El resistible encanto del acosador
Estan en nuestras ciudades, entre nosotros, son parte de todos los días, casi casi un hábito cotidiano que por acostumbrado no aprendemos a valorar en su verdadera y molesta dimensión.
Humberto Wilcinson era argentino, "porteño", aclaraba siempre que su biografía asomaba de modo involuntario en alguna escena imprevista, y llevaba demasiados años viviendo en Madrid, "residiendo", aclaraba siempre. Humberto vivía en el típico barrio de Lavapies, "yo no vivo, yo moro o habito" se esforzaba en matizar siempre, y pese a que ya llevaba más de diez años en Madrid nunca logró acostumbrarse, "ubicarme" sostenía. Asiduo de los ambientes argentinos, restaurantes argentinos, asadores argentinos, lovutorios argentinos e incluso todas las tiendas argentinas se negaba a poner un solo pie en el Corte Inglés o la calle Preciado hasta tanto los ingleses no devolvieran las Malvinas, y su vida en España transcurría en una especie de isla formada por una pequeña Argentina y tímidos españoles que por esos lugares se encontraban, "gallegos" o "emigrantes" como cariñosamente solían llamarlos.
Quizás Humberto no fuera demasiado culpable de algunos vicios y perversiones, en realidad todo su recuerdo de la vida en Buenos Aires transcurría persiguiendo mujeres, en las pocas ocasiones que podía charlar con algunos nativos madrileños se le podía oir indignado:
-Boludo, pero es que aca ustedes ven unas minas tremendas, preciosas y no las persiguen, si acaso les dicen un piropo y las dejan marcharse. Allá en mi país las seguimos, sabemos donde tienen el laburo, a la hora que salen, con el pelotudo que andan, lo sabemos todo, che!. Yo en mi país como gerente de recursos humanos evolutivos tenía el poder y el despliegue de medios necesarios para tener controladas once mujeres, once pibones tremendos, oiga! pero que mujeres!.
Humberto no era muy consciente de que sus atractivos varoniles estaban muy limitados por una amplia serie de granos que se situaban anárquicamente sobre su nariz aguileña y unos ojos exoftálmicos donde las cuencas resultaban incómodas de ver, pero casi había hecho de su perversión un auténtico trabajo con horarios y casi oficinas, donde en su imaginación enferma el metro de Madrid podría pertencerle.
Aurora Perez, sobrina de Perez, nieta de aquellos Perez que un día lograron ocupar una portería en plena Plaza Mayor de Madrid gracias a un pariente general del Estado Mayor de defensa en los tiempos de la guerra civil por primera vez en su vida decidió tomar el metro, nunca acierta a entender la mala hora en que se le ocurrió vestir con una falda de cuadros escoceces en el pais donde la mayoría de las mujeres parecían vestir uniformadas con el "Gurka" oficial, pantalones vaqueros y chaqueta, después de todo España no estaba demasiado lejos de Africa y algunos sostenían que en realidad Europa comenzaba en Los Pirineos. Aurora había tomado el metro en la Puerta del Sol, miraba distraidamente por los cristales oscuros desde los que no se veía nada, nada distinto de oscuridad y velocidad de reflejos, pensaba en mil cosas de su trabajo, del partido socialista y de como las personas se estrujaban unas con otras como en latas de sardinas, sin reparar en que desde hacía un buen rato llevaba a Humberto pegado tras ella, unas pocas de estaciones más adelante y cuando ya Humberto había desaparecido un pequeño revuelo se formó en aquel vagón del metro, Aurora se extrañó de que todas las voces de misericordia se dirigieran a ella pero toda la humanidad cercana se llevaba las manos a la cabeza mientras señalaban una gruesa mancha de semen en su trasero sobre la falda.
-Guarro, que tío más asqueroso, si lo llego a pillar se las hubiera visto conmigo.
Protestaba un joven atlético mientras levantaba indignado su puño. Una señora se apresuró a sacar un repertorio de Kleenex mientras de forma servicial ayudaba a una desconcertada Aurora a limpiarse, todo el vagón murmuraba indignado.
Aurora evitó mencionar en el trabajo los sucesos ocurridos en el metro, era curioso como acababa de ser víctima de una agresión sexual y no había sentido nada, mientras tanto a 4 kilómetros de allí Humberto se situaba tras una pipa de mate en "La cueva del Orto". Charly, Coco y Bruno eran otros argentinos depositados en aquellas mesas, de una tertulia poco apasionada excepto cuando se veneraba la imagen de Diego Armando, de modo y manera que en la pared principal de "La cueva del Orto" la imagen de San Diegito rodeada de velas presidía aquella especie de garito marchito.
Era un curioso grupo, una especie de zoo de pijos o con vocación de pijos, donde todas sus ropas estaban estampadas por las distintas marcas de la moda, y de modo contradictorio no paraban de pedir "Coca colos" como desprestigio hacia la marca. Ante su improvisado auditorio Humberto presumía de su última conquista, Aurora:
-Seduje a la gallega a la primera, la zorrita no paraba de insinuarse, claro viejo! es que esto es otro nivel, la pobre acostumbrada a pasiones insulsas se deshizo con este argentino. ¿Como que que haré? pues castigarla, ahora que la tengo seducida, que aprenda la pose del macho argentino que igual está mal acostumbrada a los gallegos.
Aurora olvidó rápidamente aquel pasaje en su ya de por sí movida historia repleta de amores de la noche al día que arrepentidos en una semana terminaban por agonizar, ella conocía el momento que no era otro que el silencio en una mesa de cualquier cafetería. No creo que fuera por ese penoso suceso que Aurora tardase una semana en volver a tomar el metro pero apenas la vió Humberto aparecer arqueó las cejas más allá de donde su forzada y artificial flema se podía permitir, aun se andaba preguntando qué pudo fallar con aquella zorrita de falda de cuadritos para que no apareciera, y ahora al verla con el uniforme oficial de pantalones vaqueros seguía sin entender menos. "Así que quieres guerra zorra, vas a conocer vos a un argentino" y sin dudarlo se acercó a Aurora esbozando una sonrisa familiar, casi en la forma de quien la conoce de toda la vida.
Humberto al modo de los estudiantes más ceremoniosos de todas las clásicas artes marciales chinas ejerciendo un movimiento ridículo de cadera se situó tras Aurora, y cerca de su oido murmuró:
-Estuve esperando al día siguiente, ¿que le pasó angel del cielo, estrella que ilumina mi camino, ojos de la vida que me entregan la álgida alegría?.
Aurora no podía poner cara a ese penoso recuerdo de modo que no pudo reconocer a Humberto, esbozó su mayor gesto de extrañeza y aceptando el asiento que le cedía un anciano puso algunos metros de distancia con aquel loco que desvariaba. Seguía sin entender por que el argentino despedía entre insultos al anciano cuando bajaba en la parada:
-Boludo, pelotudo.
De ese modo cuando salió del metro no pudo reparar en que aquella nariz llena de granos la seguía, y mucho menos cuando a los pocos días estaba en su casa cómodamente tumbada leyendo en el Cosmopolitan los comentarios de algunas novelas, más que nada para tener algún tema de charla en la oficina una extraña llamada la sacó de su letargo:
-Alo mina, vos me conocés, simplemente quise llamar para expresar que no tenés ojos, tenés luceros....Bueno, este disculpá che, trataré de hablaros de un modo revelador, asequible que vos me podás entender....
Aquel tío que decía llamar para simplemente decir eso hablaba y hablaba y no paraba ni para tomar aire, hasta que en un momento extraño una respiración extraña que jadeaba iba soltando pequeños y ridículos gemidos, Aurora no pudo evitar reirse con aquella sorpresa:
-La leche tío! te estas haciendo una paja! esto es la monda.
Humberto contrariado, decepcionado y herido en su orgullo colgó el auricular visiblemente enojado, en ese momento había decidido romper con su idilio y el como buen hombre sin demasiadas luces cuando tomaba una decisión era firme.
Pasaron pocos meses sin que Aurora tuviera noticias de aquel loco hasta que de nuevo y cuando decidió tomar el metro quiso verlo correr perseguido por cuatro mujeres que lo golpeaban con sus bolsos al grito de "Guarro, indecente, asqueroso, sátiro". Las cuatro mujeres bajaron en la siguiente estación y Humberto quedó sentado, temblando como un perro flaco en una noche de frio, y sin dudarlo se acercó a saludarlo:
-Hola ¿tu eres el chico tan simpático que me decía todas aquellas cosas tan bonitas por teléfono?. ¿Como supiste mi número?.
-Déjame en paz boluda ¿que querés? !andate al orto de la conchuda de tu vieja y déjame en paz!.
Y de nuevo se marchó con paso indignado para cambiarse de vagón. Aurora no lo acertaba a entender y mucho menos aquella retahila de exabruptos cómicos pero encogiéndose de hombros lo achacó a la neurosis de los tiempos que soportábamos y que la gente estaba muy loca. Despertó en ella toda la curiosidad del mundo que una persona se tomara tanta molestia para conocerla, para decirle toda aquella serie de cosas bonitas y sin dudarlo decidió afrontarlo, conocer la verdad para seguirlo de nuevo hasta donde había huido, Humberto al verla quedó horrorizado:
-¿Que querés? ya me habeis humillado ¿estás contenta?.
Y de nuevo salió corriendo entre gritos y llantos histéricos:
-Olvidame!.
Morrigan Lopez era un modesto guardia civil que soportaba la cruz de haber tenido una madre sueca, más conocido por el oficial quesos por la forma en que le cantaban los pies, a veces tambien como Pavarotti, vivía sus peores momentos cuando empezaba a conocer lo que era en realidad un divorcio en España y la ley de discriminación positiva. Estaba de paisano en el mismo metro aunque conocía perfectamente que un guardia civil nunca estaba fuera de servicio cuando primero escuchó los gritos de aquellas señoras histéricas y la forma en que atacaban a un tipo que en el mes de Junio llevaba un ridículo abrigo de lana gris, pensó que era un vulgar y corriente carterista, nada del otro mundo, no merecía ni el esfuerzo ni la molestia de perder el metro para detenerlo y que fuera puesto en libertad "Señora es solo la cartera, no es la virginidad de la abuela" pensó. Pero ahora era distinto, el mismo tipo con el mismo abrigo volvió a pasar delante de él pero esta vez llorando, y eso ya fue demasiado, se identificó teatralmente con su placa de agente de la autoridad mientras Humberto entre sollozos señalaba el vagón donde Aurora estaba sentada.
-Acompáñeme.
Dos horas después Aurora daba todo tipo de explicaciones en comisaria ante un grupo de escépticos policias divorciados que no creian su versión "Entonces el señor lloraba solo y por nada, y usted no le hizo nada".
Poco tiempo pero intenso pudo compartir banquillo de espera con Humberto que por única conversación esbozó con un cómico aire teatral:
-Mina, yo solo callo y observo.
-Y te arrimas, nos ha jodio ¿puedo saber que querías de mi?.
-Interpretá mi silencio, che.
Y envolviendose de un aire digno y suficiente quedó un rato mirando al techo, hasta que por fin suspiró al policia que custodiaba la entrada:
-¿Es necesario que aguante esta humillante situación ante mi agresora?.
Era un pais surrealista con situaciones kafkianas y la culpa o el culpable no parecía ser otro que el PSOE pensaba y meditaba Aurora "Me arruinan la falda, me vetan el metro, y ahora resulto yo la agresora".
La línea de autobuses número treinta aunque daba más rodeos que el metro resultaba igual de eficaz, once meses después de aquellos sucesos Aurora podía mirar distraidamente por la ventana toda la mole de pisos y barriadas que aquel autobus urbano atravesaba, observados y desmenuzados trozos de vida que como ella acudían de un lado a otro sin demasiado sentido, esta vez pudo sentir un movimiento rítmico, pesado, constante y percutor sobre sus caderas, cuando giró la vista se encontró con la mirada histérica de Humberto que sin parpadear suplicó:
-No la jodas de nuevo, Mina, no hables, no digas nada, se inteligente y volteate, che.