El sacrificio

Manuscrito encontrado en las ruinas de un convento italiano.

Convento de Santa Rosa, Venecia. 24 de Noviembre del año de Nuestro Señor de 1514.

Hoy se cumplen 10 años de mi llegada al convento, donde fui amablemente acogida por las hermanas después de un largo viaje.

Mi nombre es Irina y nací en una pequeña aldea situada junto a los Cárpatos, en Rumanía. Mi familia y yo vivíamos de la tierra y del ganado.

La región estaba bajo la protección de la condesa Nadia Munteanu, cuyas tropas mantenían a raya a los bandidos y rechazaban las cada vez más frecuentes incursiones de los turcos. Pero era una protección por la que debíamos pagar un alto precio:

Pocos días antes de cada cambio de estación una muchacha virgen debía ser entregada a la condesa. A ninguna de las elegidas se la volvió a ver con vida.

Un día a mediados de Junio se presentó en el pueblo un numeroso grupo de soldados a caballo, que formaron en plena calle un círculo a mi alrededor. Uno de ellos se me acercó y me dijo:

-Has sido elegida. Debes acompañarnos al castillo, de lo contrario te mataremos a ti y a toda tu familia.

Yo asentí y monté con él en el caballo.

Cuando llegamos al castillo estaba casi anocheciendo, dándole al lugar un aspecto bastante tétrico.

Fui llevada al lugar donde estaba la condesa. Al verla sentí un escalofrío por todo el cuerpo. Era una mujer de unos 30 años, de piel muy blanca, ojos azules y una melena de pelo rojo como el fuego que le llegaba hasta la cintura. Pero su mirada no era la de una persona joven, sino la de alguien que ha visto pasar muchas primaveras.

Se acercó y me dijo:

-Bienvenida a mi casa. Mi nombre es Nadia. Serás mi invitada de honor. ¿Cómo te llamas?

-Irina, mi señora.

-Acompáñame, Irina. Creo que necesitas un buen baño y una buena cena.

Yo estaba muy desconcertada, pues creí que iba a ser tratada como una esclava y no como una igual de la señora.

Entramos en un cuarto con una bañera inmensa. Nadia comenzó a quitarme suavemente la ropa y después me llevó hacia la bañera, donde me frotaba todo el cuerpo con una esponja y lavaba mis cabellos cuidadosamente.

-Tienes una piel muy suave y un bonito pelo.

-Gracias (Me sonrojé)

-Pero puede estar mejor. Sal de la bañera y túmbate en el suelo boca arriba.

Yo obedecí y vi como traía de una esquina de la habitación una vasija de barro. La abrió y comenzó a frotarme todo el cuerpo con un extraño ungüento marrón y de olor dulzón y penetrante. El ungüento estaba frío al principio pero la fricción contra mi cuerpo de sus manos lo iba calentando progresivamente, lo que me hacía encontrarme muy bien. Especialmente se concentraba en mis pechos, que poco a poco se iban endureciendo con la excitación del momento.

-¿Qué es este extraño ungüento?

-Es miel con sangre de paloma. Deja la piel muy suave y los pechos firmes.

En ese momento Nadia acercó sus labios a los míos y me besó. Algo dormido que había dentro de mi despertó, sintiéndome mejor de lo que nunca me había sentido.

-Será mejor que vuelvas a la bañera, ya ha sido suficiente por hoy.

Después de terminar de lavarme fuimos al comedor. Durante la cena apenas cruzamos unas palabras pero nuestras miradas no se despegaron la una de la otra. Los ojos de Nadia eran puro fuego, un fuego que me quemaba por dentro.

Terminamos de cenar y me llevó a su dormitorio.

-Eres mi invitada de honor. Compartiré mi lecho contigo.

Lentamente empezó a desnudarme y a besarme en el cuello. Después en los hombros, la espalda, las manos… por todos los rincones del cuerpo, para terminar dándome un largo beso en la boca.

Me tumbó en su cama y comenzó a lamer todo mi cuerpo, concentrándose en mis pechos y en mis genitales.

Nunca creí que pudiesen existir unos placeres tan intensos y sentía la necesidad de devolverle al menos una pequeña parte de lo que yo sentía, por lo que yo también besé y lamí su cuerpo hasta el último rincón.

La noche fue un sinfín de besos y caricias, su piel y mi piel en algunos momentos daban la sensación de ser una sola, y entre gemidos y suspiros de placer nos sorprendieron los primeros rayos de luz del día.

Nos levantamos bien pasado el mediodía y comimos algo.

Los días posteriores fueron como el primero y yo deseaba que esto no acabara nunca, pero algo en mi interior me decía que el fin estaba próximo.

-Hoy es el solsticio de verano. A medianoche tendrá lugar la ceremonia.

-¿Qué ceremonia?

-La que nos unirá para siempre.

El tono siniestro de su voz me hizo estremecer.

Poco antes de medianoche me llevó a una extraña habitación, y después de desnudarme me ató a un madero situado en su parte central.

-¿Qué vas a hacer?

-Debes ser sacrificada. Tu sangre me permitirá conservar mi juventud y el control sobre estas tierras.

-Haz lo que tengas que hacer. No me importa morir por ti. Estoy dispuesta.

Nadia tomó una daga y mientras me besaba con su filo acariciaba mi piel. El frío acero me hacía tiritar y al mismo tiempo me excitaba. Nadia y yo seríamos una por siempre.

En ese instante me cogió del pelo y puso la daga sobre mi cuello, pero una sombra de duda atravesó su mirada. En vez de matarme me liberó de mis ataduras.

-A ti no puedo matarte, te amo demasiado. Eres libre de volver con tu familia.

Las doce campanadas comenzaron a sonar y su piel, que hasta ese momento era lisa comenzó a arrugarse y las canas empezaron a aflorar en su cabello.

Por cada campanada que sonaba parecía envejecer 10 años. Yo me di la vuelta y lloré con amargura por el destino de mi amada.

Al rato me di la vuelta y vi que sólo quedaba de ella los huesos con un pellejo viejo y acartonado.

Tomé un caballo de las cuadras y me dirigí hacia mi hogar, pero al llegar encontré la aldea arrasada y sembrada de cadáveres. No quedó nadie con vida. La invasión turca se había consumado.

Desmonté y entré en la que había sido mi casa. Toda mi familia estaba muerta. Escuché un extraño ruido pero antes de que pudiera darme la vuelta recibí un golpe en la cabeza y perdí el conocimiento.

Continuará