendo que está insultando mi virilidad.

—      Muy bien. —acepta la mujer con diversión—. Si aguantas más de un minuto después de meterla, no te cobro. Si no aguantas, te cobro el doble.

—      Hecho. —asiento escuchando una nueva carcajada de la mujer cuando hago un ademán de ir a tocarla, frenándome a medio camino.

—      Desde luego, los jóvenes sois los más divertidos. —comenta con una sonrisa, agarrándome de la mano para llevarme a la cama—. Los adultos se limitan a meterla tratándote como basura, y ya. Los niños como tú, os da miedo hasta tocar por lo que pagáis.

—      No es eso…

—      ¿Cómo te llamas? —pregunta la mujer, sentándome en la cama y quedándose frente a mí.

—      Daniel. —respondo con sinceridad.

—      Pues yo soy Rosario, encantada. —contesta la mujer, desabrochándose la bata para dejarla caer a nuestros pies.

Deleitándome con ese maravilloso cuerpo, las manos de Rosario agarran las mías, comenzando a hacerme acariciar toda su piel. Viendo la diversión en sus ojos, los cuales están atentos a mis reacciones, arrastra mis dedos hasta sus enormes pechos obligándome a apretarlas.

—      Tócamelas sin miedo, estrújalas, retuérceme los pezones, abofetéalas. —dice Rosario soltando mis manos para llevarse una entre sus piernas, comenzando a acariciarse—. ¿Te han dejado hacer eso las niñatas a las que se la has metido?

—      No… —confieso amasando esos prominentes senos a placer, sintiendo que una erección en mis pantalones desea romper la tela.

—      Pues sáciate. —gime Rosario, mirándome con una excitante sonrisa mientras veo como se masturba sin vergüenza frente a mí.

Jugando a placer con esas enormes tetas, mis ojos se van desviando al pequeño sexo de Rosario, el cual está tapizado por una leve y recortada capa de bello. Viendo sus roces centrarse en el clítoris, el sonido de un chapoteo se escucha cuando dos de sus dedos, sin esperar a nada, se meten rápidamente en su interior, empezando a entrar y salir velozmente.

—      Desnúdate. —dice Rosario finalmente, con la voz acelerada.

Obedeciendo al instante, suelto sus pechos para llevar mis manos a mi ropa, deshaciéndome de ella a toda velocidad. Mostrando mi erección babeante, una hermosa sonrisa nace en los labios de Rosario, la cual se dirige hacia una mesita para sacar algo de un cajón antes de volver, arrodillándose delante de mí.

—      Tienes una hermosa polla. —comenta la mujer, haciéndome jadear cuando, sin más, se la traga.

Haciéndome una veloz mamada de unos segundos, tengo que resoplar cuando se detiene, agradeciendo que lo haga antes la inminente corrida que se venía. Viendo una sonrisa en su rostro como si lo supiera, abre tranquilamente el condón que debe haber sacado del cajón, colocándomelo con delicadeza.

Metiéndose mi erección un par de veces más en su boca cuando termina de colocármelo, con su mano me obliga a tumbarme en la cama, viéndola colocarse sobre mí de rodillas, atrapando mi cuerpo entre sus piernas.

—      ¿Aún quieres seguir con la apuesta? —comenta con sorna, agarrándome la polla para colocarla contra su coño.

—      Sí. —digo para no retractarme, intentando pensar en otras cosas para relajar mi calentón.

—      Muy bien, empieza a contar. —gime Rosario, bajando lentamente sus caderas para que su vagina devore toda mi erección, la cual entra sin problemas ante la increíble lubricación de la mujer.

Apoyando sus manos en mi pecho, me mira con diversión desde arriba, comenzando, sin más, a saltar sobre mí, empalándose una y otra vez a una velocidad de vértigo. Escuchando sus gemidos rebotar por las paredes junto a los míos, siento que su interior me aprieta como una boa constrictor, uniéndose a sus rápidos y seductores movimientos de cadera para hacerme perder la razón.

Finalmente, cuando apenas he contado hasta treinta, un gemido prolongado sale de mi boca cuando relleno el condón con mi semen, haciendo que me contraiga y Rosario frene su demoledor ritmo para mirarme con superioridad.

—      Te lo dije. —murmura sonriente.

Incapaz de responder ante mi corazón a punto de estallar y mi acelerada respiración, me siento lamentable a la par que, extasiado, sintiendo a Rosario salir de encima. Viéndola reírse de nuevo al mirarme, destrozado sobre la cama, sus manos se aferran a mi polla desinflándose, arrebatándome el condón para hacerle un nudo antes de lanzarlo a la basura.

—      Doble o nada. —propongo con el orgullo herido, haciendo volver a sonar la alegre carcajada de Rosario en el cuarto.

—      ¿Es que no aprendes? —murmura mirándome con cariño.

—      Si me corro antes de tres minutos, te pago el triple. —digo incorporándome levemente en la cama—. Sino te pago lo normal.

—      Estás loco… —murmura la mujer sonriente—. Muy bien.

—      Dame un mi…

Frenando mi petición de un pequeño descanso para prepararme, los labios de Rosario se vuelven a lanzar contra mi miembro, sintiendo su lengua rebuscar en busca de restos de semen. Gimiendo de dolor y placer cuando su boca devora mi cansada polla, sus caricias terminan por revivirla en apenas unos segundos, llevándosela a la mismísima garganta.

—      ¡Qué bueno que es ser joven! —comenta con diversión Rosario, admirando mi renovada erección antes de levantarse de la cama e irse al cajón de los condones, extrayendo otro.

Viéndola rebuscar en otro de los cajones, mi mirada se sorprende cuando saca nada más y nada menos que un temporizador, acercándose de nuevo a la cama con las dos cosas, lanzándome el condón para que me lo coloque.

—      Tres minutos has dicho, ¿no? —murmura Rosario, poniendo los minutos en el aparato—. Si realmente resistes, aparte de cobrártelo normal, te dejaré correrte donde quieras.

—      ¿Cómo? —digo tragando saliva.

—      Como premio, si lo consigues. —replica la mujer sonriente—. Sé que muchos jóvenes hoy en dia os gusta eso de marcarnos con vuestra corrida, pero la mayoría de mujeres son unas mojigatas con el semen.

—      ¿Y puede ser dónde quiera? —contesto escuchando su risa.

—      Sí. —asiente Rosario, volviendo a colocarse sobre mí en la cama—. En la cara, en la boca, en las tetas, en el culo… Pero primero tienes que aguantar.

—      Lo haré. —confirmo con motivación.

—      Ya veremos.

Lanzando con una sonrisa el temporizador a un lado de la cama, su mano se aferra a mi renovada erección, provocando que ambos lancemos un profundo suspiro cuando apunta mi ariete contra su sexo y baja sus caderas hasta el final.

Comenzando de nuevo el demoledor movimiento, me siento en el maldito cielo en cuestión de segundos, provocando que casi se me olvide el objetivo de resistir tres minutos. ¡Joder! ¿Cómo demonios lo voy a hacer? Piensa en otra cosa Daniel, piensa en lo que sea menos en esto…

Viendo en los ojos de Rosario que sabe lo que me propongo hacer en mi mente, agarra mis manos para llevarlas a sus saltarines pechos, sin piedad, incitándome a apretarlos entre mis dedos mientras sigue gimiendo como una puta… Aunque claro, lo es.

—      Vaya, te estás resistiendo, ¿eh? —comenta con diversión, sin detener el celestial movimiento de sus caderas, vapuleando mi polla.

Incapaz de responder, veo un diabólico brillo en sus ojos, agarrándome de nuevo las manos para llevarlas ahora a su culo, el cual aprieto inconscientemente contra mí, amenazando con hacerme perder la razón. Inclinándose hacia mí para apoyarse contra la cama en vez de mi pecho, su cálido aliento me llega con más claridad, nublando mis sentidos mientras me deleito con las contantes contracciones de su vagina que parecen querer ordeñarme.

Teniendo que tragar saliva, pienso en mil cosas que no sean las tetas que vuelan ante mis ojos, y el culo que una y otra vez golpea mi cuerpo para ensartar mi polla en una cálida y húmeda cueva, la cual me aprieta haciéndome gozar como nunca.

Sintiendo que no voy a poder aguantar más el torrente de placer, exhalo un gemido de alegría contenida cuando escucho el temporizador marcar el final de la apuesta, dejándome en el mismísimo limite cuando las caderas de Rosario se detienen, sin sacar mi polla de su interior.

—      Vaya, increíble. —murmura la veterana mujer, sonriéndome con la respiración agitada—. Hombres más experimentados no han aguantado ni dos minutos con esta técnica.

—      Y no me extraña. —concedo con el corazón a mil, notando que mi erección explotará al minimo movimiento—. Estoy a punto.

—      En fin, una apuesta es una apuesta. —dice Rosario con una breve carcajada—. ¿Dónde quieres correrte?

—      Pues… —murmuro pensativo.

—      Piénsatelo bien, nunca sabes cuando otra mujer te permitirá hacerlo. —replica Rosario de manera divertida, como si todo este asunto le hiciera gracia.

—      En tu cara. —respondo después de pensar en todas las lujuriosas opciones.

—      Pues venga. —contesta saliendo de encima y tumbándose en la cama mientras yo me arrodillo—. Baña mi carita con tu leche, cielo.

Viendo la lujuriosa cara de Rosario sonriente, abre la boca para sacar su lengua, provocando que, quitándome el preservativo, apenas me tenga que dar un par de sacudidas rápidas para empezar a regarla con potentes chorros de semen, que dibujan líneas blancas y espesas en su bello rostro. No deteniéndome hasta sacarlo todo, veo a la mujer observarme con su eterna diversión, por lo menos por el ojo que no tiene cerrado por mi lefa.

—      Vaya, venías cargado. —comenta llevándose sus manos a la cara.

Abriendo los ojos con cierta sorpresa, veo como reúne todo mi semen para empujarlo, sin asco ni vergüenza, hacia su boca, relamiéndose cuando acaba con toda. Viéndola impresionado y con la respiración aún a cien, su carcajada vuelve a resonar por enésima vez en la habitación al verme la cara.

—      No pienso desperdiciar el fruto de mi trabajo. —murmura Rosario.

Poniéndome en pie una vez mi respiración y mi corazón se relajan un poco, me visto con velocidad, llevado por la vergüenza que tengo de estar desnudo después de apaciguar mi lujuria. Sacando el dinero que llevo en el bolsillo, miro a Rosario que me alza una ceja divertida, acomodándose en la cama.

—      ¿Cuánto te debo? —pregunto viéndola sonreír.

—      Nada, chico. —responde la mujer, negando con la cabeza.

—      Pero… La segunda apuesta era que te pagaría normal. —replico confuso.

—      No tenía la más mínima intención de cobrarte desde que has entrado. —contesta Rosario, levantándose de la cama para andar hasta el mueble bar sin vergüenza de estar desnuda.

—      Pero… ¿No te preguntarán porque no has cobrado?

—      ¿Preguntarme? —murmura Rosario, mirándome con una sonrisa mientras se sirve una copa—. Cielo, soy la madame . La jefa de este lugar.

—      Oh. —contesto sorprendido, viéndola admirarme mientras le da un trago a su copa—. Y siendo la jefa, ¿también trabajas en esto?

—      En ocasiones especiales, como hoy. —responde acercándose a mí, acariciándome la mejilla con una mano.

—      ¿Qué tenía de especial hoy? —pregunto cada vez más confuso.

—      Básicamente, tú. —dice Rosario agarrándome de la barbilla para alzarla, dejando un fugaz beso en mis labios.

—      No entiendo. —replico algo avergonzado por esa muestra de cariño.

—      Aún eres joven para entenderlo, pero el sexo no es tan plano ni lineal como piensas. Hay infinitos giros, llamados fetiches. —murmura la mujer contra mis labios—. Y tú eres el mio.

—      ¿Yo?

—      Sí. —contesta sonriéndome de nuevo antes de alejarse un par de pasos—. Me pone a mil follarme a vírgenes y novatos. Ver vuestras caras y reacciones tan sinceras… ¡Uf! Me calienta demasiado…

—      Vaya. —murmuro sintiendo que se acaban de aprovechar de mí, en vez de al revés—. ¿Y lo haces a menudo?

—      Cuando veo por cámaras a alguno que me parece guapo, llevo años haciéndolo. —dice riendo de nuevo—. Habré hecho perder la virginidad de la mitad de chavales de esta ciudad.

—      Dios…

—      En fin, es hora de que te vayas. —sentencia Rosario dejando de nuevo su copa para tumbarse en la cama, empezando a masturbarse—. Cuando salgas, dile al de seguridad que venga a la habitación.

—      Entendido. —contesto viendo sus dedos castigar sin piedad su empapado coño.

—      Hasta otra, Daniel. —se despide la mujer, gimiendo.

—      Hasta otra, Rosario.

Gracias por leer. Espero que os haya gustado, y si es así, agradezco cualquier comentario que me podáis dejar.