El repartidor me la metió muy fuerte 1

Cambiaron el repartidor de pizzas y pusieron a un adolescente que no pude resistirme a probar. ¿Cómo ocurrió? Fue un día muy pero que muy largo...

Cambiaron el repartidor de pizzas y pusieron a un adolescente que no pude resistirme a probar. ¿Cómo ocurrió? Fue un día muy pero que muy largo...

Me levanté temprano esa mañana porque tenía muchas cosas que organizar antes de coger el autobús nocturno camino a Madrid. Sobre las 7 de la mañana, empecé a ordenar toda la casa antes de salir al trabajo. No me dio tiempo de terminar, pero dejé todo mucho mejor que como estaba. Soy una persona que tiende al desorden y vive bien en el (des)orden que crea ella misma.

Fue un día de trabajo sin más. No me gusta para nada mi trabajo, es rutinario y monótono (como todos, supongo), pero me hace falta porque no mucha independencia económica y necesito el dinero, hablando claro. Tampoco es un trabajo muy sacrificado y las exigencias que se me piden no son nada del otro mundo. Siempre he pensado que este tipo de trabajo lo podría hacer cualquier persona sin formación ninguna, solo que casualmente las empresas siempre buscan chicas de buen aspecto como yo y una formación sólida para llevar a cabo tareas que podría llevar mi madre, que es limpiadora, con un poco de formación inicial que yo también he necesitado.

Los compañeros de trabajo también son muy estereotipados. Siempre están los típicos que están peleados entre ellos aunque finjan llevarse bien delante del jefe, quizás porque también les cae mal el jefe y encuentran en eso una relación en común. También están los típicos cuarentones-cinquentones que han desperdiciado toda su vida en un trabajo en el que no se les valora (tampoco hay mucho que valorarles, puestos a decir) y que tienen una vida cuyos momentos de felicidad se basan en el partido del Real Madrid del fin de semana y los polvos fugaces con su mujer (que espero que se haya buscado ya un amante, por su bien, aunque se mantenga unida a su marido por ser el soporte económico de una familia que parece una familia, pero que no lo es) en el conticinio (hora de la noche donde está todo en silencio).

Siempre me he imaginado esos tipos de polvos muy tristemente por varios motivos: ¿se despertará uno de la pareja y hará de despertador cariñoso a la otra parte de la pareja?, ¿se pondrá alguno una alarma para no perderse el partido sexual de la semana?, ¿tendrán prohibido mostrar cualquier ápice de satisfacción o placer debido al miedo a despertar a sus hijos adolescentes que duermen, o hacen que duermen mientras no paran de clavarse pajas nocturnas?, ¿será satisfactorio para la mujer o esperará que su marido se corra y se duerma para tocarse ella y acabar una hora después mientras escucha los estridentes ronquidos del oso que duerme a su lado?...

Son muchas preguntas que me asaltan cada mañana cuando empiezo mi apasionante jornada laboral.

Al salir del trabajo, como siempre, Diego, que no para de estar detrás de mí desde que comencé a trabajar, me ofreció tomarnos algo después del trabajo y hablar porque le gustaba "hablar con chicas jóvenes que eran las únicas que tenían una mentalidad acorde a él". Este hombre estaba a punto de jubilarse y pensaba que podría jugar en la misma liga que las que acabábamos de empezar a trabajar. No sé si pensaba que en algún momento caería alguna rendida a sus pies (no lo digo en sentido metafórico, había hablado abiertamente de su fetichismo con los pies y de cómo le encantaba dominar a las jovencitas que encontraba por internet a cambio de dinero. Una dominación que, como solía decir él, era una liberación para las vidas tan correctas de esas jovencitas que buscaban un dinero extra a cambio de "diversión").

Rechacé la invitación de Diego, como ocurría siempre aunque él no cesara en el empeño y tuviera una insistencia encomiable, excusándome en el viaje que tenía ese mismo día y el lío que tenía encima con todo. Él se lo tomó educadamente porque estaba acostumbrado. Siempre había sido un solterón que no había entablado una relación seria con ninguna persona más allá de sus amigos del bar porque sus habilidades sociales no lo habían permitido desarrollarse como adulto funcional con inteligencia emocional y empatía hacia las personas de su entorno. Un día contó algo de la soledad de su infancia y, seguramente, explique esto muchas cosas de su carácter.

Cuando llegué a casa, encontré el mismo desastre que había dejado. Sin embargo, no me iba a poner a ordenar todo con el hambre que arrastraba. Estar despierta desde las primeras horas de la mañana tenía en mí un efecto claro que me estaba haciendo engordar algún kilito a mi figura siempre muy delgada. No se me notaban prácticamente e incluso, según lo que me habían comentado algunos chicos con los que me veía, estaba mucho mejor así porque tenía una figura menos delgada y marcada.

Tampoco me iba a poner a cocinar. Es un hobby que me encanta, pero si estoy cansada, no tengo la suficiente paciencia para cocinar un buen plato que me haga disfrutar. Así que pensé en llamar a la típica cadena de pizzas que solía llamar una vez a la semana (algún caprichito se merece una después de trabajar tanto por un sueldo de mierda). Hice el mismo pedido que solía hacer siempre: pizza con champiñones, jamón york, aceitunas y queso especial de la casa. Era una pizza increíble que me servía para volver a comerla de cena también algunos días en los que no podía con ella.

Tardó solo 20 minutos. Era una pizzería muy cercana y solía ser muy rápida. Llamó al telefonillo el repartidor y le dije que subiera, que le pagaría arriba. Algo me llamó la atención de la voz porque era diferente al que solía venir siempre. Un señor de unos 30 y tantos años con mal aspecto que había encontrado, por las palabras que intercambiamos alguna vez entre pedido y pedido, este trabajo y estaba desesperado por volver a la vida activa como antes de probar las drogas.

Cuando abrí la puerta, me sorprendió el aspecto del repartidor. Era un chico excesivamente joven, de aspecto adolescente, que me saludó con una sonrisa a la vez que me ofrecía mi caja con la pizza. Me quedé varios segundos paralizada porque hacía tiempo que no veía un chico tan guapo y apuesto. Ante esto, el chico se sorprendió y empezó a dudar si se había equivocado de piso al subir.

Este efecto se me pasó a los segundos ofreciéndole entrar para pagarle la pizza. Aceptó mi invitación mientras se acomodaba el casco de la moto. Le dije que podía sentarse, que no esperaba que viniera tan pronto (es mentira, lo esperaba perfectamente, pero quería hablar un poco con este chico). A lo que él me respondió que no me preocupara, que tenía una bonita casa (¡estaba funcionando mi plan de hablar con él!).

Le contesté con una falsa humildad:

—¿Sí? ¿Te gusta? Es una casa que se me hace muy grande ahora que vivo sola. De todas formas paso muy poco tiempo aquí porque trabajo muchas horas. Bueno, ¿qué te voy a contar a ti? Que ya has empezado a tu edad.

—Sí, ayudo a mis padres en la pizzería para ganarme un dinerillo extra para gastarlo con los colegas. No trabajo mucho, pero se notan estas horas que podría estar pasando con mis amigos en el parque o hablando con… —se cortó bruscamente el chico al darse cuenta de dónde se estaba metiendo, sin querer, con una cliente desconocida—.

—Hablando con las chavalitas, ¿no? Ay, a ver si te crees que yo soy una vieja y no sigo haciendo esas cosas, jajaja.

—Jajaja, no quería decir eso. Bueno, sí. Pero me ha dado un poco de vergüenza. No sé.

—No te preocupes, hombre. ¿Te apetece compartir la pizza conmigo? No tengo mucha hambre hoy. No sé si tienes algo que hacer ahora.

—Justamente has pedido la pizza que más me gusta. Mi padre me la hace todas las semanas en casa. Me encantaría aceptar, pero tengo que ver si hay más pedidos que hacer hoy. Voy a llamar a la pizzería. Si me dicen que no mis padres, les digo que vuelvo a casa y me quedo aquí un rato contigo si no te importa.

—¡Claro! Sal a la puerta si quieres y habla tranquilamente. Te espero dentro.

Era un chico muy simpático. Cualquiera me hubiera dado la pizza de malas maneras y se hubiera ido a hacer cualquier otra cosa. Parecía que le había caído bien, o por lo menos, le había gustado mi aspecto. Puestos a decir la verdad, era una chica en la que se solían fijar los chicos de su edad porque me conservaba muy pero que muy bien.

Volvió rápidamente y me dijo Javier, que era así como se llamaba:

—Me han dicho que solo tienen los pedidos del local de la pizzería. Así que soy libre. No te cobraré la pizza , no te preocupes.

—No te preocupes, seguro que lo podemos arreglar de alguna forma —dije sin pensar lo mal que estaba sonando—.

Nos reímos. Él con inocencia y yo sin querer provocar una situación incómoda por lo que acababa de decir.

Empezamos a comer la pizza y me comenzó a contar un poco de él. Era un chico…

[Continuará]

Espero apoyo y comentarios en mi vuelta a escribir los relatos basados en mi vida para poder volver a encontrar la motivación de contar todo lo que me pasa.

Tenéis mi correo para las consultas personales: saritagarciasanz@gmail.com