El Salvaje (3)
Sorpresas en la gruta sagrada, sorpresas en las ruinas de la misión. Unas muy placenteras... Otras todo lo contrario.
-Harta, harta... ¡HARTA! -Renata le lanza a la cabeza un melocotón, que el joven esquiva con facilidad, y continúa imperturbable, sentado en el suelo, afilando la punta de una lanza-. ¡Esto es horrible! ¡O llueve o hace un calor insoportable! ¡Y no salgo nunca! Te marchas por la mañana al alba con tus lanzas, desapareces, regresas con la caza o la pesca, y yo me quedo aquí sin saber qué hacer, hasta que vuelves, claro, que entonces sí que me mantienes bien ocupada con el mete-saca. Pues ya está bien. No puedo soportar un minuto más aquí dentro. Me voy a dar una vuelta.
-Grrrrrrrrrrrrr -el salvaje gruñe, pero la deja salir. Lleva unos días muy extraña, irritable como una hembra rinoceronte. Cuando se pone así es preferible dejarla gritar como a los monos aulladores e ignorarla. Se levanta y agacha la cabeza para salir por la puerta y se dispone a seguirla, agazapado entre los árboles.
-¡AAAAAAAAAAAAAAAH! -Renata grita despavorida cuando la serpiente yergue la cabeza, amenazadora, descendiendo súbitamente de la rama de un árbol.
En menos de un parpadeo, el salvaje aparece de repente, agarra la serpiente y de un mordisco le arranca la cabeza y la escupe en el suelo. Sonríe a su compañera, mostrándole el cuerpo aún culebreante del ofidio como un trofeo.
-Co... co... como me digas que eso es la comida, me... me... -su cuerpo se sacude tembloroso.
Bastián lanza el cuerpo de la boa enana al suelo, confuso porque no comprende su pánico ni su repulsión; una bamba negra sí es peligrosa, su potente veneno es mortal pero las boas enanas son un suculento manjar. Aún así, su hembra tiembla de miedo, por tanto la abraza con fuerza, sintiendo el abrazo de ella a su vez. Es maravilloso. Por primera vez sus manos pequeñas le ciñen la espalda. ¡Se aferran a él! La eleva con un brazo como una pluma, la carga en su hombro y corre hacia la cueva sagrada. Ya ha pasado el tiempo suficiente como para que se pueda cumplir la última fase que consagrará su vínculo. La Confirmación.
-¡Degenerado! ¡Pervertido! Eres un... un... ¡Un salvaje! ¿No te conformas con el monte de Venus y pretendes entrar por la puerta de Sodoma? De eso nada... Que ya lo dice el refrán, que si el viento entra por Levante, la fruta madura al instante, pero si entra por Poniente, el frutero se resiente. ¿Es que no hay perversión que no desees practicar? ¿Vas a tomar la popa a la fuerza igual que tomaste la proa? Claro, el barco es todo tuyo... Tienes todo el derecho... Me tomas cuando quieres, me usas como quieres... Hasta con la boca... y yo trago. Pero tienes que rebajarme más, no te importa hacerme daño, que esa monstruosidad de rabo que tienes me... me... -rompe a llorar sabiendo que tiene la batalla perdida, por mucho que le grite, que llore o le suplique, él va a hacerlo.
Así que se serena, se traga las lágrimas y le mira con intensidad, los ojos brillando como guijarros de arroyo.
-Sólo eres un animal, un salvaje y lo único que te importa es satisfacer tus deseos, y yo no puedo hacer nada por impedirlo... Salvaje, salvaje, eso eres, un animal, no eres un hombre, eres una bestia, una bestia salvaje.
Renata se pone de espaldas, se inclina ante el altar, las manos aferradas a la piedra, temblando como una hoja agitada por el viento. Siente las manos ásperas que abren sus nalgas y el aceite que resbala entre ellas. Un dedo la invade despacio, entrando poco a poco, hasta el fondo y su cuerpo se tensa, sus músculos anales se contraen aún más, y clava las uñas en la piedra, el temblor más acuciado, y la respiración que estaba aguantando en su pecho se libera en un quejido afligido más de miedo y vergüenza que de dolor. El dedo continúa dentro, moviéndose. Entra y sale, uncido en aceite, hasta que abandona completamente su ano. Renata cierra los ojos y aguanta la respiración de nuevo cuando siente el extremo de la enorme verga rozando y presionando levemente su estrecho agujerito. Ahora ya no lo siente. Intuye que está tomando impulso para la acometida y aprieta los dientes, angustiada, esperando.
Y espera, espera... Pero no pasa nada. Abre los ojos y se vuelve despacio.
Él no está.
La joven no sabe si sentir alivio o desfallecer. Es posible que él la haya dejado, la haya abandonado a su suerte por haberle gritado, por haberle insultado. Renata intuye que comprende mucho más de lo que quiere dar a entender. Sabe que ha comprendido sus palabras, lo pudo apreciar en el rictus de su cara, en sus mandíbulas apretadas y sus puños tensos cuando le dijo que era un animal, un salvaje.
Salvaje. Un rugido salvaje y furioso retumba en el interior de la selva y no es un león quien lo emite. Los leones viven en la sabana, más al norte y rara vez se internan en la jungla. Él es el rey de la jungla: se ha enfrentado a chacales, escorpiones, cobras chamadas, arañas venenosas, puerco espines, ginetas, cocodrilos... Incluso una vez se enfrentó con un leopardo, aún conserva las cicatrices de sus garras en su costado. Y el hombre todavía conserva su piel moteada y curtida en la cueva sagrada. Todos los animales le temen, sí, le temen y le respetan. Todos menos su hembra.
Salvaje. Le ha llamado animal, animal salvaje. Lo ha comprendido perfectamente. Poco a poco los sonidos que emite la mujer son más claros, más fáciles de interpretar. Y le ha dolido. Mucho más que sus gritos, más que sus insultos, ha sido la forma de cómo lo ha dicho. Se lo ha dicho con desprecio, como si él fuese un ser inferior. Una bestia.
Quería hacerlo. Su cuerpo desesperaba por sentirse dentro de su capullito tibio y apretado, pero sus palabras volvían a sonar en su mente: salvaje... salvaje... salvaje...
No lo es. No es un animal. Es un hombre, y recuerda su nombre:
-¡¡¡BASTIAAAAAAAAAAÁN!!! -su potente voz se eleva como el vuelo de un halcón de cuello rojo, y el grito enmudece la selva por unos instantes.
Bastíán, ese es su nombre. Es una persona, no es un animal. Le demostrará a la mujer que es un hombre, y que como hombre puede dominar sus instintos animales. Se jura a sí mismo que no volverá a violentarla, así ella no volverá a despreciarle.
Los deseos carnales de Renata comenzaron en su tierna juventud. Su cuerpo afloraba abriéndose a nuevas experiencias, pero los sermones del padre Damián en la capilla del colegio del Sagrado Corazón le hacían temblar del pánico, así que cuando por las noches sentía ese extraño rebullir interno, rezaba sus oraciones asustada, no fuera a ser que la parca la sorprendiera de repente sin confesión y ardiera en las llamas del infierno por no haber sabido guardar su pureza. Su cuerpo era un templo, y los tocamientos impuros eran pecado nefando. Consiguió mantener a raya sus ansias, y éstas, evidentemente, se apagaron por completo cuando se desposó con don Rodrigo.
Hace tiempo que la noche ha caído, la luna brilla y su resplandor deja tenues reflejos en las paredes de la cueva. Renata, sentada sobre la piedra del altar, observa las imágenes con atención, tan absorta que le da la impresión que están en movimiento. Cuerpos agitados, sacudidos, sudorosos, fornicando... fornicando...
Y algo se le enciende en las entrañas. Una sensación que estremece su piel y hace fluir la humedad entre sus piernas. No ve a hombres y mujeres anónimos en los actos carnales que contempla, no. Es como si se viera a sí misma con el salvaje, chupando su miembro con avidez, motándola él por detrás, tomándola con frenesí de pie contra la pared... Y en estos momentos no hay oraciones suficientes en todos los libros de rezos que puedan calmar ese fuego que se le ha desatado de pronto, vibrante e intenso, que hace que acaricie sus pezones y su mano se encamine hacia sus partes íntimas. Abre las piernas y flexiona las rodillas, su dedo roza su clítoris y comienza a acariciarlo lentamente, suspirando, los ojos entornados, mirando las imágenes y recordando a su salvaje.
-Su cuerpo atlético, su espalda ancha, sus manos grandes, rudas, fuertes, sus piernas firmes. Su boca... sus ojos negros como los de una pantera... su lengua en mis pezones, como cuando chupaba la miel... La miel... La miel en su sabroso pene, erguido, dispuesto, excitado... Sus testículos grandes y duros... mmmmm... bien colmados de semen... Aaaaah, siiiií, ahora me gustaría lamerlos, lamerlos, lamerlos... sentir cómo se agita, como se endurece más, sentir cómo me clava su maza, dentro -introduce dos dedos en su vagina y se retuerce de placer-, que me inunde... que me llene de su leche... Mmmmmmmmmmmmmm.
Algo paraliza a Bastián en la entrada a la gruta. Es el olor. ¡Ese aroma! Es distinto. Es el aroma de la excitación sexual. Puede percibirlo... Le trastorna, le excita al máximo, le vuelve loco. Por mucho que se diga que es un hombre, que no es un animal, sus argumentos son tan inútiles para detenerle como las oraciones en el caso de Renata. Imparable como una fiera en época de celo, sigue el rastro de ese dulce aroma, rastro que le conduce a la piedra del altar.
Su vista poderosa no pierde detalle, de la mano entre sus torneadas piernas, su otra mano en sus firmes pechos, la agitación y la respiración entrecortada de su hembra. Su hembra...
Renata se turba, embargada por el rubor y la vergüenza cuando siente las manos del salvaje en sus rodillas, sus ojos mirándola fijamente. Con los ojos cerrados no le ha visto llegar. Detiene su mano, trémula, aunque su cuerpo le exige que continúe, que continúe acariciando ese punto, ese punto mágico.
Tiene que probarlo, saborear ese dulce néctar, cuyo aroma le embarga. Se inclina abriendo sus piernas más, y la lengua la lame. Sabor intenso, glorioso. Mejor que cualquier fruta jugosa. Nota que cuando su lengua roza ese puntito sobresaliente, su hembra gime, así que sigue, sigue haciéndolo, lamiendo suavemente, abrumado por ese sabor tan exquisito.
-Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaah!
El orgasmo la sacude de improviso, arquea su espalda, contrae todo su ser. El placer se extiende y recorre su cuerpo. Agarra con fuerza el cabello de Bastián, con la cabeza entre sus piernas, su lengua en su clítoris.
-¡Aaaaah! ¡Siiiiií! ¡No pares! ¡Sigue! ¡SIGUEEEEEEEEE!!! ¡AAAAAAAAAH!
La penetra con brío, clavándosele bien adentro, y nada más sentir su miembro, las ansias de moverse hacia él le hace perder el sentido de lo que es decoroso, o correcto, o moral, o decente... Nada. Nada importa más que ese gozo inmenso que vuelve a poseerla en otro orgasmo potente, incluso más intenso que el primero.
-¡Por Dios! ¡Así! ¡ASÍ! ¡MÁS DENTRO! ¡MMMMMMMMMMMMMMM!
Engarza las piernas en su espalda y él la levanta, agarrándola del culo, acariciando su ano, introduciendo un dedo. Ella le muerde, le lame, le besa, le araña, dominada por una furia sexual ardiente, apasionada, impetuosa. Es como si su cuerpo hubiera atesorado todos los orgasmos, todo el placer que ha estado rechazando durante tanto tiempo, y ahora se le escapan, libres por fin, un orgasmo tras otro, intensos, potentes Mmmmmmmm...
Ese cuerpo duro de hombre, sus manos, su boca, sus ojos que rebelan el placer que siente, cada vez más dentro, más rápido y profundo, los gruñidos de gozo y los gritos de placer se confunden y cuando Renata siente la fuente caliente de semen, las palpitaciones vibrantes que descargan su esencia, vuelve a venirse gimiendo, agitando de nuevo sus músculos internos en enérgicos espasmos.
-Ah, ah, ah, aaaah... ¡AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAH!
Exhaustos. Ambos. Tendidos sobre la piel del leopardo. Pero Renata aún no duerme. Él la ha montado varias veces más y ella ha llegado a las puertas del paraíso al menos una docena de veces, sin avergonzarse de gritar y gemir como...
"Como si fuera un animal. Me he comportado como si fuera una bestia sin dignidad, ni... Bah. ¡Y qué más da! Esto que he sentido es simplemente... glorioso. Ya lo dice el refrán: cada capillita celebra una fiestecita... Sí. Pero en mi caso han sido fiestas mayores, patronales, nacionales... Una fiesta tras otra... Mmmmmmm... Y es que es tan fuerte, tan vigoroso, tan potente en sus metidas. Su cuerpo es hermoso, como el de una estatua clásica griega, y su rostro es dulce, como el de un niño, tan inocente cuando duerme..."
Renata acaricia su cara, pasa sus dedos por las cicatrices de su costado, apoya la cabeza en su pecho, y con el sonido de los latidos de su corazón, por primera vez en su vida, se duerme satisfecha y feliz.
Algo no va bien. El olor le golpea en la cara y se despierta completamente. Es algo malo, muy malo. Puede sentirlo, sentir el olor de la sangre. Su hembra está herida. Lleva la mano a su entrepierna y salen los dedos teñidos de rojo. La angustia le embarga. Seguro que ha sido él. Ha sido por su culpa. Sentía esas extrañas contracciones en su interior, oía sus gritos y seguía cada vez más fuerte, porque no podía parar. Ella tenía razón. Es un animal que sólo quiere satisfacer sus instintos y que ha herido a su hembra. Seguro que es por el tamaño. Él la dobla en altura y complexión corporal. Todas y cada una de las partes de su cuerpo son enormes, proporcionadas a su desarrollada constitución física... y ella es tan pequeñita, tan pequeñita... Aterrorizado por perderla, por haberle producido algún daño interno irreparable, sale de la cueva corriendo a buscar las plantas que cortan las hemorragias.
-MMmm. Qué gustito, el agüita caliente... -Renata se baña en la fuente de aguas termales-. Espero que vuelva pronto con algo para comer, me muero de hambre. Ay, me duele la barriga. Entre el hambre y que me ha venido "el asunto"... Tendré que ir a la misión. Allí creo recordar que en el baúl había paños y prendas íntimas para la mujer, para estos casos. Creo que debería ir ahora, antes de que vuelva. La misión está cerca y no deseo que me acompañe. Estar allí es muy duro para él, no quiero que recuerdos dolorosos le entristezcan. Seguro que antes de que vuelva, ya he regresado yo, bien equipadita y...
Renata sale del agua y se envuelve en la suave piel de leopardo.
-¿Sabrá él de estas cosas "de mujeres"? Seguro que no. ¿Y cómo se lo explico? Bueno... Se lo tendré que explicar, claro. ¿Y cómo se lo aclaro, si yo misma no lo entiendo? Mi madre decía que es la maldición de las mujeres, que somos impuras y tenemos que pagar por el pecado original. No sé. El caso es que pienso que el hecho de que Eva se comiera la manzana no fue algo tan grave como otras cosas que hace el hombre. Lo de Caín fue peor y no pasó nada. No es justo que por una simple manzana nos hayan jodido la vida a todas las mujeres. Dios me perdone, estoy blasfemando y he pecado. Ya lo creo que he pecado... ¡Pero no me arrepiento! ¡No, señor! Prefiero arder en los fuegos infernales que perderme este dulce, maravilloso, estupendo, magnífico pecado... Pienso pecar y pecar... Tengo la intención de seguir volviéndome loca retozando con gusto con mi salvaje cuando el cuerpo me lo permita, claro está, que ahora no está el horno para bollos.
Siente su ausencia desgarrando por dentro, más doloroso y lacerante que el zarpazo del leopardo que casi le cuesta la vida. No está. Ha vuelto a la cueva con la cataplasma de corteza de sauco, cola de caballo y otras hierbas astringentes, pero ella se ha ido. No le extraña, se habrá arrastrado malherida, huyendo de él, como huye la gacela del león, como huye la víctima del depredador, de la fiera que la maltrata y que le hace daño, del salvaje que es posible que... ¿La haya matado?
-AAAAAAAAAUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUU!
El lamento desconsolado choca contra las paredes de la gruta, golpeando la piedra insensible, fría, ajena a su desesperación. Alza la cabeza y las aletas de su nariz se dilatan. El rastro es fácil de seguir. Simplemente se deja guiar por el olor de su sangre, pero presiente algo más, algo diferente, aún sutil, pero maligno, siniestro... huele a demonios.
-Bien, ya me siento mejor. Más limpia y arregladita. Ya me había acostumbrado a no llevar ropa, a corretear por ahí como Dios me trajo al mundo, y ahora llevar de nuevo unos calzones y una blusita parece que me molesta. ¡Qué horrible lo que ocurrió aquí! Este sitio me pone los pelos de punta. Me llevo los paños, la ropa que haya y me largo antes de que... ¡Aaaggg!
No les ha visto venir, ni les ha oído aproximarse sigilosos por su espalda. Tres pares de manos callosas la sujetan y le tapan la boca, para que no grite.
-Mira lo que tenemos aquí, una mujer, una hermosa mujer blanca... -la voz pastosa y desagradable le babosea la oreja, aliento podrido exhalando vapores etílicos.
-Shhh. Calla, compañero. Que no se enteren los otros, así podremos disfrutarla nosotros antes que nadie -una mano se le mete por debajo de la blusa, sobando sus pechos.
Otro hombre frente a ella pega un trago del gollete de una botella de licor oscuro, mientras la mira con ojos viciosos, descintándose los pantalones y sacando una gruesa y venosa maza de carne de color violáceo.
-Anda, bonita, ven a darle brillo a mi mástil. Abre bien la boquita, quiero que te lo comas todo. Veeeeen, no te quieras escapar, fierecilla, que te vamos a dar lo tuyo...
Renata se revuelve aterrorizada, pero las manos sucias la obligan a arrodillarse.
"Le morderé. Le arrancará de cuajo su horrible cosa como me la meta en la boca, tal y como Bastían arrancó la cabeza de la serpiente. Bastían... ¿Dónde estará? Tal vez sea peor que venga, es posible que lo maten si se aproxima y le descubren. Ese hombre ha dicho que hay otros y que..."
Los pensamientos de Renata se interrumpen por la repugnancia que siente al acercarse a su cara ese miembro hediondo y sucio.
-Y como me muerdas -el hombre parece leer sus pensamientos-, te juro que te meto la botella de ron entera por el culo... Jajajajaja...
-Sí, ¡Pero no antes de vaciarla, Sancho, que nos conocemos! -se ríe uno de los hombre que la sujeta.
-¿Vaciar? ¡Sí! Al final acabarán vacías, tanto la botella... ¡Como mi verga! -se vuelve a reir y rebela un par de dientes en sus encías, uno arriba y otro abajo, ambos de un color negro verdoso.
Unos pasos se oyen detrás. Renata puede ver la expresión de miedo en los rostros de los hombres, suspira aliviada, aún sujeta por las manos que la retienen arrodillada en el suelo.
"Bastían, gracias a Dios... "
-Señores... Por favor. Esa no es forma de tratar a una dama.
La voz rotunda y con acento extraño hace que Renata vuelva la cabeza y se quede pasmada al ver al hombre con bigote de traje oscuro.
-Y mucho menos si la dama es mi esposa, mi estimada esposa Renata Van Groten.