El Salvaje (1)

Ambientada en la primera mitad del siglo XIX. Renata, mujer sensata y resuelta, es la única superviviente de un naufragio en una costa africana, territorio de un hombre salvaje que la captura.

Los fuertes vientos del suroeste elevan las olas hasta una altura de veinte metros. La goleta Victoriosa, un pequeño punto entre el bravo oleaje, zozobra con la última embestida del mar y se dirige peligrosamente hacia los arrecifes. Es lo último que recuerda Renata antes de que se hiciera todo negro: esos arrecifes oscuros que atisbó a través del tupido manto de agua cuando los rayos iluminaron el cielo desde la cubierta, negros como las garras de un león infernal. La mujer aferrada a su misal rezó a su Dios, y pensó que era el fin, el fin de su vida, y extrañamente se sintió llena de paz, porque por fin sería libre. Libre...

El trinquete de proa se troncha y se precipita sobre la cubierta. Gritos, exclamaciones pidiendo misericordia a Dios, alaridos de terror, crujidos, el estruendo de la colisión. Renata grita también, y parece despertar de su sopor, rebelándose a su destino. A sus veintiséis años de edad siempre ha sido una mujer práctica y sensata, que ha sabido afrontar las adversidades con buen ánimo. En estos momentos de nada sirve llorar, gritar o rezar. Y como dice su madre: a Dios rogando, y con el mazo dando, así que se libra del miriñaque, de la falda amplia, del corsé, arranca la toca de su cabeza y la capa de piel y, simplemente ataviada con la blusa interior y los calzones de algodón, se lanza al agua agarrada a un barril.


El calor es insoportable, el sol parpadea cruel en el cielo sobre las copas de los frondosos árboles, los mosquitos la acribillan y aún no ha podido encontrar agua potable o algo que llevarse a la boca desde que despertó en esa playa. La mujer no puede avanzar más, el cansancio le impide dar ni un sólo paso. La sed abrasadora la consume y cae de bruces, extenuada, delirando, murmurando frases sin sentido.

-Cabo de las Tormentas, eso sí, pero cabo de Buena Esperanza... ¿Por qué llamarlo así? ¿Porque los marineros esperan de buena fe poder pasarlo sin naufragar en el empeño? Esperanza... No tengo ninguna. Sobrevivo a un naufragio y voy a morir de inanición y de sed en esta jungla, llena de bichos, de animales salvajes. Bueno, al menos no voy a tener que vivir con ese hombre a quien detesto. El señor Van Groter. August Van Groter. Incluso su nombre demuestra su soberbia y prepotencia. No es una buena persona, pero es rico. Muy rico. Adecuado para salvar las deudas de mi familia... Mi padre... que vuelve a venderme al mejor postor, otro matrimonio de conveniencia... Casada de nuevo por poderes y obligada a reunirme con él en el culo del mundo... Van Groter. No es bueno. Lo sé. Envió un daguerrotipo con su retrato. Sus ojos son crueles, como los de un ave de rapiña. Pero es que ya no queda nada de lo que me dejó mi difunto esposo, don Rodrigo, un buen hombre, un santo varón, un negado para los negocios, Dios le tenga en su gloria. Fijo que estará en el cielo, un viejo aburrido tanto en la vida como en la muerte, oliendo a incienso y a cera de cirio de iglesia, cara de pergamino amarillo arrugado como una pasa. Pasas. Dulces. Pastelitos de pasas con almendras y una jarrita de zumo de limón...

Renata pierde el sentido. Una furtiva sombra sale de entre los árboles y la tupida maleza. Lleva siguiéndola durante mucho tiempo, cauteloso. Las manos fuertes la cogen como si fuera una pluma. Un grupo de monos salta y grita al paso de la enorme sombra que se interna en la espesura cargada con su presa al hombro, como si fuera un fardo.

Recuerda haber bebido algo dulce, como zumo de frutas, entre la niebla del sueño y la debilidad. Renata abre los ojos. La suave y persistente lluvia retumba sobre el techo de la tosca cabaña hecha de troncos y ramas. Varias cosas la dejan paralizada. La primera es la ausencia total de su ropa, está completamente desnuda en un suelo mullido de hojas tiernas. La segunda es que tiene las manos atadas, unidas con unas cuerdas rudimentarias a un saliente de un tronco de la pared. La tercera es la figura imponente de un hombre desnudo que la observa con atención.

El hombre se acerca y Renata se tensa sin saber qué hacer. Sus ojos son salvajes y oscuros como la noche en la jungla, el cabello largo y ensortijado, la cara semioculta por tiznes de barro rojizo. Se acerca cada vez más, gruñendo como una bestia, y se arrodilla junto a ella. La chica se queda atónita, sin hablar, sin mover ni un músculo cuando el hombre empieza a... olerla. Aspira su pelo, su cuello, su pecho, su ombligo. Renata cierra las piernas fuertemente como reflejo, pero las manos rudas le separan las rodillas y la cabeza se hunde entre sus piernas, aspirando con fuerza. Siente la respiración intensa y cálida en su intimidad y Renata se muere del temor y la vergüenza, incapaz de pronunciar ni una sola palabra por miedo a enfurecer a esa especie de criatura que la tiene prisionera.

El salvaje saca la cabeza de entre las piernas de la mujer, con las aletas de la nariz dilatadas. Entonces sus manos se dirigen a sus pechos. Manos enormes que los abarcan por completo, una mano en cada seno, moviéndolos de un lado a otro, apretando, soltando, volviendo a apretar, sacudiéndolos. Los junta y los suelta, hechizado por el balanceo, por el bamboleo, por la tersura y suavidad.

Los ojos fieros miran las protuberancias fascinado, y no se cansa de tocarlas. Mnnnnn. Hunde la cabeza entre sus pechos. Le gusta como huele esa criatura. Ahora es suya. Él se la encontró. Luchará y matará a cualquier ser que intente arrebatársela, siguiendo la ley de la selva, la ley del más fuerte, porque sólo el fuerte sobrevive. La fuerza bruta es el factor determinante del poder, lo aprendió bien desde niño, cuando se quedó solo y tuvo que enfrentarse a toda clase de fieras para sobrevivir.

Renata se estremece al sentir los labios en su pezón. Ahoga un quejido de dolor cuando el hombre sorbe y chupa hacia adentro con fuerza. Aproxima la boca al otro pezón y repite la misma operación. Renata aprieta fuerte los dientes para no gritar de dolor y de terror y aguanta estoicamente los intensos chupetones en sus delicados pezones. Al cabo de un tiempo el hombre levanta la cabeza y la mira. No parece furioso, sino simplemente decepcionado. Y Renata comprende.

-¿Es... esperabas que hubiera leche? -le pregunta con voz suave, tanteando, niega con la cabeza-. No. No hay. No tienen leche. ¿Entiendes lo que te digo? ¿Puedes comprenderme? ¿Hablas mi idioma? ¿Hay alguien más en este sitio? No es necesario que me mantengas atada, puedes soltarme, te juro que no...

Se vuelve a callar asustada cuando la criatura se lanza de nuevo sobre ella y le pone los dedos dentro de la boca, rozando su lengua. Luego vuelve a bajar la cabeza a su pecho y lame los pezones, esta vez sin sorber, ronroneando. Le gusta hacerlo. Le gusta chupetear esos bultitos, que se ponen muy duros al contacto de su lengua. El cuerpo es cálido y no tiene pelo, salvo en ciertas partes que después examinará con detenimiento. Mmmmm. La lame y gruñe de placer. El aroma que desprende esa piel suave es exquisito. Vuelve a abrirle las piernas, acaricia el vello, un dedo se desliza hacia abajo, abriendo los labios rosados y sigue tanteando hasta la entrada de su vagina. Empuja levemente e introduce un poco el dedo, respirando agitado.

Renata da un respingo al sentir el dedo invadir ese reducto sagrado destinado al placer del legítimo esposo y al consagrado deber de la esposa, pero le deja hacer e intenta relajarse. Leyó en las crónicas de ciertos exploradores de su época que es mejor no enfrentarse a los animales salvajes, ni gritarles ni demostrar miedo o nerviosismo, así que intenta contener su pánico y su pudor.

El salvaje retira el dedo, asoma la cabeza de entre sus piernas y la mira fijamente oliendo y lamiendo con fruición el dedo que la ha profanado. Con un salto de velocidad y agilidad increíbles se pone en pie. Renata cierra los ojos, los aprieta muy fuerte.

-Por favor, no me violes... No me violes... No me mates... No me hagas daño... Por favor, por favor... -Renata sigue suplicando con los ojos cerrados, hasta que se da cuenta de que no ocurre nada.

Contrariamente a sus sospechas, no se ha abalanzado sobre ella. Abre un ojo y mira.

Es impresionante. Renata había visto desnudo a su difunto esposo en esas raras ocasiones de intimidad, pero esto no se asemeja en nada al miembro menudo, amarillento y casi siempre decaído de Don Rodrigo. No puede apartar la vista de semejante columna erguida en ese cuerpo escultural. No puede dejar de contemplar con asombro cómo el hombre se está masturbando ante ella, con los ojos clavados en su cuerpo y aspirando con fuerza.

Está enormemente excitado. Es una hembra. ¡Una hembra! Su olor le excita. El aroma y la visión de ese cuerpo cálido y pequeño. El cabello castaño rojizo, los ojos grandes y verdes que le miran con temor y con respeto, como debe ser. Sus pechos son hermosos, redondos, blanditos y los bultitos son algo más oscuros. Es preciosa, incluso más que las flores del paraíso, y huele infinitamente mejor. Sigue sacudiéndose con fuerza, cada vez más rápido hasta que gruñe con un sonido gutural, inhumano y el chorro de semen salta hacia el vientre de la chica. Entonces se aproxima de nuevo y reparte con sus toscas manos el semen sobre su pecho, su cara, sus brazos, sus piernas, marcando su territorio, marcando lo que es suyo. Vuelve a levantarse, la mira de nuevo y sale por la puerta hacia la oscuridad lluviosa de la selva, hacia la cueva sagrada.


Renata despierta algo mareada. Su estómago ruge de hambre y el aroma a pescado asado hace que su boca se le haga agua. Está enormemente asustada, pero la necesidad de alimentarse es superior a todo el resto de sensaciones.

-Tengo hambre... -dice con un hilo de voz.

El hombre la mira y se acerca con un pescado sobre una hoja. Arranca un trozo jugoso y se lo introduce en la boca. Renata lo engulle ansiosa mirando de reojo al salvaje que parece sonreír. Le da trozo tras trozo, embutiéndolo en su boca, esperando a que lo mastique y lo trague para ofrecerle otro pedazo. Después se acerca con un cuenco. Moja los dedos en él y se los mete en la boca. Es miel. Renata chupa los dedos de su captor, su lengua se desliza suave relamiendo. Los ojos oscuros vuelven a encenderse por el deseo, la lengua cosquillea en sus dedos, los dedos entran en su boca y ella los lame con avidez. El miembro se yergue de nuevo rígido, pero Renata no se percata, dedicada exclusivamente a saciar su apetito.

-Ahora necesitaría ir al excusado. Necesito ir a las letrinas. Dios... No puedo aguantar más... ¿Me entiendes? Desátame, por favor... Prometo no escaparme. ¿Dónde voy a ir? Por favor... -la orina se le escapa irremediablemente y Renata ya no puede más-. Mira lo que ha pasado. Te lo dije. Estoy meada, pegajosa, sudorosa y asustada... Un baño... Un buen baño caliente en casa, madre ordenando a las criadas traer los cubos de agua caliente para llenar la bañera... -Renata sorbe los mocos, la barbilla le tiembla y las lágrimas ruedan por sus mejillas, imposible detenerlas ahora tras tantas emociones acumuladas.

Toca la cara de la mujer y moja sus dedos con sus lágrimas mirándola con perplejidad. Gruñe y desata la cuerda del tronco y, tirando de ella, hace que Renata se ponga en pie.


-¿Cuánto tiempo vamos a seguir así? -se queja Renata, tras lo que a ella le parecen horas caminando por la espesura-. Estoy cansada, me duelen los pies... Podrías soltar la cuerda por lo menos, o podríamos parar a descansar un poco o... ¡Aaaaaaaaaaaah!

Dos pinzones emprenden el vuelo alarmados por el grito. Una enorme cucaracha negra trepa indiferente por el muslo ante la mirada de terror de la joven. El salvaje se la quita y la lanza lejos. A ella no le da tiempo a decir más. El rugido furioso y la mirada colérica de su captor la deja muda. La coge de la cintura, se la carga al hombro y continúa avanzando entre la maleza durante un buen rato.

"Calla Renata, no digas nada que este es capaz de dejarte abandonada en la selva, no provoques su furia. Mejor estate calladita. Lo decía mi madre: mujer callada, mujer valorada. Y bueno, ahora mismo no te duelen los pies, porque te lleva en su hombro, como un saco de patatas. ¿A dónde me lleva? No sé. Uff, qué sucio está. Bueno, no es mugre, es barro seco. Y al menos no huele mal, huele a tierra, al olor de la tierra mojada después de la lluvia."


Renata no puede ver nada. Han llegado finalmente a la entrada de una cueva, pero antes de entrar le ha vendado los ojos con un pedazo de piel curtida de serpiente que ha sacado de su morral. La lleva en brazos y aunque ella no puede ver, puede sentir el calor húmedo, el vapor aromático que la envuelve y oye el borboteo del agua.

El salvaje, con la mujer en brazos, se sumerge en la fuente de aguas termales. Purificación. La primera fase de la ceremonia. Dos manos ásperas recorren todo su cuerpo bajo la calidez de las aguas; empuja su cabeza hacia atrás y frota su cuero cabelludo, frota sus pechos, su espalda, sus axilas, aplicándose a sí mismo igual tratamiento.

"No te quejes Renata que es un baño, lo que tú querías. Sí, sí. Sí. El baño primero, te deja bien limpia para comerte después. Es un caníbal. Por eso me ha vendado los ojos, para que no vea la olla enorme donde va a cocinarme. Claro. Como no tenía leche, no sirvo para alimentarle. Como las vacas. Vaca que no da leche, preparando el escabeche... Creía que iba a violarme, pero no. Sólo me estaba oliendo, oliendo y catando, si hubiera querido violarme lo hubiera hecho ya. Ha tenido oportunidades y no lo ha hecho, así que... ¡Ay qué miedo! ¡Me va a comer!"

Sus sospechas parecen confirmarse cuando la deja sobre el suelo y empieza a embadurnarle el cuerpo con aceite. Las manos sobre sus pechos se detienen más tiempo, los pulgares oleosos rodean los pezones endureciéndolos. Luego van bajando por su vientre blanco y plano hasta llegar al monte de Venus. Acaricia el vello, suave y terso como el musgo, abre la rajita y continúa masajeando con el aceite. Unción. Sigue untando aceite y llevando a cabo el preparativo para el ritual.

"Primero lava la carne, luego la sazona y condimenta... Y ahora es cuando me muerde, ahora es cuando me muerde..."

-Por favor... No me comas, yo... -dos dedos se introducen en su boca, obligándola a callar.

Continúan las friegas por la espalda, bajando hasta las nalgas. Las separa con cuidado y masajea con una buena cantidad de aceite, introduciendo un dedo por el ano, gruñendo cada vez más alterado, más excitado.

"Ay, Dios... ¡Me va a ensartar el culo con un palo y asarme como al pescado!"

Renata tiembla ya de terror y está a punto de gritar histérica cuando los brazos fuertes la toman de nuevo y la llevan hacia el altar. Allí le quita la venda de los ojos.

Las imágenes que ve, pintadas en la pared son impresionantes. Son representaciones de hombres y mujeres desnudos practicando actos sexuales de todas las formas posibles. El salvaje, de espaldas a ella, acaricia una de las imágenes. Representa a una mujer tomando con la boca el falo del hombre. Se vuelve despacio hacia Renata. Comunión. Su pene está rígido y grueso como una roca y los ojos le brillan libidinosos, tan brillantes como la punta de su miembro que ya está húmedo con las primeras gotas de la pre-eyaculación.

"No creo que yo vaya a ser la comida... ¡Creo que quiere que yo me lo coma a él!"

-No... Nonononono... No. No voy a meterme eso en la boca -niega rotundamente la chica-. Es inmoral, es asqueroso, es antinatural, es pecado, es...

La última palabra queda apagada por el amenazador rugido bestial. Renata se arrodilla y se lo mete en la boca, venciendo su repugnancia, intentando no pensar, no pensar en nada más que acabar pronto. Chupa y lame como puede, torpemente al principio, dejándose guiar por la mano que agarra su pelo, procurando concentrarse en controlar las náuseas cuando la punta golpea su campanilla. Por puro reflejo la agarra de la base para sacársela un poco de la garganta y sigue chupando con más fuerza y más rápido acuciada por los gruñidos y resoplidos de placer.

Placer... placer... placer... al sentir los labios de la hembra, su lengua ardiente, al sumergir su lanza una y otra vez en el calor y la humedad de su boca. Una y otra vez, una y otra vez, más, más, más...

-Ah, arrg... aaaaah...aaaaaaarrrrrg... grrrr... mmmmm....MMMMMMMMMMMMMM.

El miembro palpita y lanza un chorro potente de líquido seminal acompañado de un bramido extasiado.

-AAAAAAAAAAAAAAAAAAAH!

Renata sorprendida por el chorro y por el grito, se lo traga todo, atragantándose y tosiendo.

Al salvaje le tiemblan aún las piernas cuando la coge de las axilas y la sienta en el altar, arrodillándose a su altura. Ella mantiene los ojos cerrados. Él pasa las manos por las mejillas húmedas, huele su pelo, lame su cara para confortarla y comprende su resistencia. Al principio todas las hembras se oponen. Ha podido comprobarlo en muchas ocasiones observando la conducta sexual de los babuinos. El macho debe imponerse a la fuerza y la hembra al final cede y se somete. Es lo natural.

La primera fase de la ceremonia ha culminado y el hombre salvaje aúlla golpeando su pecho con vigor, preparado de nuevo para la siguiente etapa que culminará con el sagrado ritual: la Unión.