El rey arrodillado

La princesa Carlota recibe una de las lecciones más importantes de su vida... (Relato corto creado para el Festival de Verano de Trovadores)

El rey arrodillado

(Relato corto creado para el festival de Relatos de Verano del foro "Trovadores". La acción sucede en un país imaginario inspirado en las Mil y Una Noches sin equivalente en el mundo real.)

"¿Quieres ver arrodillarse a un rey?"

El susurro de aquella mujer en su oído sobresaltó a Carlota. O tal vez fuera su inesperado olor a azahar, la caricia de esa mejilla suave contra su propia piel... Pese a toda la educación que había recibido y la compostura que le habían enseñado, se volvió tan bruscamente hacia ella como si hubiera sufrido un pinchazo. La criada le sonrió y señaló discretamente el suelo, luego a su regazo mojado. Se sintió ruborizar cuando comprendió que había derramado su copa e incluso tirado dos cojines de su asiento en el proceso. No era desde luego el comportamiento que cabía desear en una princesa, de quien se esperaban movimientos fluidos y lánguidos, entrenados durante lustros hasta lograr el debido refinamiento. Pero de nuevo, en aquel mar de voces y pieles oscuras, tan distinto a su propio país, su gesto no despertó miradas desaprobatorias sino de ternura. Su timidez, su miedo hasta de una simple aguadora debían resultarles encantadores.

Mirando a su alrededor descubrió que la observaban una multitud de pupilas pardas, casi amarillas, tan típicas entre la gente del sur. Ante todos esos grandes ojos de tigre rodeados de kohl Carlota se sentía más desnuda que nunca, tiritaba bajo su vestido de lino real, lo bastante fino como para permitir ver más allá de la tela. Creado ex-profeso para eso. Ni siquiera la amabilidad con la que había sido tratada desde su llegada logró cambiar gran cosa; había venido buscando bárbaros pintados y los había encontrado: entre las sedas y los brocados, las filigranas y el marfil, se escondían manos dibujadas con intrincados diseños de henna. Ahora solo le quedaba averiguar dónde guardaban el opio, los harenes, a sus viejos y monstruosos dioses. No los había visto emborracharse ni una sola vez y eso la inquietaba. Quizás ese nectar que había tirado estaba destinado a envenenarla. Eran el enemigo después de todo, animales que se revolcaban entre la sangre y el lujo. Conocía a ese pueblo disoluto y despiadado por su fama, las historias de los soldados, los cuentos de las ancianas a los que se había aferrado durante toda su travesía y hasta ese momento, preparándose y haciendo cúmulo de entereza para el porvenir. Empezar a ponerlos en duda ahora podía dejarla sin saber lo que esperar, la sumiría en la desesperación y el pavor más absolutos. Su vida estaba en juego y para ella, como para tantos otros, resultaba peor la incertidumbre que una condena cierta.

Su madre, la reina viuda, había llorado y rechinado los dientes mientras sellaba la carta en la que el Consejo la ofrecía en matrimonio y había vuelto a hacerlo meses después en sus aposentos antes de dejarla partir al otro lado del mundo. Ni siquiera tuvo la templanza necesaria para acompañarla hasta el puerto, alegando otros deberes. Ambas sabían la verdad: no podía soportar el dolor de tener que sacrificarla como ofrenda en aras de una alianza improbable ... Aunque eso y no otra cosa fuera para lo que se engendraba desde siempre a las princesas: parir a su vez y ser usadas de moneda de cambio. Había llevado años de adoctrinamiento, aplastando minuciosamente cada pequeña rabieta infantil, cada rebelión adolescente bajo el peso de joyas y corpiños más y más pesados, pero finalmente estaba resignada a su misión. Servir no era algo que solo hiciesen los vasallos: una reina convierte su existencia entera en un trabajo por los más altos propósitos.

Desde su punto de vista mostrarse digna de su estirpe significaba, más o menos, parecerse a una perra obediente y de buena raza: ser bonita, no ladrar mucho y proteger con uñas y dientes -en la medida en que una mujer podía hacer tal cosa- su casa, su territorio. No resistirse demasiado cuando el día llegase y le quitasen a sus cachorros. Carlota siempre había imaginado que sus hijos serían tranquilos y rubios, un retrato sonrosado y regordete de sus propios hermanos. Ahora sabía que no. No había manera de que su futuro marido, ese muchacho con aspecto de zíngaro sentado enfrente de su reclinatorio, pudiera darle otra cosa que cabecitas morenas como las que correteaban por todo el salón del palacio; niños y niñas del color de la oliva, salvajes y tiernos, que reían, gritaban y blandían muñecos y espadas de juguete a su alrededor, indistinguibles las unas de los otros. Nadie parecía molestarse mucho con ellos, ni siquiera cuando pasaron por encima del charco que Carlota había creado y salpicaron el calzado del monarca.

La princesa extranjera se estremeció de temor.

El hombre que había destrozado a un cuarto del ejército de su padre y hecho empalar a otro, la bestia cruel que había desollado vivos a dos de sus hermanos y dejado sus despojos para los cuervos se limitó a sacudirse la babucha con parsimonia y no hizo ni el amago de alzar la voz. No golpeó las mesas de madera labrada pidiendo silencio ni empujó a la copera al suelo para que limpiara el desastre, como habría hecho casi cualquier caballero en su tierra. Tampoco la amenazó. Fue ella la que se apresuró a ponerse a sus pies y secárselos en sus propias vestiduras. Para sorpresa de la invitada, no parecía haber en sus movimientos urgencia alguna motivada por el miedo, que habría agarrotado los músculos y hecho brusco el masaje, sino una extraña familiaridad. Las manos de la joven recorrían con mimo esas piernas cuajadas de largas cicatrices como si las conocieran bien, haciendo tintinear las pulseras de sus muñecas, el cinturón de monedas de su cintura. Le tocaba y se inclinaba hacia él al ritmo de su propia música, acariciándole la rodilla con la piel sedosa de su cuello; apoyando el mentón al borde de su túnica. Ambos tenían los ojos vidriosos de dos sonámbulos, entornados por el placer, cuando él presionó su propio cáliz contra los labios de la aguadora y le dio de beber. El nectar anaranjado bajaba a visibles borbotones por su garganta, se le escurría gota a gota por las comisuras como una especie colorida de sudor...

Carlota tuvo la súbita impresión de que estaba presenciando algo que se suponía que no debía ver -una cosa dulce y sensual, sucia y adulta- pero al mismo tiempo se sentía incapaz de dejar de mirar. Provenía de una tierra donde el contacto físico se limitaba poco menos que a los castigos, pero aquello, fuera lo que fuese, tenía algo de íntimo y de prohibido; le despertaba una malsana curiosidad. Lo peor de todo es que no sabía si estaba siendo grosera mirando tan fíjamente o si se suponía que debían compartir su intimidad. Sus damas de compañía recitaban a escondidas decenas de coplillas sobre lo que a aquella raza exótica le gustaba hacer a plena luz del día... Por si acaso y con un esfuerzo supremo apartó la mirada, solo para encontrar la de su prometido clavada en la suya. El chico evitaba observar a su progenitor con un pudor similar al de ella, notablemente incómodo. Le temblaban los dedos de ira cada vez que tomaba una uva de los platos finalmente labrados, sus labios gruesos convertidos en apenas una pálida línea. Su exceso de fuerza acababa aplastando la fruta una y otra vez, llenándole de jugo las yemas; una reacción muy distinta a la que había tenido las otras ocasiones que habían comido juntos. Un día tras otro él ni siquiera se había inmutado cuando habían servido el yantar entre las danzas habituales y mucho más escandalosas de bailarinas. Jamás se había ruborizado. Lo que estaba sucediendo no debía ser muy normal ni siquiera en aquel lugar de extrañas costumbres.

Inquieto, el joven se levantó finalmente de su asiento y cruzó la estancia para colocarse junto a ella. Por un momento se encogió, temiendo que quisiera hacer lo mismo que habían estado viendo. No debía, no podía reclamarla tan temprano sin la debida ceremonia. Incluso allí existían tradiciones. Sin embargo lo único que hizo fue ofrecerle brusca, insistentemente la mano, farfullando unas cuántas palabras en su lengua cantarina, plagada de sonidos guturales y consonantes líquidas como el rumor del agua. Quería irse, dedujo. La muchacha aceptó, sumisa como se había portado desde su desembarco.

Mientras dejaban el salón pudo echar un último vistazo al espectáculo perturbador en los enormes espejos. La pareja -pues eso era, no le cabían ya dudas- parecía seguir ensimismada, conversando en susurros. Con la cabeza sobre los muslos del monarca, la sirvienta recibía el tratamiento de una mascota favorita. Comía de manos de él, ronroneaba con cada roce... Carlota no dejaba de oírla en su cabeza, la dicción perfecta en su idioma al hacerle su extraña propuesta.

"¿Quieres ver arrodillarse a un rey?"

En el pulgar enjoyado del soberano que rodaba por aquella mandíbula la princesa reconoció un sello arrebatado a su propia familia y se llenó de frustración. Sí, por supuesto que quería. Su país llevaba seis siglos queriéndolo... pero ¿a qué se referiría? ¿para qué tanto misterio? La cabeza le bullía de ideas extravagantes. ¿Sería una espía, tal vez, que esperaba a quedarse a solas con él para asestarle una puñalada...?¿En qué lugar le dejaría eso a ella? ¿Tendría una oportunidad de huir? Lo último que necesitaba era correr más riesgos...

El heredero le dio un ligero tirón en el brazo, tratando de que se apresurara.

El resto del día lo pasaron jugando con los pequeños hijos de los ministros, corriendo y saltando como no lo había hecho desde hacía media vida, cuando despidieron a su ama de cría y la enfundaron en una sucesión interminable de ropajes sobrios y largos. Las dos muchachas que la habían acompañado desde su tierra natal se unieron también a ellos, compitiendo en tejer guirnaldas de flores y esconderse entre las higueras y los naranjos. Todos los jóvenes se perseguían por las estancias y los jardines, los alcázares y los patios, descalzos y con los faldones remangados, dejando caer tras de sí anillos y tiaras, velos y mantos; felices y olvidados de cualquier protocolo. No se entendían pero tampoco hacía falta. Mientras les observaba hacer malabares con la fruta y molestar haciendo muecas a los enormes eunucos que vigilaban las puertas, la futura esposa se preguntaba si podría llegar a vivir en aquel reino de oro y sol, donde todos los días eran una fiesta y siempre parecía verano.

...Una trampa camuflada y untada en miel. Cada uno de sus instintos se lo estaba avisando.

Puede que hubiese vuelto a usar la pelota pero Carlota ya no era una niña. Se sentía como si junto con ceñidores y los abrigos hubiera dejado parte de su ser a un lado, en los baúles. Su gravedad pacientemente adquirida. La ligereza, lo sabía, no siempre era buena: implicaba vulnerabilidad. La corte del sultán intentaba arrancarle sutilmente una o dos capas de corteza y eso solo podía ser para comerla mejor. Sin coraza, penetrarían en sus entrañas como la lanza de este había hecho en su hermano mayor, atravesándola de lado a lado. Incluso ese príncipe moreno y guapo que bailaba, tropezaba y se caía entre carcajadas solo esperaba poder cerrar los dientes sobre su pulpa, sacarle sus raíces en el mejor de los casos.

Destriparla literalmente, en el peor.

Las atenciones que este dispensaba a sus amigas, -haciéndoles cosquillas con la punta de una pluma de avestruz, coronándolas con las diademas de buganvilla trenzadas por ellas- aunque todavía inocentes, le hacían pensar que tal vez las tomase como concubinas llegado el momento. Quizás incluso acabaran con cascabeles de tobillos, sirviéndole bebida a los extranjeros como aquella mujer. Mirándolas a la cara era obvio que no pensaban siquiera en esa posibilidad. Para ellas quizás fuese la primera vez que eran consideradas bonitas, y eso las hacía reír amplia y despreocupadamente, mostrando todos los dientes al modo de las chicas guapas. Habían sido tenidas por insípidas y rechonchas en su patria, pero aquí la exuberancia de sus formas se correspondía con el ideal local. Las muchachas altas y delgadas como ella se parecían demasiado a los efebos como para despertar ningún interés salvo en los afeminados. Podía notarlo, esa inusual falta de deseo; un país en que los hombres solo se giraban a su paso por la mera peculiaridad de un fenómeno extraño. Su respeto era algo insatisfactorio y vacío, pero le aportaba un mínimo de tranquilidad. Nadie intentaría forzarla, por mucho que al chapotear en las fuentes se le pegara la ropa al cuerpo como una segunda piel y se le transparentara aquel triángulo rubio entre sus caderas estrechas, sus piernas de palillo. Una falsa pero agradable sensación de libertad.

Estaba empezando a anochecer cuando un revoloteo de palomas y pavos reales llamó su atención. Allí entre los arcos de los balcones avistó de nuevo a la copera, su paso bailarín y apresurado haciendo entrechocar sus abalorios, llenando el aire de dulces sonidos. Las telas de su vestido refulgían al ocaso, rojísimas en el reflejo de los azulejos y las aguas, forzando a que la miraran. El príncipe sacudió la cabeza y le dio la espalda en cuanto advirtió su presencia. Con él lo hicieron también el resto de los hombres.

Carlota solo contuvo la respiración.

En verdad era una tierra extraña si hasta las criadas parecían vestir con hilo de oro... Y también tremendamente capaz de financiar otra guerra, si lo pensaba detenidamente. Las arcas de su país en cambio estaban casi agotadas. Su propia dote no les había hecho ningún bien. Ojalá -pensó- sus esfuerzos sirviesen para evitar un nuevo conflicto, porque estaba segura de que iban a aplastarlos. La sangre de sus partos debería ser la única en derramarse. Solo tenía que asegurarse de sobrevivir hasta la boda.

Arriba la mujer se detuvo un segundo a guiñarle un ojo, juguetona, antes de volver a desaparecer. Podía oírla en su mente, reiterando su loca propuesta una y otra vez.

"¿Quieres...?"

La joven dudó unos segundos y aprovechando que ni el heredero ni los demás miraban, se precipitó hacia las escaleras con la agilidad de sus veinte años, los pies desnudos y hermosos volando sobre el mármol. Varias veces se equivocó de sala y se encontró sin salida, pero su escaso conocimiento del edificio no pudo con su determinación. Un par de cruces improductivos más y al final de uno de tantos corredores ornamentados con azulejos vio pasar de nuevo su figura, las capas de fina seda flameando como llamas.

La ropa de la otra mujer se agitaba apenas un segundo antes de desaparecer, un punto de luz, lo justo para que la viera y no perdiese, como un reclamo. Aguadora o bailarina, asesina o sirvienta, la otra chica era rápida. Podía darle esquinazo cuando quisiera.

No estaba segura de si ese juego le gustaba pero ya era incapaz de parar. Quería acabar con el misterio, resolver la pregunta, hacer una amiga, quizás. Tal vez no fuera nada interesante y solo los viese rezar, pero ¿y si lo era? ¿Y si se daba la vuelta y se perdía un secreto de la corte fundamental para su supervivencia? No podía despreciar porque sí a posibles aliados.

Carlota se desprendió a la carrera del broche que mantenía unido uno de los tirantes de su vestido y le hizo un simple nudo. En su mano, asomando de entre sus dedos dejaría la larga aguja del ornamento, delgada y mortífera como un puñal. Puede que la curiosidad matara al gato pero no haría lo mismo con la princesa.

Estaba tan concentrada persiguiendo a la desconocida, tratando de percibir la estela colorada de su ropa de habitación en habitación que perdió la noción de dónde se encontraba. No advirtió los cambios progresivos en la decoración hasta que fue demasiado tarde. Esquinas, recovecos, pasillos y pasadizos se sucedían sin que les prestase la más mínima atención ... Cuando quiso darse cuenta estaba en el ala correspondiente a las dependencias reales y ya no supo cómo salir.

Los biombos, los espejos y los tapices colgados creaban poco menos que un laberinto. La propia estancia era un poliedro de incontables lados en los que las puertas resultaban imposibles de diferenciar. De vez en cuándo creía percibir un relámpago carmín tras ella, un pie, una mano aquí y allí entre las plumas de avestruz, pero a medida que empezó a dar vueltas y más vueltas por la enorme sala y sobre sí misma, confusa y mareada se dio cuenta de que estaba perdida. Todos los caminos se cerraban y la obligaban a retroceder hacia el centro del cuarto, donde se encontraba una lujosa cama.

Aquella no era una más de las salas de recepción para embajadas y visitas, una zona sin funciones específicas sino el dormitorio de alguien. El peor lugar en el que se podía encontrar a una virgen casadera. Las consecuencias del conflicto potencial que podría generar eran inimaginables.

Carlota se sintió inmensamente estúpida: se había dejado manipular por un truco burdo y puesto en peligro la tregua.

Estaba palpando una de las decenas de paredes buscando un soplo de aire o alguna irregularidad en la superficie que permitiera descubrir una abertura cuando escuchó unos pasos dirigiéndose hacia allí. El tiempo se le estaba agotando. Debía abandonar sus intentos de escapar y encontrar algún sitio donde esconderse.

A su alrededor montañas de almohadones, alfombras, ánforas, pequeñas arcas metálicas de un rico barniz en las que no le entraría ni una pierna. Quizás si se ocultaba tras una cortina... no, no podría mantenerse mucho tiempo en la misma posición y tarde o temprano verían la tela moverse. Su única opción viable era un armario de mimbre apoyado contra uno de los paneles, sus puertas lo bastante tupidas como para ocultarla a primera vista. De haber tenido el pelo más oscuro o portado un atuendo abigarrado hubiera sido más difícil no llamar la atención con esa multitud de agujeritos de sus compuertas, pero todos los colores de la princesa, tan blanca y tan dorada como las propias hebras de paja, conspiraban para ofrecerle un óptimo camuflaje.

Su peso era lo único a lo que tenía que temer. El mueble no estaba hecho para soportar a una persona dentro. Distribuyó su cuerpo lo mejor que pudo, extendiéndolo para que el fondo no sufriera demasiado. Luego, con el corazón y el pulso acelerados cerró las puertas con fuerza y se preparó.

La estructura de bambú aún vibraba con sus movimientos cuando su incitadora apareció de nuevo. La chica a duras pudo reprimir el impulso de saltarle encima y arañarle la cara. Dejaría que se acercase lo suficiente y entonces le clavaría el punzón de oro en la columna, luego en la base del cráneo. Se arrepentiría diez mil veces de haberla puesto en un aprieto. Ahora que había averiguado dónde estaba la salida, Carlota se iría corriendo y le escribiría una misiva al Consejo: no sabía aún cual, pero estaba claro que una tercera potencia se estaba inmiscuyendo en sus tratados...

Inspiro, espiró y se mentalizó para la que sería su primera y última oportunidad. No era capaz ni de orar, con todas las plegarias aprendidas haciéndose un batiburrillo en su cabeza. Flexionó las rodillas, lista para atacar... y se vio obligada a abortar la operación: la copera apenas llevaba allí un minuto o dos cuando una figura alta y delgada entró tras ella.

¡El sultán!¡Oh, no!

Su futuro suegro despidió a su escolta con un par de manoteos y una vez sellada de nuevo la única escapatoria visible se volvió hacia la mujer, no como alguien que espera que se aproxime su perro o su halcón de caza sino la protocolaria docilidad de un criado que aguardase una orden. La expresión de sus rasgos -los de un hombre que gobernaba sobre más de treinta ciudades y cada uno de sus habitantes- eran ahora los de un niño necesitado de aprobación.

Resultaba fascinante y también ridículo ver el alivio de un mandatario de casi cincuenta años al verse despojado de su fajín y su turbante, desarmado súbitamente por dos manos pequeñas de sus cimitarras decorativas; el manto abierto de un golpe tan poco sutil como un tirón de cortinas por la criada para ponérselo ella. Aquella impaciencia vagamente contenida. Ni siquiera titubeó al verse amenazado con sus propias espadas, las hojas enjoyadas formando una cruz apretada contra su cuello en un extraño ritual; parecía disfrutar de la risa de su querida al amenazarlo de mentirijillas, cuando era obvio que poseía la pericia necesaria para empuñarlas y matarlo de veras.

La sirvienta caminaba y bailaba a su alrededor cortando aleatoriamente cordeles y lazos de su indumentaria, tocándolo y manoseando su cuerpo destrozado por las cicatrices con un ansia que solo podía ser descrita como masculina. Ninguna dama haría movimientos imperiosos como esos, creados para dominar.

La carne del monarca asomaba vulnerable de la túnica no por la edad, sino por las heridas en batalla recibidas. Impactos de saetas, virotes, tajos ampliamente distribuidos hablaban de una salud de hierro y una imparable fuerza de voluntad...y sin embargo se dejaba zarandear, acometer, toquetear por una plebeya como la más débil de las mozas de cocina. El ímpetu voraz con el que era besado, mordido con los dientes y el sable le hacía tener reacciones de mujer, una languidez delicada de doncella que se desmayase en un abrazo.

Todo alcanzó su punto álgido cuando la desconocida se abrió a su vez la falda vaporosa, dejándola caer como una flor a sus pies, mostrando sus muslos gruesos y duros. Tenía piernas de jinete acostumbradas a cabalgar, una potencia física más que evidente...y nada más. Era la primera vez que la joven veía desnuda a otra mujer.

La observó caminar hasta el borde de la cama del soberano y sentarse en ella, palmeando sus rodillas para llamarlo. Él no tardó en seguirla. En cuanto se inclinó para besarla los dedos de su amante se enredaron en su cabellera ensortijada y larga convertidos en una garra. Una presa violenta que lo forzaba a rebajarse hasta la altura de ella y aún más allá, hasta lugares que desde su posición Carlota no alcanzaba a ver. Solo podía verlo mover la cabeza en círculos e imaginar.

La princesa sintió una nausea al pensarlo. Besar, no... lamer ahí... en un sitio sucio por el que se orinaba... El asco no le impidió notar que esa horrible criatura no miraba al rey ni dirigía la mirada hacia el techo, extática como las mujeres de los grabados sicalípticos que le habían mostrado sus físicos para enseñarle cómo procrear; aquellos ojos felinos estaban clavados inequívocamente en ella, como si pudieran verla a través de las filigranas las hojas de palma seca entrelazada, divertidos y desafiantes. Fuertes como los de su propia madre: la dignidad de una verdadera reina.

Carlota tragó saliva mientras veía cómo la menuda mujer ponía la planta de su pie sobre el hombro del rey, arrugándole los ricos bordados; empujándolo hacia abajo con una fuerza firme pero gentil, como si fuera algo normal, hasta que las articulaciones comenzaron a ceder.

Sin ceremonias, sin sangre, una simple concubina conseguía aquello por lo que tanta gente había muerto durante siglos, la gran aspiración y fracaso de su propia familia: poner de rodillas al temible sultán.