El rescate de Benilde
En tiempos de crisis económica tres hermanos propietarios de un horno intentan salvar el negocio combinando dulce y sexo.
El rescate de Benilde
— Como esto siga así no habrá más remedio que cerrar. No nos da para los gastos desde que pusieron el Consum en el cruce.
— Ya os dije que teníamos que haber comprado el local cuando hubo oportunidad, en lugar de estar alquilados como padre. Pero vosotros ni me escuchasteis. Ni un solo negocio hay en el pueblo en el que el local no sea propiedad del empresario. La paquetería de Lolín, el local de Lolín; la carniceria del Manco, el local del Manco; el ultramarinos de Conchita, el local de Conchita…ahora, el horno-confitería Los Tres Hermanos de los tres hermanos, y el local del Pelao, y todos los meses a pagar el alquiler y ni una reforma que el muy miserable nos sube la mensualidad.
— Calma, hermanos, sentémosnos a hacernos un cafetito y hablemos con conocimiento. Antón, tú un carajillo ¿verdad?, Y tú Nisín cortadito con desnatada. Yo un solo con una bola de nata.
Antón, Nisín y Benilde se sentaron en torno al obrador de mármol. Benilde, la menor, tomó la palabra:
— No perdamos el oremus. Nisín, ya sabes que el Pelao no quería vender por nada del mundo y que entre los tres decidimos continuar aquí, donde padre había seguido el negocio del abuelo, también porque es la mejor zona del pueblo y justo al pie de la carretera, que todos los forasteros paran y compran algo. Además ahora no es buen momento para plantearse un cambio, bastante hacemos con mantenernos. ¿Y dónde podríamos estar mejor sino amasando y cociendo en el horno donde faenaron nuestros mayores? ¿Recordáis?— Benilde acarició un lado de la superficie de mármol que estaba resquebrajada— aquí mismo padre dio un puñetazo el día que le dije que Mariano y yo éramos novios
— Tú es que eres muy tranquila, Beni, sabiendo que el padre de Mariano y el nuestro no se podían ni ver, parece que no pienses…
Antón, el mediano, se impacientó:
— Bueno, entonces qué hacemos, Porque yo tengo a los tres chicos en Alicante, que si se ponen las cosas peor me voy para allá. Quizá encuentre trabajo, que tendré cincuenta y cinco años, pero a hornero no me gana ni Dios.
— Lo que te pasa, Antón, es que estás deprimido, porque si no es que no se explica. Irte del pueblo…lo que nos faltaba por oír. Si aquí estamos nosotras, y tus amigos. Pues no te gusta a ti ni nada ir a cazar en temporada y hacerte unos orujos al salir del horno— Nisín habló y todos guardaron silencio. Porque si algo sabía hacer Nisín, era dictar sentencia, que para eso era la mayor de las tres. Con cincuenta y ocho años trabajaba en el horno desde los trece, despachando y llevando las cuentas. Nunca se había casado, y no por falta de oportunidad — durante un tiempo la pretendió el maestro de la escuelita— sino porque no le gustaba que nadie la sacara de sus propósitos, y atender a un marido le parecía un desvío de energía y atención que no estaba dispuesta a asumir.
Antón enviudó hacia diez años. Su Josefina encontró en el comedor de la planta baja donde vivían, al toro embolao que soltaban en las fiestas del pueblo y que se había colado en la casa de un brinco, torturado por el calor del fuego de las teas que llevaba en sus astas. Josefina y el animal tuvieron unas palabras y la mujer salió perdiendo. Antón, que entonces se dedicaba a trabajar la masa y a hornear, se quedó a cargo de tres adolescentes desbocados y tristes que acabaron yendo a estudiar a Alicante, lejos del pueblo y de los toros embolados.
Benilde era la más joven con diferencia. Treinta y cinco años y un novio eterno, Mariano, que le pedía matrimonio cada verano para puntualizar “en cuanto me saque las oposiciones para Hacienda”, y que nunca la tocaba más arriba de la rodilla. Aún así, la chica era alegre y tremendamente romántica, rayando en lo cursi, pero sin más excesos.
Allí estaban los tres, derrotados y viendo cómo el negocio familiar se iba a pique.
Hasta entonces el horno, además de la clientela fija, había cobrado prestigio en las poblaciones cercanas, desde donde venían a comprar sus especialidades: las sabrosas cocas de sardina y de tocino, las crujientes empanadas de pisto y los sublimes pastelillos de yema, las irresistibles rosquillas de anís, los densos mazapanes de invierno y los aromáticos rollitos de canela. Tartas de ligero merengue, sorprendentes pasteles de cumpleaños, irresistibles rosquitas de sobrasada, dulces palos de crema, esponjosas medianoches, refrescantes galletitas de fruta, turrones artesanales, contundente pan de higos, jugoso bizcocho al coñac… Antón no dejaba de innovar y Benilde le sugería nuevas formas, nuevos sabores, nuevos ingredientes, mientras Nisín despachaba y hacía caja. Pero eso era antes, cuando el pequeño pueblo compartía escuela con otros tres. Luego vino el Todoverde, que acabó con parte de los ingresos del ultramarinos en el que lo mismo se vendían pinzas para la ropa que cañas para atar las tomateras o abono para la tierra. Y más tarde el consum, con el pan baratísimo, que parecía que lo regalaran, y bandejas de plástico con napolitanas de crema y chocolate, empanadillas de pisto y ensaimadas industriales. A un kilómetro estaba el consum, que se podía ir andando si no llovía. En el cruce que llevaba a las poblaciones vecinas. De una se hacía la compra, en un pis pas, desde los productos de limpieza hasta la carne, que al fin y al cabo era la misma que en el pueblo, con la ventaja de venir empaquetada, lista para congelar. Y sin hacer colas.
Ahora, la venta del horno se limitaba a lo imprescindible y a los encargos: el pan diario, empanadillas y la imitación de la bollería industrial que era lo que demandaban los niños: donuts y bollicaos.
Fue precisamente un donut de imitación (pero más sano, que no llevaba ni conservantes ni colorantes ni mierdas, según advertía Antón a la menor ocasión), lo que obró el milagro. Andaba Benilde atareada barriendo la acera, cuando pasaron un grupo de niños gritando y dándose golpes unos a otros. Se detuvieron ante el pequeño escaparate del horno y señalando una bandeja con donuts comentó el más gordito:
— Esta tarde le digo a mi madre que me compre uno de esos.
— Y dónde te lo vas a meter, cacho gordo, como no sea en la punta de la polla…
Entre las risas del grupo, el niño gordito contestó con rapidez:
— ¡Sí, en la punta de mi polla para que tú te lo comas!
Y siguieron calle abajo a gritos y empujones, mientras Benilde, medio escandalizada, medio inspirada, se quedó en pie, apoyada en la escoba y mirando embobada la torre de donuts del escaparate.
Lo que había sido una idea fugaz, echó raíces en la imaginación de Benilde quien, al cerrar el negocio al final del día, ardía en deseos de contarles a sus hermanos lo que se le había ocurrido. Comenzó por el principio: por lo tonto que le había parecido desde siempre barrer la acera. Nisín ni se inmutó, se limitó a recordarle que ésa era su tarea y que debía continuar haciéndola, lo mismo que ella daba la vuelta al cartelito de Abierto y Cerrado aún siendo más que evidente cuándo la tienda estaba abierta y cuando estaba cerrada: bastaba con empujar la puerta o dar un grito si parecía que no había nadie. Zanjado este punto Benilde, con cierto apuro, sugirió a sus hermanos la creación de una “bollería amorosa”. Esas fueron sus palabras exactamente. Antón y Nisín se miraron con desconcierto ¿de qué demonios hablaba? Benilde tomó aire y fue un poco más allá. Pastelería erótica, dijo esta vez. Y antes de que sus hermanos reaccionaran les explicó con detalle todo lo que había ido maquinando durante el día.
Antón quedó pensativo y en silencio. Nisín se levantó y rebuscó en el botiquín del baño, y sin agua ni nada, se tragó un valium 10.
Aquella noche Antón y Benilde no durmieron. Nisín, sin embargo, bajo los efectos del ansiolítico y de un chupito de anís que había tomado nada más llegar a casa para acabar de tranquilizarse, roncaba a pierna suelta en su cama.
Sobre la mesa del obrador, Benilde había dispuesto un donut y una cinta métrica de costura. Sentada, con la mirada gacha, le dijo a su hermano:
— Habrá que tomar medidas, porque ese agujero lo veo un poco pequeño. No es que sepa mucho de esto ¿eh?, pero vamos, es lo que me parece.
La incomodidad de ambos era tal que si hubiera sido inflamable, con una pequeña chispa habría ardido el pueblo entero, término municipal incluido.
Antón tomó el metro y se retiró al baño. Al cabo de un rato en el que Benilde se esforzó por no pensar en nada y acabó pensando en todo, Antón salió subiéndose la cremallera del pantalón. Lanzando la cinta métrica sobre la mesa espetó:
— Apunta, Beni, diez cm de circunferencia, tirando para once.
La mujer se apresuró a tomar nota y añadió:
— ¿Y esa medida a que talla correspondería? Porque habrá que hacer tallas diferentes. La XS descartada, desde luego, a ver quien va admitir que gasta una XS. Sería S, M, G y por supuesto XL. ¿Dónde crees que estarías tú, Antón, por hacernos una idea y a partir de ahí calcular el resto? También podría hacerse por encargo, claro, pero entonces habrían de traer los datos, porque yo no estoy dispuesta a ir con el metro detrás de nadie.
Antón miraba con verdadero asombro a su hermana, quien parecía estar completamente segura de que aquella idea sin pies ni cabeza iba a medrar y sacarles de apuros por siempre jamás. Él mismo estaba colaborando, dejándose llevar, seguramente porque Nisín tenía razón y estaba deprimido y lo mismo le daba ocho que ochenta. De otra manera no tenía explicación.
Decidieron considerar el perímetro del miembro de Antón, como talla G y Benilde así lo admitió por no ofender a su hermano, aunque en un margen de la libreta anotó “Comprobar en Internet”. Después hicieron las primeras pruebas, antes de que dieran las cinco de la madrugada y hubiera que comenzar con el amasado y cocción del pan. Congelaron la masa de los donuts para continuar con la tarea la noche siguiente. A las diez Benilde se ausentó del horno para acudir a la Casa de la Cultura donde a disposición de los ciudadanos el alcalde había hecho instalar dos ordenadores con conexión a Internet. Hizo un buen barrido en materia de tamaños y grosores, alimentos afrodisíacos y otras curiosidades, para concluir que bien podían valerse de los ingredientes clásicos convenientemente combinados. Con aquella información, su imaginación se desató en todas direcciones. Luego se dirigió a casa de su novio, Mariano, que vivía con su madre a las afueras del pueblo y que estaba recluido en su habitación estudiando.
— Mariano, necesito vértela, no puede ser que seamos novios durante dieciséis años y nunca nos hayamos visto desnudos, que una cosa es esperar a casarse y otra que parezcamos hermanos…o aún peor— corrigió al recordar en qué asuntos andaba metida con sus propios hermanos. Sacó el metro del bolsillo de la chaqueta y añadió— Además necesito tomar medidas.
Mariano saltó de la silla como un resorte:
— Pero Beni, estás loca, ¿no ves que estoy estudiando? Qué impaciente eres, si es cuestión de meses que apruebe, y luego ya podremos planificar la boda. Y además mi madre está a punto de llegar, imagina que nos sorprende aquí juntos, se muere del disgusto, que ya sabes lo recta que es.
Benilde regresó al horno profundamente decepcionada, pero le volvió la alegría al día siguiente cuando Antón le tendió una hoja cuadriculada con una lista en la que se podían leer iniciales y a su lado números y centímetros: AF 8 cm, JJ 16 cm, AM 14 cm…
— Anoche nos fuimos de putas y les pedí a los del grupo que tomaran medidas.
Benilde cogió la nota sin decir nada. Su hermano de putas. No es que lo desconociera, que ya llevaba diez años viudo y en algo se tenía que entretener el hombre, pero que se lo dijera así sin más, a su propia hermana pequeña. Y a quién quería engañar, AF Alfredo Furió, y JJ Joaquin Jorques, y AM… Sintió calor y sus mejillas enrojecieron pero de inmediato se sobrepuso:
— El negocio es el negocio, y aquí hay mucho que hacer…
Nisín parecía quererse mantener al margen de los manejos de sus hermanos, se debatía entre la curiosidad morbosa y la más pura indignación. Aún así acudía puntualmente al horno, despachaba el pan y los dulces y preguntaba poco.
Mientras tanto Benilde y Antón se afanaban por crear “un producto nuevo, interactivo y delicioso, que puede sin duda mejorar su vida sexual añadiendo chispa y emoción a su relación de pareja” según rezaba un cartelito diseñado por Benilde. En una etiqueta aparte se añadía “El mejor regalo para compartir con su pareja habitual y ocasional”.
En cuestión de días Benilde dispuso de un rincón discreto en el horno en el que instaló un pequeño mostrador oculto tras un parabán en el que se leía “Sólo mayores de 18 años”. Disfrutó como una niña decorando el expositor con cintas de colores y corazones plateados, y en un cestillo dispuso folletos explicativos bellamente ilustrados con figuritas que parecían sacadas de un almanaque del SXIX. Repartió la mercancía con gracia, en bandejas diferenciadas por tallas, de manera que el donut con el agujero menor correspondía a la talla S, mientras que el de mayor perímetro había sido asignado a la talla XL. Tal labor no hubiera sido posible sin la colaboración de sus hermanos. Todos aportaron ideas que Benilde recogió y transformó con gracia hasta obtener el resultado deseado.
Donde Antón decía “te lo pones en la polla y que te lo coman, si Josefina estuviera aquí me mataba” y Nisín añadía “nos van a multar, estáis enfermos, sólo de imaginármelo tengo ganas de salir corriendo”, Benilde recortaba hombrecillos decimonónicos de rizados bigotes y cabellos engominados con la sola vestimenta de sus calcetines oscuros, y señoras rellenitas en corsé y escribía “Inserte este delicioso donut artesanal en el miembro viril de su compañero y disfrute del sabor (crema, chocolate o nata), y la ligera masa de este manjar…para seguir luego con el postre. ¿Qué manera más dulce hay de disfrutar junto a su pareja de sus momentos de intimidad?”
Después de mucho hablar decidieron saltarse la propaganda y el marketing y lanzarse sin más a comercializar aquella idea, sabiendo que existía la posibilidad de que un mal comienzo acabara con el cierre de la tienda y la condena al ostracismo. Del mismo modo acordaron, debido al estado civil de los tres y a lo delicado del tema, dejar claro que se trataba de una franquicia que habían aceptado tímidamente como último recurso para animar el negocio, y que ninguno de ellos había tenido nada que ver con la idea. Simplemente eran tres arrojados empresarios sin miedo a las novedades.
Desde el primer día el parabán provocó tal curiosidad entre los clientes que no hubo ni uno solo, mayor o menor de 18 años, que no asomara la cabeza con disimulo. Benilde, encargada de atender al público, mostraba la más inocentes de sus sonrisas y se ruborizaba con candor cada vez que una clienta le preguntaba abiertamente de qué se trataba aquello. Hubo reacciones de todo tipo: escándalo, risas nerviosas, persignaciones y preguntas diversas. Sin embargo quiso la fortuna que en “Saber vivir” se dedicara un programa completo a la relación entre la buena salud y una vida sexual imaginativa y activa. Al cabo de cuatro días, para sincero asombro de los tres hermanos, había desaparecido prácticamente toda la producción, y a la semana, Enriqueta, la de la calle Alta, con mucha discreción y haciéndole jurar a Benilde ante todo el santoral que guardaría el secreto, encargó dos donut tamaño L (uno de crema y otro de nata con cubierta caramelizada). Pero ni Benilde, ni Antón, ni especialmente Nisín, respiraron hasta que Amparito, la mujer del guardia civil, se llevó un donut para probar. Obviamente XL.
Aquello animó considerablemente a Antón y Benilde que se pusieron manos a la obra: el primero en el obrador, la segunda, libreta en mano, en el diseño de nuevos dulces interactivos. En breve salieron del horno los pollicaos, rellenos de delicioso chocolate con leche, los polvorones a los que Benilde añadía un preservativo de sabores por cuarto de peso, las pajitas de Venus, unos palitos de esponjoso hojaldre rellenos de una crema sublime que al contacto con el paladar o con cualquier otra parte del cuerpo, producía frescor, luego calor, después cosquilleo, vibración, efervescencia, de nuevo frescor…hasta que era inevitable tocarse para aliviar tal desazón; los falos de crema, de consistencia dura pero crujiente, creados a petición de Amparito, y los grieguitos, puesto que Benilde era muy sensible ante cualquier opción sexual, que eran básicamente como los falos de crema pero con cinco opciones diferentes de cobertura…Antón comenzó a disfrutar plenamente con su nueva tarea, más incluso que horneando el pan, que hasta el momento había sido su pasión. Se acostumbró a trajinar por el interior de la panadería desnudo y empalmado con su delantal de faena como única vestimenta. Sudado y concentrado, fue idea suya transformar su tradicional bizcocho al coñac, en el bizcocho encoñado, en forma triangular y recubierto de huevo hilado o de rizadas virutas de chocolate.
En poco tiempo se comenzaron a recibir encargos de las poblaciones vecinas: tres docenas de pollicaos para una despedida de soltera, una bandeja de pajitas de Venus para la reunión mensual en la parroquia, quince tarrinas de merengue para untar…El rumor de que en el horno de los Tres Hermanos se cocía más que pan atrajo a un par de televisiones locales que no hicieron más que aumentar la popularidad y la curiosidad entre la gente. Le siguió a esto la concesión del galardón comarcal a los empresarios del año.
Nisín no tuvo sino que reconocer el acierto de sus dos hermanos y ella en persona, subida a una escalera que no parecía demasiado segura, añadió al cartel del Horno-confitería, el rótulo de “Repostería erótica”.
Una madrugada en la que Antón daba forma a una magdateta de manzana, irrumpió en el local, por la puerta trasera, Amparito, la mujer del guardia civil, presa de una pasión incontenible. Hallar a Antón, sorprendido y desnudo con las manos en la masa, la hizo derretirse de deseo y arrancarse la ropa de un tirón. Al calor del horno y sobre el obrador de mármol, se desfogaron de todas las maneras posibles.
Aquel mismo día, casi al cierre del horno, se presentó Emiliano, un hombre tímido hasta el extremo que vivía sólo en una casa aislada cercana al pueblo, y con gestos le indicó a Benilde que se acercara a hablar con él. Le dijo que al día siguiente era su cumpleaños, y que había oído en el pueblo algo sobre dulces un tanto especiales, y eso era lo que quería él a modo de tarta. Había planificado regalarse una visita al burdel Más allá del Arco Iris, y al mismo tiempo llevar su propio pastel para que una señorita le soplara la vela.
—Entonces, Emiliano, tú quieres un donut ¿algún sabor especial? Si es para una ocasión como ésta podría ponerle virutillas de colores… ¿Qué talla te servimos?— Benilde había adquirido una naturalidad pasmosa para tomar nota de los pedidos y hacer sugerencias en función del cliente.
Emiliano tartamudeando musitó:
— No sabría decir la talla…no quisiera parecer poco modesto, pero ése de la XL— señaló el mostrador— es pequeño…creo.
Benilde se quedó de una pieza. Hasta el momento nadie había tenido quejas de este tipo. Emiliano era un hombre bien parecido, tímido a rabiar, reservado. A Benilde siempre le había hecho tilín, tan callado, tan metido en la lectura y en la contemplación. Llegó al pueblo hacía tres años para escribir un ensayo sobre no se sabía bien qué, y se relacionaba poco, aunque parecía amable. Benilde no se lo pensó dos veces y se ofreció a tomar medidas. Invitó a Emiliano a pasar al baño y le siguió con la cinta métrica. Con la mayor profesionalidad le bajó los pantalones y poco más hizo para que el hombre se animara y Benilde pudiera realizar su cometido:
— ¡Jesús!— exclamó la hornera— ¡de donut nada, lo que necesitas es un Roscón de Reyes!
Por primera vez en años, los tres hermanos podían permitirse cerrar un par de días y tomar un merecido descanso. Después de hacer caja, Nisín suspiró satisfecha y en una mesura se llevó media docena de pajitas de Venus con las que esperaba disfrutar de sus días festivos llenos de apasionantes encuentros consigo misma. Antón salió un poco antes con paradero desconocido, llevando una bolsa con una botella de Moet Chandon y su delantal de faena.
Benilde echó el cierre a la tienda. Portaba dos bandejas primorosamente envueltas: una con una selección de grieguitos con los que pensaba obsequiar a su novio Mariano antes de cortar con él definitivamente, la otra con un roscón de reyes cubierto de fruta confitada y relleno de nata fresca que se disponía a servir a domicilio a Emiliano.
Sólo de pensarlo se le hacía la boca agua.