El Salvaje (2)

El Salvaje continúa con el ritual sexual en la cueva sagrada, dando rienda suelta a sus instintos.

Su difunto esposo Don Rodrigo, se venía enseguida. En las contadas ocasiones en las que su pene habitualmente flácido conseguía enderezarse algo, no llegaba ni a la tercera metida. Renata abría las piernas, cerraba los ojos, apartaba la cara para no sentir su aliento agrio de viejo y cumplía con su obligación de esposa. Don Rodrigo soltaba un quejidito al terminar, le daba un beso en la frente y salía de su habitación deseándole un feliz descanso, no sin antes rezar juntos unas oraciones. Afortunadamente no compartían el mismo lecho y cada cónyuge tenía su propia cámara.

Renata recuerda su noche de bodas. La risa nerviosa se le escapaba sin remedio al ver el miembro medio lánguido de su flamante marido, lo cual no ayudaba mucho en la labor de abrir el templo virginal y consumar el sagrado matrimonio. Finalmente Don Rodrigo, harto de que la resistencia de la puerta fuera mayor que el empuje del flojo ariete, salió de la habitación y fue a la cocina.

Renata se moría de la risa al ver a Don Rodrigo con el calzón bajado, el pene medio chuchurrío y blandiendo un pepino en su mano, cual arma salvadora sustituta de su hombría. La risa se le congeló en los labios cuando el pepino penetró con fuerza, desgarrando su himen. Al menos el dolor no fue a más. El mero hecho de ver a la muchacha con el pepino dentro asomando su punta entre sus labios rosados hizo que Don Rodrigo se viniera inmediatamente. Le sonrió, dientes amarillos, limpiando la ridícula mancha que había caído sobre la sábana, la besó en la frente y salió de la habitación avergonzado, olvidando completamente el pepino que seguía dentro de la vagina de la recién casada.

Renata lo saca con cuidado, baja el camisón y se queda un rato absorta, con la vista fija en el verdor brillante de la hortaliza, con ciertas vetas de rojo sangre. El dolor había pasado. Ya había terminado todo.

-¿Tantos nervios para esto? ¿Para ser desvirgada por un... pepino? -el pecho se le empieza a sacudir por las carcajadas- Jajajaja... ¡Desflorada por Don Pepino! Jajajajaja... -las risas algo histéricas se convierten de pronto en llanto.

Renata se limpia las lágrimas, vuelve a reírse un poco y limpia al pepino de su sangre virginal con un pañuelo, pensando en que mañana hará que se lo coma. Todos los días se servirá pepino. Ordenará a la cocinera que prepare sopa de pepino, sandwiches de pepino, ensalada de pepino, asado de carne con pepinillos, crema fría de pepino. Don Rodrigo recordará el pepino durante mucho tiempo...

En estos momentos, en la penumbra de la cueva, tumbada sobre el altar con el salvaje sobre ella, Renata recuerda al bendito de don Rodrigo. No era atractivo, no era joven, no era divertido, pero al menos él terminaba pronto.

De nada le ha valido resistirse y pelear. Los intentos de huída, los gritos, los insultos, los pequeños puños golpeando el amplio pectoral, el retorcerse y agitarse debajo de esa bestia tienen un efecto contrario al deseado. El salvaje se enciende aún más de lujuria, se excita hasta el frenesí y la sigue penetrando con ímpetu sobre la piedra del altar.

"Por Dios... ¿Pero cuánto tiempo va a durar esto? Llevará horas con la metida. Me está partiendo en dos el muy bruto."

-¡Termina ya! ¿Quieres acabar ya de una vez? ¡¡¡Termina yaaaaaaaaa!!! ¡¡¡ACABA DE UNA VEEEEEEEEEEEEEEZ!!! -dos dedos se meten en la boca para impedirle hablar y Renata clava los dientes en ellos, furiosa.

El fuerte mordisco, en lugar de molestar al salvaje, le enardece en sus ansias, hace que sus ojos brillen más y arremete contra ella con más fuerza dándole suaves mordiscos en el cuello y en el pecho. Eleva sus piernas y pone los tobillos de la mujer en sus hombros y continúa sus embestidas, resoplando y jadeando, con una mano sujeta las manos de la hembra a la altura de su cabeza, con la otra palpa sus pechos y presiona los pezones.

-GRRRRRRR... AAARRRRRRRRRRRRRRRRRGGGGGGGGG!!!!!!! -el último empellón es tan violento que los cantos de la superficie de la piedra del altar se clavan en la espalda de Renata, rasgando su blanca piel.

"Por fin, por fin ha terminado... Por fin... por fin..."

No hay ninguna sensación que se le parezca. Quiere estar siempre ahí, en esa cueva de hembra calentita, que abraza su lanza y le da un gusto infinito. Su lanza ya se ha derramado un par de veces dentro de la ardiente funda de la hembra. Pero el fuego de la lanza aún no está apagado, se mantiene firme todavía, muy firme y rígida, dispuesta a batallar en otra contienda.

Se descarga y continúa tieso, cual poderoso semental, y prosigue en otra postura a dar rienda suelta a sus apetitos carnales una vez más. Es necesario que siga, no debe parar hasta que ella deje de resistirse y acepte su regalo sin pelear. Pero no es un deber, es un placer ofrecerle su esencia, y ahora parece que ella lo acepta, se queda quieta y acepta que el macho la monte.

Ríos de semen caen por los muslos de Renata, y ésta ya no se mueve, las manos sobre la piedra del altar, la cabeza inclinada hacia abajo, la enorme verga entrando y saliendo de nuevo de su rosada apertura, muy lubrificada por la cantidad de fluido vertido en todas las veces que ha eyaculado dentro de ella. Y sigue, sigue, sigue... Agarrándola desde atrás, ensartándola hasta lo más profundo, hasta la raíz, hasta que golpea sus carnes tiernas con los testículos, Mnnnn... vaina tierna, caliente y estrecha donde su arma está tan ajustada, tan gustosa y deleitada, que clama por el placer de salir completamente, hasta asomar la roja punta, para sentir el inmenso gozo de volverle a entrar de lleno.

La chica cierra los ojos y aguanta. El Salvaje ya no puede aguantar y se derrama de nuevo en ella, fluido semitransparente y menos consistente tras tantas eyaculaciones, pero no por ello menos placentero, tal y como pueden atestiguarlo sus gruñidos y rugidos de éxtasis.

Éxtasis. El salvaje no entiende de palabras, no las recuerda, pero si entiende las sensaciones. Y esa es la sensación que le embarga, que recorre cada una de las fibras de su cuerpo. Es la felicidad más absoluta. Tener a su hembra temblorosa acogida en su poderoso abrazo, lamiendo los pequeños cortes de su espalda, confortándola después de la unión. La Unión.

Veía copular a los monos, los antílopes machos montaban a las hembras, las aves realizaban su cortejo para el apareamiento... Y él estaba solo. Un día descubrió la cueva sagrada, primitiva y ancestral, que relataba con sus imágenes el ritual de apareamiento de unos seres de su misma especie. Se deleitaba y masturbaba contemplando las imágenes, pero por más que había escudriñado la selva de cabo a rabo, con excepción de la zona prohibida, no había encontrado una hembra para él.

Y ahora, después de tantos y tantos años de soledad, abraza ese cuerpo suavecito, delicioso, caliente... y se siente feliz, feliz, feliz, feliiiiiiiiz. Y le expresa su dicha, las ganas de complacerla, su compromiso para protegerla y alimentarla lamiendo su espalda, pasando los dedos entre su cabello haciendo el gesto de expulgarla y abrazándola fuerte.

Ya no está solo, nunca más estará solo, porque el ritual ha sido llevado a cabo, la hembra se ha sometido, le ha aceptado como macho y ya es su compañera. Su compañera. Sólo queda la última fase de la ceremonia, la Confirmación. Pero esa fase se producirá más adelante. Cuando su compañera se le entregue totalmente. Todo su cuerpo a su total disposición. Ha tenido su boca y su cálida rosa. Como indican las imágenes, la hembra le entregará gustosa el tierno capullito posterior. Su mente se excita sólo con la idea, pero su cuerpo ya está extenuado y se duerme plácidamente abrazado a la espalda de su compañera, aspirando el aroma de su cabello.

El salvaje ronca sobre su cuello. Poco a poco Renata se libera, escurriéndose de su abrazo y se dirige a la fuente termal a lavarse y a aliviarse con el agua caliente.

"No voy a poder sentarme en días... Qué digo en días... En semanas. Pensé que no iba a detenerse nunca. ¿Pero cuántas veces se habrá venido? Por lo menos no me ha comido. Y bueno, ya lo decía mi madre: a pan duro, diente agudo. Y antes de ajorcarse, es mejor consolarse. No puede una perder el tiempo en lamentaciones. Lo hecho, hecho está. Ahora he de salir de aquí antes de que esa bestia se despierte de nuevo y me ate, me mate, o me coma o me joda o todo junto. Tengo que aprovechar la oportunidad, que se escapa por los pelos, por eso la pintan calva."


Se despierta sin ella. No necesita mirar, sabe que no está. Se levanta de un salto y la sensación de angustia extrema se le clava dentro del pecho, como cuando... No lo recuerda.

Agita la cabeza y el cabello ensortijado se revuelve. Dilata las aletas de su nariz, intentando seguir su rastro. Debe encontrarla. Es su compañera y debe permanecer a su lado.


Renata entra en las ruinas. El viejo cartel de Misión de San Ginés aún es visible entre los restos quemados. Tras un tablón de la pared asoma una especie de arcón de madera de eucalipto, que parece haberse salvado del fuego. Renata lo abre. Sobre un hato de prendas íntimas de mujer hay un retrato, un daguerrotipo de una pareja. Un señor muy alto con bigote, muy formal, y una señora con expresión dulce portando en brazos a un bebé. También encuentra una saca con útiles de escribir: plumas, tinteros y unas cuantas hojas escritas, emborronadas por la humedad y manchas oscuras de sangre seca.

...FRAGMENTO ILEGIBLE...

... ocultarle en las profundidades de la selva para que no pudieran encontrarle, es lo único que podía hacer por él, por mi amado hijo Sebastián. Tiene casi nueve años, es muy listo, sabe hacer trampas para cazar animales y maneja la lanza mejor que nadie en el poblado. Con la ayuda de Nuestro Señor y todos sus Angeles Celestiales mi hijo, mi bienamado hijo, nuestro pequeño, nuestro Bastián sobrevivirá. Yo ya no puedo más, sé que voy a morir pronto. Las heridas son tan graves que me dieron por muerto. Salvajes. Eran salvajes. Llegaron en un barco de negreros y arrasaron con todo, arrasaron el poblado, se llevaron nuestro ganado, nuestro grano, incendiaron nuestra iglesia, las chozas y mataron a todos. Aún oigo los gritos. Machetes. Sangre... Y esas pobres mujeres, esas pobres chicas, lo que les hicieron no tiene perdón de Dios. Tal vez yo tampoco lo tenga por lo que hice...

FRAGMENTO ILEGIBLE...

... aba convencido de que a ella, a mi adorada Lucía le harían lo mismo que a esas desgraciadas criaturas, Dios las acoja en su seno. Ella me lo pidió, que acabara con su vida si nos encontraban. Y lo hice. No podía dejar que muriera así... BORRÓN DE SANGRE SECA... tadas a los árboles y violadas hasta la muerte por más de cincuenta hombres borrachos de sangre, ardan en el infierno los salvajes que lo hicieron y el malvado que les... BORRÓN... ...ue no volviera nunca aquí, que esto estaba lleno de demonios que le matarían y robarían su alma... y no mentí, eran demonios...

BORRÓN....

...pido a Dios que me perdone mis pecados para reunirme con mi santa esposa y que cuide a nuestro pequeño Sebastián, nuestro hijo amado, Dios le bendiga siempre y le...

FRAGMENTO ILEGIBLE...

...osto de 1835.


El salvaje se retuerce entre la duda de entrar en la zona prohibida o no hacerlo. Se tira del cabello furioso. Es malo. Muy malo. Lo huele. Lo sabe. Es algo que sabe, que es muy malo, que está prohibido. Nunca, nunca, demonios malos que matan y roban el alma. Y los demonios vuelven, siempre vuelven. Nunca los ha visto, pero ha podido olerlos. Huelen mal. A pura maldad. Antes de que le puedan atrapar, se aleja y se interna en la selva durante un par de días. Nunca, nunca, nunca entrará de nuevo allí. Lo prometió.

Pero ella está allí. Puede olerla. Puede sentir su aroma. Y puede que esté en peligro. Que los demonios malvados quieran arrebatársela, quieran hacerle daño.

Dando un rugido furioso, salta del árbol y entra en el recinto.

Oye el gruñido detrás de ella y se vuelve despacio. A la luz del día puede apreciar los rasgos de la cara del salvaje, libres de barro rojizo. Su complexión es robusta, medirá casi siete pies de altura y tiene una poderosa musculatura, pero su cara no puede ocultar las redondeces de la primera juventud.

"Debe tener apenas dieciocho años. ¡Y ha estado solo casi diez años! Un niño solo y asustado durante mucho tiempo hasta convertirse en lo que es ahora. Un salvaje."

-Mira. Este eres tú. Sebastián. Te llamas Sebastián. Bastián -la joven se señala el pecho-. Yo me llamo Renata. Renata. Yo me...

Rugiendo se abalanza sobre ella y le mete los dedos en la boca, agarrándola con fuerza de la cintura y subiéndola hacia arriba, estrechándola muy fuerte entre sus brazos.

El retrato cae al suelo y el salvaje se queda mirándolo. Lentamente suelta a la joven de su brutal abrazo y se agacha a cogerlo, mirando la imagen fijamente.

-¿Má? -susurra- ¿Maaaaaaá? ¡MAAAAAAAAAAAAAÁ! ¡PAAAAAAAAAAAAAÁ!

El grito desesperado le sale desde el fondo del pecho, hasta que se le quiebra la voz en un lamento desconsolado, y se sienta en el suelo, acunando el retrato y llorando.

Mira el retrato. Padre y Madre. Muertos. Desobedeció a padre y volvió a la misión una semana después. Cuerpos muertos, quemados. Masacrados. Cuerpos corrompidos y descompuestos de padre y madre. Su mente infantil se defendió del dolor con el dulce olvido de su vida pasada, y el niño dejó de serlo para transformarse en un animal que actúa por instinto. Instinto gregario, de supervivencia, instinto sexual.

Renata le mira y no sabe cómo reaccionar. Es el salvaje que la ha montado como un animal, sí, pero ahora, viéndole así, sólo puede ver al niño, al niño perdido que llora por la pérdida de sus padres. Lentamente se le aproxima y le pone una mano en el hombro.

-Vámonos de aquí, Bastián. Estas ruinas son siniestras y se respira la muerte en ellas. En esta jungla no hay nadie más que tú y yo, y sé con seguridad que no voy a poder sobrevivir aquí sin ti. Tú me darás cobijo, un techo donde vivir, alimento y protección. Y sé el precio que he de pagar por ello. Me lo decía mi madre: hija, sé dócil y obediente, deja que el hombre sea el hombre. Es el secreto de un buen matrimonio. Y esto es eso. Un matrimonio de conveniencia. Ni más ni menos -un deje de amargura se puede apreciar en sus palabras-. No será ni mejor ni peor que lo que las mujeres hemos padecido a lo largo de la historia. Las mujeres no pensamos, no razonamos, no podemos gobernar nuestra propia vida y para poder subsistir hemos de acatar la santa voluntad de los hombres, ser abnegadas y respetuosas, ser el objeto de compañía y estar al servicio de los hombres, siempre el ser inferior, bajo la tutela del padre, hermano o marido... El marido, el hombre, el absoluto dueño del cuerpo y alma de la mujer. Y ahora tú eres mi hombre, Bastián.

El joven salvaje no entiende las palabras de su compañera. Sólo entiende el gesto de su mano sobre su hombro. La mano cálida y suave que le conforta. Sujetando con fuerza el retrato en una mano, y cargando a la chica en su hombro, se aleja corriendo como un avestruz en plena estampida, huyendo de esas ruinas para no volver.


"A todas horas, insaciable, inagotable. Aprovecha la más mínima oportunidad para montarme y cabalgarme sin descanso. Se me cae un plátano, me agacho a recogerlo y ya le tengo detrás, su aliento en mi cuello, sus manos en mis pechos y venga a meter... venga a meter... Y eso que voy siempre preparada, pero por más que me ponga aceite de palma y aloe para suavizar tanta acometida, cuando termina estoy escocida. Mis pobres partes íntimas sólo encuentran alivio de su mortificación cuando es mi boca quien se convierte en sustituta para darle placer. Esa es mi única obligación en esta tosca choza. Proporcionarle placer. Desnuda, todo el día, como Dios me trajo al mundo. ¿Para qué molestarme en ponerme mi blusa o mis calzas si me las quita a cada momento? Y para colmo se ha terminado la miel, con lo que me gusta la miel."

Miel. Sabe que a ella le encanta y que ha mirado con decepción el cuenco vacío. Por eso ha subido al acantilado, arriesgando su vida, para buscar los panales más dulces. Debe tener cuidado. Las abejas africanas de esa zona son muy agresivas y peligrosas. Abejas asesinas. Una vez, hace tiempo, le picaron más de una docena y se puso muy enfermo. Extrajo el aguijón, pero las ronchas se hincharon y dolía mucho. Sudaba, vomitaba continuamente y todo el cuerpo le dolía. Ahora irá más despacio. Golpeará la piedra pedernal para hacer fuego, el humo las espantará y podrá cosechar sin peligro la dulce miel para su dulce hembra.


-¿Qué estás mirando? -Renata, sobre el lecho de hojas, come el plátano recubierto por la miel que moja del cuenco y algunas gotas le caen en el pecho-. Me pones nerviosa cuando me miras así. Sí, ya lo veo. Otra vez empinado. ¿Es que acaso tu mástil nunca decae? Al menos podrías tener la decencia de esperar a que termine de comer. ¿Pero tú que sabrás de decencia? No tienes ni la más remota idea de decoro, ni de moralidad ni de... ¡Aaaaahh!

Le arrebata el cuenco y se arroja sobre ella a lamer las gotas ambarinas que resbalan por su pecho hacia los pezones. La miel es más dulce en su piel, y, goloso, mete el dedo en el cuenco y deja caer más gotas sobre su pecho, para poder lamerla toda, suavemente, deleitándose en la mezcla de sabores, de aromas. Mete los dedos en el recipiente y hace que ella los chupe. Le gusta esa sensación de su lengua moviéndose voraz entre sus dedos para lamer el viscoso alimento. Observa el plátano, aún en la mano de Renata, y una sonrisa traviesa ilumina su rostro.

Gotas doradas, espesas, sobre la cima de su propia banana, mezcladas con las gotas de esperma previas. Y la lengua que lame con fuerza, haciendo que se estremezca de gusto. Gotas de miel sobre sus testículos gruesos y colmados, y la lengua sigue su curso, ávida y complaciente. Labios y lengua que le devoran, verga dulce como caña de azúcar, relamiendo con regocijo el caramelo, palo grueso de confite de feria, dentro y fuera, dentro y fuera de la boca.

Bastián intenta desesperadamente no rugir, porque sabe que eso la asusta, pero el placer es tan extraordinario, tan intenso, así, así como le está chupando ahora, mmmmmm, que no puede evitar el gruñido al soltar en la boca la abundante fuente de leche almibarada, leche condensada que Renata traga sin protestar.

El salvaje le devuelve el plátano y el cuenco, y Renata no puede evitar sonreír.

-No gracias, ya estoy saciada. Bueno, la verdad es que con miel no está tan malo. No es que me guste hacer esto, no te vayas a creer, que soy una mujer decente y esto es una inmoralidad. Pero no ha sido tan malo. Como un caramelo gigante relleno que al final explota y... -Renata se ríe-. Nooo, si al final, Dios me perdone, voy a volverme tan viciosa como tú.

La risa de Renata llena de felicidad al joven. Aunque le hubieran picado cientos de abejas asesinas, piensa que hubiera valido la pena. Le lame la cara y la boca, y por primera vez sus demostraciones de afecto no le parecen a la mujer tan desagradables.