El Roast de Adolf Hitler 5

Capítulo 5. Perro obediente.

5. Perro Obediente

Keitel se levanta, se estira el uniforme e intenta colocarse el dogal que cuelga de su cuello como si se tratase de una corbata un tanto rústica. Hitler observa divertido el lastimoso aspecto que ofrece el mariscal con su uniforme lleno de sietes allí de donde los oficiales aliados le arrancaron las múltiples insignias y condecoraciones típicas de su rango.

Keitel se acerca al atril y se repasa con las manos su cabello brillante de gomina... ¿O es de la sangre de millones de inocentes? Su mirada se dirige hacia el lugar donde esperan su turno el resto de los oradores.

—Veo que estamos casi todos. Una lástima que la mayoría de vosotros se escaqueó de estar presente en Nuremberg, salvo esa sabandija traidora de Paulus, espero que esa diarrea siga tan aguda como siempre. —empieza regodeándose en la visible incomodidad del mariscal al sentirse el centro de atención— Y hablando de traidores, ¿Cómo va eso Claus? ¿Sigues pensando que tu estúpido golpe hubiese salvado a Alemania de los nazis? Iluso.

Keitel parece dudar unos momentos, como si aun tuviera miedo de hablar directamente con el que fuera su amo, pero finalmente reúne valor y se dirige hacia su Führer.

—Recuerdo el primer día en que te vi. Yo ni siquiera era aun general. Estabas pasando revista al estado mayor de la Whermacht con Ludendorff, aquella antigualla, arrastrándose trabajosamente a su lado. —comienza el mariscal con un hilo de voz.

—En aquellos tiempos, a principios de los años treinta, estábamos emocionados. Hasta nosotros nos creímos que eras el hombre elegido por Dios para devolver la gloria perdida al Ejército Alemán. Hay que ver lo jodidamente equivocados que estábamos.

—Bueno, el caso es que durante esos diez años no había nadie más feliz que nosotros. No parabas de saltarte el Tratado de Versalles dándonos nuevos y mortales juguetitos y acosando y sojuzgando países, apoyando la tiranía allí donde florecía, a la vez que convencías a la comunidad internacional de que eras un hombre de paz.

—Cada vez que recuerdo la cara de felicidad de Chamberlain  tras bajarse los pantalones en el tratado de Múnich * no puedo evitar descojonarme de risa. En aquella época creía que eras un genio.

—La primera vez que pensé que algo no te funcionaba en la cabeza fue cuando invadimos Polonia. El cabreo que cogiste cuando los ingleses nos declararon la guerra fue increíble. Te pasaste tres horas gritando, despotricando y babeando, insultando a Churchill y a Ribbentrop. Prometiendo que cuando conquistases aquella isla de mierda, pondrías a aquel gordo borracho a limpiar con la lengua los urinarios de Mauthausen.

—El caso es que la primera crisis pasó y luego, de victoria en victoria, todos en el alto mando pensamos que aquel berrinche solo era una muestra más de tu genialidad. Durante los dos primeros años de guerra entrabas en el alto mando, hinchado como un pavo, apartabas a los generales de la mesa y con mano firme  te arrogabas las brillantes maniobras que planeaban como si fueran tuyas.

Hitler mira al mariscal con desprecio. Aquel hombre es aburrido hasta la nausea. Debería haberlo matado él mismo. Si no hubiese sido por la sonrisa servil con la que adoptaba todas sus órdenes...

—Llegó un momento que creímos que la batalla estaba ganada y como en cualquier equipo, cuando las cosas van bien todo es buen rollo. Pero llegó Stalingrado y ahí perdiste los nervios. Primero te empeñaste en conquistar aquella piojosa ciudad, solo porque tenía el nombre de tu ex, en vez de rebasarla y dejar que cayese como fruta madura y luego cuando las cosas se pusieron feas dejaste que la flor y nata del ejército alemán se inmolase de manos de ese inútil lameculos de Paulus. —dice Keitel escupiendo con inquina el nombre del general que de nuevo intenta levantarse sin éxito para replicar.

—Luego, cuando el cerco se cerró en torno al Sexto Ejército, en vez de intentar escapar, te quisiste creer las chorradas del ese gordo presumido de Göring y ordenaste aguantar en contra de los consejos de todo el estado mayor.

—A partir de ahí todo el mundo tenía la culpa menos tú. Primero fueron los rumanos, luego los italianos, y más tarde todo el mundo quería traicionarte. Confiando únicamente en tus capacidades, decidiste tomar el mando de las operaciones y a partir de ese momento un yonqui que tomaba todo tipo de tranquilizantes y estimulantes dirigió el destino de Alemania y la llevó directamente a la hecatombe.

—Con el paso del tiempo, los rusos y los aliados avanzaban cada vez más rápido y nosotros teníamos menos fuerzas que oponer. Por si hubiese pocos problemas, te empeñaste en despilfarrar nuestros últimos recursos en una ofensiva en Las Ardenas, una locura sin ninguna posibilidad de éxito. Después de aquello, el estado mayor se convirtió en el camarote de los Hermanos Marx. Tú te dedicabas a mover unidades que habían dejado de existir a través de una Alemania arrasada y cuando un general intentaba explicarte la realidad te ponías a gritar como un demente. Tu cara enrojecía y se abotagaba y una gruesa vena de la sien se retorcía y palpitaba amenazando con reventar. Todos los presentes la observábamos alucinados, esperando  que aquella vena reventase de una puñetera vez y acabase aquella locura.

—Los generales, sobre el terreno arriesgaban la vida, desoyendo las órdenes que les daba el "Cabo de Bohemia" ** e intentaban salvar todos los hombres y material que podían. Cuando te enterabas montabas en cólera y dictabas una orden de ejecución del oficial en cuestión que ya nadie se ocupaba de transmitir.

—Y cuando llegó el final te pegaste un tiro y nos dejaste solos. Yo fui el que tuvo que cargar con la ignominia y esos cabrones de americanos ni siquiera aceptaron mi petición de que me fusilasen. Me colgaron como a un vulgar criminal... por tu culpa. —dice acariciándose el dogal que rodea su cuello.

—En fin, también tengo que reconocer que hiciste algunas cosas bien. Apartaste a ese gordo inútil de la dirección de la Luftwaffe y sobre todo te cargaste a ese cochino traidor de Canaris *** .

—Hay que ver como odio a ese enano presuntuoso, siempre con sus moralinas, como si él fuese un santo y nosotros pudiéramos disuadirte de hacer todas aquellas animaladas. Como le dije a él. Eran tus órdenes y yo solo podía cumplirlas.  Ese cabrón hizo lo que pudo para ganar la guerra, igual que nosotros —dijo el mariscal golpeando el atril con su dedo índice— y solo cuando la vio perdida y temió por su cuello empezó a conspirar contra ti.

—No estoy orgulloso de lo que hice y no negaré que algunas de las órdenes que di eran moralmente... dudosas.

Un coro de carcajadas proveniente de una parte del público le interrumpe y tiene que esperar pacientemente a que los gritos y los insultos cesen antes de poder acabar con su intervención:

—Repito, no estoy orgulloso, pero la cruda realidad es que yo cumplía órdenes de mi superior inmediato, unas órdenes perentorias y que no admitían replica. Yo no soy responsable por no ser más que el mero transmisor de ellas.

—Es una lástima que ese cabrón no te hubiese ordenado que le quitases la anilla a una bomba de mano y te la tragases sin masticar. —intervino Sammy señalando a Hitler y dando por terminada la intervención del mariscal— Estoy seguro de que cumplirías obedientemente con tu deber y ninguno de los presentes estaría obligado a ver ese  desagradable jeto de oficial prusiano.

—Gracias por esas sarta de mentiras, ¡Ojalá hubieses sido más escrupuloso que obediente! Pero en fin, si no hubieses sido tú, hubiese sido cualquier otro hijo de puta lameculos.

—A continuación y sin más dilación demos paso al creador del fascismo. Nuestro invitado  de honor no creo nada nuevo. En realidad se limitó a copiar todo lo que nuestro siguiente orador ideó. Con ustedes el único hombre al que el Führer llegó a admirar, aunque no por mucho tiempo; ¡El único! ¡El inimitable! ¡El Duce! ¡Benitooo Musoliniii!


Tratado por el que las principales potencias europeas decidieron ceder los Sudetes, una porción de Checoslovaquia, a Alemania. Obviamente los checos no estaban invitados a la conferencia y finalmente Checoslovaquia fue ocupada por Alemania en marzo de 1939 sin que la comunidad internacional moviese un dedo por ayudarles a pesar de las promesas. <<


Apelativo despectivo que le daban los militares a Hitler. <<


Director de de la Abwher, el servicio secreto alemán. Caído en desgracia por su oposición al régimen e implicado en la operación Walkiria fue sentenciado a muerte. <<

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