El sádico y la masoquista
Un amo, finalmente, encuentra a una auténtica masoquista que le lleva a reflexionar cuanto de sádico es.
El sádico y la masoquista
¿Qué desconocido resorte empuja a alguien a lanzarse dentro de una batidora industrial y pedirle a otra persona que oprima una y otra vez el botón de encendido? Los placeres que esconde la vida están siempre ahí, aunque no podamos verlos por intangibles, flotando a nuestro alrededor. Si somos capaces de alargar la mano y somos hábiles, podremos hacernos con alguno para alimentar nuestros deseos. El dolor es un placer intangible, conocemos como provocar dolor propio o ajeno, podemos ver las consecuencias del dolor: las lágrimas, los gritos, el rictus que congela nuestro rostro. Pero el dolor en si es algo que sucede dentro de nuestro cerebro, es invisible a los demás e incluso a nosotros mismos.
La muchacha, una masoquista, convivía con la constante búsqueda del resorte que la empujase un poco más aun al abismo de su dolor. En la búsqueda de las personas que oprimiesen ese botón de encendido de la batidora industrial. Poco le importaban las cicatrices, menos aun lo que pudiesen pensar de ella, poco le importaba que la humillasen hasta límites inconcebibles para el resto. Ella necesitaba ese dolor y lo necesitaba de forma tan intensa que le hiciese perder el conocimiento. Aunque las dudas y la culpabilidad impregnasen cada uno de sus pensamientos diarios, la necesidad del dolor era gigantesca en comparación con cualquier otra emoción.
El hombre, un amo, se había planteado si era un sádico o no. Lo que le gustaba era provocar sensaciones extremas en los demás. El placer ajeno alimentaba el suyo propio. Siempre había estado en la búsqueda de una auténtica masoquista para poder sacar cuanto de sádico había en él. Durante toda su vida se había cruzado con decenas de sumisas, algunas buscaban dolor, pero ninguna lo buscaba de manera tan extrema como parecía buscarlo aquella masoquista con la que se acababa de cruzar.
Dos semanas mas tarde, el hombre cerraba con fuerza su puño para golpear con rabia en el estómago de la masoquista quien se dobló de dolor y cayó al suelo, sin apenas poder respirar. Entonces el amo la cogió con fuerza del pelo y la arrastró hasta el lavabo. La lanzó al interior de la bañera, sacó su pene y orinó sobre ella, sobre su pelo, su boca, su cuerpo. La sumisa, obediente en su salvaje naturaleza, abrió la boca y bebió el dorado líquido que su nuevo amo le regalaba, esperando más. Mucho más.
Lo que vino a continuación fue lo que ambos habían pactado. El amo usó a su nueva sumisa sin ningún complejo, sabedor que por mucho que hiciese, ella siempre lo aceptaría porque necesitaba más. Por fin había dado con una auténtica masoquista que iba a poner a prueba al sádico que llevaba dentro.
La muchacha se retorcía de dolor, consciente de estar adentrándose un poco más en el abismo de su alma, como un animal salvaje al que ningún alimento puede saciar.
El amo retorció con fuerza los pezones de la sumisa obligándola a gritar de puro dolor. Aunque ese dolor quedó ahogado por la bola que, atada alrededor de su cabeza, también ahogaba cualquier otro sonido. El hombre descargó todo un catálogo de golpes sobre la sumisa, en cualquier parte de su cuerpo, con la mano abierta también con el puño. Y lo hizo mientras la sodomizaba con fuerza, intentándola partir en dos. La muchacha comenzó a sangrar por la nariz y el amo creyó adivinar una sonrisa dibujada bajo la bola que estaba metida dentro de su boca.
Entonces, solo entonces, se dio cuenta de que aquella muchacha era la sádica con la que todo amo debía cruzarse alguna vez en su vida.
Aunque fuese una única vez.