El retiro del cobarde
Algo que sentía la necesidad de escribir. No creí que fuera tan dificil hacerlo de nuevo, ni que sintiera tanta responsabilidad al hacerlo. Pero dejarme que os cuente como conocí a una chica en una boda y lo que pasó después
El retiro del cobarde
Asomaba a sus ojos una lágrima
y a mi labio una frase de perdón;
habló el orgullo, se enjugó su llanto
y la frase en mis labios expiró.
Yo voy por un camino; ella, por otro;
pero, al pensar en nuestro mutuo amor,
yo digo aún: ¿Por qué callé aquel día?
Y ella dirá: ¿Por qué no lloré yo?
Gustavo Adolfo Bécquer
I
Cuando vas solo a una boda no puedes evitar sentirte raro. Buscas como sea una mirada amiga que te acoja porque las bodas son como los domingos por la tarde, están pensadas para ir en pareja. Y eso era algo que yo no tenía desde que Sandra decidiera salir corriendo de mi vida. Había terminado la carrera y había huido de Erasmus; había vuelto con una mano delante y una detrás y en aquel momento me limitaba a mendigar trabajo para huir de la empresa de mis padres con una promesa de carrera profesional como excusa.
Las bodas son algo peculiar. Cuando eres niño son la oportunidad para robar cigarrillos; cuando eres adolescente, la oportunidad de bailar con chicas y cuando eres adulto la oportunidad de gastarte mucho dinero entre traje, regalo y complementos. Y si la boda es la tuya, lo que supone es precisamente el fin de las oportunidades. Pero no, esa no era mi boda. Era la boda de un amigo a la que todo el mundo, hasta Carlos, iría con pareja. Yo había pensado en pedir -suplicar- la compañía de alguna amiga que quisiera disimular mi soledad. Pero un arrebato de dignidad me impidió hacerlo. Había estado unos meses comportándome cual mujeriego empedernido, aceptando el sexo que me daban a cambio de compañía y cariño, y no me parecía ético acudir en busca de cobijo.
—No he llamado a ninguna de esas chicas para quedar después — le decía a Carlos mientras esperaba que se vistiera para la ocasión. —Me niego a llamarlas para pedirles un favor.
—Pero es que no tienes que hacerlo. Quítate la cabeza de que tienes que ir con pareja a una boda. Es más, eres afortunado por ir solo— dijo convencido.
— ¿Sabes que tu absurdo optimismo es conocido en la red?
— ¿Qué?— preguntó sorprendido.
—Sí, sí. En el relato que escribí, hablaba de ti y de tu actitud. Y la gente ya está cansada de tu personaje— confesé. —En este relato a penas vas a participar—repliqué sin terminar de disimular mi sonrisa.
—No me digas que hablas de mí en el relato que escribiste de lo que te pasó con Sandra.
—Por supuesto.
— ¡Qué cabrón!—replicó riendo.
—Pero algunas chicas preguntaron por ti…
—No me hables de eso — contestó fingiendo formalidad— ahora tengo pareja—terminó riendo. —Pero hazme caso. Ir soltero a una boda es garantía de éxito— me dijo mientras luchaba contra su corbata y se inventaba nuevos nudos con que lucirla.
— ¿A qué se debe?— pregunté con cierta incredulidad pero concediéndole la respuesta que esperaba de mí.
—Hay dos fiestas que las tías no quieren pasar solas: las bodas y fin de año. Si hoy hay alguna soltera, arrímate y no se te resistirá— terminó guiñando un ojo.
Y yo le creí mientras le robaba la corbata para ayudarle. Carlos solía tener razón y yo mismo había comprobado que para fin de año, suele ser bastante fácil encontrar compañía. Nos mirábamos al espejo mientras yo usaba mi propio cuello para anudar su corbata cuando le guiñé un ojo, haciendo una mueca y exagerando un gesto de incredulidad.
—Y mientras encuentras a la dama soltera que te acompañe, Anna y yo estaremos contigo— dijo poniendo una mano sobre mi hombro.
Estábamos en casa de los padres de Carlos esperándola porque ninguno de los dos quería conducir el día que se casaba Alberto. Teníamos la intención de beber sin contemplaciones y necesitábamos un compinche. Y esa era Anna. Lo más parecido a una novia que le había visto a Carlos y había aparecido como una sorpresa. Empezó a venir a nuestras juergas y a apuntarse a nuestras cenas. Carlos jamás le otorgó título alguno pero la exclusividad de la que gozaba la ponía en un estatus distinto a todas las chicas que habían conocido a Carlos antes.
No conocíamos a nadie más en la boda por lo que formamos nuestro pequeño comité independiente tanto en la iglesia como en el restaurante. Al principio no presté demasiada atención a nadie porque las iglesias tienen algo que me incomoda, pero ya en el restaurante, mientras esperábamos la llegada de los novios en el jardín, empecé a buscar la chica soltera que me había prometido Carlos.
La mayoría de ellas estaban impresionantes. Resultaba obvio el empeño que habían puesto para estar bonitas en una ocasión tan especial. Recogidos, vestidos largos, zapatos de tacón y maquillaje sin disimulos son caros de ver en nuestra rutina pero que consiguen unos efectos impresionantes en todas las chicas que, cogidas del brazo de un chico, paseaban ante nuestra mesa.
Carlos intentaba darme conversación mientras tomábamos un Martini cerca de un sauce enorme. Mi mirada nerviosa andaba buscando compañía para el último baile con cierta anticipación cuando nos interrumpió Anna:
—Acabo de estar hablando con una chica en el baño. Le estaba diciendo a su amiga que es una mierda llegar sola a una boda.
— ¿Y te has metido en la conversación?— preguntó Carlos extrañado.
—Por supuesto. Tú también lo hubieras hecho— contestó convencida.
—Cierto —asintió con un gesto serio—. No dejas de sorprenderme— terminó dándole un beso sin disimular delante de mí, atónito ante lo que me estaban contando.
—No podéis ir hablando con todas las chicas solteras que veáis— me quejé—. Es ridículo.
—Ya, pues es alta, guapa y simpática. O eso me ha parecido.
—No voy a dejar que me manipules de este modo— contesté sonriendo avergonzado.
—No hace falta— replicó riendo.— Con su amiga hemos movido las tarjetas en la mesa para que se siente a tu lado— terminó riendo a carcajadas con Carlos—. Vas a conocerla aunque no quieras.
—La madre que te parió— me quejé.
Carlos no podía esperarse a llegar a la mesa, así que cogió de la mano a Anna y casi gritando le dijo:
—Vamos a conocerla.
Crucé el jardín tras ellos perdiendo mi dignidad a cada paso. Quería fingir seguridad en mi mismo hasta que identifiqué el grupo de personas al que nos dirigíamos. Había varios chicos y chicas hablando amigablemente y pronto identifiqué a una que parecía no tener pareja. Desde atrás parecía una chica espectacular. Parecía tan alta como yo –al menos con tacones— y lucía un generoso escote en la espalda que se quedaba a escasos centímetros de donde cambia de nombre. Llevaba un recogido adornado con unas pequeñas flores blancas que destacaban en medio de su pelo oscuro. Un cuello precioso, largo y desnudo despertó en mí las tendencias vampíricas que todos intentamos esconder.
Un de las chicas del grupo pareció reconocer a Anna y la sonrío vistosamente mientras levantaba el brazo derecho. Estábamos tan cerca que Anna pudo tocar el hombro de la chica que yo había identificado como “la soltera” mientras empezaba con las presentaciones a la vez que la chica se giraba para darnos la bienvenida.
—Esta chica es…— empezó a decir Anna antes que la interrumpiera exaltado.
— ¡Montse!— dije borrando la sonrisa de mi cara aunque sin afectar a la suya.
—Vaya — replicó visiblemente sorprendida— Y tú eras Pepe ¿verdad?— preguntó sonriente.
—No— cortó Anna— es Arnau.
Y más o menos ahí fue cuando empecé a mirar al suelo esperando que se me tragara. Estaba claro que no era la primera vez que nos veíamos y todos intuyeron que ahí había una historia que no conocían. Sonreían tímidamente intentando averiguar lo que hubiera pasado entre nosotros. La vergüenza que sentí empezó a disiparse cuando me di cuenta de que Montse estaba disfrutando del momento sin ninguna malicia. Estaba contenta y sonreía sin disimulo desde el protagonismo que entre todos le habíamos otorgado. El negro de su vestido y el moreno de su piel hacían de marco incontestable al rojo de su sonrisa y el verde grisáceo de sus ojos.
—Pues debo estar confundida –dijo al fin— porque estaba seguro que eras Pepe—dijo inventando un nombre y haciendo una pausa sin parar de reír.— Pepe Carvallo.
—Pepe Carvallo es un detective de una novela— dijo un chico de los que estaba con nosotros.
—¡Esta es la chica!— exclamó sorprendido Carlos que pareció acordarse de lo que le había contado unas semanas antes.— O sea que no mentías. Eres un cabronazo…— terminó riendo a carcajadas.
—Cuenta, cuenta— se atrevió a pedir Anna.
—Más vale que corramos un tupido velo— supliqué mientras veía el guiño cómplice que le hacía Carlos. Al menos ella, terminaría por conocer la historia.
—Mejor que lo dejemos aquí— añadió Montse sin disimular su sonrisa—. Vamos a cenar.
Y su convicción se transformó en la evidente decepción de cuantos estaban ahí presentes. Aquella era una historia que querían conocer y nosotros no se lo permitiríamos. A no ser que alguno de ellos sea habitual de este sitio y se tope con este relato. Poco a poco fuimos entrando al comedor. Todos parecían divertirse con aquella situación mientras mis nervios me hacían tropezar con las sillas, las flores y las miradas curiosas. Creo que me quedé blanco cuando al sentarme a la mesa recordé y comprobé que Anna no me había mentido: había cambiado las tarjetas para que nos sentáramos juntos. Algo que a Montse parecía no importarle.
Carlos se reía ruidosamente cada vez que me miraba, me ponía la mano en el hombro intentando recuperar la compostura y volvía a reírse. Veía los cuchicheos en la mesa y las miradas inquisitivas a Montse que las recibía, la encajaba y las contestaba sin que su sonrisa se viera enturbiada ni un solo instante. No podía evitar pensar que la noche que la conocí había sido poco escenario para ella. Ese día, en la boda, estaba sencillamente espectacular.
—Ya no puedo más— dijo una chica rompiendo el silencio que hacía mucho rato que resultaba incómodo— nos vais a contar lo pasa aquí queráis o no. Tenemos mucho tiempo durante la comida.
—Mejor que lo cuente él— dijo poniéndome en un aprieto—. Seguro que tiene mucha más gracia para contar historias— dijo con cierta ironía muy camuflada en la dulzura que se esforzaba en demostrar.
—No creo que sea el sitio ni el momento— me excusé.
—Vamos— me animó poniéndome la mano en la rodilla— seguro que eres capaz de contar una versión aceptable de lo que pasó aquella noche— terminó dándome un golpecito en la rodilla.
—Dejemos que los novios sean los protagonistas hoy— intenté excusarme antes de que me tiraran un montón de servilletas aún limpias mientras dejaban oír sus abucheos.
—Al menos, cuéntanos a qué te dedicas— dijo otra de las chicas.
—Ahora mismo no tengo trabajo.
—Suele decir que es periodista freelance — añadió Carlos riendo.
—Aunque a veces tiene que trabajar como espía para el gobierno— susurró a un volumen suficiente Montse mientras abría exageradamente los ojos.
II
Y en ese momento empecé a contarles una versión corta, edulcorada y simplificada de lo que ocurrió la noche que nos conocimos. No podía evitar que alucinaran con “mi otro trabajo”, pero sí podía omitir ciertos detalles que seguro que Montse también quería guardar para nosotros. Ese día la había visto a unos cuantos metros de distancia en la discoteca. Estaba con un par de amigas pero no parecía prestar mucha atención a lo que le decían. Miraba el reloj con demasiada frecuencia y seguía con la mirada a muchas de las personas que pasaban frente a ella. Llevaba el pelo suelto, ligeramente ondulado y estaba guapísima. Creo que me fijé en ella porque, como yo, parecía fuera de lugar en un sitio como ése.
Después de unos minutos pensándolo me dirigí a ella convencido de que era la persona adecuada. Acercándome por detrás la cogí del brazo con suavidad pero con la firmeza suficiente como para alejarla de sus amigas. Me miraron desconfiadas pero entendieron un gesto de mi mano abierta que pedía un poco de tiempo a solas con ella. Mi mirada seria y mi tono de voz excesivamente forzado intentaban mostrar la seriedad que el momento reclamaba.
—Tengo un problema enorme y solo tú puedes ayudarme.
— ¿Así entras a las chicas en una discoteca?—preguntó sorprendida—. Por supuesto que tienes un problema. Pero no creo que pueda ayudarte.
—No te he pedido tu opinión –contesté con seguridad y cierta rudeza. —Trabajo para el gobierno.
—Ya. Para el gobierno— contestó con total incredulidad.
—No tengo tiempo para tonterías. Tenemos que recoger un paquete en un bar del centro. Y tiene que recogerlo una chica morena de tu estatura.
Algo en mi voz o en mi mirada tuvo que convencerla porque su mirada cobró seriedad de golpe. Miró a sus amigas de reojo y me di cuenta de ya le estaban surgiendo las primeras dudas a mi favor. Y eso era todo lo que necesitaba.
—Será rápido. Vamos a un bar del centro. Recogemos el paquete y te traigo aquí para que retomes la fantástica conversación con tus amigas –terminé haciendo una mueca despectiva.
—¿Y por qué no eliges a otra chica?— preguntó indecisa.
Sabía que si empezaba a responder todas sus preguntas no me seguiría así que la cogí de la mano y tiré de ella para forzarla a seguirme. Levantó la mano unos segundos a modo de despedida y me siguió seria. Debía bombardearla de información para que no tuviera tiempo a pensar en lo que estaba haciendo y en los riesgos que podía estar corriendo. El ruido de la discoteca y la multitud de gente facilitaba pudiera sonar convincente.
—Tenemos que ir con cuidado. Me están buscando— gritaba mientras intentábamos atravesar la multitud que abarrotaba los laterales de la pista.
—¿Quién?- preguntó visiblemente asustada
—Los malos — me limité a decir—. Siempre los malos— dije empujándola detrás de un saliente en la pared lateral. Intenté que quedarmos escondidos en la sombra de lo que sería una columna de la estructura exterior. —Creo que tienen a gente aquí dentro— expliqué estando casi pegado a ella.
—No me asustes— me gritó al oído mientras ya intentaba buscar algún movimiento extraño entre la gente que nos rodeaba.
—Esto no es un juego— le dije mirándola a los ojos. —Debemos estar atentos.
—¿A qué?— gritó enfadada.— ¿A qué quieres que esté atenta si no sé qué estamos haciendo? —parecía reñirme
—A cualquier cosa— dije cogiéndola de nuevo de la mano y avanzando de nuevo por el lateral de la pista lo más cerca de la pared posible.
Cuando llegamos al siguiente saliente en la pared la miré a los ojos unos instantes antes de empujarla hacia la sombra de nuevo.
—¡Ahí están! ¡Mierda!— grité antes de empezar a besarla.
Tenía los labios cerrados con fuerza al principio pero tardó tan solo unos segundos en rodearme el cuello con sus brazos intentando inútilmente que el beso resultara más creíble. Al principio resultaba demasiado evidente que era un beso fingido y estuve a punto de echarme a reír si la situación no requiriera toda la seriedad de la que fuese capaz. En pocos segundos, noté que sus labios se relajaban y empezaban a abrirse tímidamente para poder besarla como merecía. Acariciaba su espalda a través de la fina blusa y casi caigo en la tentación de alargar el beso indefinidamente.
Pero tenía una misión que cumplir y no podía ponerla en riesgo. Me separé de ella y sin mirarla de nuevo; intenté comprobar la presencia de “los malos” a nuestro alrededor. Cuando me sentí suficientemente seguro me puse en marcha tirando de ella hacia la salida. No hice ningún comentario del beso; fue como si no hubiera pasado y como si yo no me hubiera dado cuenta de la pasión que ella había terminado por poner en ello. Una vez fuera, mientras superábamos la cola que había a la entrada del garito, iba mirando por encima de las cabezas de la gente hacia atrás para ser capaz de ver si nos seguían.
—Nos pisan los talones— dije acelerando el paso hasta el parking de arena que había al final de la calle.
Le hice un gesto señalando un flamante Z4 oscuro. Una vez dentro encendí el motor del coche mientras empezó con las primeras quejas:
—Me estoy empezando a asustar— dijo seria. —Y ni siquiera sé lo que esperas de mí o si esto es peligroso…
—Ese es el coche del ruso— dije sorprendido, ignorando sus quejas y señalando un audi TT negro aparcado a escasos metros del mío.
Salí del coche sin apagar el motor y me acerqué al pequeño deportivo ante la atenta mirada de Montse. Me agaché frente a la rueda delantera derecha del coche y tras deshincharla regresé junto a ella.
—¿Qué has hecho?— preguntó alarmada.
—Como no tengo cómo pincharle las ruedas le he deshinchado una. Lo retrasará el tiempo justo para que podamos recoger el paquete. También le he puesto un GPS. Si se acerca a menos de un kilómetro de nosotros empezar a sonar la alarma de reloj.
—¡Por Dios!— exclamó asustada— esto es una locura.
En lugar de contestar pisé a fondo el acelerador del coche haciendo que levantara una humareda enorme tras nosotros. Conduje por las calles de la ciudad tan deprisa como fui capaz, siendo brusco con las aceleraciones, frenazos y cambios de carril llegando a saltarme algún semáforo en rojo cuando tenía la visibilidad suficiente. Montse se agarraba con las dos manos tan fuerte como podía mientras gritaba, abriendo y cerrando los ojos en una intermitencia algo cómica.
—¡Frena! ¡Frena! Nos vamos a matar.
—Ya estamos llegando— contesté tomando veloz una curva a la derecha y subiendo el coche en la acera.— Es en el bar que hay en la calle que acabamos de dejar.
—¿Hay un bar abierto a las cinco de la mañana en esta zona?— preguntó sorprendida.
—Este sí.
—Está bien— dijo haciendo de tripas corazón. —Vamos.
—No— repliqué.
—¿Cómo que no? ¿A qué hemos venido?
—Tienes que ir tú sola.
—¡Estás loco!— se quejó. —No pienso recoger ningún paquete sola.
—¡Escucha!— grité. —Hay mucha gente en peligro y no podemos detenernos ahora. Si no sales del bar en menos de cinco minutos entraré a por ti — dije sacando una pistola de la guantera que ella miró sin ser capaz de emitir ningún sonido por ello. —Están esperando a una chica joven, de metro setenta, guapa y con los ojos azules.
—Mis ojos son verdes— se quejó.
—¡Mierda!— exclamé contrariado. —¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda!
—¿Cómo no te has dado cuenta?
—En la discoteca me parecieron azules…— dije pensativo. —Da igual. A penas tendrán tiempo de juzgar nada. Sólo entra y pide “el paquete de correos”.
—¿Cómo que no se darán cuenta?— preguntó asustada, con la voz temblorosa.
—Eres guapa y sabes lo que tienes que decir. Verán que tienes los ojos claros y no se fijarán más. Ábrete un poco la blusa –dije soltándole un botón con descaro por lo que se quejó— cuanto más abajo te miren mejor.
—No puedo hacerlo.
—No pienses. Sólo hazlo— la animé.
Y lo hizo. Casi no me lo creía pero salió del coche decidida y vi como se alejaba. Pude observar por el retrovisor como doblaba la esquina y recé nervioso para que el plan saliera bien. Esperaba que todo el mundo hubiera hecho su trabajo y que todo saliera según lo previsto. Estaba impacientándome ya cuando vi que Montse aparecía por la esquina corriendo.
—¿Dónde está el paquete?— pregunté sorprendido mientras entraba al coche.
—Sólo es un sobre— se quejó entregándome un sobre cerrado. Seguía con la blusa demasiado abierta. Casi podía ver los latidos de su corazón rebotar en la piel de su pecho que parecía perlarse de sudor tras la breve carrera.
—¡Mierda!— grité mientras abría el sobre deslizando el dedo por detrás de la parte encolada.— Más indicaciones.
—¿Qué dice? – preguntó alarmada mientras yo leía el papel.
—Que el paquete está en un hotel cercano— me quejé. —Les pareció arriesgado dejarlo en un bar. Tienes que acompañarme
—Ni hablar— se quejó. —Mi trabajo ha terminado ya. No querrás que dé un ataque al corazón.
—En el hotel pueden estar esperando a la chica… No puedo hacerlo solo— me quejé mientras mi reloj empezaba a emitir unos molestos pitidos. — ¡Joder!— grité.
—¿Qué pasa?
—¡El GPS!— exclamé— ¡el ruso viene hacia aquí!— dije mientras aceleraba y Montse corría nerviosa a ponerse el cinturón de seguridad entre gritos y quejas.
Mientras conducía a toda velocidad saltándome los stops y, por supuesto, los cedas, apagué el sonido del reloj con gesto serio, pensando en las alternativas que teníamos.
—Tenemos que cambiar de coche –dije tras unos minutos.
—¿Cómo vamos a cambiar de coche?— preguntó sorprendida.
Pero yo no contesté. Me limité a aparcar en el primer sitio libre que encontré y la animé para que me siguiera. Bajamos corriendo unas cuantas calles a todo el buen ritmo que podíamos con su falda y sus quejas. La oía jadear tras de mí pero no consentía que me alejara demasiado. En unos minutos, tras girar a la derecha en una calle estrecha, los intermitentes de un volskwagen golf gris parpadearon después de que yo accionara el mando remoto. Entré y me apresuré a ponerme el cinturón. Mientras empezaba a maniobrar para sacar el coche de su aparcamiento se abrió la puerta del copiloto. Montse se dio prisa para entrar y ponerse el cinturón con la respiración entrecortada y al expresión visiblemente asustada.
—¿Es peligroso?— preguntó por fin a punto de llorar cuando ya nos movíamos.
—¿El qué?
—El ruso— me increpó— ¿Qué va a ser? ¿Es un tipo peligroso?
—La verdad es que no. Se hace llamar así para asustar a la gente. El problema es que conoce a la gente adecuada.
—¿Y esos sí son peligrosos?
—Esos sí— contesté seguro tomando la carretera de la costa.
Al salir a la carretera nacional nos relajamos de golpe. Era imposible no tranquilizarse cuando a escasos metros de nosotros se mecía el mar mediterráneo que se fundía en mil colores desde el amanecer del horizonte. El cielo despejado y mar anaranjado de la mañana era demasiado bonito como para no dedicarle una larga mirada. Evité hacer comentarios al respecto pero asumí que ella también se había fijado.
Al pasar por delante de un pequeño pueblo pesquero vimos unas cuantas barcas pequeñas danzar entre las olas. Siempre las dejaban así, a unos cuantos metros de la playa, pero ese día, con los blancos teñidos de naranja y siguiendo la misma melodía, hacían una imagen espectacular que compartimos sin mucha prisa porque la carretera estaba desierta. Aún no eran las siete de la mañana y compartíamos la calzada con muy pocos coches. Era imposible no querer mirar al sol y sus rayos dorando el mar; era imposible no querer hipnotizarse por el movimiento suave y repetido de las barcas sobre las olas.
Nuestras pulsaciones se recuperaron después de nuestra aventura y nuestra pequeña carrera. Habíamos tenido un subidón de adrenalina que ahora nos estaba aletargando mientras llegábamos al hotel. Estaba construido sobre un pequeño acantilado de no más de diez metros de alto. Yo he visto alguna vez, cuando el mar se enfada, como las olas rotas llegan a las ventanas más bajas. Era un hotel pequeño y tranquilo. Apartado de la cualquier pueblo pero a escasos cien metros de la carretera nacional.
—Tienes que pedir la llave de la habitación 210. Si te pidieran documentación di que la tienes en el coche y sal sin dudar.
—No pienso hacer eso.
—Es fácil. Sólo tienes que pedir la llave de la habitación.
—¿Y si conocen a la chica? ¿Y si me hacen preguntas? ¿Y si hay algún código?
—Pues la misión fracasará— contesté rotundo.
—Y a mí me pasará cualquier cosa.
—No va a pasar nada. Han dejado un paquete en una habitación, pero los trabajadores del hotel son gente normal.
—No querrás que después vaya a buscar el paquete. ¿Verdad?
—Te estaré esperando en la puerta de la habitación cuando subas con la llave.
—Esto va a salir mal— se quejó en voz baja—. Tiene que salir mal a la fuerza.
—Ya verás que no— intenté animarla mientras aparcaba—. Seguro que sale bien.
Bajo del coche lentamente y todo en ella reflejaba la inseguridad y los nervios que sentía. Estaba sorprendido de que me hubiera seguido con esa facilidad pero empezaba a pensar que el plan podía salir bien y eso me alegraba. Necesitaba que el plan saliera bien.
Apenas cinco minutos después la estaba esperando delante de la puerta de la habitación. Salió del ascensor con una tarjeta en la mano y visiblemente nerviosa.
—Yo me voy— dijo alargándome la tarjeta con la mano—.A partir de aquí es cosa tuya.
—¿Para qué te vas a ir ahora? Ya lo tenemos.
—¿Y el ruso?— preguntó asustada.
—El ruso no sabe dónde estamos y si lo supiera, mi reloj nos avisaría— dije abriendo la puerta con cuidado.
Abrí las luces de la habitación y el baño mientras le hacía un gesto para que se esperara en el pasillo un momento. Había sacado la pistola y la llevaba apuntando al suelo por si necesitaba enseñársela a alguien. La habitación parecía vacía y le indiqué que podría entrar conmigo. Revisamos el baño, la habitación y los armarios. Encontramos el maletín debajo de la cama. Mientras lo miraba intentando decidir si era conveniente abrirlo vi como Montse corría las cortinas y se quedaba mirando por la ventana. La habitación 220 estaba justo encima del pequeño acantilado y parecía que las olas llegaban hasta pasar por debajo de nuestros pies. Las vistas sobre el amanecer eran espectaculares y el rompeolas partiendo el mar a lo lejos hacía que el sol pareciera enorme.
—Voy a abrir el maletín— dije decidido.
—¿Qué hay?
—Nada que deba preocuparte. Métete en el baño, por favor.
—¿Cómo que no debe preocuparme? ¿Cómo que me meta en el baño?
—No te asustes.
—Llevo asustada toda la noche—dijo mientras se iba hacia el baño.— Y empiezo a estar harta.
Vi que dejaba la puerta un poco abierta para intentar ver lo que estaba haciendo. Decidí que si eso era lo que quería se lo pondría fácil. Arrojé mi americana sobre una silla y situé la maleta sobre la cama de forma que pudiera verse desde donde estaba ella.
—¿Qué es eso?— preguntó horrorizada cuando abrí el maletín.
—Dinero y un arma— contesté tranquilo obviando parte de la respuesta.
—Lo otro.
—Ah. Lo otro. Eso es una bomba –dije exagerando una tranquilidad que no sentía y metiendo la mano dentro del maletín—. Pero no está activada.
—¿Estás seguro?— preguntó abriendo más la puerta del baño.
—Segurísimo— contesté cerrando la maleta y dejándola de nuevo bajo la cama.
Montse salió del baño soltando un soplido. Se la veía visiblemente cansada después de tanto subidón y bajón de adrenalina. Se dejó caer sobre la cama en silencio, como si se hubiera apagado de golpe.
—Me daré una ducha — dije convencido.
—¿Cómo?— preguntó extrañada alzando la cabeza. —No pretenderás quedarte aquí más tiempo del necesario.
—¿Y porque no? Nadie va a venir a buscarme aquí.
—Pues yo me voy— contestó en tono insolente como una niña pequeña.
—Haz lo que quieras dije seguro mientras entraba en el baño sin cerrar la puerta.
Cuando salí a los cinco minutos con la toalla en la cintura me la encontré con dos botellines de vodka vacíos mirando por la ventana.
—¿No te ibas?— le pregunté tumbándome en la cama.
—Decidí beber algo y darme una ducha— contestó sin mirarme mientras se dirigía al baño.
Estuve esperando en la cama menos de diez minutos. Me tomé una cerveza porque las carreras me habían dado sed y me limité a esperar mirando por la ventana. Salió envuelta en su toalla con el pelo aún mojado. Emanaba sensualidad tenía un aspecto espectacular. Las gotas de agua le resbalaban desde el pelo y la toalla no podía más que dibujar su figura que en aquel momento me pareció perfecta. Se acercó al minibar de donde sacó un botellín de ginebra mientras yo la miraba alucinado con ojos y boca abiertos a partes iguales.
—A falta de pan…— dijo mirándome para comprobar cómo la estaba mirando yo.
Pero eso no me condicionó. Seguí con la misma mirada porque el espectáculo que tenía enfrente merecía toda mi admiración. No pareció molestarse por mi mirada y sonrío divertida tocándose el pelo. Fue todo lo que necesitaba para mostrarme un poco más atrevido. A penas un minuto de silencio me sirvió para ofrecerle un trato absurdo.
—Mi reino a cambio de esa toalla— le ofrecí.
III
—Tú no tienes ningún reino— contestó alegre.— Vas a tener que subir la puja.
Entendí que el juego había empezado y deseé para mis adentro que fuera lo suficientemente bueno jugando.
—Pues ahora mismo puede ofrecerte una bomba y un montón de dinero que posiblemente sea falso o como mínimo robado— contesté riendo.
Se me quedó mirando unos instantes durante unos segundos. Estaba analizando su siguiente movimiento hasta que se bloqueó y decidió pasar de estrategias y juegos absurdos.
—¡Qué demonios!— se dijo llevando su mano derecha al extremo de la toalla—. ¡Trato hecho!
Y diciendo esto tiró del extremo y desenrolló la toalla. Me la tiró encima, en la cara, tapándome la visión durante unos momentos pero me despejé la vista de un manotazo. Parecía estar posando, con los brazos en jarras y una de las piernas ligeramente flexionadas. Espectacular. Haciendo una pausa tras cada una de las sílabas y entreteniéndome en cada uno de los pliegues de su piel aún brillante por la reciente ducha. Es cierto que hay mujeres que desnudas ganan en belleza hasta límites absurdos. Y Montse era una de ellas. Vista sin ropa parecía simplemente perfecta. Tenía unos pechos firmes y bastante mayores de lo que me habían parecido hasta entonces. Lucía su sexo sin reparos con la cantidad de pelo justa para se pudiera admirar y venerar. Toda ella parecía esculpida y me puse nervioso solo pensar la suerte que estaba a punto de tener.
Solté mi toalla también sin pudor y esperé a que se abalanzase sobre mí. Nos estudiamos el uno al otro durante unos instantes y cuanto tubo suficiente se acercó sigilosa como si el más mínimo ruido pudiera romper la magia del momento. Se acercó y se puso a horcajadas sobre mi permitiendo que nuestros respectivos sexos se intuyeran mutuamente. Besarse fue la forma más fácil de estar callados y preparar el siguiente movimiento. Sus besos húmedos, ansiosos y nerviosos, me excitaron mientras mis manos recorrían tímidamente su espalda. Notaba como sus pechos se frotaban contra mí y ansiaba el momento de tenerlos en mi boca. Sonrió cuando mi miembro despertó de su letargo y empezó palpitar dando pequeños golpecitos en su entrepierna. Fue cuanto necesitaba para el siguiente paso.
Saber que sus pechos estaban libres y expectantes me estaba martirizando, así que sin previo aviso la agarré de la cintura y la eché sobre la cama quedando yo entre sus piernas. Agarré ambos pechos mis manos y empecé a acariciarlos con la mirada clavada en ellos. Tan solo unos segundos tarde en descender sobre su propio cuerpo y tomar uno de ellos con mi boca. Jugueteé con los labios y la lengua primero, pero ante la aceptación que estaban despertando mis movimientos uní los dientes con sumo cuidado. Pareció agradecer el gesto y me pasé unos minutos cambiando de uno a otro sin que ello pudiera controlar o disminuir los ataques que mis propios instintos me hacían.
—No tardes— suplicó al poco—. Vamos— añadió sin mirarme ni abrir los ojos.
Y eso me sorprendió porque siempre había oído que los hombres tenemos demasiada prisa para llegar a la penetración pero Montse estaba ansiosa por acogerme y lo mostraba sin pudor. Así que apoyado sobre una mando y ayudándome con la otra, en lo más parecido que puede haber a un misionero, empezó la gesta y el espectáculo que era ver sus expresiones y sentir sus movimientos.
Me acogió con los ojos cerrados, expectante, pero los abrió un poco en cuanto la más mínima parte de mí estuvo en su interior. Empezaron casi cerrados, pero fueron abriéndose a medida que me deslizaba sutil y lentamente para terminar completamente abiertos, coronando una sonrisa pícara repleta de satisfacción. A medida que empecé a moverme ella empezó a acompañarme con leves movimientos con las caderas y las piernas. Era espectacular el control que tenía sobre su propio cuerpo.
Empezó a ignorarme al poco tiempo; parecía disfrutar de su propia fiesta y, en cierto modo, me alegraba por ello. Aún y con los ojos cerrados la expresividad de su cara me decía cuando acelerar y cuando esperar. Arqueaba la espalda, se mordía los labios y paraba la respiración. Era asombroso y me parecía uno de los espectáculos más bonitos que he visto en mi vida.
Estuve mirando un rato su cuello hasta que me venció. Me acerqué a él y empece a succionarlo y a darle mordiscos suaves, pero con toda la boca y asegurándome que notara los dientes. Algo dentro de mí me empujaba a morderla y lamerla… Recorrí el lado izquierdo de su cuello con mi lengua hasta llegar al lóbulo de su oreja que lamí y mordí sin conseguir que ella me hiciera más caso por ello.
Unos pequeños temblores empezaron a sacudirla y apoyó sus manos en mi pecho. Yo seguía moviéndome aunque los movimientos de sus caderas parecían acompañarme para que esos mismos movimientos fueran imperceptibles para ella. Sacudió lentamente las piernas y empujó con más fuerza, hasta hacerme daño, con las manos en mis hombros. Me quedé quieto, mirando como la expresión de su cara cambiaba una y otra vez hasta que, con un gesto de sus caderas y ante mi sorpresa, me hizo salir.
Se quedó con los ojos cerrados un momento y yo me tumbé a su lado. No sabía si debía decir algo o esperar a que hablara ella. No era la primera vez que me pasaba algo parecido y no me molestaba lo más mínimo. Que una chica te ignore mientras le haces el amor sólo es síntoma de que se lo está pasando muy bien… O asquerosamente mal, claro. Y eso era algo en lo que no podía pensar. Estaba ensimismado mirándola e intentando retener la imagen de su cuerpo desnudo en mi memoria cuando abrió los ojos y me miró sonriente.
—Necesitaba esto— me dijo. —Con tanto trabajo y tanto estrés casi se me olvida lo divertido que es.
Yo no dije nada. Me quedé mirándola y disfrutando del momento. Jamás me ha disgustado lo más mínimo que las relaciones sexuales no terminen con un gran orgasmo. Entiendo que para mucha gente sea decepcionante, pero para mí no. Ya me proporcionaré los orgasmos cuando los necesite. Cuando estoy con una persona es para estar con esa persona y pensar en el orgasmo no hace más que distraerte de lo que es importante. Y su mirada lo era.
Estuvimos sobre la cama callados un rato. No había mucho que decirnos después de aquello y yo no tenía muchas ganas de hablar y estropearlo.
—Ni siquiera sé cómo te llamas— rió.
—Puedes llamarme, Pepe— dije después de una breve pausa. —Pepe servirá.
—No me gusta saber que es un nombre falso.
—¿Cómo te llamas tú?
—Puedes llamarme Montse –contestó guiñando un ojo. —Montse servirá.
Resultaba absurdo pensar en preguntarle si era el bueno o no. Tenía el mismo derecho que había tenido yo de decir lo que le diera la realísima gana.
—¿Has cumplido la misión?
—Mucho más que eso— sonreí.
—Ha sido poca cosa ¿Verdad?— preguntó seria. —Estaba tensa y hacía mucho tiempo que no lo hacía.
—Ha sido un placer mirarte.
—Ha sido un placer sentirte— dijo acariciándome el pecho. —Pero puedo hacerlo mejor— terminó sonriendo y llevando la mano hasta mi entrepierna.
Sonreía maliciosa mientras empezaba su masaje lento y rítmico. Yo no terminé en despertar porque no había llegado a relajarme del todo. Su cara era la de alguien que estuviera haciendo algún tipo de travesura y eso me encantaba.
—Ponte cómodo— dijo acercando su cara a mi entrepierna.
Y ahí fue donde obtuve mi recompensa a todas las buenas obras que haya podido hacer en mi vida. Sin dudar ni entretenerse empezó a recorrer mi pene con la lengua lentamente hasta que decidió introducirlo en su boca. Jugó con la lengua y con los labios durante tanto tiempo como pudo masajeándome con las manos todo cuanto estaba a su alcance.
Estaba disfrutando de aquello pero no quería que siguiera, quería poder hacer otras cosas y participar en el juego. Empujé ligeramente su hombro para que entendiera que ya tenía suficiente pero me ignoró. Casi le pedí que parara pero hizo caso omiso. Siguió hasta que fue mi espalda la que se arqueó y los dedos de mis pies los que se tensaron mientras un calambrazo de placer me recorría la espalda. Se levantó y corrió al servicio dejando escapar una risa entrecortada.
A los pocos segundos escuché el agua de la ducha y decidí echar un vistazo. Se estaba duchando de nuevo después de nuestra pequeña fiesta y agradecí infinitamente que el cristal de la mampara fuera completamente transparente. Era una diosa y me parecía absurdo que una chica así hubiera terminado duchándose delante de mí.
Me miró mientras se enjabonaba y no pareció sentirse invadida. Sonrío, visiblemente contenta e interpreté un pequeño movimiento de su cuello como una invitación. Acepté gustosamente y me metí en la ducha con ella. Empezó a enjabonarme con la mano desnuda y un montón de jabón que resultó demasiado frío al tacto en mi piel. Yo la imité por más que su piel ya estaba cubierta de jabón porque no podía evitar querer recorrer su piel con mis manos y dejar que mis dedos aprendieran todos los caminos de su cuerpo.
Empezó a acariciarme el pene de nuevo con la excusa de lavarlo y se entretuvo en ello hasta que recobró al vitalidad y la energía que ella ya conocía. Sonrío, satisfecha, sin decir nada porque no hacía falta y es mejor estar callado si no vas a mejorar el silencio. Me abrazó acariciándome la espalda y dejando que me alojara entre sus piernas obligándome a más flexión de la que sería recomendable.
Empezó a moverse lentamente, frotando su clítoris contra mi y pronto noté como su respiración cambiaba. Se echó un poco hacia atrás, tirando de mí, y subiéndose en un pequeño bordillo de escasos diez centímetros que había en la ducha. Me guiñó un ojo y cogiéndome con la mano me invitó a pasar.
Tenía que doblar la espalda y flexionar las rodillas pero conseguí entrar en ella y repetir la experiencia de la cama. La situación era excitante y la chica era preciosa, pero la posición era incómoda y todo el cuerpo me dolía por la tensión a la que lo estaba sometiendo. Salimos de la ducha, sin secarnos, y se sentó en el lavabo facilitando mucho mi trabajo. Podía verme en el espejo por encima de su espalda y la visión fue infinitamente motivadora. Aquél, el que estaba con esa pedazo de chica, era yo.
Volvimos a entrar a la ducha una tercera vez— por separado— antes de despedirnos. Le dejé a ella el primer turno y cuando salí del baño me la encontré tumbada de lado en la cama en ropa interior. Estaba mirando el cielo, que se había nublado en poco tiempo y me daba la espalda.
—¿Te llevo a algún lado?— le pregunté.
—Me gustaría ir a ver a una amiga que vive en este mismo pueblo. Iré andando.
—Muchísimas gracias por la ayuda— dije apoyándome en la cama tras ella.— Ha sido fantástico— terminé dándole un beso en la mejilla.
—Ha sido genial— contestó sonriendo pero sin devolverme el beso.
Salí de la habitación sin mirar atrás con el maletín en la mano. La noche había sido excitante, movida, divertida y, sobre todo, distinta a las que estoy acostumbrado. Estaba convencido de que para ella también habría valido la pena hasta que la vi en la boda. Entonces pensé que no me había portado bien con ella.