El retiro del cobarde (2)

Lo que pasa a continuación y la aparición de un nuevo personaje

IV

Aunque la historia que conté a la mesa fue completamente distinta y terminaba en el beso de la discoteca, a oscuras y casi a la fuerza. Aunque ella no negó que me correspondió en el beso. Creí que dar más detalles era vulgar y completamente innecesario. Estaba completamente seguro de que ella prefería que no diera detalles de lo ocurrido en el hotel, aunque en ningún momento la noté nerviosa mientras narraba lo ocurrido. O confiaba en que no lo haría, o le importaba poco si confesaba que nos habíamos acostado en el hotel.

—¿Te hiciste pasar por espía para darle un beso a una chica?— preguntó sorprendida una amiga de Montse— ¿Y tú te lo tragaste?

Yo iba a responder muy ingeniosamente a esa pregunta recordando esa noche, pero preferí reírme y dejar que ella contestara también entre risas.

¿Cómo quieres que me lo crea? Imagina que llega un chico guapo, así como este –dijo señalándome sutilmente— y empieza a decirte que tienes que ayudarle, que es una misión superimportante… En principio parece ridículo, pero después miras a las dos compañeras de la oficina, más aburridas que tú, que te han obligado a salir de noche después de una semana muy dura. Y vuelves a mirar al chico. Y te preguntas a dónde será capaz de llegar con su historia… y oyes como las chicas siguen hablando de el valor repercutido de las “locations” en el coste/hora de las “

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. Así que no sólo me dejé llevar, sino que decidí creerme cuanto quisiera que me creyera. Y fue muy divertido— terminó riendo.

—¿Lo sabías todo el rato?— pregunté sorprendido.

—¿Tú qué crees?— sigo riendo— ¿que no sé distinguir una pistola de airsoft? Te faltó enseñarme la botellita con las bolitas naranjas— replicó haciendo que todo el mundo riera. Yo me quedé pensativo durante un rato y ella entendió que me sentía mal por lo ocurrido—. Sabía que era mentira pero llegué a creerme el personaje. Y me lo pasé muy bien.

—Me alegro. Yo me lo pasé genial –susurré para que sólo ella me oyera.

—Estuvo bien que los dos jugáramos a eso. Fue una forma de tener una noche distinta y, en cierto modo, te lo agradezco— siguió imitando mi tono de voz.

Durante la cena predominaron las conversaciones de grupo, con el tono de voz demasiado alto. Intenté hablar con Montse un par de veces, pero su mirada y su sonrisa me intimidaban. Quería ser ingenioso como lo he sido muchas otras veces; divertirla y hacer que pasara un buen rato a mi lado, pero no podía. En cuanto me miraba me quedaba colgado de sus ojos, me fijaba en los reflejos verdes que tenía sobre un fondo gris y como cambiaba el tamaño de su pupila a medida que yo hablaba… Me quedaba mirando sus labios y pensaba en lo difícil que tiene que ser que a una persona con esos ojos le toquen esos labios… y entonces me callaba. Terminaba la frase y no era capaz de seguir hablando.

Ella se daba cuenta y se reía. Sabía que estaba fascinado y que tenía control sobre mí. Y jugaba con ello. Me sonreía y me contaba tonterías. Me ponía la mano en la rodilla por debajo de la mesa y buscaba el contacto en todo momento. Quería convencerme de que me estaba dando todas las indicaciones posibles para que esperara repetir nuestros encuentros. Pero algo me avisaba. Algo me hacía pensar que estaba buscando tomarme el pelo y vengarse de lo sucedido aquella noche. No había ninguna señal que lo indicara claramente, pero la opción era pensar que esa chica se había fijado en mí y eso no se correspondía con la teoría de las notas de Joey (ya sabéis, una chica de nueve no se fija en un chico de seis, su baremo estará entre ocho y diez).

Cuando terminamos de cenar y de silbar y gritar por el pastel empezó el baile y la barra libre. Yo me acerqué a Montse mientras se bebía el primer cubata y empecé por lo que nunca debe empezar una conversación, una disculpa.

—Lamento no haberte dado mi nombre.

¿Qué dices

? Quedaba bien en la situación porque resultaba obvio que me estabas mintiendo.

—Si nos hubiéramos dado los números de teléfono te hubiera llamado…— me excusé.

Déjalo ya— replicó. —Con la historia que habías montado no encajaba que me pidieras el teléfono. Y no sé si hubiera querido volver a quedar contigo— rió.

—Me dijiste que te lo habías pasado genial— casi le grité al oído para entendernos entre el sonido altísimo de la música.

—Por eso. La próxima vez puede ser decepcionante.

—¿Qué te parece si me das tu teléfono y yo te llamo un día de estos para comprobarlo?— me atrevía a decir con descaro, sonriente. Ella abrió los ojos sorprendida por el atrevimiento y contestó cambiando de tema.

—He venido a este restaurante muchísimas veces. A mí familia le encantaba venir hace muchos años.

—¿Qué dices?— la increpé. —¿No me vas a dar tú número?

—Son un montón de edificios enormes unidos entre ellos— siguió ante mi sorpresa aunque no pude evitar reír. —En algunas zonas, es casi como un laberinto. Si sales por esa puerta de ahí y giras a la derecha, puedes ir de sala en sala y de pasillo en pasillo durante muchos minutos antes de volver a salir al jardín.

—¿Por qué me estás contando esto?— pregunté riendo.

—Esas salas para convenciones son geniales. Es una lástima que no las usen los fines de semana. Tienen hasta sus propios servicios— dijo haciendo una mueca que fue como una revelación.

—¿Y?

—Arnau –dijo seria— tengo un problema enorme y sólo tú puedes ayudarme— dijo echándose a reír.

La cogí de la mano y me dirigí hacia la puerta que me había indicado sin decir nada más. “Primero a la derecha” fue lo único que dijo mientras se cogía a mi brazo sonriente. En cuanto la puerta se cerró tras nosotros corrimos como si nos fuera la vida en ello por todos los pasillos. En seguida llegamos a la zona de las salas para conferencias y suspiramos al encontrar una abierta. Con la respiración entrecortada por la carrera entramos a los servicios y atranqué la puerta como pude con un pequeño mueble que había ahí.

La miré fijamente, nervioso. El pecho le subía y le bajaba por la carrera y me miraba seria. Iba a saltar sobre ella como si fuera un animal salvaje en cuanto me diera la más mínima señal de que podía hacerlo. Seguía notando el pulso acelerado por la emoción del momento y notaba como todo el cuerpo estaba en tensión.

—Ni se te ocurra tocarme el pelo— exigió sonriente. —Si tengo que salir de aquí despeinada te mato.

Me acerqué a ella y la abracé con todas mis fuerzas para besarla. No fue un beso tierno pero es que ella no me inspiraba ternura en ese momento. Sus labios abrazaban a los míos con una ansiedad sorprendente. Era como si fuera a devorarme y apenas me dejaba el tiempo suficiente para jugar con ellos o su lengua.

Sin dejar de besarme se agachó para sacarse las braguitas por debajo de la falda. Me bajó la cremallera del pantalón y metió la mano para buscar lo único de mí que le interesaba en ese momento. Podía escuchar su respiración; notaba sus prisas y su deseo y eso me llenaba de confianza. Se apoyó en el mármol del lavabo y tiró de mi para acogerme entre sus piernas. Se remangó la falda y empujó con sus talones en mis nalgas para que todo ocupase el lugar que le correspondía.

Estuvimos unos pocos minutos encerrados ahí, besándonos como podíamos y mordiéndonos la boca, el cuello, las orejas y el alma. Montse me clavaba las uñas en la espalda y yo intentaba acariciar la suya. Que terminara fue todo cuanto necesité para terminar yo. Casi caigo por la flojera que noté en las piernas aunque ella me tenía agarrado con firmeza. Suspiré mientras intentaba adecentarme la ropa, intentando no mirarla y sintiéndome el ser más afortunado del planeta. Hacía mucho tiempo que no me pasaban cosas como aquella.

—Igual sí te doy mi número de teléfono— dijo por fin sonriendo.

—Te agradecería que me lo dieras antes de que me ponga a suplicarte— contesté riendo—. Aunque lo haré si es necesario.

—Será mejor que volvamos antes de que no echen de menos— dijo apartando el mueble de la puerta.

La ayudé para que no tuviera que moverlo sola y salimos del baño sonrientes. Por más cuidadosos y rápidos que hubiéramos sido nos hubieran echado en falta así que cuando regresamos al salón donde muchos estaban bailando ya, el grupito de nuestros amigos se puso a aplaudir ruidosamente. Mucha gente no sabía a qué estaba aplaudiendo, pero se unió como si fuera parte de la celebración. Yo me escabullí como pude, pero Monste se puso roja como un tomate mientras avanzaba disimuladamente a la barra donde estaban sirviendo las copas

Dejé que pasaran unos minutos antes de acercarme de nuevo a ella para entablar un poco más de conversación.

—No te sabrás tú número de teléfono de memoria ¿verdad?

—Ahora se me ha olvidado— contestó riendo—. Pero apunta uno cualquiera y fingimos que es el bueno.

—Piensa que estoy a un paso de suplicarlo y eso será patético.

—Está bien. Apunta— a lo que añadió el número de teléfono que yo omitiré.

—¿Crees que podrías hacerme un hueco para cenar entre semana?

—¿Con antelación? Lo dudo— contestó seria y convencida—. No hemos hablado mucho de nosotros, pero me paso la vida trabajando. No mentía con que hacía mucho tiempo que no hacía estas cosas. No ha habido otro chico desde aquella noche.

—Si hace un montón de meses…

—Lo sé. Pero estoy en la oficina antes de las ocho y no suelo salir antes de las nueve de la noche. Sin contar con que tengo cenas de negocio y viajo casi todas las semanas. El fin de semana suelo ir a los pirineos a ver a mis padres.

—Pues no sé si me interesa guardar ese número de teléfono— dije sonriendo—. Ya me estás dando largas— terminé sin perder la sonrisa.

—Pero— me interrumpió—, del mismo modo que no permitiré que esta relación influya en mi carrera profesional– confesó— estaría encantada de tener a un compañero de juegos nocturnos que acudiera cuando tuviera algo de tiempo y ganas.

—¿Me estás pidiendo que esté pendiente del teléfono para cuando te apetezca un poco de ñaca-ñaca?

—Más o menos— contestó riendo. —No te pediré que aguantes a mis padres, ni que me lleves de compras ni que me hagas compañía cuando esté de mal humor.

—¿Y qué pasa si soy yo el que tiene ganas? ¿Te puedo llamar?— pregunté mirando su cara dubitativa que no había perdido la sonrisa.

—Un mensaje— contestó segura. —Me puedes mandar un mensaje y no lo contestaré si no puedo o no tengo ganas.

Sé que parecía un trato estupendo. Pero mentiría si dijera que no dañó mi orgullo un poco. Es como si te rechazaran de antemano. Por supuesto que la situación era estupenda y, para alguien como yo, que no tenía un trabajo serio, casi perfecta. Siempre estaría disponible para acudir cuando ella quisiera y yo podría disfrutar de su cuerpo. Y estaba de escándalo, eso ya lo he dejado claro.

—Sólo una pregunta más.

—Dime.

—¿De qué trabajas? ¿Cómo es tan importante?

—Soy la directiva mujer más joven de una multinacional de casi cien mil trabajadoras— contestó orgullosa y satisfecha—. Mi jefe va a jubilarse en un par de años y quiero su sillón.

—Yo te compraré un sillón si eso te hace feliz— repliqué.

—No seas tonto. Quiero su puesto cuando se jubile y para que me lo den tengo que demostrar el doble que mis compañeros.

—Comprendo— dije con cierto interés. —¿Y no te preocupa lo que te pierdes?

—No hablemos de eso ¿vale?— pidió algo seria—. Es importante que lo respetes.

No entendí muy bien la situación ni que alguien priorizara su carrera de aquel modo antes de llegar a los treinta años, pero si algo estaba claro es que tenía que respetarlo. Acepté con un simple movimiento de cabeza y recé para ser capaz de llevar esa situación con nuestras peculiares vidas individuales.

—¿Y tú a qué te dedicas?— preguntó recuperando la sonrisa.

—A nada. No he sido capaz de encontrar un trabajo estable en dos años.

—¿Y de qué vives?

—Trabajo para mis padres. Sólo a media jornada, para no tener la tentación de quedarme ahí, pero de momento es lo que hay.

—Joder— contestó sin tapujos—. ¿Y con eso tienes un BMW?

—El BMW es de Carlos. Habíamos ido a la discoteca con su coche. El mío lo había dejado en su casa.

¿El golf?— preguntó riendo a carcajadas—. Lo tenías todo pensado

cabronazo

.

—Es algo que tenía pensado hacer desde hacía mucho tiempo y nunca me he atrevido. Conozco alguien del hotel que siempre me manda un mensaje al móvil cuando la habitación está libre. Las vistas son espectaculares. Y he ido al bar dónde recogiste el paquete desde que era adolescente y hace tiempo que le había dado el sobre al camarero por si alguien se lo pedía alguna vez. Flipó durante semanas cuando fuiste a pedírselo un año después. Aún me pregunta qué era ese sobre— me expliqué riendo.

—¡Qué bueno! Salió todo redondo.

—Las cosas son fáciles cuando tienen que ser— me justifiqué.

Estuvimos bailando y bebiendo un rato con el resto de ambos grupos que se habían unido al compartir mesa. Tuve tiempo de mirarla y observarla y me asusté al comprobar que me gustaba mucho. No es solo que fuera preciosa; es que descubrí que la auténtica belleza nace de la actitud adecuada. Estaba visiblemente alegre y disfrutaba de aquello que hacíamos que no sé si se puede llamar baile. Le sobraba confianza, vitalidad y alegría. Era imposible no sentirse atraído por ella. Aunque ya se había terminado mi época de empequeñecerse ante estas mujeres, no podía evitar admirarla y sorprenderme por el trato que me había ofrecido. Ojalá durara lo suficiente como para no sentirme un desgraciado al perderla. Porque la perdería, eso tenía que tenerlo claro. Una relación como esa está condenada al fracaso. O eso creía entonces.

No tenía ninguna prisa en dar por terminada la velada. No quería despedirme de Montse así que, por mí, esa fiesta podía durar hasta el lunes si el cuerpo nos aguantaba. Lástima que todos no sentían la misma euforia y a las tres de la mañana, justo después de los novios, todos nos fuimos a casa. Montse con sus amigas y una perdida en el móvil para poder identificarme; yo con Carlos y Anna que no pararon de hacerme preguntas durante el camino.

—¿Dónde estabas cuando ha empezado el baile?— me preguntó riendo Carlos nada más entrar al coche.

—A ti te lo voy a contar— me quejé también riendo.

—Qué guapa es la guarra— se quejó Anna que siempre había sido un poco brusca. —Perdona que te lo diga, pero no se que ha visto en ti.

—Yo lo que no sé es como te atreviste a poner en marcha tu plan –interrumpió Carlos—. Recuerdo que cuando tuviste la idea me pareció absurda. No creía que fueras capaz de hacerlo ni te creí cuando me lo contaste. ¡Y te funcionó con una chica así! Me cuesta creerlo.

—Pues créetelo porque es cierto— dije alzando la voz—. ¡Estoy liado con una tía impresionante!

—¿Volverás a quedar con ella?— preguntó Anna.

—Eso es lo raro. No quiere complicaciones. Dice que cuando quiera un poco de eso –dije buscando una palabra fina para decirlo.— Ya sabéis, de eso.

—Cuando le pique, vamos— me interrumpió Anna riendo.

—Pues que me llamará por si me va bien. Que tiene su trabajo y su vida; que no quiere tonterías.

—¿Eres un objeto sexual?— preguntó Carlos sorprendido.

—Sí –contesté orgulloso.— Un simple, rastrero y feliz objeto sexual.

Cuando me dejaron frente a la casa de mis padres estaba en una nube. Increíblemente contento por cómo se habían sucedido las cosas y ansioso por saber cómo iban a evolucionar. Pero ya no esperaba nada, ya tenía suficiente. La cama y el silencio de lo que quedaba de noche iba a ser premio suficiente. El mensaje de Montse fue un extra.

Mañana estaré en casa porque estoy muy cansada para ir a ver a mis padres. No cocino muy bien

pero te invito a comer de lo que encontremos en el congelador.

Iba acompañado de una dirección que omito con premeditación y nocturnidad y yo lo acompañé de un grito de alegría que despertó a mi propio perro.

Aparecí a las dos del mediodía en su casa recién afeitado, duchado y perfumado. Llevaba una sudadera con capucha que siempre me había quedado bien. Su mensaje no indicaba hora pero ni hubiera podido llegar antes, ni estaba dispuesto a esperar más. Tenía que ser la hora correcta a la fuerza. Vivía en la zona nueva de la ciudad. En un edificio que debía ser suficientemente alto para dar vértigo si subías al piso adecuado. Debía ser una comunidad de gente bien porque la entrada era espaciosa, bien decorada y repleta de plantas. Los bloques pueden juzgarse muchas veces por el aspecto del hall. En el pasillo de la sexta planta podía contar hasta seis puertas y tras la tercera debía estar escondiéndose la chica que me había tenido nervioso las últimas horas. Lo que no me esperaba es que se negara a abrirme.

—¿Qué haces aquí?— preguntó asustada casi dos minutos después de llamar a la puerta..

—Me invitaste a comer— dije pensando que tendría que volver por donde había venido.

.—A comer, sí. No a desayunar.

—Son las dos— me limité a contestar mirando la puerta.

—¡Mierda! No fastidies… Pues no puedes pasar— dijo con voz alta—. Estoy horrible. ¡Putos pelos!— me pareció oírle susurrar.

—Es domingo y estoy en la otra punta de la ciudad. ¿Dónde quieres que vaya?

—Me da igual. No te voy a dejar pasar hasta que me arregle.

—Vamos. No miraré.

—No te lo crees ni tú.

—En serio. Entraré con los ojos cerrados. Cógeme de la mano.

—Como abras los ojos te vuelves para tu casa— avisó seria.

—Trato hecho— dije mientras escuchaba el ruido del pestillo correr al otro lado—. Me portaré bien— terminé cerrando los ojos.

Me quedé frente a la puerta esperando que me hiciera alguna señal hasta que noté que cogía de la mano y tiraba de ella. Me dejé llevar unos metros con los ojos cerrados hasta que paró. Noté que se ponía enfrente de mí mientras yo intentaba cumplir mi promesa.

—Voy a darme una ducha rápida y vuelvo. Siéntate en el sofá y cotillea cuanto quieras. Lo harás de todos modos…— dijo viendo como abría ligeramente un ojo.—¿Qué haces?— gritó

Pero no me arrepentía. Estaba espectacular y muchísimo más sexy de lo que ella podía imaginar. Tenía el pelo alborotado de una forma casi absurda y los párpados medio pegados. Pero en la pequeña camiseta blanca de tirantes se marcaban traviesos los dos pezones y los shorts dejaban a la vista unas piernas largas y perfectas, mostrando en conjunto una imagen demasiado sensual como para disculparme por ello.

—Te dije que te echaría si mirabas…

—No me dijiste que me echarías si abría los ojos y sólo he abierto uno.

—Eso es una jodida triquiñuela y lo sabes.

—Lo sé— dije abrazándola— y estás preciosa. Algo me decía que valía la pena correr el riesgo de abrir un ojo— dije besándola.

—Estoy horrible— se quejó evitando corresponder a mi beso como merecía.

—Pues será mejor que quitemos toda esa ropa horrible— dije riendo y tirando de su camiseta para arriba.

—Cuantas prisas— se quejó riendo aunque colaborando gustosamente en quitarse la camiseta.

—Todas las del mundo.

La levanté a pulso y entendió que era el momento de abrazarme con las piernas. Sin dejar de besarla le pedí que me indicara el camino a su habitación y la llevé como pude. Era la tercera vez que estábamos juntos y, con un poco de suerte, era la primera que nos íbamos a tomar las cosas con la calma suficiente para disfrutar de la compañía más que del mero subidón momentáneo. Me ayudó a quitarme la ropa sonriendo, consciente de que esa vez teníamos al mundo de nuestro lado, y me facilitó que me deshiciera de sus shorts.

Abrazarla sin ropa, dejar que nuestras pieles se frotaran y acariciaran, besarla sin prisas ni ansias, notar su sabor y disfrutar de su olor eran cosas que me había perdido. Necesitábamos aquello. Saber que estar juntos era más que una urgencia y que sabíamos disfrutar de nuestra compañía. La complicidad empezó a surgir entre nosotros en pequeños gestos, en leves movimientos y, sobre todo, en sonrisas y miradas que nos mostrában que estábamos compartiendo el momento.

Terminamos abrazados, besándonos con cierta suavidad y acariciándonos para recordar nuestros cuerpos el mayor tiempo posible. Me resulta extraño pensar en el cariño que nos estábamos dando sin apenas conocernos. Porque, a pesar de haber estado juntos tres veces, no sabíamos nada el uno del otro. Y aún así nuestra compañía resultaba sorprendentemente agradable y nuestros silencios milagrosamente cómodos. Sólo el hambre podía separarnos.

—Te suenan las tripas— se quejó riendo.

—No he comido nada desde la cena— me excusé ridiculizando mi propio tono de voz.

—Yo también tengo hambre, pero tendré que ducharme para sentarme a comer— dijo saliendo de la cama y mostrándose desnuda de nuevo sin ningún pudor; pudiéndome fijar por primera vez en un culo que sería Dios de mis delirios durante muchas semanas.

Me quedé solo en la habitación, escuchando el ruido del agua de fondo y observando todo lo que podía ver de ella. La decoración era simple pero no resultaba fría. En las paredes no había cuadros y en las mesillas no había fotos. Solo estaba la cama, las mesillas y un sillón sobre el que descansaba el traje de la boda. Parecía que escondido en una pared estaba el armario, pero no tenía tiradores ni se veían las bisagras. Una pequeña grieta vertical me indicaba que posiblemente se abriría si empujaba en el lateral… El color blanco de las paredes, la cabecera de la cama y el armario con su enorme espejo hacían que la habitación resultara muy luminosa. Me gustaba estar ahí.

Salió sonriente de la ducha solo con ropa interior blanca y me pareció un ángel.

—Voy a pensar que has visto muy pocas chicas desnudas o con poca ropa— me dijo.

—¿Por?

—Por cómo me miras.

—¿Te molesta?— pregunté mientras se ponía un camisón blanco con un estampado delante.

—Me encanta— dijo mostrándome a Epi y Blas y haciéndome reír.— ¿De qué te ríes?— preguntó seria.

—De tus amigos.

—Si no vas a respetarlos deberemos reconsiderar nuestra relación— fingió enfadarse.

—No te preocupes— seguí riendo—. Es una de esas cosas que no entenderé nunca.

Estuvimos rebuscando en la cocina algo que comer. Al final, echamos mano de alguno de los múltiples

tuppers

que poblaban el congelador. Su madre la obligaba a bajar cargada de comida todos los fines de semana y, como vivía a base de ensaladas y pollo a la plancha, veía como los

tuppers

de canalones se amontonaban indefinidamente. Lo mejor es que su madre no se limitaba los de carne de toda la vida. Comimos canalones de ternera, de rape, de espinacas… y una botella de vino blanco “que guardaba para el primer chico que la mereciera”.

Me sentí honrado por el ofrecimiento y bebimos hasta terminar con ella. Comimos un poco de chocolate peculiar porque “siempre hay que dejar un hueco para el chocolate”. Tenía una caja de cartón con muchas tabletas, como si fuera un libro. No la había visto hasta entonces pero después ha sido una constante en mi vida. Confiad en

Valrhona

cuando os topéis con ellos.

—Es curioso que terminase comprando chocolate francés en suiza. Pero no se lo digas a nadie.

—Está bueno— contesté.

—No sabes lo que dices. Es casi mejor que el sexo.

—¿Seguro?— repliqué incrédulo.

—He dicho casi. No soy tonta –terminó riendo.

Estuvimos hablando de mil tonterías durante un buen rato. De sus viajes, de sus responsabilidades… Me dio la sensación de que se sentía sola y me sorprendió ver que esa soledad le hacía sentirse fuerte. Siempre creí que sería al revés, que la gente solitaria sería más frágil. Ella en cambio, tenía todo controlado. Me confesó que era el primer chico al que llevaba a casa y el primero con el que repetía desde la universidad. Me sentí un privilegiado, porque no decirlo, pero me entristeció.

—No se ha dado— se justificó sin que yo se lo pidiera.

—¿Cómo que no se ha dado?

—No es que yo lo haya puesto difícil ni que no haya habido interés por parte de algunos chicos. Simplemente no se ha dado. Hubo un tiempo que no lo entendía. Algunos chicos perdían la gracia a los minutos de estar con ellos, otros no llamaban y otros resultaban demasiado irrespetuosos desde el principio. Hubo un tiempo que me preocupaba.

—No me lo creo.

—En serio. Y si un chico intentaba ligar conmigo dejaba de gustarme.

—¿Así como ibas a encontrar a nadie?

—Ya lo sé. Por eso estaba preocupada. Pero no lo podía evitar. Cuando un chico tomaba la iniciativa yo me apartaba. Hasta que me acostumbré y dejó de importarme.

—Y encontraste a tu juguete.

—Sí –contestó riendo— a ti. Eres mi juguete de usar y tirar.

Estábamos en el sofá. Ella estaba tumbada con su cabeza sobre mis piernas y parecía disfrutar de aquello. A mí no me importó aunque no podía evitar que me surgieran un montón de preguntas. Mi mente excesivamente analítica se estaba volviendo loca intentando dar un diagnóstico a los males de aquella chica. Necesitaba encontrar una lógica a lo que me estaba contando para poder seguir con eso. Hablando con ella había sentido un pinchazo de pena y ese era un sentimiento que no me gustaba en absoluto.

Cuando empezó a oscurecer seguíamos en el sofá y no teníamos mucha prisa por buscarnos otras distracciones. Hablamos toda la tarde sin tapujos y con una sinceridad poco habitual en desconocidos. Llegué a pensar que cualquier hombre –incluyéndome a mí— sería una carga para una chica como esa. Había llevado la independencia femenina a todos los ámbitos de la vida. “Y lo que no puedo hacer, pago para que alguien lo haga”.

Empezó a quedarse dormida y yo seguí analizando su casa, sus cosas… su vida. Todo estaba limpio y ordenado de forma escrupulosa. Esa chica podría tener un ataque de histeria si alguna vez entraba en mi habitación. Cuando vivía con Carlos había sido medio ordenado, pero al volver a casa de mis padres después del Erasmus había abandonado todos los buenos hábitos. Ella en cambio, no tenía ningún papel a la vista y todos los CDs parecían ocupar sus cajas en la estantería correspondiente. Los mandos a distancia de televiso y DVD estaban en una absurda cabeza de Piolín hueca y debajo de la mesa de te –de aquellas que acumulan revistas y diarios en todas las casas— sólo había un par de figuritas.

—Me encanta dormirme en el sofá— dijo bostezando. —No te importa si me quedo dormida ¿verdad? Puedes quedarte o irte cuando quieras.

Seguí mirándola un rato porque me transmitía muchísima calma. Me sentía relajado mirando el movimiento rítmico de todo su cuerpo pero sentía que ya estaba invadiendo su espacio. Decidí irme, intentando molestarla lo menos posible y rezando para que me llamara lo antes posible.

V

Podría haberse gastado de tanto mirarlo. Cada cinco minutos cuando estaba acompañado y de forma casi continua cuando estaba sólo. Me pasaba el día con un ojo puesto en el móvil. Me había avisado que pasaría, que me llamaría cuando tuviera tiempo y ganas, pero no me lo había creído. Pensé que las cosas habían ido tan bien entre nosotros que no se resistiría a llamarme el mismo lunes. Pero no. No lo hizo el lunes, ni el martes, ni el miércoles…

—Me parece increíble que no me haya llamado— me quejé sin hacer caso del partido. El Atlético y el Servilla jugaban la final de la copa de rey.

—Dale tiempo— contestó Carlos cortando la conversación con prisa.

—Tío, no eres de ninguno de los equipos.

—Pero es la final de la copa. Hay que verlo.

Vete a la mierda— dije tirándole la servilleta. —Qué más te da a ti el fútbol…

—Es que siempre estás igual, macho. Sabes exactamente qué es lo que tienes que hacer. Esperar hasta que se te hinchen las pelotas y después mandarle un mensaje. Sólo quieres mi aprobación.

—Que simple te has vuelto…

—Pero tengo razón.

—Ese no es el tema— dije riendo—. Tienes que escucharme.

—Si fuera la primera vez. O la segunda. Mándale un mensaje y te quedas tranquilo.

—Igual lo está esperando.

—¿Te dio la sensación de que esperaba que le mandases mensajitos?

—No.

—Pues si una tía de treinta años espera que le mandes mensajitos te enteras. Así que no creo que lo esté esperando.

—Entonces no se lo mando.

—Que lo que ella quiera da igual— levantó la voz. —Tienes pensar en lo que quieres hacer tú. Mira que bien le va a ella.

—Pues se lo mando.

—Vete a la mierda— dijo riendo. —Vas a ser igual toda tu vida.

¿Y qué quiere? Algunos somos como somos muy a nuestro pesar. Por supuesto que mandé un mensaje. Escribí veinte en servilletas, los analicé y al final envíe uno que no me comprometía ni pedía nada; que expresaba mis inquietudes y que establecía el vínculo mínimo suficiente: “Como va la semana?”. Era poco arriesgado pero era el momento de ser cuidadoso con la estrategia. Si contestaba y daba pie a más ya avanzaríamos.

Dos horas tardó en contestar con un simple: “bien, en Rotterdam”. Tuve que mirar el mapa para saber donde estaba eso. Estuve tentado de contestar el mensaje para intentar alargar la conversación, pero Carlos me pidió un poco de dignidad. Algo muy amable por su parte.

Terminó el partido y volví andando a casa. Carlos se ofreció a llevarme, pero sin obligaciones ni responsabilidades más que revisar el correo de la empresa de mis padres no podía desaprovechar la oportunidad de dar un paseo. A mucha gente le incomoda pasear de noche por las calles desiertas. En una gran ciudad como Barcelona es fácil que sea así. Pero en un pueblo de los muchos que la rodean, en una zona tranquila, es relajante pasear sin prisas, escuchando los ruidos que siempre pasan desapercibidos, notando que la vida nunca para ni en un sitio como ese.

Eran más de las doce de la noche cuando, habiendo llegado a mí calle, sonó el teléfono. Me asusté porque nadie me llama a esas horas pero me alegré enormemente al ver el nombre de Montse vibrar en la pantalla. Necesitaba una foto suya.

—Buenas noches— dijo alegre.

—Buenas noches— contesté aún más alegre si cabe.

—¿Dormías?

—No. Estaba paseando.

—Sé que no tengo que decirlo.

—¿El qué?

Que no me olvidé de ti— el corazón me dio un vuelco y no supe que decir. —He pensado en nuestro fin de semana— dijo después de hacer una pausa.

—Te diría que yo no para hacerme el duro, pero no ibas a creerme.

—No— contestó riendo. —Aunque me lo juraras.

—¿Y qué haces tan lejos?

—Vine ayer a unas reuniones. Mañana por la tarde vuelvo.

—¿Qué tal ha ido?

—Pues he estado reunida con un montón de tíos buenos que me han colmado de atenciones y sonrisas. Alguno hasta se ha ocupado de que no me sienta sola.

—¿Cómo?— pregunté extrañado.

—Quería que te pusieras celoso— dijo riendo. —La verdad es que estas reuniones no sirven para nada. Las cosas que nos dicen no las podemos aplicar en España. Pero tienes que escuchar y decir que sí a todo.

—¿Por qué no lo podéis aplicar?

—Al final me he dado cuenta de que somos distintos. Nuestros mercados no tienen nada que ver.

—Lo siento.

—¡Vah! Esas cosas no me importan. Tengo controlado lo mío. Pero hay que hacer acto de presencia. ¿Qué tal tú?

—Pues por aquí, ligando.

—Ya. Bueno. Te llamaba porque mañana llego a las ocho al aeropuerto. Puedo coger un taxi e ir a casa a dormir o puedes venir a buscarme.

—¿Me estás pidiendo que te vaya a buscar?

—No. Te estoy contando mis opciones.

—Iré a buscarte aunque sea andando.

—Si vas andando no me servirás de mucho ¿no crees?

—Conseguiré el golf de mi madre.

—Pensé que era tuyo.

Yo tengo moto, no coche. Pero no se puede decir que mi madre me ponga muchos problemas para usarlo.

—Eres una caja de sorpresas. Sólo hay una cosa más. Llegaré muy cansada y necesitaré que me trates como corresponde a una dama de mi categoría y responsabilidades.

—Recibirás las mejores atenciones

El día siguiente tardé una hora en decidir que ponerme, una hora en llegar al aeropuerto y aún así llegué con dos horas de antelación. Y es que Carlos tenía razón, yo nunca cambiaría y empezaba a tenerlo asumido. Llegué a la terminal de toda la vida para descubrir que esa es ahora la terminal dos y tener que ir a buscar la nueva. Paradójicamente, ahora es la terminal uno. Y que nadie crea que se puede ir andando de una a otra.

Estuve un rato sentado en el Lizarran, pero es un garito que en un aeropuerto pierde la gracia. Compré chuches –sin preguntar los impuestos— y paseé por las pocas tiendas que hay en la zona de llegadas. No sé cuantos refrescos me bebí ni cuantos periódicos leí. Pero se me hizo interminable la espera. Sobre todo, porque habiendo llegado a la puerta correspondiente con una hora de antelación, tuve que esperar otra por los retrasos y el tiempo que tardaría la chica en recoger la maleta. Ellas sí facturan porque los potingues son indispensables. Pero valió la pena. El tráfico, la espera, los refrescos… valió la pena por verla salir sonriente cargada con el bolso, el portátil y la maleta.

Vestía un traje chaqueta oscuro y llevaba el pelo completamente liso. Casi no la reconozco porque parecía muchísimo mayor que las anteriores veces que la había visto. Quizá por cansancio, pero sobre todo, porque entre semana era una ejecutiva y eso se notaba hasta en su forma de andar. Jamás me hubiera acercado a una chica así.

—Muchas gracias por venir— dijo dándome dos besos. —Eres la primera persona que viene a buscar en los cinco años que llevo en este trabajo.

—Y que además te lleva las maletas— dije cogiendo la bolsa del ordenador y la maleta.

Me estuvo contando cosas del viaje, de la primavera que aún no había llegado a Europa y de lo pesados que eran sus compañeros. Yo intentaba prestar atención aunque aquello no me importaba lo más mínimo. A mí me daba igual que los italianos retrasaran siempre las reuniones o que los alemanes y los ingleses se pasasen con sus formalismos. Me daba igual que trataran a los españoles con cierto desprecio porque su cifra era inferior y me importaba muy poco los juegos que habían hecho para “desarrollar el trabajo de equipo”. Y entrecomillo porque ella también lo hizo aunque sigo sin entender el motivo. Yo sólo quería verla sonreír y que me contara que me había echado de menos. Pero eso no lo reconocería ni en la red ni en ningún lado. Creo que no sonaría creíble aunque lo pusiera yo en boca en este relato.

Hice el ridículo más espantoso al perder el coche en el párking pero a ella pareció hacerle gracia:

—En el reverso, Arnau. En el reverso tienes un recuadro para anotar el número de la plaza— reía—. Estás seguro que era naranja ¿Verdad?

—De eso estoy seguro. Casi. Era naranja y estaba en el mismo piso que la terminal de llegadas.

—Entonces solo tenemos que recorrer estos tres pasillos— aclaró riendo como si hubiera descubriendo la penicilina.

Pero resultaba que el coche estaba en el pasillo rojo. Que sí, que está al lado del naranja pero que no es lo mismo. Me sentía avergonzado por el error aunque fuera insignificante y ella se reía cada vez que me miraba. Era injusto que ella fuera tan guapa. No tenía salvación posible.

—¿Sabes una cosa?— dijo cuando ya estábamos saliendo del parking—. Es agradable que te lleven a casa.

—Me invitarás a cenar ¿no?

—Estoy cansada. Y me prometiste cuidados. Quiero ducha y masaje— expuso sin dudas.

—Eso está hecho— acepté convencido.

Fuimos a su casa y cumplí lo prometido. No sólo le preparé el baño, sino que la enjaboné, le lavé el pelo y lo sequé. Dediqué más de una hora en terminar todo el proceso y cuando terminé la acosté en la cama boca abajo y le di un masaje con una crema hidratante que tenía en el baño. Era lo mejor que se podía encontrar en aquel momento y parecía suficiente. Montse no dijo ni una sola palabra en todo el rato. Se dejó acariciar, mover, llevar… como si fuera un muñeco.

Cuando terminé el masaje empecé a besarle el cuello lentamente. Bajando después por su espalda, besando cada milímetro de su piel hasta llegar a esa maravilla que llevaba tres días esperando. Sus dos nalgas eran como dos pelotas, tan firmes y tan bonitas como nada que haya visto en la vida. Estaban blanquitas y parecían estar pidiendo bocados a gritos. Me dejé llevar aunque controlé la fuerza con que se los daba. Ella reía después de un primer susto que hizo que diera un saltito.

Cogiéndola de las caderas hice que se diera media vuelta para ofrecerme lo más íntimo de su cuerpo. Cuando acerqué mi cara me puso la mano en la frente, como si no quisiera que hiciera aquello, pero insistí y ella cedió para acogerme entre sus piernas. Empecé a besarlas lentamente, recorriendo con los labios y la lengua la piel de sus muslos, asegurándome de rozar su entrepierna cuando cambiaba de lado. Empecé después con el ritual de besar los labios, de fuera adentro, para buscar después el clítoris con la lengua. Dormido primero, con la lengua siempre húmeda, esperando con paciencia su despertar, jugando con él con también con los labios y subiendo la intensidad a medida que sus gestos me lo pedían.

Dobló las piernas para poder apoyar los pies y facilitar la postura. Yo alargaba a veces las manos porque extrañaba sus pechos pero no me despistaba jamás de lo que estaba haciendo. Es un privilegio acceder a la intimidad de una mujer de esa forma y un necio quien no lo sabe ver. Lo que se obtiene con la lengua es algo digno de ver. Al estar más libre de moverse notas los espasmos en la cara, la espalda se encorva y las piernas se tensan importando muy poco lo que te pase a ti. Es un espectáculo, un premio para el que sepa ganarlo.

Me tumbé a su lado esperando que reaccionara, que dijera algo o que abriera los ojos. Estaba encantado de estar ahí y esperaba obtener alguna recompensa por mis servicios. Pero lo único que hizo fue meterse en la ducha de nuevo sin decir ni una palabra.

—¿Quieres bajar a por unas pizzas mientras me seco el pelo?— me dijo desde la puerta del baño mientras yo empezaba a quedarme dormido.

—Claro. ¿Qué te gusta a ti?

—Yo suelo pedir la de gambas. Está muy buena— dijo sonriendo—. ¿Llevas dinero?

—Por supuesto.

Cenamos tranquilamente en el sofá. Porque las pizzas en sofá están mucho más buenas. Me gustó muchísimo que se mostrara abiertamente satisfecha con su “nuevo juguete” y que confesar que iba a aprovecharse de mí para cumplir todas sus fantasías sexuales. Había estado pensando en ello en su viaje y estaba bastante ilusionada con ello.

—¿Me ayudarás?— preguntó riendo.

—¿Es una pregunta trampa?

—Ni sabes cuales son, ni cuantas son. Puedes negarte.

—¿Tengo que incumplir la ley para alguna?— pregunté riendo.

—Todo es legal y no hay nada peligroso.

—Entonces me apunto.

—¡Genial!— dijo alegre—. Esto va a estar muy bien.

Pero no estaba tan alegre como podía parecer. Salí a la calle cabizbajo y di un largo paseo hasta llegar al coche. Algo en todo aquello me estaba haciendo sentir mal. La situación debería parecerme un regalo de los cielos, pero no podía evitar sentir que aquello era una historia de Montse, no nuestra. No iba a negarme a participar en sus juegos y fantasías porque gilipollas no lo soy si no es estrictamente necesario, pero me hubiera gustado que las cosas fueran distintas.

Me hubiera gustado pensar que yo contaba para algo. Pero todo empezaba a indicarme que Montse no quería saber nada de mí. No me preguntaba por mis amigos, ni por el trabajo que hacía con mis padres. No le interesaban mis aficiones y mucho menos mis planes. Sólo quería saber si podía usarme. Y eso estaba haciendo que me sintiera muy pequeño porque la respuesta era un rotuno, enorme y sincero sí. Podía usarme tanto como quisiera.

VI

Ese mismo jueves intenté llamarla para quedar. Y supongo que eso fue un error. No sólo porque ella me ignoró y no contestó por ninguno de los medios posibles, sino porque me hizo sentir usado y menospreciado. Me pasé la mañana

desanimado y no pude cambiar de actitud hasta la hora de la comida. Cada día iba a comer al mismo restaurante. Estaba al lado del almacén de mis padres y mi padre siempre me pedía que comiera con los trabajadores. Decía que era la forma de que me conocieran y me cogieran confianza por si algún día yo me hacía cargo de la empresa. Algo que, en cierto modo, ya estaba haciendo.

Mi padre se encargaba del negocio –con la ayuda más o menos importante de mi madre— pero pasaba del resto de asuntos. Para él, lo importante y lo divertido eran los tratos. Viajaba para comprar a los mejores precios del mundo y hacía sus

trapicheos

para vender. Le importaba poco todo lo que debe hacer una empresa para poder seguir funcionando. Personal, impuestos, nóminas, alquileres, furgones, aranceles… Mi padre me cedía todo eso a mí. Lo tenía controlado en una jornada de cinco o seis horas, pero no era lo que buscaba cuando empecé a estudiar periodismo.

Aún así, que los trabajadores rindieran y estuvieran contentos se había convertido en cosa mía. Eran pocos porque la empresa era pequeña, pero cada día comíamos los seis en un restaurante cercano y yo pagaba la comida. Una idea de mi padre que no resultó excesivamente cara pero que cambió radicalmente el comportamiento de los trabajadores. El restaurante nos hacía un precio especial y nos trataba como en casa. Juan, el camarero, era como uno más entre nosotros. Ellos volvían puntuales a trabajar y yo alargaba la comida con él, tomando un café en la barra y un chupito si la ocasión lo merecía. Cuando me aburría de estar en el bar me iba a casa porque no solía tener más que hace en la oficina.

Ese jueves fue especial aunque entonces no lo supiera. Juan había contratado a una chica para que lo ayudara. Parecía que el negocio iba bien aunque todo el mundo ya empezara a hablar de la dichosa crisis. Me pareció una muñeca. Algo en ella emanaba una inocencia muy seductora por más que no fuera mucho más joven que yo. Llevaba el pelo recogido en una cola y parecía muy nerviosa.

Me gustaría describir emocionado el recorrido de la lengua al pronunciar su nombre pero sólo puedo recordar la música de su voz mientras se presentaba. Lucía era un nombre precioso y necesita silencio para enmarcarlo. No parecía un nombre muy argentino.

—Uruguayo— me corrigió—. Que no es lo mismo por más que vayas a insistir— aclaró riendo.

Y es que terminaría por darme cuenta de que Lucía siempre sonreía. Hablaba bajito y mecía a la gente en su sonrisa. Una estrategia con la que ganó la atención de todos los clientes del restaurante en un solo día. Y sí, yo flirteé con ella, sin pensar en Montse, convencido de que una chica así nunca estaría a mi alcance. No había peligro alguno y reafirmó mi autoestima. No os voy a descubrir ahora los beneficios del flirteo…

No me importó alargar la comida más allá de lo habitual porque cada vez que se acercaba me sonreía o me decía algo. Y yo me sentía bien al ver que las cosas podían ser tan sumamente fáciles. Me hacía sentir bien. Y eso es más importante de lo que mucha gente pueda llegar a pensar. Nadie puede hacerte mejor regalo que ayudarte a sentirte bien contigo mismo. Cuando al salir del restaurante mandé un mensaje a Montse, estaba pletórico. Me sentía seguro y creí que respondería a mi invitación de empezar con la lista. Pero no lo hizo. Montse nunca permitiría que yo tuviera iniciativa. Así que supongo que llamar de nuevo, harto de esperar, no iba a arreglar las cosas. Huelga decir que no contestó el teléfono. Es más, no obtendría respuesta alguna hasta el sábado. Algo que entendí, no sé si muy precipitadamente, como un castigo por haber llamado.

Y aunque me pasé los dos días pegado al teléfono, esperando una señal, empecé a descubrir que Lucía era de las mejores ideas que había tenido ningún responsable de restaurante. Nos tenía a todos embobados. Y sí, era guapa, muy guapa. Pero no era una de esas chicas que va rompiendo cuellos por la calle. Todas sus amigas dirían a sus espaldas que le sobraban cinco kilos, pero a nosotros nos encantaba y encandilaba. Su dulzura y su sonrisa eran tan naturales que a nadie le sorprendió que el segundo día nos empezara a tratar como si nos conociera de toda la vida. Cuando todos se fueron y me trajo el segundo café a la mesa se sentó conmigo suspirando.

—Que cansada estoy— decía ante mi sorpresa. Jamás se había sentado el camarero en la mesa conmigo mientras trabaja. En ningún restaurante. —Antes trabajaba en un bar y esto de servir mesas cansa bastante más.

—Te acostumbrarás pronto— dije algo descolocado.

—Seguro— contestó convencida. —Siempre me adapto deprisa, Arnau.

—¿Recuerdas mi nombre?

—Claro. Es muy bonito. Y el jefe me ha dicho que te tengo que tener contento— dijo sonriendo.

—No te será difícil.

—Aún así me esforzaré— dijo guiñando un ojo y cogiéndome completamente desprevenido.

Porque no es que ese guiño de ojo significara nada, pero nadie te trata con esa cercanía hoy en día. Las relaciones con la gente cada día son más frías y tomarte la confianza de tratar de una forma más personal a la gente es algo que hace tiempo que no se estila. Pero Lucía había descubierto como hacerlo, como acercarse a la gente con una sonrisa. No hace falta que diga cuanto me gustaba.

El viernes por la noche estuve cenando con Carlos y Anna, pero evité hablarles de mis cosas. Se dieron cuenta de que tenía un ojo puesto en el teléfono constantemente pero evitaron hacer comentarios. Era mejor hablar de cualquier tontería que recordar que al mesa estaba sentado el mayor de los tontos. Ellos en cambio, parecían los más listos del mundo. Tenían una relación que no lo era y ambos parecían contentos. Carlos jamás se refería a Anna como su pareja ni los veía jamás haciendo muestras públicas de afecto, pero él había dejado de romper corazones muchos meses atrás.

Lo que yo tenía con Montse era algo raro y aún no había sido capaz de bautizarlo. Estaba convencido de que mandar más mensajes era un error pero no sabía cuánto tiempo más aguantaría. Mi cielo se abrió el sábado cuando en el teléfono sonó la codificación morse de las letras s, m y s. Que estaba en Setcases, decía; y se extendía explicando la primera fantasía que me confesaba. Supongo que “el domingo a las 9 estaré en casa” era su forma afectuosa de despedirse y pedirme que la fuera a ver. Y no me pareció mal. Tenía tantas ganas que acepté sin manías, sin hacer ningún comentario de su fantasía, aunque ilusionado por la idea de hacerla realidad. No lo ponía excesivamente difícil para la primera.

A las 9 de la noche en punto abría la puerta con la mirada seria y su saludo me mostró en seguida que había conseguido alcanzar las expectativas:

—Buenas noches, señor agente. ¿En qué puedo ayudarle?

Ella l

levaba puesta la ropa con la que habría pasado el día. Tejanos azules claros y una camiseta con el estampado de una marca de ropa delante. Yo había suplicado a un par de amigos hasta que conseguí un uniforme de los

mossos d'escuadra

. La placa del pecho, la pistola y las esposas eran falsas, pero el atuendo era completamente original. Hasta la gorra que descansaba debajo del brazo mientras yo me esforzaba por mantener una postura casi militar.

—Hemos recibido informaciones de que en esta casa se trafica con sustancias estupefacientes.

—Le aseguro que no, señor agente. ¿Tengo que llamar a mi abogado?

—Usted verá como quiere llevar esto… pero si no tiene nada que esconder.

—Absolutamente nada, señor agente.

—Bien. ¿Puedo pasar?— dije serio.

—No quisiera interponerme en su trabajo pero ¿no necesita una orden judicial para eso?

—Aquí está— contesté convencido e infinitamente orgulloso de haber sido capaz de anticiparme a ese movimiento y falsificar una orden de registro. —Puede comprobar que está en orden— dije acercándosela.

—Entonces pase, señor agente.

Crucé el recibidor con paso seguro mirando en todos los rincones. Montse me seguía cabizbaja interpretando su papel a la perfección.

—¿Qué guarda en esos cajones?

—Manteles y servilletas, señor agente.

—¿Puede abrirlos?

—Por supuesto— contestó servicial aunque yo apenas miré. —Puede abrir los armarios que desee.

—Prefiero que lo haga usted. ¿Qué tiene en ese armario?

—La vajilla— dijo abriendo las puertas. —Y lo que queda de la cristalería.

—Dejémonos de rodeos— dije acercándome lo suficiente para intimidarla y que notara el calor de mi aliento. —¿Dónde tienes las drogas?

—Agente— contestó apocada, —le garantizo que no encontrará drogas en esta casa.

—Lléveme al dormitorio.

Montse seguía interpretando su papel y eso me ayudaba infinitamente a seguir haciendo el mío. No tenía mucha más cosa pensada y no sabía por dónde podía hacer que la historia ganara interés. Le hice abrir el armario y aluciné con lo grande que era y la cantidad de ropa que había en él.

—¿Qué hay en ese cajón, señorita?

—Sólo ropa— contestó rozando la súplica.

—Vemos— dije abriéndolo y descubriendo un montón de ropa interior. —No está nada mal.

—Eso forma parte de mi intimidad. ¿No cree?

—Esto son pruebas— dije cogiendo un minúsculo tanga de encaje. —Aquí hay mucha ropa interior para una única chica.

—Es que me gusta mucho— confesó. —Cuando me quiero hacer un regalo me compro un conjunto.

—¿Me está diciendo que usted lleva conjuntos de lencería como estos?

—Sí señor.

—Levántese la camiseta.

—¿Cómo dice?

—Creo que está mintiendo. Que en esta casa acoge a más gente y que esa ropa no es suya. Enséñeme el sujetador que lleva puesto.

—No creo que la orden le dé derecho a eso.

—Si lo desea, podemos ir a comisaría y lo discutimos ahí. Tengo todo el tiempo del mundo.

—Mañana trabajo. No he hecho nada malo— replicó casi lloriqueando.

—Señorita. Acabemos con esto.

—Está bien— contestó enfadada y mostrando el sujetador durante menos de dos segundos.

—Señorita. Tengo que comprobar que se corresponden en estilo y talla. ¿Le importa?

—Sea rápido— dijo suspirando mientras se levantaba la camiseta.

Me acerqué para poder verlo mejor. La verdad es que llevaba una ropa interior muy sensual. La de aquel día era blanca y con la presión suficiente para que pareciera que los pechos se le iban a escapar.

—Se lo va a tener que quitar para que me lo lleve como prueba.

—Ni hablar.

—Puede traerlo a comisaría usted misma, si quiere.

Montse volvió a resoplar e hizo una cosa que me gustó bastante. Dejó caer la camiseta y se sacó el sujetador por la manga. Cuando me lo entregó, me pareció intuir una sonrisa de satisfacción, por la sensación de haber sido más lista que yo. De todos modos, aunque en aquel momento me quedé sin la visión que tanto anhelaba, ver el movimiento de sus pechos libres a través de la camiseta y los pezones marcarse en ella fue recompensa suficiente.

—Está bien. Vacíe los cajones de la mesita sobre la cama.

—No creo que haga falta— dijo poniéndose evidentemente tensa.

—Señorita, por favor.

—Le he dicho que no y es que no.

En aquel momento todas las ideas surgieron de golpe. Estaba claro que no estaba actuando. No le hacía gracia la idea de vaciar los cajones sobre la cama. Igual había algo que de verdad merecía un poco de respeto y yo estaba superando los límites del juego, pero no podía dejar escapar la oportunidad de que aquello tomara una dimensión distinta. Me costó poco decidirme a ir yo mismo a vaciar el cajón pero ella me cogió del brazo para impedírmelo.

En aquel momento surgió como acto reflejo algo que no tenía previsto. Me di la vuelta zafándome de su mano y agarrándola después. La empujé no muy bruscamente contra la pared y la forcé a que levantara las manos. Con unas pequeños golpes con mi pie en sus tobillos la forcé para que abriera las piernas y la dejé contra la pared, como si esperara un registro.

—Tengo que pedir refuerzos.

—No será necesario agente— sollozó—. Ha sido un error.

—No sólo un error. Ha agredido usted a un agente.

—No pretendía, señor.

—¿Va usted armada?

—Por supuesto que no— pareció escandalizarse. —Jamás he tocado un arma.

—Tengo que registrarla.

—De verdad que no voy armada, señor agente.

—Y yo no puede creerla señorita. No se mueva.

Me acerqué a ella por detrás y le puse las manos en los hombros. Dio un pequeño respingo al notar el tacto pero se dejó hacer. Pasé mis manos por sus brazos, por su espalda y por su vientre. Me pareció increíble lo en forma que estaba y me excité sin tener que propasarme ni un pelo. Al agacharme para comprobar sus piernas había dejado al cara a escasos centímetros de su culo y me quedé mirándolo un momento. Era realmente espectacular. Tanto, que no pude evitar darle un pequeño mordisco en un glúteo a lo que no respondió con ninguna queja.

Cuando me puse de pie no pude resistirme y le dije que tenía que comprobar los bolsillos. No contestó ni hizo ningún gesto raro cuando metí las manos en los bolsillos delanteros del pantalón ni en los traseros. Cada vez estaba más convencido que ese culo no era normal y terminé por masajearlo sin complejos por fuera del pantalón.

—Esto es necesario, agente— protestó seria.

—Será mejor que guardes silencio. No querrás pasar la noche en la comisaría…

Volví a empezar con el registro, cacheando de nuevo los brazos, el vientre, la espalda… y esta vez accidentalmente toqué los pechos con los dedos. No se quejó porque el contacto fue repentino y breve, pero decidí agarrar un pecho con cada mano a lo que intentó zafarse agarrándome las manos con las suyas.

—Señorita. No alarguemos esto— le pedí—. Le conviene dejarme hacer mi trabajo.

—No creo que esto forme parte de su trabajo.

—Prefiere pasar la noche en la comisaría— dije soltándome las manos y continuando con el masaje.

Noté como los pechos y los pezones se endurecían y pasé a meter las manos dentro de la camiseta. Notaba como el pezón se clavaba en mi palma y se escurría entre los dedos. Sería su fantasía, pero yo lo estaba pasando teta.

—Ahora voy a vaciar los cajones y tú te quedarás quieta.

—No vacíes los cajones— me avisó.

Pero yo no hice caso. En lugar de eso, hice un movimiento rápido que sí tenía ensayado y la esposé al pomo de la puerta que era suficientemente grande como para no permitir que se zafara después. Los ojos se le abrieron ante la sorpresa y no pudo esconder mostrar un atisbo de satisfacción por mi iniciativa.

—No lo hagas— dijo casi gritando mientras sacaba el cajón y lo volcaba sobre la cama para descubrir el motivo.

Había dos y de diferentes tamaños. Montse escondía dos consoladores y eso la avergonzaba. A mí, en cambio, me parecía normal y me excitaba pensar que sabía cómo darse placer.

—Así que te gusta jugar con estas cosas— dije mirándola fijamente.

—No los he usado nunca. Guárdelos, por favor.

—Yo creo que sí los has usado. Y yo los usaré como prueba.

—¿Cómo prueba de qué?— se quejó. —Aún no ha encontrado nada ilegal.

¿No?— pregunté acercándome a ella y mirándola con gesto serio. —Yo creo que acabas de agredirme.

—Eso no ha sido una agresión.

—Cierto. Ha sido acoso.

—¡Venga ya!— se quejó incrédula. —¿Quien va a creer que una chica como yo acosaría a un tipo como usted?

—No se olvide que yo soy la ley— dije agarrándola del cuello. —Diré que quería impedir el registro acostándose conmigo; que es una adicta al sexo y que necesita meterse estas cosas en su coño para tenerlo contento— dije metiendo la mano dentro de los tejanos y las bragas. Abrió los ojos y se quedó callada, sin saber cómo reaccionar. Estaba completamente mojada.

—Diré que harta de masturbarse— seguí— quería aprovecharse de un hombre decente y casado— dije mientras buscaba su clítoris con el dedo índice.

Hizo unos gestos bruscos para hacer que mi mano saliera de su interior y me miró con cara de odio.

—¡No puede hacer eso! Nadie le va a creer.

—72 horas estará detenida hasta que sepamos si me van a creer. Y si no me creen, no se preocupe, podrá usted volver a su vida.

—Es un cabronazo.

—Lo que usted diga—dije soltando la esposa de la puerta. —Vamos—dije saliendo de la habitación.

—Espere— dijo unos segundos más tarde. —No podríamos llegar a un acuerdo.

—Agachate— le contesté serio— y convénceme.

—Me refería a dinero— dijo mientras me bajaba la bragueta y me sacaba la polla que estaba a medio camino de su completa expresión por la situación.

—No pienso chuparte la polla, cerdo.

—Tienes diez segundos para decirte. Diez, nueve…

Fui a guardarla cuando llegué a cero, pero al hacer el gesto con la mano se agachó sin decir nada más. No podía creer que aquello fuera su fantasía porque yo lo estaba disfrutando como jamás he disfrutado de una mamada. Se agarró a mis nalgas con ambas manos y empezó a hacerme la mejor mamada que me han hecho en la vida. Suerte que tuve el control suficiente para pararla, llevarla a la cama y desnudarla. Siempre he sido cuidadoso o eso creo, pero ese día no. Ese día yo me moría de ganas y ella estaba completamente empapada así que fui más brusco de lo habitual.

Ella no se quejó. Aceptó el trato que le estaba dando aunque pronto decidió que prefería marcar ella el ritmo. Me dio un empujón para que cayera en la cama y pudiera ponerse encima. Empezó a cabalgarme con mucho más ímpetu y ganas que en las ocasiones anteriores hasta que, sin preocuparme demasiado, me corrí en su interior.

No podía quejarme de lo que estaba suponiendo cumplir con sus fantasías. Se tumbó a mi lado visiblemente satisfecha y, sin añadir ni una sola palabra, empezó a reírse a carcajadas; llegando incluso a incomodarme. Pero no era esa su intención. Se reía, según entendí, por la alegría de haber podido “simular” aquello que le daba tanto morbo, que un policía aprovechase su posición para conseguir favores sexuales.

—Gracias, gracias, gracias— contestó al rato. —He disfrutado de esto.

—¡Y yo!—contesté sin tapujos.

Y es que descubrí que esto de los roles tiene su gracia. La capacidad que tenemos las personas para creernos el personaje que interpretamos es magnífica. Da muchísimo reparo y no siempre está uno dispuesto a hacerlo, pero la recompensa es brutal. En el momento en que uno se cree el propio personaje, pasa a creerse el personaje del otro. La excitación surge de manera descontrolada porque puedes vivir una experiencia completamente distinta a las habituales: policía/delincuente, espía/ayudante…

—Si esto fuera una feria te daría el osito grande— dijo convencida. —Pero ahora tienes que preparar la siguiente.

E

so despertó en mí el suficiente interés como para seguirla fuera de la habitación, hasta la cocina o hasta el fin del mundo si fuera preciso. Supongo que ella vio en mi mirada que el interés por mi parte estaba garantizado y aprovechó para mantener la incertidumbre. Se la veía realmente ilusionada y eso me hacía sentir bien; cuesta muy poco alegrarse de ver a gente contenta. Y más si es gente como Montse ese día. Tenía una alegría tan contagiosa… Era como si de contenta, se hubiera transformado en una niña. Su coraza de directiva de responsabilidades infinitas se diluía cuando vestía sus shorts y sus camisetas de Disney.

Había preparado la cena en algún momento y eso fue toda una sorpresa. No me imaginaba que Montse pudiera sacar tiempo de su agenda para preparar una cena como esa. Una parte de mí pensó que la habría comprado en una de las tiendas de comida para llevar de la zona, pero quería creer que se había tomado el tiempo para hacerme sentir en casa. La ensalada llevaba una vinagreta con cierto sabor a mostaza y el pescado estaba realmente delicioso. No escatimó en vino y fingió comer de un pastel exquisito. Ya sé, ya sé. No creo que se ocupase ella de todo. Pero estuvo atenta y cariñosa. La sentí muy cercana y fue reconfortante. No sé para qué iba a empezar a mentir a estas alturas.

Volvió a quedarse dormida en el sofá, con la cabeza sobre mis piernas. El reloj quedó inmóvil y el mundo decidió seguir el ritmo de su respiración. Era curioso que me sintiera protegido sólo con mirarla y más que me sintiera tan mal cuando me desperté a las siete de la mañana, con el cuello dolorido y la espalda pegando voces: “¡no puedes tratarme así!”.

Montse salía de su habitación con su uniforme habitual de traje pantalón. Ya estaba duchada, maquillada y lista para seguir comiendo porciones de mundo. Su mirada fría dejaba claro que no le gustaba la idea de compartir piso con nadie. Ni siquiera por accidente.

—Dejo una lleve en la mesa. Échala al buzón cuando te vayas. Si te quieres duchar, encontrarás toallas en el baño. No creo que encuentres mucho para desayunar, pero siempre te puedes tomar un café.

—Tranquila, me iré enseguida— dije en uno tono que emanaba disculpas por todas las grietas. Y eso que no sabía de qué debía disculparme.

—Haz lo que quieras. Ya te llamaré— dijo seria, aniquilando toda la magia que podría haber quedado de la noche anterior.

Así que es inútil no pensar en estúpidas canciones para

quinceañeras

. Aquello era una jodida montaña rusa. Montse se implicaba hasta las últimas consecuencias durante las franjas de tiempo que decidía dedicarte, pero te multiplicaba por cero en el momento que su agenda le indicaba que tenía otras prioridades. Quizá era ese el secreto de su éxito; quizá solo dependía de dedicarse exclusivamente a una cosa en cada momento.

Era demasiado pronto para ir a la oficina y no estaba de muy buen humor para trabajar de más. Ya sé –incluso entonces— que uno no puede decepcionarse continuamente por descubrir o encontrar la verdad. Yo mismo me he repetido hasta la saciedad que no puedo esperar nada de nadie para no llevarme esos chascos. Pero es que Montse me estaba mostrando una cara cuando llegaba y otra cuando se iba. Si se pusiera el traje adecuado, podría pensar que me estaba domesticando. Pero es que si no lo intentaba, si no era intencionado, lo estaba consiguiendo de forma involuntaria. Me pasaba todo el día pendiente del teléfono y acudía en cuanto recibía un mensaje. Cierto es que valía la pena y que la recompensa era enorme, el problema es que ella se había dado cuenta.

Así que cuando entré en el bar y me topé con Lucía me llevé una alegría monumental. Porque ella sonreiría y me contaría cosas. Seguro que intentaba alegrarme un poco. Sólo entrar por la puerta esbozó una sonrisa tan sincera que pude notarla en el estómago. Empezó a hablar de banalidades pero se veía tan alegre que me parecieron interesantes. Me sirvió el café con leche y me invitó a una magdalena “porque tenía ojos de necesitar algo dulce”. No sé cómo serán esos ojos, los de necesitar algo dulce, pero supongo que yo los tendría porque sentía que acertaba de lleno.

Me estuvo contando que tenía planes para el fin de semana, para ir a una zona de playas del Empordá. Quería hacer fotos a piedras, plantas, olas y huellas. Sí. Tenía la intención de recorrer más de cien kilómetros para hacer fotos a unas huellas. ¿Y qué voy a decir yo? Si con esa sonrisa quiere hacer fotos a las huellas no seré yo quien le diga que no. Sus playas parecerán pintadas con

plastidécors

y el mar olerá a magdalenas.

Lo importante es que con aquella pequeña conversación, su mirada atenta y su pequeña magdalena de estraperlo me alegraron la mañana. Ya no era tan complicado aceptar que las cosas son, como siempre, lo que son. Que no vale la pena decepcionarse porque siempre hay una sonrisa al otro lado de la esquina. Sólo hay que estar atento para descubrir belleza en cada rincón del mundo.

Por eso, me contó, estaba haciendo un curso de fotografía. Decía que le decepcionaba mirar las fotos que hacía y que por eso había decidido aprender. Me dijo que detestaba que las fotos parecieran vacías y que se esforzaba para que la composición resultara original, pero que tuviera sentido. Empezó a hablarme de profundidad de campo y no sé qué historias más que no entendí y no me importó. Me gustaba que le costara tan poco hablarme de sus cosas y sus ilusiones.

Siempre pensé que era mirar por el agujerito y apretar el botón— confesé risueño.

—No seas tonto— replicó riendo. —Es algo más complejo que eso. Para hacer una buena foto no basta con enseñar algo, tienes que ser capaz de transmitir lo que sientes al verlo.

—Entonces jamás te harán una buena foto. No creo que una cámara dé para tanto— dije con cierto descaro. Ella se calló un instante intentando encajar lo que había dicho.

Gracias— dijo aparentemente por el cumplido. —Pero te sorprenderías de lo que es capaz de hacer un fotógrafo con una cámara.

—Ya me lo enseñarás—pedí.

—¿Sabes qué? Que sí. Haré una selección de las fotos que he hecho que más me gustan y te las enseñaré un día de estos. Ya verás como las fotos pueden ser especiales.

Y ese medio compromiso era peligroso y estimulante a partes iguales. Me gustaba la idea de pasar un rato con ella mirando sus fotos. En realidad, me conformaba con estar con ella porque hacía que fuera imposible que me sintiera mal. Pero el flirteo empezaba a ser evidente y ni siquiera entendía qué estaba viviendo con Montse ni que margen podía concederme sin comportarme como un cabrón.

(Sigo corrigiendo. En breve, el desenlace)