El robo de la sumisa
Arrebatarle una sumisa a otro amo no es algo que me llene de orgullo, pero aquella mujer merecía algún tipo de sacrificio. Incluso hacerla creer que a mí me gustaban los castillos, mazmorras, oscuridad, cuero, potros o látigos. Cuando no es así.
Castillos, mazmorras, oscuridad, cuero, potros o látigos. ¿Qué puede importar todo eso cuando en realidad el juego del BDSM se establece de manera intelectual? Huyo de los fetiches porque me dan risa, es simple. No pretendo menospreciar con esto a todos aquellos que utilizan en el BDSM la parafernalia propia de la adaptación de un relato de Edgar Allan Poe. Pero creo que la intelectualidad debería ser suficientemente poderosa para no tirar de toda esa imaginería propia algo más ficcional que real. No lo critico, sencillamente no me interesa. Desde mi punto de vista, el minimalismo es la pureza.
No obstante, me gusta entrar en los sex-shop o ver catálogos de internet y contemplar todos esos aparatos que nos convierten a los amos en Transformers y a las sumisas en animales casi cosificados. Me interesa, aunque nunca lo use. De la misma manera que me interesa el cine, aunque no ruede películas. Ojalá me interesase el futbol, pero es que, además de no jugarlo, me aburre soberanamente.
Y, a pesar de ello, me encontré a aquella sumisa dentro de un sex-shop, observando una especie de cinturones metálicos que cubrían la cintura y el sexo a modo de metálico braguero. Era alta, no delgada pero tampoco corpulenta, llevaba el pelo recogido en una larga coleta, tenía los ojos grandes y la mirada divertida. Una de esas morenas españolas que hacen honor al poeta y al pintor. Iba vestida con una camiseta y una falda de tubo, también llevaba un gran bolso marrón colgado del hombro.
Mi instinto depredador me hizo colocarme a su lado, haciendo ver que estaba mirando aquel extraño aparato que nunca había utilizado ni volvería a utilizar. La mujer me miró de reojo y sonrió.
¿Sabes cómo funciona? -pregunté.
¿Trabajas aquí? -preguntó ella.
Cuando te hacen una pregunta de tal estilo, en tal situación, lo mejor es confesar sin más, aun a riesgo de parecer un pajillero que busca mujeres en sex-shops. Al fin y al cabo, quizás fuese eso lo que estaba haciendo.
-No, solo estoy intentando ligar contigo. Soy amo.
-Pues yo no soy sumisa.
-Claro, por eso estas mirando todos estos aparatos.
La mujer torció el gesto y se apartó de mí. Puede que tanta sinceridad no fuese la mejor táctica de combate.
Ahora estaba unos metros más allá, mirando esposas en un expositor.
-Lo siento -dije acercándome a ella de nuevo- he hecho lo peor que se puede hacer en el BDSM: prejuzgar.
-No, tienes razón. Soy sumisa. Pero tengo amo, no estoy aquí para ligar. Tengo una tarea: comprar algún juguete para que mi amo me use.
Cada persona vive el BDSM como él quiere y si la otra persona lo vive de otra manera, pues quizás entonces esas diferencias os separarán más que os juntarán. Pero eso no es una tragedia: el mundo está lleno de amos y sumisas. Y la sorpresa está siempre a la vuelta de la esquina, aunque la sumisa fuese de otro.
-Cómprate un collar, pequeño -comencé- tan solo una cinta de cuero. De esos que tienen una correa para poder pasearte como un perro. Pero que sea discreto.
-Ya tengo un collar.
- ¿Y tú amo te pasea con él?
-No -dijo ella medio confusa.
-Entonces no tienes un collar.
De acuerdo, yo no creo en eso de pasear a una sumisa como una perra. Aunque sea la más perra que haya conocido nunca. Pero por una sumisa como aquella tenía que hacer un esfuerzo.
Encontramos el collar en otro expositor, uno de los encargados de la tienda abrió el pequeño armario de cristal y se lo tendió a la muchacha. Entonces yo, con rapidez, se lo arranqué de las manos y se lo coloqué en el cuello, frente a un espejo. Mientras lo hacía, deslicé como por error la punta de mis dedos por su nuca. La mujer se estremeció. Entonces cogí el extremo de la correa y di un pequeño tirón de ella. La muchacha dio un paso hacia detrás y pareció sonreír.
-Nos lo quedamos -dije yo.
-Pero… -protestó ella.
-Nos lo quedamos -dije sacando una tarjeta de crédito de mi cartera y dándosela al empleado de la tienda.
Quince minutos más tarde estaba a cuatro patas en el comedor de mi casa, completamente desnuda, o quizás debería decir que estaba vestida tan solo con el collar que iba a ser el tributo a su amo y ahora estaba siendo usado por un amo que no creía en collares, ni fustas, ni tampoco cinturones de castidad.
-Bienvenida a mi castillo -dije abriendo los brazos y mostrándole el comedor de mi casa que podía haber sido el comedor de cualquier otra casa.
No había nada en aquella habitación que nadie pudiese relacionar con el BDSM, a excepción de una sumisa desnuda a cuatro patas y con un collar del que comencé a tirar con fuerza para pasearla por la casa.
Por supuesto que usé a aquella sumisa, la usé de todas las formas posibles mientras descubría de que muchas otras formas era capaz de usarla. La tuve a mi servicio a pesar de que pertenecía a otro y esta traición a la honorabilidad de los amos no me causó el menor problema, por la simple razón que ella quería estar allí, de rodillas, con las manos atadas a la espalda y mi pene ahogándola.
- ¿A quién perteneces? -pregunté hundiendo mi pene hasta el fondo de su garganta, provocándole arcadas- ¿A quién perteneces?
Ella no podía contestar, y aunque hubiese contestado que pertenecía a otro. ¿Qué podía importarme a mí? Allí la tenía, con mi collar, sirviéndome a mí.
Saqué mi pene de su boca y tiré con fuerza de la correa, ella se desequilibró y cayó al suelo, completamente desnuda. La ordené que me mirase. Lo hizo con una mirada que era una mezcla de odio y temor. Volví a tirar con fuerza de la correa, ahogándola en cada una de mis acciones, hasta que advertí sus ojos humedecidos y su mirada sumisa.
Ahora, sí. Ahora me pertenecía.
Esa fue la última vez que utilicé aquel collar con mi nueva sumisa. No estoy orgulloso de habérsela arrebatado a otro ni tampoco estoy orgulloso de haber utilizado aquella correa porque es algo que no me atrae.
Pero ahora mismo, con mi nueva sumisa lamiéndome los pies, puedo escribir todo esto y, en cierta manera, trivializarlo todo. Porque lo único que importa es lo que consigues. No el cómo, no el quien ni el por qué. Solo importa el que. Y el que era que aquella esplendida mujer estaba postrada a mis pies.