El Roast de Adolf Hitler 4

4. Cabeza de Chorlito

4. Cabeza de Chorlito

—¡Hola amigos! —saluda la joven— Y por favor, señor Sammy, a estas alturas ya debe saber que soy una mujer casada. Así que llámeme frau Hitler. Ese es mi nombre, ¿Verdad, peluchito? —le riñe  Eva a la vez que saluda a su esposo.

—Veo que estás bien rodeado, peluchito. Esto parece una de aquellas animadas fiestas en Berghof cuando os poníais ciegos a coñac y hablabais de dominar el mundo y de depurarlo a conciencia... ¿Verdad, querido Heinrich? Tú siempre me has dado un poco de repelús. Eres como la versión tétrica de un querubín,  con esa cara redonda, esos ojillos y esas orejas pequeñas... Y a quién más veo por aquí... ¡Ah! pero si es tú sobrinita Geli. —dice Eva sin poder evitar que los celos se noten en su tono de voz— La mosquita muerta que te engañaba con tu chófer. Todo lo que te paso, zorra, te lo ganaste a pulso. Nadie se cachondea de mi peluchito.

—Hasta ahora solo he escuchado cosas horribles de ti, peluchito. Ya sé que mi Adolf no es un hombre perfecto. —continua girándose de nuevo hacia el público— Quizás se equivocó alguna vez, pero eso solo pasó por la vehemencia con la que amaba a su pueblo. El veía al pueblo alemán como el predestinado a dominar al mundo y llevar a la raza humana a un nivel superior y durante un tiempo estuvo a punto de conseguirlo, al menos eso era lo que entendía en las complicadas charlas que tenía con sus amigos en el Nido del Águila.

—Pero bueno, yo de esas cosas no se mucho. Ya me lo decía mi peluchito. "Tu misión es abrirte de piernas y escupir por ese chochito hijos arios de ojos azules y ensortijado pelo rubio." —dice Eva colocándose el dedo índice sobre el labio superior y haciendo una torpe imitación de su marido.

Hitler la mira y está a punto de decir algo, pero al final, como siempre, esa sonrisa entre inocente y estúpida le ablanda y no puede evitar sonreírle a su vez.

—Yo no voy a hablaros de batallas, para eso hay un montón de generales, que saben mucho más de esas cosas que yo. Pero de lo que nadie podrá hablaros con más autoridad era de su vida privada.

—La verdad es que en casa, como en su país, era un gran líder y todos le amaban hasta el punto de realizar hazañas sobrehumanas por él. Solo hay que ver como mis terriers le seguían por toda la casa. ¿Verdad peluchito? Eras tan tierno y amable con ellos... Aun recuerdo cuando tu perra se puso enferma, cómo la enviaste al mejor veterinario de Múnich y todos los días lo primero que hacías al levantarte era escuchar el parte diario de su estado.

—Yo sé que en el fondo eres un hombre dulce y considerado, si nos viesen haciendo el amor lo entenderían...

Adolf intenta decir algo para que esa tonta se calle. Lo último que necesita es que esa estúpida cuente su intimidades en el lecho. De nuevo algo cierra su garganta impidiéndoselo, así que no  puede hacer otra cosa que taparse la cara con las manos para que nadie pueda ver su cara de vergüenza.

—Eras tan dulce que te deshacías entre mis brazos. Tenías tus manías, como todo el mundo, pero quién no las tiene...

—¡Ahh! ¿Qué recuerdos! ¿Verdad, peluchito? Lo que más te gustaba era que me vistiese de colegiala y bailase para ti. Yo me ponía un guardapolvos que me llegaba por medio muslo, unas sandalias y unos calcetines blancos y bailaba para ti. Te gustaba que hiciese el pino puente mientras tú, sentado en tu butaca favorita, observabas mi sexo abierto y te masturbabas.

—Luego me acercaba y cogía tu polla. La verdad es que adoraba tu polla, peluchito. Era tan gorda y suave... y además aquella curva que tenía al final me recordaba a la cola de una ardilla. Me encantaba metérmela en la boca y chuparla con fuerza. Aun recuerdo como posabas tus manos sobre mi cabeza, en plan beatífico, acariciando mi melena con suavidad mientras hablabas de la pureza de la raza y de los hijos perfectamente arios que tendríamos cuando nos casásemos, justo después de ganar la guerra.

—Al final te corrías en mi boca, eso no me gustaba tanto. Tú semen sabía a ajo y a todas esas porquerías que el Doctor Morell * te hacía tragar.

—Aquel tipo no me gustaba nada, peluchito. Olía peor que tus cuescos y se pasaba el día poniéndote inyecciones y atiborrándote de pastillas. Siempre me pareció estúpido que leyeses con tanto placer los sádicos informes del Doctor Mengele y fueses tan gilipollas de no darte cuenta de lo que hacía Morell contigo.

—Cada vez que aparecía, no sabía lo que me esperaba luego contigo, si una frenética y obsesiva sesión de sexo provocada por la pervitina o treinta minutos chupándotela sin conseguir que se te pusiese siquiera morcillona cuando lo que te había dado era algún tipo de tranquilizante. —la atronadora carcajada del público interrumpe por unos instantes el discurso de la joven mientras Hitler desea que la tierra le trague.

En ese momento Eva deja caer sus papeles y se agacha dándole la espalda a su esposo, enseñándole unas enormes bragas de encaje. Hitler olvida todas las humillantes estupideces de su mujer y experimenta una salvaje erección. Necesita urgentemente tener a Eva a sus pies con su polla encajada en el fondo de su garganta.

Eva, aparentando no darse cuenta de la ansiosa mirada de su marido, se yergue y continua su discurso:

—Sin embargo, lo peor no fue ver como aquel médico te envenenaba. Lo peor fue ver como todos esos cabrones te abandonaban uno a uno. Primero ese mamón de Paulus, sabandija infecta, luego ese macaco gordo y presumido de Göring y el cuatro ojos de Himmler... Hasta Keitel, ese pedazo de escoria que saludaba todas tus órdenes con entusiasmo y te hacía sugerencias de como matar a la gente con más eficiencia dijo en Nuremberg, intentando salvar el pellejo, que solo se limitaba a cumplir las órdenes que tú le dabas. Fue todo tan burdo que ni siquiera los americanos, esos chiquillos cándidos, capaces de creer que Speer era un buen chico, se lo tragaron.

—En fin, ya que me estoy sincerando, para terminar, quiero disculparme por la vez que me pillaste masturbándome delante del gigantesco retrato de Bismark que tenía en mi habitación de la cancillería, pero es que me sentía tan sola, contigo recorriendo la Europa ocupada, que cuando me fijaba en el aquel marcial bigote no podía evitarlo y siempre acababa haciéndome unos "deditos".

—¡Me juraste que solo había ocurrido una vez! —exclama Hitler indignado.

—Bueno, la verdad es que quizás fue alguna más... concretamente ciento treinta y cuatro más...

—¡Zorra!

—Lo siento, peluchito. —replica Eva haciendo morritos— Pero me sentía tan sola... Tú por ahí conquistando el mundo y depurando la raza y yo en casa, sola, con aquel gigantesco retrato. Lo siento, pero es que los bigotes marciales me ponen a cien. Es como el tuyo, peluchito. A pesar de ser pequeñito, te da un aire de autoridad que cada vez que se mueve bajo tu nariz me mojo las bragas...

Hitler se siente complacido e inconscientemente mueve su ridículo bigote. No puede enfadarse con Eva. Cada putada que le ha hecho la recuerda con cariño como las travesuras de sus pastores alemanes.

—Sí, peluchito.  —dice la joven llevándose la mano a su pecho arrobada— ¡Te amo, peluchito! ¡No me arrepiento de haberte conocido! ¡Ni de nada de lo que hicimos juntos! Eres el mejor hombre que he conocido jamás y estoy orgullosa de que cumplieses tu promesa de casarte conmigo.  El final no era el que me habías prometido, pero cumplí con mi deber de buena esposa nacionalsocialista y morí contigo, pero... Podías haber elegido cualquier otro veneno para matarme en vez del cianuro... Sabes perfectamente que odio las almendras y ahora estoy obligada a tener su sabor en mi boca por el resto de la eternidad. ¡No es justo! —le recrimina Eva con un mohín.

—En efecto, princesa. El mundo no es justo y si no que se lo digan a los seis millones de judíos que os cargasteis.—dice Sammy dando un apretón a las nalgas de la rubia que se revuelve enfurecida dándole un mamporro.

—Lo siento, Adolf, —dice Sammy frotándose la mejilla— pero después de haber magreado todos los culos de Hollywood no he podido evitar palpar la retaguardia de tu esposa para poder comparar. Un culo delicioso, por cierto. Quizás mientras interviene el próximo invitado convenza a esa chica para que me deje echar un vistazo debajo de ese guardapolvos. Dicen que siempre le gustaba ir por ahí en pelota picada.

Hitler gruñe y recuerda con exasperación la obsesión que tenía su joven esposa de hacer todo tipo de actividades al aire libre tal y como Dios la trajo al mundo. Cierra los ojos y las imágenes de Eva al desnudo invaden su mente provocando una nueva erección.

—Veo que no soy el único al que le gustan esas costumbres tan exóticas y me gustaría charlar un rato contigo acerca de ellas, pero lamentablemente carecemos de tiempo, —añade el presentador señalando el bulto en el pantalón de campaña del Führer— así que, sin más dilación, daré paso al siguiente invitado. Con ustedes el llorica. El perro obediente que no quiso convencer a su amo de que estaba cometiendo una locura, que no se atrevió a discutir sus demenciales órdenes a pesar de que sabía que acabarían con la muerte de millones de personas, ciudadanos alemanes incluidos y que luego quiso hacernos creer que estaba en el centro de operaciones solo para evitar males mayores. ¡Con ustedes el general de los ejércitos de Hitler! ¡El inefable Mariscal, Wilheeem Keiiiitel!


Médico privado de Hitler.

Esta nueva serie consta de 12 capítulos. Publicaré uno más o menos cada 5 días. Si no queréis esperar o deseáis tenerla en un formato más cómodo, podéis obtenerla en el siguiente enlace de Amazón:

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