El retiro del cobarde (3 y final)
No le diré a nadie que no se lea un relato mío, pero este será mejor si se leen primero las otras dos partes.
VII
No había nada que interpretar. No tenía porque asustarse. Pero cuando Montse vio a ese chico quieto, esperando al final de la escalera mecánica, se sobresaltó. Poca gente viajaba en el metro a esas horas hasta la zona alta de la ciudad y los que lo hacían, se movían con prisas. Con la capucha del jersey puesta y la cabeza gacha, ocultando
su rostro, era imposible que pasara desapercibido. Montse creyó reconocer la sudadera, pero no se detuvo. Aquello no era lo que esperaba.
Así que aceleró el paso. Tenía que andar cuatro calles, sintiéndose ridícula al principio pero asustada después, cuando comprobó que el chico la seguía a pocos metros sin intentar disimular lo más mínimo. Si era un juego, le pareció excesivo. El ruido seco de sus tacones aceleró el ritmo y su respiración lo imitó. La calle jamás había parecido tan silenciosa y desierta como ese día. Su piso, jamás había estado tan lejos. No pudo resistir la tentación de correr cuando dobló la última esquina y rezó para encontrarse la puerta del hall abierta y el ascensor esperando.
Dio gracias a Dios por esa cerradura que no se cerraba sin intención expresa y corrió hacia al ascensor. Mientras esperaba, nerviosa, vio por el rabillo del ojo como el hombre extraño intentaba abrir la puerta sin éxito. Casi llora al ver como empezaba a llamar a todos los pisos esperando que alguien abriera a un extraño. Vio como la puerta principal se abría cuando ella entraba en el ascensor y empezaba a subir. Creyó oír los pasos acelerados subir la escalera y estuvo a punto de desmayarse cuando se dejó caer tras la puerta de su piso.
Notaba el pulso en el pecho, en las sienes y en las muñecas. Su corazón trotaba acelerado y su respiración entrecortada se había vuelto excesivamente ruidosa. Incluso la sospecha de que aquel hombre no era del todo un desconocido no la había librado del estrés que suponía saberse perseguida. Supongo que pensaría que yo estaría a punto de llamar a la puerta en cualquier momento.
Pero no lo hice. Esperó sentada durante diez minutos, mirando el reloj de forma continuada pero no apareció nadie. Cuando se tranquilizó se puso en pie y acercó un ojo a la mirilla. Resultaba desconcertante el pasillo vacío. Echó el cerrojo y cogió el móvil para mandar un mensaje.
—No m has cogido.
Esperó respuesta durante otros diez minutos y volvió a insistir.
—Pensé que entrarías de todos modos. No vienes?
Se quedó esperando durante unos minutos y no le gustó leer la respuesta que le mandé:
—
No se de q hablas. stoy en el gym
.
El corazón volvió a acelerarse y volvió a sentir el miedo que ya se estaba disipando. No era yo quien la había seguido, sino un desconocido. Y aquel hombre de la capucha estaría ahí fuera cada noche. Visiblemente asustada, incluso temblando, decidió darse una ducha con agua caliente. Se movía de forma lenta y torpe, todavía sorprendida por lo que acababa de pasar y asustada por lo que podría haber pasado si se lo hubiera tomado como una broma.
La ducha duró más de lo normal ese día y cuando salió no tenía ganas de cenar ni de leer ni de ver la tele. Con una de sus camisetas preferidas y unos pantalones ridículamente cortos, recorrió todas las habitaciones de la casa apagando las luces. Se sentó en la cama, pensativa, y estuvo mirando al armario durante unos segundos. Finalmente apagó la luz y se tumbó. Cambiaba de postura cada pocos segundos y hacía pequeños ruidos con la boca como pequeñas quejas. Estaba nerviosa y casi sufrió un infarto cuando notó que dos manos fuertes le cogían las muñecas. Gritó con todas sus fuerzas, pero aquel hombre, que parecía tan grande, tardó poco en atrapar las muñecas con las rodillas y tapar la boca con la mano.
—Te aseguro que más vale que estés calladita— dijo con una voz exageradamente rota.
Empezó a llorar por el pánico de la situación mientras notaba como le ataban las manos a la cabecera de la cama. Gritar había dejado de ser una opción cuando le había amordazado la boca y ahora sólo pensaba en ser capaz de descubrir una pista. Sí, una pista le indicaría si aquello era la peor experiencia de su vida o su propia medicina. Porque ella no tenía porque saber que Carlos se había puesto mi sudadera, que yo había copiado la llave y que en lugar de en el gimnasio estaba escondido en el armario. Pero había urdido el plan desde que me confesó sus fantasías.
Le había tapado los ojos con una venda negra, pero ya debería estar llegando a alguna conclusión.
Mi voz debía confundirla pero no lo suficiente como para no empezar a atar cabos.
Podía ver como su cuerpo se retorcía intentando zafarse de las cuerdas aún y estando a oscuras. Pareció relajarse al encender las luces pero su cuerpo seguía meciéndose por los movimientos exagerados de su respiración acelerada. Sentía que estaba más vivo que nunca, con la adrenalina acelerando robándome la conciencia. Me sentía como un cazador a punto de disfrutar de su presa y tuve que intentar calmarme.
Estuve varios minutos esperando a que se relajara, sin hacer ningún ruido que pudiera distraerla. Cuando creí notar que estaba más tranquila me acerqué a ella y empecé a hablarle al oído. Ella había pedido ser sorprendida y eso estaba haciendo. Lo haría a mi manera.
—
Bueno— susurré sin camuflar demasiado la voz— parece que tenemos toda la noche para nosotros—dije acariciándole la cara primero y bajando la mano lentamente por el cuello hasta llegar a posarla en su pecho izquierdo. Ella empezó a sacudirse y a hacer tanto ruido como podía con el pañuelo dentro de la boca. Llegué a pensar que no me había identificado aún y decidí mostrar mi voz con más naturalidad para que me identificara sin problemas. —Pasaremos un buen rato.
Pareció tranquilizarse un poco aunque aún era capaz de distinguir los movimientos de su pecho. Ella misma me había confesado que la gracia estaba en la duda de saber quién era yo, pensé que si la duda no era suficientemente infundada la experiencia podría ser casi traumática.
—¿Gritarás si te destapo la boca?
Hizo unos pequeños ruidos que quise interpretar como una leve negación así que accedí pensando que si se ponía a gritar porque no sabía quién era le quitaría la venda para que se tranquilizara. Empezaba a dudar de mi propio juego. Fue ella quien me dejó claro que era consciente de todo y que quería jugar.
—No te haré daño— dije tranquilo—, pero lo pasaremos bien.
—Coge el dinero del bolso si quieres y vete— contestó con la voz temblosa. Llegué a pensar que seguía sin reconocerme por lo extraño de la situación.
—No quiero dinero— repliqué mientras intentaba acariciar su cara y ella se esforzaba por morder mi mano—. ¡Aishh!—me quejé—. ¡Solo quiero quitarte la venda!
—
¡No!— gritó alarmada sabiendo que eso terminaría con el juego. Hizo una pausar para pensar en como explicar su comportamiento y continuó. —No quiero ver tu asquerosa cara.
Tuve el impulso de reírme por la justificación que había encontrado a su respuesta. Lo único que quería es que quedara una ínfima posibilidad de que las cosas no fueran tal y como ella suponía que eran. Y a mí no me parecía mal. Ya me tocaba a mí hacer las cosas a mi manera.
Me senté a horcajadas encima de ella y no se quejó demasiado. Me costó muy poco partirle la camiseta con las manos y ante eso sí quejó, aunque tan sólo unos segundos. Lo que veía en aquella posición, su pelo despeinado y su cara enrojecida, sus pechos libres y su vientre desnudo, todo, me parecía de una belleza inigualable. Os puedo asegurar que Montse, ahora que la miraba con calma, era una preciosidad cuando se mostraba sin adornos de ningún tipo. Me sentía un privilegiado por mi posición y alargué el momento tanto como pude. Acariciando y besando su cuerpo desnudo. Hubiera podido pasar la noche entera enseñando a mis manos todos los caminos de su piel.
Parecía impacientarse y empezó a moverse, a levantar las caderas para intentar echarme, pero era absurdo. Ahora era como un juguete para mí. No me importaba demasiado lo que ella quisiera o esperara. Yo la quería para mí y, con las manos atadas, no podía hacer nada para impedirlo. Cuando capturé uno de los pezones con mis labios dio un respingo pero no se quejó. Yo tenía todo el tiempo del mundo y ella no iba a darme prisas. Conseguí romper los pantalones –con algo más de esfuerzo— y repetí la pausa. Estaba empapada y no podía negar que estaba más excitada que en ninguno de nuestros encuentros anteriores.
N
o quería acabar con aquello. Necesitaba pasar minutos enteros intentando memorizar cada poro de su piel. Lo que pudiera hacer con ella carecía de importancia ante tanta belleza. Era casi injusto que alguien tuviera el privilegio de portarla y regalarla. Más aún a quien, como yo, jamás ha hecho nada por merecer nada parecido (algo que no me suponía ningún dilema moral). Pero ella era tan consciente de eso que me enfadaba. Necesitaba que tuviera claro que yo tenía el control y me aseguré de que me escuchara salir de la habitación. Me quedé observando desde la puerta. Parecía que aquello la ponía más nerviosa y en aquel momento a mí me encantaba cualquier cosa que la pusiera nerviosa. Mirándola, no pude evitar recordar una película mítica y el uso del cuerpo humano como plato.
Así que volví de la nevera con un par de yogures cremosos. Nada comparable a la nata, pero suficientemente dulce y frío para cumplir la misión que me había propuesto. Se lo di a probar con el dedo. Algo que rechazó primero pero que aceptó tras insistir un poco. Terminó por chupar el dedo con más ganas de las esperadas y cuando lo liberé, esparcí el yogur casi líquido por su cuello, pechos y vientre. Iba a comerme hasta la última gota. Lamí, chupé y succioné con mucha calma tanto como pude. Y a ella parecía parecerle muy bien. La respiración pasó a ser un constante jadeo y marcaba el ritmo de mis movimientos. Me decía cuando moverme y cuando parar. Porque la respiración de una mujer es todo cuanto necesitas escuchar de su cuerpo. Al menos, cuando ella quiere que la escuches.
Me desnudé y empecé a jugar con mi polla en su vagina, sin penetrarla ni darle ninguno de los premios que esperaba por su sumisión. H
abía una petición que se había grabado como con un cincel en mi cabeza. Una petición que me había obsesionado desde que, atónito, la escuché de su propia boca, acompañada de una mirada dulce que poco tenía que ver con lo que me estaba pidiendo. Cualquier hombre, ante esa petición, haría lo imposible por propiciar las circunstancias oportunas. Yo había montado todo ese embolado para ese momento, para terminar soltando mano y pie derechos, darle la vuelta y volver a atarla.
—Necesito a alguien dulce para estrenar el último agujero— me susurró al oído—. Lo intentado un par de veces y al final me he asustado. ¿Lo harás?
Y ya no pude pensar en anda más durante varios días. Había dado mil vueltas a la forma de cumplir con su fantasía de ser tomada por un “desconocido” y ahora tenía el premio justo delante. Era como dos maravillosas pelotas, como dos enormes melocotones tan firmes, tan tersos y tan bonitos. Porque Montse tenía un culo de los que hacen historia, de los que generan admiración e incredulidad a partes iguales. Porque las chicas con ese culo visten lo que sea con tal de que resalte, pero Montse lo guardaba oculto tras unos serios pantalones grises y una americana demasiado larga.
Que considerar que necesitaba “estrenarlo” para disfrutar plenamente de su sexualidad podía ser una tontería pero también
un premio para mí en varios sentidos. No pude evitar manosearlo antes, separar los cachetes y ver que estaba preparada. Se había depilado a conciencia para recibirme, como si supiera que su petición derribaría los más castos de los votos.
—
¡¿Qué vas a hacer?!— preguntó alarmada cuando notó mis caricias.— ¡Ni se te ocurra, cabrón!— pero yo seguí con el juego porque el juego lo empezó ella y porque ya no había quien me parara. Hizo una pequeña pausa y consiguió añadir algo. —En el cajón.
Me limité a mirar y comprobé que había comprado un pequeño bote de aceite lubricante. Fue como si alguien intentara premiarme con todas las buenas acciones realizadas durante mi vida y empecé a ponerme nervioso. Ya no podía esperar más. Tenía que ser ya.
Así que esparcí lubricante en mi polla y en su ano. Ella movió las caderas para facilitarme el trabajo y fue levantando el culo para preparase, mordiendo desde el principio la almohada convencida de que el dolor sería inevitable. Yo conseguí hacer las cosas con mucha calma, paseando primero, apoyando después… Creí que no podía hacerse con más cuidado, pero cuando introduje un par de centímetros noté como se tensó de golpe y escuché su grito ahogado por la almohada. Intuí que si salía no volvería a entrar jamás, así que me quedé quieto, intentando acariciar su espalda para relajarla primero y su clítoris después para alejar sus pensamientos del dolor.
Pero se había secado en un par de minutos. Me sorprendió la rápida reacción de su cuerpo ante el dolor pero humedecí mis dedos y masajeé hasta que noté que se animaba de nuevo. Entré apenas un centímetro más y esta vez fue ella quien empezó a masajearse. Volví atrás ese centímetro y lo recuperé de nuevo. Gritaba cada vez que avanzaba y callaba cuando reculaba. Tardé una eternidad en ganar el recorrido suficiente como para permitirme un mínimo movimiento de vaivén. Pero dejó de gritar. Siguió mordiendo la almohada, pero ya no gritaba. Es de las situaciones más “animales” que he vivido. Ofrece sensaciones muy distintas y no solo en el sentido sexual, pero dejaré que cada cual lo descubra para no ser tildado con adjetivos que en ningún momento me describen. El que sepa de qué hablo no necesitará más pistas…
Tardé mucho menos de lo deseable porque cada minuto que lo alargaba hacía más posible que me echara. Pero
cuando acabé sin salir me sentí el tipo más afortunado del planeta. Ella se dejó caer sobre la cama y esperó largos minutos antes de reaccionar. Pero es que yo no lo necesitaba. Aquello había sido genial Me limité a desatarla y quitarle la venda. Aunque esperó incluso para abrir los ojos.
—Esto va a doler durante unos días— dijo dándome la espalda sin que sonará a reproche.
—He sido tan cuidadoso como podía. Lo siento— dije poniendo una mano en su hombro, lamentando de verdad haberla lastimado.
—
No te preocupes. Sabía que serías cuidadoso— dijo tras una pausa que me pareció muy larga. —Creí que sería peor, la verdad.
Siguió dándome la espalda durante unos buenos minutos aún. Parecía no tener muchas ganas de hablar del asunto y yo me conformaba con haberlo vivido. Quería contarle como lo había organizado todo cuando dejó la llave para que pudiera cerrar, pero pensé que no necesitaba ni querría conocer la historia entera. Sentía cierta gratitud por aquella experiencia y, siguiendo con mi habitual sinceridad, cierta ternura que no me hacía ningún bien. Sabía que podía abrazarla si quería, por eso lo hice, porque en ese momento ella aceptaría y agradecería mi abrazo. Pero también sabía o empezaba a intuir que no tendría un beso de buenos días por la mañana. Y eso me asustaba. Porque cuando conseguía hacerla mía, llegaba la noche y me la robaba; porque no podía saber qué era fingido y qué era real. O lo que es peor, no quería descubrir que las dos eran igual de reales e igual de falsas.
Desperté con el sonido de la puerta y la luz del día entrando sin tapujos por la ventana abierta. Hacía fresco y me enfadó que no se hubiera esperado a que yo me despertara para abrir la ventana. Pero más me molestó que se fuera a trabajar sin decir adiós. Quise convencerme de que quería respetar mi sueño, pero sabía de sobras que no le había gustado amanecer a mi lado; que yo debería dormir en mi propia cama y no quedarme a evidenciar que había ultrajado su intimidad, su personaje y su casa.
Quise sonreír al ver la simple nota que había dejado en la cocina pero no pude. “No necesitas que te deje la llave, pero deja la tuya en el buzón cuando te vayas”. Está claro que podía hacerme otra copia si quería, pero no lo haría. Me molestó el tono de la nota. Es normal que no le pareciera bien que yo anduviera con una copia de la llave de su casa, pero tendría que haberme dado el margen suficiente para que fuera yo quien la devolviera.
Me duché con cierta apatía como era normal en esa casa. No conseguía terminar una noche eufórico como merecían las circunstancias y decidí que no volvería a quedarme dormido en esa casa. Prefería despedirme de Montse por la noche a vivir en primera persona la frialdad con la que despertaba. Conduje hasta el trabajo algo entristecido y esperé, egoístamente, encontrarme con una sonriente Lucía que me alegrara la mañana. Porque todos somos muy independientes, muy valientes y muy maduros, pero hay gente que nos hace la labor de parecerlo más fácil.
Montse tenía la capacidad de manejar mi estado de ánimo a su antojo. Me deprimía y me excitaba con un par de frases sin que pareciera que tuviera que esforzarse por ello. Lucía en cambio solo parecía interesada en mis sonrisas. Era como si se conformara con verme contento y eso es algo muy reconfortante.
—
¡Buenos días, Arnau!— exclamó nada más verme. —Siéntate aquí cerquita.
Y me gustó. ¿Qué puedo decir? Me senté justo al lado del hueco que tiene la barra para que entren los camareros, junto la caja registradora y bien cerca de la cafetera donde ella hacía cafés con una vitalidad muy extraña para mí a esas horas. Tenía el bar lleno y hablaba con la gente como si los conociera de toda la vida. Me fijé en que había más clientes que semanas atrás y pensé que el dueño había hecho muy bien al contratarla. No hay nada que siente mejor por la mañana que un poco de alegría. Y ella parecía derrocharla.
—
No puedo invitarte a una magdalena cada día— dijo sonriente, sirviéndome el café con leche que aún no me había dado tiempo a pedir—. Pero ayer hice esto— me dijo saliendo de la barra y dándome un trozo de bizcocho a escondidas. —Si a mí no me gusta la bollería industrial, no te la voy a dar a ti.
No supe que decir. Supongo que abriría los ojos como platos y la seguí con la mirada atónita mientras ella servía más cafés. El bizcocho estaba increíblemente bueno pero no pude evitar pensar que podría morir en los brazos de Montse si tuviera el carácter de Lucía. Era imposible no compararlas y pensé que podría tener el sexo con una y el cariño y la ternura con otra. Tendría que haber desechado la posibilidad, pero Lucía volvía sonriente hacia mí y aquel era un fuego que podía quemarme sin que me quejara por ello. Se apoyó en la barra sonriente y empezó a hablarme.
—¿Cómo le va a mi cliente favorito?
Y yo quería resultar ocurrente y gracioso, pero me quedaba hipnotizado por el verde de sus ojos, por su sonrisa... incluso por unas diminutas pequitas que tenía bajo los ojos que le daban un aspecto juvenil muy agradable. Tenía los dientes perfectos y la sonrisa le ocupaba la cara entera. Porque cuando uno sonríe como ella, de verdad, no basta con que sonrían los labios. Sonríen hasta las orejas.
— ¿No vas a decirme nada?— pregunté fingiendo estar seria ante mi silencio. Y no sé de donde salió el descaro y la originalidad pero conseguí contestar.
—
Esperaba que si callaba y lo deseaba con la fuerza suficiente el tiempo se parara. No se me ocurre un lugar mejor para parar el tiempo—. Lo dije con total seriedad y con una tranquilidad que me sorprendía a mí mismo. Ella se ruborizó hasta el punto de empequeñecerse y dejar caer los hombros. Suspiró como si eso fuera respuesta suficiente y esperó unos segundos antes de contestar.
—Gracias— dijo cogiéndome del brazo por primera vez— necesitaba que alguien me dijera algo bonito y me encanta que hayas sido tú.
— ¿No has tenido un buen día?
—Sí, sí. Lo que pasa es que parece que sea la única persona que se despierta con un mínimo de alegría por aquí.
—Al menos nos quedas tú— contesté intentando que sonara a gratitud.
—Y eso no va a cambiar. Me encanta vivir aquí. El clima, la gente… me gusta todo. En Uruguay vivía lejos del mar y casi no lo veía, pero aquí puedo ir muy a menudo.
—
Ves— repliqué. —Eso es algo que los de aquí apenas valoramos.
—Pues tendrías que haber visto a mi hija ayer. Dando saltos por la arena y deseando meterse en el agua.
Para mí fue como un jarro de agua fría inexplicable. Un montón de cosas en orden irreproducible pasaron por mi cabeza. Porque yo no quería nada con esa chica; porque lo que tenía con Montse era raro, pero era real; porque no tenía que importarme que Lucía fuera madre y que estuviera casada; porque sólo nos sentíamos a gusto y era una chica agradable. No tenía ningún sentido que tuviera celos de un hombre no conocía por estar con un chica con la que no quería nada. Pero jamás he estado tan celoso.
—
¿Eres madre?— pregunté sorprendidísimo de forma involuntaria. Ella cambió la cara, como si hubiera metido la pata. —Perdona. No debí preguntarte algo así — atiné a disculparme en seguida.
—
No te preocupes. Tengo una hija maravillosa. Espera que te enseño una foto— dijo volviendo dentro de la barra y regresando a mi lado en escasos segundos. Era una niña de no más de dos años y salían juntas en la foto en una imagen muy tierna. —Te has llevado una buena sorpresa.
—No creía que tan joven tuvieras una hija— repliqué de nuevo sin mucho tacto.
—Igual no soy tan joven como crees— contestó sin molestarse por mis indiscreciones.
—No voy a ser una maleducado otra vez.
—
No te hace falta. Tengo veintitrés años— me quedé callado unos segundos como si hubiera algo que yo debiera decir en ese momento y no supiera qué era. Ella mantenía el silencio y la mirada sin ningún esfuerzo y al final dijo algo que no tenía ningún sentido. Algo que no hacía falta que dijera. —Estoy separada. —Era simple e innecesario, ¿verdad? ¿Qué necesidad tenía de añadir aquello? Jamás hubiera preguntado algo así y no había razón para decírselo a un cliente.
Pero no podéis imaginar cómo me reconfortó aquella frase. Siento los adjetivos que corren por las cabezas de todos los que me estáis leyendo ahora mismo. Escucho que los más bondadosos parten de “tonto” e intento ignorar los más soeces. Al pronunciar esa frase hizo que me sentiera tan relajado como al salir de un examen. Me había quitado un gran peso de encima; un gran peso del que no había sido consciente hasta que se fue. Y no debería haber sido así. Y ella no debería haberlo notado. Pero una leve sonrisa, con su mirada clavándose en la mía sin ningún tapujo, me decía que ella sabía que la frase era necesaria y que yo la había agradecido confesando y reconociendo que estaba confundido.
Un cliente la alejó de mí con la absurda idea de pagar sus cafés y varios tipos solitarios más lo imitaron. Lucía tardó varios minutos en volver durante los que estuve a punto de salir corriendo en un par de ocasiones para poder centrarme; para poder entender lo que estaba pasando en ese bar. Cuando recuperó su sitio junto a mí, volvió a la conversación con total normalidad.
—Me encanta hacer fotos de mi hija jugando en la playa. Es una monada. Le dedico tanto tiempo como puedo. No sabes lo sorprendente que es cada día.
—No. Tiene que ser algo maravilloso— dije intentando quitarle toda la importancia a la frase.
—Lo es. Aunque a veces es difícil. No tengo mucho tiempo para mí.
—¿Y el padre?— pregunté de nuevo con total falta de tacto.
—El padre aparece a veces. Teníamos la misma edad cuando nos casamos pero él era mucho más joven. Sigue siendo mucho más joven.
—¡Qué cabrón!
—
No — me reprochó con total tranquilidad. —Yo sabía con quien me casaba. El error fue mío, por esperar que madurara. Siempre que lo llamo, viene. El problema es que tendría que ir siempre detrás de él. Al final, es mi madre quien me ayuda con la niña.
—¿Y no le tienes rencor al padre?— pregunté sorprendido.
—
Espera un momento— interrumpió para ir a ver a un cliente que le estaba pidiendo algo y volvió al poco contestando la pregunta. —Ese niño, porque es un niño, me alegró cuando peor lo estaba pasando. Me ha hecho llorar más que nadie, pero me ha dado lo único realmente valioso que tengo. No puedo guardarle ningún rencor.
Estuvimos callados un rato. Me sorprendía que el silencio fuera tan agradable cuando lo compartía con ella y estaba demasiado confundido como para sacar nuevos temas de conversación.
—¿Te cobras?— dije acercándole un billete de cinco euros por el lateral de la barra.
Ella me miraba fijamente, como siempre hacía, agarró el billete y la mano. Y no la soltó. Me sorprendió mucho el tacto de su mano por primera vez. Me sorprendió que fuera tan cálido y tan confortable; me sorprendió que no me soltara y que entre los dos parásemos el tiempo durante un par de minutos. Estuvimos cogidos de la mano, compartiendo el billete, hasta que nos interrumpieron, yo llegaba tarde al trabajo y necesitaba reubicarme en el mundo de nuevo. Huí, con un simple adiós disimulado e infinitamente reconfortado por su sonrisa.
La noche con Montse se había esfumado. Había perdido toda la importancia frente a Lucía. Y eso era algo que no entendía porque Lucía no era nada. Temía que todo fuera una invención mía y que quisiera estar inventándome la ternura que Montse no me daba. Me asustaba acercarme más a Lucía y toparme con un portazo en las narices. Pero, curiosamente, me daba igual que fuera madre. Y eso también me asustaba. Porque siempre me había parecido difícil llevar una relación de pareja con alguien que tiene hijos de una relación anterior. Siempre había pensado que sería un impedimento para fijarme en alguien. Pero resultó no ser así. No le daba ninguna importancia a que Lucía tuviera una niña.
Pero fue suficiente para pasarme la mañana pensando en ella, en Montse y en lo que se suponía que podía hacer alguien en mi situación.
VIII
Una mañana en la oficina dando vueltas a las cosas me había servido para tomar una decisión absurda pero de mucha utilidad a muchas personas antes que a mí: Dios proveerá. Y eso tiene mucha gracia cuando eres un ateo confeso. No podía manejar la situación porque la situación me había superado hacía mucho tiempo. No sabía qué quería exactamente de Montse o de Lucía. ¡Vamos! Ni siquiera sabía qué quería de la vida. Me limitaría a intentar que nadie resultara herido. Especialmente yo.
Así que entré sonriente en el restaurante con mis compañeros. Casi se me desencaja la cara de la sonrisa que le dediqué a Lucía y mis compañeros se rieron de mí incluso después de la fingida amenazada de despido fulminante. Que ella corriera a darnos la espalda para esconder el color de sus mejillas fue, como mínimo, un bonito detalle.
Comí deseando que volvieran a trabajar e hice caso omiso a sus conversaciones que mutaban con demasiada facilidad para mi sobreocupada cabecita. El móvil guardaba silencio y eso me facilitaba las cosas. Sería raro que Montse diera señales de vida en menos de un par de días. El tiempo siguió a su ritmo, alargando innecesariamente la comida, pero cumplió todas sus promesas. Mis compañeros se fueron y tuve la paciencia necesaria para alargar el café hasta que el restaurante se vació. Juan custodiaba el bar y Lucía se escapó hasta la mesa y se sentó a mi lado con un ojo puesto en la puerta.
—
¡Qué día más largo!— dijo sonriendo. —Tengo la sensación de que cada día viene más gente.
—Y yo te podría decir por qué.
—¿De verdad? ¿Por qué?
—¿Por qué va a ser? Por ti.
—No seas tonto— contestó pegándome en el brazo.
—No es broma. Se agradece que te atiendan con la alegría que tú haces.
—La verdad es que no sé como podéis estar todos tan serios.
—Se nos estará licuando la parte latina de la sangre.
—Desde luego.
—Pero ya se ha terminado. ¿No?
—¿El qué?
—El día. Has dicho que había sido largo. ¿Significa que ya has terminado?
—
Bueno. Casi. Ahora limpiamos un poco y dejamos todo esto listo y se queda Juan solo. Yo estoy por la mañana y él por la tarde. A mediodía nos solapamos.
—¿Y qué haces por la tarde?— pregunté sin pensar demasiado.
—¿Me estás invitando a algo?— La pregunta, enmarcada por su eterna sonrisa, me pilló por sorpresa y no supe que decir. Me quedé callado un rato y me salí con una lindez de las mías.
—Cuando tú quieras.
—
Vas a tener que esforzarte más— rió. —Si crees que con eso te basta… ¡Mira!— gritó señalando la tele. Un señor mayor con bigote decía algo rodeado de micrófonos.
—¿Quién es?— pregunté al no identificarlo.
—
Mario Benedetti— contestó clavándome un puñal en el pecho. Y es que Benedetti, Neruda y Bécquer siempre serán distintos para mí por ser los primeros. Y ni siquiera lo había distinguido.
—¿Tan importante es?
—
No es solo que es uruguayo. Mi papá me recitaba una poesía suya cuando era pequeña. Se la recitaba a mí madre y yo quería que me la recitara a mí. Me sentaba en su regazo y, con toda la dulzura del mundo, me dormía con sus palabras. Mi táctica es mirarte, aprender como sos, quererte como sos. Decía.
Y lo que nunca hubiera imaginado esa dulce chica es que yo siguiera recitando la poesía con ella.
—
Mi táctica es hablarte y escucharte; construir con palabras un puente indestructible— seguimos juntos. Y por sus ojos se escapaba toda la sorpresa que no era capaz de contener. Pero seguimos, recitamos la poesía entera y la terminamos con las manos entrelazadas por debajo de la mesa. — Mi estrategia es que un día cualquiera, no sé cómo ni con que pretexto, por fin, me necesites. —El silencio podría haber durado una eternidad y seguiría valiendo un mundo.
—¿A qué hora sales?— pregunté serio, conmocionado sin motivo alguno.
—A las cinco.
—Te gustaría dar un paseo.
—Me encantaría.
—¿Puedes?
—Mi madre me cubre—dijo guiñándome un ojo y levantándose de la mesa.
No me costó nada tomarme dos cafés más y hacer ver que miraba la tele para esperar a que pudiera salir. Unos minutos antes fui a dar un paseo para que no resultara tan evidente que íbamos a dar una vuelta juntos. Estaba nervioso como un
quinceañero
porque había algo que era evidente: no la conocía. No sabía nada de ella. Sólo que era simpática y alegre. Eso lo tenía claro. Desprendía alegría en todo lo que hacía. Sabía que me tenía confundido y que sin ser nada era todo lo que quería. Podía ser ostión en toda regla pero tenía ganas de vivir aquello. Me merecía una historia bonita.
Salió del restaurante dando pequeños saltos. Rebosaba aún más alegría de lo habitual y yo me sentía tan pequeño que no me creía más que la fracción infinitesimal de un átomo perdido. Que caigan sobre mí las hordas vengativas de los cornudos y los abandonados; pero la ilusión que sentía en aquel momento compensa todos los tropiezos.
Tardamos unos minutos en hablar mientras paseábamos hacia el mar. No nos habíamos tocado si quiera y esperábamos la ocasión de decir algo. No sentía la necesidad de parecer ocurrente y creo que ella no lo pretendía. Parecíamos como dos adolescentes asustados. Y es que lo estábamos. Era como si tuviéramos miedo de romper aquello. O de rompernos nosotros. No teníamos prisa en descubrir que había en realidad porque la imaginación y las posibilidades resultaban enormemente cálidas.
L
legamos un parque repleto de magnolios recién florecidos. Necesitaba un lugar bonito para nuestro primer paseo y aquel lo era. Conseguimos empezar a hablar cuando lo necesitamos. Me contó cómo había llegado aquí, como estaba intentando acceder a la universidad para seguir con sus estudios y me deslumbró con la cantidad de planes que tenía.
Reímos por mi torpeza comiendo helados y por sentarnos en la hierba con pantalones claros, pero creo que sobre todo reimos por los nervios que teníamos. Yo, al menos, creo que se veía a la legua que estaba muy nervioso, que no podía controlar la situación porque me daba muchísimo miedo meter la pata. Y creo que a ella le gustaba verme así; poder pensar que era un juego de niños que no podía herirnos.
—
Estamos como para ir de ligoteo— me salió del alma mirando mis pantalones manchados.
—
¿Eso estamos haciendo? ¿Estás intentando ligar conmigo?— y de nuevo nos quedamos callados porque era algo evidente.
Siempre he creído que debimos habernos besado esa tarde. No sé que nos faltó. La tarde fue perfecta tal y como la recuerdo y terminamos tomando una cerveza cerca de su casa. Acepté que ella optara por una hoegaarden porque no podía ser perfecta. Mi chimay “de las azules” apartaba mi mirada de las indecentes cervezas de trigo. Descubrí que era bastante buena contando chistes pero que su risa era agradablemente ruidosa. Comprobé que le gustaba el contacto humano y agradecí en mi fuero interno que me cogiera de la mano cuando nos sentamos. Así que sí. Un beso hubiera sido genial. Hubiera servido para alargar la despedida en su portal.
Pero pensé en Montse y eso se me clavó como una bofetada. El beso tan solo llegó a la mejilla y la lista de errores imperdonables crecía un poquito más. No sabía si la culpa era justificable en aquel momento pero la sentía como una losa enorme. Creí que debía dejarla antes de que pasara nada con Lucía y en aquel momento tenía sentido. Supongo que todos sabemos que dejar esperar la oportunidades es la mejor forma de tener algo de lo que arrepentirse.
Al día siguiente estuve excesivamente nervioso. Me moría de ganas de ir al bar pero tenía que ir a buscar un material especial al puerto de Tarragona. Por algún motivo, habían hecho ahí el envío y mi padre decía que esa mercancía no podía esperar más. Jamás discuto ese tipo de cosas porque discutir con mi padre no suele producir ningún beneficio. Quería que lo acompañara y lo acompañé.
Había llamado a Montse un par de veces pero me había ignorado. Que prefería ser ella quien acordara las citas era algo que me había quedado claro. Pero decidí que ya no me importaba. No podía dejar que me estropeara lo que podía haber con Lucía y decidí que lo que me había unido con Montse no merecía más ceremonias de clausura que un simple adiós. No sé si resultará demasiado frío hablar así, pero Montse me hacía daño. Y ya he dejado claro que Lucía me curaba.
Cuando entré la furgoneta en la nave ya eran más de las tres. Nuestros compañeros ya habían vuelto de comer y mi padre iría a casa a dormir la siesta. Estaba ansioso por sentarme a mi mesa y que ella se sentara conmigo un rato. Dejé unos papeles en mi despacho y salí corriendo.
—
Corre, corre— dijo riendo un compañero que estaba moviendo unas cajas. —Que ella también está ansiosa por verte.
—¿Cómo dices?— le pregunté sonriendo cuando pasaba por su lado.
—Pues eso. Que no sé que les das. Hoy ha preguntado por ti un par de veces y parecía que no lo importábamos lo más mínimo. Hasta me he puesto celoso.
—Tonterías tuyas— me excusé.
—
Ya, ya— replicó riendo. —Pero no veas cómo se ha puesto cuando le hemos dicho que tenías novia.
—¡¿Qué?!— pregunté asustado, sintiendo un golpe en medio del pecho.
—
Como no nos hacía caso— dijo dejando de reír— le hemos dicho en broma que no valías la pena, que estabas ocupado— dijo mirando al suelo sin ninguna huella de la sonrisa que había lucido segundos antes. Jamás he tenido tantas ganas de pegar un puñetazo a alguien y empecé a temerme lo peor.
—¿Quién coño….?— intenté preguntar aunque la rabia me lo impedía.
—Creí que estabas con la chica de la boda…— dijo visiblemente asustado.
—¿Por qué tienes que…?— pero no terminé la pregunta y me centré en lo importante.— ¿Cómo reaccionó ella?
—No reaccionó. Lo siento, tío. No sabía hasta que punto metía la pata.
—¿No dijo nada?— pregunté sin aceptar ni rechazar sus disculpas.
—No volvió a salir. Terminó de servirnos su compañero.
Me fui sin escuchar a sus suplicas porque no había pasado nada que no me mereciera. No quería tener que aceptar que el que había metido la pata era yo mismo, por hacer el tonto y no saber lo que quiero. Me di tanta prisa como pude para llegar al restaurante y cuando lo hice tenía el corazón anclado en la garganta, latiendo con toda la fuerza de que era capaz, resonando en mi cabeza como un martillo incansable.
Me la encontré seria por primera vez. Estaba apoyada en la barra y tenía los ojos rojos. Supongo que mi cara asustada no era la mejor compañía para inventar ninguna historia. Ojalá supiera mentir y ojalá ella hubiera aceptado una mentira.
—Buenas tardes— dije con menos seguridad de la necesaria para respirar.
—¿Tienes novia?
—¿Crees que puedo tener novia?— respondí sin poder evitar que me temblara la voz.
—Da igual lo que crea. Está claro que creía que no.
—Sería absurdo que tuviera novia ¿no crees?— pero mi voz seguía temblando y eso me quitaba mucha credibilidad.
—Ya no sé lo que sería absurdo, Arnau. He visto demasiadas cosas absurdas para lo joven que soy. Responde a la pregunta, por favor— y no pudo evitar que su voz sonara a una súplica.
—
No tengo novia— y no sé si no quiso o no pudo creerme, pero su voz perdió toda la fuerza que tenía y la pena le retorcía los labios en una mueca que me resultó muy triste.
—No sé porque has hecho esto. No me lo merecía.
—Te he dicho que no tengo novia— insistí.
—Pero sé que hay alguien y no quiero escuchar promesas ni escusas. Ya lo has roto.
Y se fue a la cocina y no salió. Esperé un rato sentado a la barra, intentando que Juan no me diera mucha conversación cuando volvió de la cocina. Imaginé mil formas de explicar lo sucedido y ninguna me sonó creíble. Casi lloro al ver un mensaje de Montse con ganas de verme, pero me limité a contestar “ahora no”. No sabía que sería el último que iba a enviarme. Y que jamás me importara debe resumir lo que era Montse para mí. Estar a punto de perder a Lucía para siempre había borrado toda la aventura sexual que me había regalado.
Debería haber entrado en la cocina y pedir perdón, aunque fuera llorando. Es una de esas cosas que el tiempo y la experiencia te enseñan demasiado tarde. Debería haber luchado por aquello que no era nada y que podría haberlo sido todo. Pero en lugar de eso me convencí de que ella necesitaba tiempo y de que yo no tenía nada de que disculparme. No había engañado a nadie y, de todos modos, no volvería a ver a Montse ni para dar explicaciones y demostraría a Lucía que valía la pena intentarlo, que yo valía la pena y que todos cometemos errores.
No pude dormir en todo el fin de semana deseando hablar con ella y recuperar lo nuestro donde lo dejamos.
Quería encontrármela el lunes de nuevo como siempre, fingir normalidad. Así que vagué sin rumbo por una ciudad que se me quedaba pequeña, ensayando un discurso que nadie iba a evitar. Tenía la sensación de que resolver aquello era mi responsabilidad y que no podía fallar. Me exigía a mi mismo no fallar.
Pero cuando llegué al restaurante descubrí que Lucía se había despedido y pude escuchar los trocitos de mi corazón esparcirse por el suelo. La losa que tanto tiempo había llevado en la espalda se colgó de mi garganta para columpiarse en el más circense de los movimientos. Una pregunta cobraba vida eterna y ya nunca sabríamos lo que podría haber sido. Por supuesto que fui a su casa. Intenté hablar con ella un par de veces, pero pensé que insistir me hundía a mí y no le hacía ningún bien a ella. No servía de nada que me arrastrara ¿verdad?
No volví a verla
hasta dos meses después cuando me crucé con ella en la puerta del súper con su niña en brazos. Fue la primera vez que su sonrisa me pareció falsa porque tenía los ojos tristes Pero me saludó. No intentó evitarme e incluso me contó que estaba bien aunque pareciera a punto de llorar. Quisiera haber sido capaz de decir algo sensato. O incluso de pedir perdón. Pero la losa seguía columpiándose en mi campanilla y si decía una sola palabra de más me pondría a llorar como un niño pequeño. Atiné a invitarla a tomar algo “un día de estos, cuando te vaya bien”. Y ella aceptó mientras se alejaba. Y esa era la última vez que lo haría. Hace unos cuantos años de eso y no he vuelto a verla.
Pensé en ella durante meses y después la olvidé. No porque ella lo mereciera sino porque yo necesitaba olvidarla para poder vivir. Aunque unas noches la olvidaba más que otras. A veces incluso lloraba al olvidarla. Como la semana pasada, echando mano de mis pequeños tesoros a modo de poesía. Seguía sin saber porque callé aquel día y porque no lloró ella. No conseguí entender que Bécquer olvidara que uno puede equivocarse, mentir, callar y llorar sin necesidad de ayuda.
Me sorprendí pensando en ella con mucha tristeza. Me encantaría
que quedáramos un día, aunque sólo fuera para tomar café. Pero ni siquiera sé su número de teléfono. Es más, no sé si sigue viviendo en esa ciudad. Me gustaría poder hablar con ella y darle las lágrimas que le debo. Siento haber tardado tanto y siento, por encima de todo, que ya no sirvan de nada. Sé que sólo ella se puede reconocer en esta historia porque he mentido lo suficiente. Y sé que es casi imposible que la lea. Pero si por un casual, un día se pone a leer aburrida y se descubre como protagonista de un relato absurdo, quiero que sienta el cariño con que he escrito esto. Porque aún me acuerdo de ella y me entran ganas de llorar. Me estremezco cuando paso frente el bar en que trabajó porque sé que ahí se quedó algo que yo rompí.
Si volviera a verla, le diría que me fue bien; que me volví a enamorar. Le diría que he podido reír casi tanto como con sus chistes absurdos. Me gustaría decirle que no soy padre aún, pero que es algo que ya no me asusta. Si tuviera tiempo suficiente le diría que en el trabajo las cosas han ido mejorando y empiezo a ser alguien de provecho; aunque no tengo muy claro que significa eso. He podido viajar tanto como he querido y he conocido gente maravillosa. Me he enfrentado a suficientes cosas como para saber que hoy soy un poco más valiente. Creo... me gustaría pensar... Sí, me gustaría pensar que si tuviera otra oportunidad no sería tan cobarde. No creo que haya mayor arrepentimiento que el que siente el cobarde, solo y a salvo.