El sacerdote
Recuerdos de cuando intentaba follar por primera vez.
Como contaba en mi anterior narración, a mí siempre me gustó que me metiesen mano. No sé por qué pero me encantaba que acariciasen mi cuerpo, que subiesen lentamente por mis muslos hasta alcanzar el borde de mis braguitas y con delicadeza metiesen su mano por la pernera y tocasen mi coño, que llegasen hasta mi vagina e introdujesen sus dedos dentro de mí. Hubiese deseado que se metiesen en mis entrañas y se acurrucasen en mi interior como si fuesen fetos lascivos, seres lividinosos que lamiesen mis entrañas y me llenasen de un placer infinito.
Cuando era una jovencita adolescente, me resultaba difícil encontrar quien satisficiese mi incontinente deseo voluptuoso. Los chicos de mi edad eran todos unos cortados y por más que te insinuases no había manera de despertar sus hormonas. Yo tenía por entonces dos amigas que, además de compañeras de clase, vivían en la misma urbanización que yo. Las tres éramos vírgenes y estábamos ansiosas por dejar de serlo. Nuestras conversaciones solían girar casi siempre en torno al sexo y, ante la falta de chicos dispuestos, a veces imaginábamos la posibilidad de hacérnoslo con un adulto. Pensábamos en los padres de nuestro amigos, profesores, empleados de los comercios que frecuentábamos e incluso algún desconocido. Yo siempre me acordaba del tipo que me metió mano en el autobús, pero nunca le había vuelto a ver y eso que algún día, de esos que estás especialmente caliente, le hubiese dejado hacer de todo si le hubiese encontrado.
En verano nos lo pasábamos muy bien en la piscina de nuestra urbanización, disfrutando del calor y de nuestros hermosos cuerpos en bañador. En aquellos tiempos nos hubiésemos abierto de piernas sin dudarlo ante cualquiera de los chavales de la pandilla, pero sobre todo ante uno que era la cosa más bonita que había conocido nunca. Se llamaba Javier y las tres estábamos locas por él. Le perseguíamos por el agua, nos abrazábamos a él, le dejábamos que se rozase con nuestras tetas en desarrollo o incluso con nuestras vulvas ardientes cuando nos encontrábamos en el agua, pero a pesar de todo, nunca continuaba nuestros juegos sensuales. No así su padre que, con cualquier disculpa, se acercaba a nosotras y nos gastaba alguna broma con leves insinuaciones eróticas. Era un tipo que, aunque ya pasaba de los cuarenta, no estaba nada mal y solía aparecer en nuestras conversaciones como posible candidato de nuestras fantasías. Tengo que reconocer que más de una noche me había masturbado pensando en él. En el agua, como es difícil ver lo que sucede debajo de la superficie, nos echaba carreras para llegar al final y rozarse con alguna de nosotras. Como por descuido tocaba disimuladamente nuestras vulvas y se rozaba con nuestros culitos o nuestras tetas. Una vez que le estaba persiguiendo y no estaban mis amigas, al alcanzarle, le agarré de tal manera que su mano quedó justamente a la altura de mi coño. La enganché con mis muslos y quedó allí aprisionada. Él hizo como si quisiese soltarse, pero en el fondo solo quería girar su mano para poder tocarme. Evidentemente le dejé y pude sentir como sus dedos acariciaban mi vulva, noté su presión en la entrada de mi vagina como queriendo meterse a través de mi bañador y cómo frotaba mi clítoris a través de la tela. Pensé que a continuación metería los dedos dentro de la pernera, pero no fue así. Algo en su cabeza le debió de dar un toque y se apartó de mí y se fue a su casa, supongo que a echarle un gran polvo a su mujer para quitarse la excitación que yo le había provocado.
Uno de los días que estábamos las tres en mi casa y mis padres se habían ido, nos pusimos como de costumbre a charlar de sexo y yo les conté mi experiencia con el padre de Javier, incluso que había ido a su casa al día siguiente pues sabía que estaba solo y pensaba que allí me follaría, pero no fue así, me dijo que no estaba Javier y me despidió. La conversación se fue haciendo más caliente y, en un momento determinado, Marta, una de mis amigas, nos dijo que por qué no nos lo hacíamos entre nosotras. Muchas chicas lo hacían y se lo pasaban bien. Al principio Isabel y yo nos quedamos sin saber qué decir, pero poco a poco y entre risas y bromas nos fuimos besando como habíamos hecho tantas veces, solo que esta vez era con intenciones eróticas. Agarré a Marta de la cara y la besé con una cierta ansia. Metí mi lengua en su boca y jugueteé con la suya con placer. Era muy agradable y notaba que quería llegar hasta el final. Propuse que nos desnudásemos y fuésemos a mi habitación. Sentir los labios y las manos de mis amigas y sus cuerpos desnudos era muy placentero. Las tres estábamos tan sumamente salidas que cualquier roce, caricia, manoseo o lamida era de una lujuria maravillosa. Fue una delicia sentir sus bocas chupando todos los jugos de mi vagina mientras yo hacía lo mismo con ellas. Hicimos un triángulo en el que cada una lamía el coño de otra que a su vez lamía el de la tercera y esta otra vez la primera. Disfrutamos de infinidad de orgasmos y no hubo recoveco de nuestros cuerpos que no recorriésemos con nuestras lenguas. Terminamos agotadas pero sumamente felices y nos despedimos con la intención de volverlo a repetir siempre que lo necesitásemos.
Cuando pasado el verano volvimos al colegio, yo seguía pensando en que quería que me follasen. Lo de las amigas estaba muy bien, pero yo necesitaba una polla. Como casi había desechado el acostarme con un chico de mi edad, por mi cabeza rondaba incansablemente la idea del maduro. Evidentemente no podía llegar al primero que me encontrase y pedirle que me follase, pues aunque para muchos sería el mejor regalo de sus vidas, puede que me tocase un puritano que llamase a la policía. Dándolo vueltas y vueltas, por fin tuve una idea que podría funcionar. El cura del colegio. A él le podría contar, en confesión, mis aventuras sexuales sin que montase un escándalo. Si el tío era un puritano, pues nada, a otra cosa, y si no, pues ya tenía follador. El tío no estaba mal y en aquel momento me valía cualquiera.
El confesionario tenía una celosía que nos separaba del sacerdote, seguramente para que no se excitase viendo a preciosas adolescente contando sus pecados. Me acerqué, me puse de rodillas, y tras la introducción le conté con pelos y señales mi aventura con el padre de Javier y cómo había disfrutado de su tocamiento y mis ganas de que me hubiese follado. Notaba en el cura un cierto nerviosismo y me dio la impresión de que se estaba tocando. Como no decía nada, empecé a fantasear con lo que me hubiese gustado que hubiese pasado y le conté que había metido sus dedos entre la pernera y había llegado a mi vagina completamente húmeda y a mi clítoris que frotó con ganas hasta que me corrí. Aunque la celosía apenas dejaba ver el interior, sí percibí un movimiento a la altura de su entrepierna y un ruido similar al que yo hacía cuando me frotaba el coño. Para no dejarle a la mitad de la paja continué diciendo que esa misma noche me había masturbado pensando en él, le expliqué cómo había acariciado mi vulva, cómo había metido mis dedos en mi vagina y cómo, desde ese día, había soñado con que un maduro me follase. Escuché unos leves gemidos mientras se aceleraba el frotamiento y, cuando ya todo se quedó tranquilo, me pidió que me quedase allí hasta que terminasen las confesiones.
Me senté en un banco de la capilla y allí estuve nerviosa pensando en lo que vendría después. Aunque era lo que deseaba, no podía remediar tener miedo pues iba a ser mi primera vez. ¿Me dolería? ¿Sería tierno y delicado o un burro que solo piensa en correrse y punto? ¿Cómo sería su polla? Me encontraba totalmente excitada y tenía las bragas totalmente mojadas. Por fin se fue la última chica y el cura salió del confesionario, me sonrió y se fue a cerrar la capilla con llave para que nadie nos molestase. Me pidió que le acompañase a la sacristía y allí que me acomodase en un sofá que tenía. Me pareció raro que tuviese un sofá en la sacristía, seguro que allí se llevaba a otras chicas o incluso a alguna monja. Se sentó a mi lado y se puso a hablar de los pecados de la carne, puso su mano en mi pierna, la metió debajo de la falda y comenzó a subir. Llegó a las braguitas y yo separé mis piernas para facilitarle el magreo. Tras un rato tocándome me quitó las bragas, se arrodilló entre mis piernas y metió su cabeza hasta mi coño. ¿Qué maravilla! Nunca había sentido una excitación tan grande, el tío recorría con precisión cada recoveco de mi coño, estaba claro que era un experto. Poco a poco me fue desnudando y el también se desnudó. ¡Vaya polla! Yo no entendía mucho pero aquello me parecía enorme. Como tenía muchas ganas de tocar una, no lo dudé y se la agarré con suavidad. Era dura y fuerte y tenía las venas muy marcadas, me gustaba muchísimo y estaba a punto de correrme. No podía esperar y le pedí que me la metiese. La acercó al inicio de mi vagina y empezó a apretar muy despacio. La polla se iba hundiendo lentamente en mis entrañas sin producirme demasiado dolor, solo unas leves molestias, se ve que de tanto masturbarme mi vagina se había dilatado lo suficiente. Llegó hasta lo más hondo de mi gruta del deseo y, sin poderlo remediar, me corrí del inmenso placer que me estaba proporcionando. La sacó hasta la mitad y volvió a meterla con más entusiasmo. Una y otra vez. Una y otra vez. Cada vez con más intensidad y velocidad. De nuevo me sentía tremendamente excitada y con ganas de correrme. Estuvo bombeando durante varios minutos y mi vagina empezó a contraerse involuntariamente, cada vez con más fuerza. Él lo notó y aceleró el ritmo. Mi vagina se contraía cada vez más hasta que se produzco un orgasmo como nunca había tenido. En ese momento él también se corrió y noté como sus fluidos estallaban en mi interior.