El Roast de Adolf Hitler 7

7. Muerte

7. Muerte

El aludido se levanta sin prisa, como si la cosa no fuese con él y tras quitarse el abrigo  de cuero la dobla cuidadosamente y la deja reposando en el asiento mientras se acerca al estrado. Su mirada es de disgusto y hastío.

Tras colocar meticulosamente sobre el atril los papeles que contienen su discurso, carraspear ligeramente y beber un trago de un vaso de agua comienza a hablar.

—La verdad es que como público no sois gran cosa. Me esperaba una gran plaza abarrotada de hombres de las SS, luciendo antorchas y haciendo el paso de la oca, pero supongo que tendré que conformarme con vosotros. —dice Himmler ajustándose las gafas y fijando la mirada en sus cristales entre los abucheos del respetable.

—En cuanto a mis colegas, bueno... Hay más decepciones que buenos recuerdos, Paulus, el cagón tanto literal como figuradamente, Göring, ese gordo inútil y presumido y qué decir del Coronel Stauffenberg...   pero hay excepciones, ¿Verdad, querido Heidrych? Juntos hubiésemos sido invencibles, tú ponías las ideas maquiavélicas y yo ponía la organización.

—Pero bueno, vamos a lo que vamos. —continua sin cambiar un ápice su gesto blando de cuidador de gallinas— En fin, ¿Qué puedo decir de nuestro amigo que no se haya dicho ya? —se pregunta el hombrecillo apartando unas plumas de su hombro— Como todos los presentes lo admiro. Lo admiro por la fuerza de sus convicciones y por las astucia con la que las llevó a cabo. Es verdad que no es el hombre más bueno del mundo. Pero estoy convencido de que para ser un gran estadista hay que ser un hijo de puta. Y hay que reconocerlo, Adolf. Tú lo eras. El más hijo de puta en un mundo lleno de hijos de puta.

Hitler, desde su asiento, no puede evitar asentir inconscientemente mientras su excolaborador habla. Tiene toda la razón.

—Solo la forma en la que decidiste que Röhm era un estorbo y lo liquidaste con mi ayuda junto con las SA en una sola noche, es digna de un genio. Un genio, pero sobre todo un hijo de puta. Nunca he conocido a alguien tan retorcido como mi Führer. —añade quitando esas ridículas gafas redondas y enjugando una imaginaria lágrima de su ojo.

—Y fuiste realmente astuto exaltando el odio que todo alemán lleva contra los judíos en la sangre. —continua Heinrich dirigiéndose ahora directamente a él— Con tus absurdas leyes, reuniste a toda la patria alemana entorno a ti y como marionetas siguieron tus órdenes incluso cuando aquellas implicaban el suicidio de toda la nación.

—Porque si algo envidio de ti era tu capacidad de comunicar y electrizar a miles de personas con aquellos delirantes discursos. Eso es algo de lo que nunca fui capaz. Mi fuerte era el trabajo y la organización. Tú, sin embargo, con tus palabras, fuiste capaz de convencer al pueblo alemán de que era el elegido para dominar el mundo y que para ello tenían que meterse en una guerra que le costaría la vida a millones de compatriotas, hombres, mujeres y niños. Y solo con el poder de tu voz y tus gestos.

—Yo, sin embargo, estaba en la sombra. Sosteniendo con mi ejército de burócratas aquel castillo de naipes que estabas montando en el este de Europa, siguiendo tus órdenes y firmando los decretos que tú no te atrevías a firmar. Porque voy a decirlo sin ambages, a pesar de ser un gran mentor y amigo siempre me has resultado un hombre lleno de paradojas.

Hitler levanta una ceja y se remueve inquieto en su asiento. Ahora es cuando la cosa se pone fea.

—Verás. Para empezar ni siquiera eres alemán, eres austriaco. ¿Por qué entonces esa obsesión por Alemania? ¿Por qué no intentaste refundar el Imperio Austrohúngaro? Y luego está tu obsesión con los judíos, los mismos judíos que te permitieron sobrevivir al hambre en tu juventud.

—Por no hablar de lo de tu sangre judía. Habrás podido engañar a todo el mundo, pero no a mí. Yo en persona hice desaparecer los papeles que acreditaban que eras hijo del bastardo de un judío... Aun me pregunto si hubieses llegado tan lejos llamándote Adolf Frankenberger * .

Adolf se encoge un instantes ante las miradas del público. Ni siquiera él sabe a ciencia cierta si su abuelo era un joven judío de diecinueve años, pero no por eso la posibilidad deja de atormentarle. Himmler lo sabe y por eso hurga sin piedad en la herida. Durante unos segundos se limita a evitar la mirada de un público que parece interesado por las insinuaciones antes de recordar quién es y que todos aquellos ojos que están fijos en él no merecen ni besar el suelo que pisa.

—A pesar de ese pequeño defecto —continua su antiguo secuaz sin terminar de confirmar o negar la insinuación— yo te amaba y amaba lo que estabas haciendo con nuestra patria. Compartíamos una visión.  Juntos creamos las SS y poco a poco las convertimos en la flor y nata del Ejército Alemán, pero fue demasiado tarde. Dejaste las operaciones militares demasiado tiempo en manos de inútiles como Keitel y Paulus o peor, en manos de traidores como Rommel.

—Todo fue culpa de ese cabrón de Bormann. Me odiaba a muerte e impidió que comandase a mis propios hombres en el campo de batalla hasta que fue demasiado tarde. Solo cuando todo estaba perdido, ese hijoputa te dejó que me dieses el mando de un ejército a sabiendas de que lo único que podía hacer era estrellarme.

—¡Lo intente! ¡Puedo dar fe de que lo intenté con todas mis fuerzas, pero corto de abastecimientos y hombres no tuve nada que hacer y fracasé miserablemente mientras ese hijo puta de Bormann se regodeaba al ver como se deshacía de otro obstáculo más para llegar a la cumbre.

Hitler escucha mirando a ese traidor con desprecio, esperando las justificaciones que no tardan en llegar.

—Porque ese cabrón es la única razón de que intentase llegar a un acuerdo con los americanos. A finales de enero del 45 la situación estaba deteriorándose a gran velocidad. El contraataque en el oeste había fracasado y los rusos estaban cruzando el Oder. Todo el mundo sabía que la guerra estaba perdida, salvo tú. Sabía que no estabas en condiciones de tomar decisiones con esa lengua de serpiente vertiendo veneno en tus oídos. Durante dos meses estuve dudando hasta que finalmente acepté la realidad e intenté negociar con los británicos, solo para intentar evitar que la horda rusa entrase en Berlín. ¡No fuiste justo conmigo! ¡Yo solo quería ayudar! Y tú solo tenías oídos para esa rata apestosa de Bormann.—exclama Himmler con voz chirriante.

Adolf no aguanta más. Se levanta dispuesto a poner a aquella sabandija traidora a caldo. Lo único que quería aquel cabrón era salvar el pellejo, vendiéndole a él y al orgullo de Alemania si era preciso. Intenta gritar e insultarle, pero de nuevo ni una sola palabra surge de su boca. Tendrá que esperar a su turno de réplica. Espera que le den suficiente tiempo, porque solo en insultos va a emplear un par de horas.

En ese momento sale Sammy para despedir al invitado.

—Gracias, Heinrich, un discurso muy sincero. —dice dándole al hombre una palmadita en el hombro y ayudándole a abandonar el escenario— A continuación, sin más dilación, nuestra próxima invitada. Nadie sabe qué pasó.  ¿Se suicidó o la suicidaron porque sabía demasiado? Quizás ella misma lo aclare. Con todos ustedes, la querida sobrinita de Hitler, la de la sonrisa angelical y el culo goloso... Con ustedes Geli Raubaaaaal.


Apellido del supuesto antepasado judío de Hitler.