El renacimiento de Julia. Capítulo 19.
Otra vez en casa. Contiene dominación, lésbico, filial y dolor.
Otra vez en casa
Juan nos llevó a casa de Waleed y allí nos cambiamos de ropa. Ya vestidas con nuestra ropa occidental, bajamos al salón y tomamos un almuerzo ligero. Hacía tanto tiempo que no tomaba comida para seres humanos que me supo a gloria. Waleed nos acompañó y se mostró tan encantador como siempre. Cuando acabamos de almorzar, Waleed nos transmitió las instrucciones del príncipe.
— El príncipe está en su país pero volverá pronto así que de momento debéis de comportaros como antes de ir a la finca, es decir, nada de orgasmos pero siempre activas sexualmente entre vosotras. Julia — dijo dirigiéndose a mí —, te someteras a Claudia como si fuera el Príncipe. ¿Está todo claro?
— Si — contestamos las dos.
— Por lo demás, cuando estéis en casa comprobad vuestra cuenta corriente y descubriréis una sorpresa.
Waleed nos acompañó hasta el coche y Juan nos abrió la puerta para entrar. Una vez dentro, Juan se puso al volante, arrancó y salió de la casa.
— ¿Os llevo a casa? — preguntó Juan.
— No, a casa no — contestó Claudia —. Llévanos a algún sitio en el que haya música y podamos tomar una copa. O diez.
Entendí a Claudia, después de tres meses en la finca, siendo tratada como un animal, quería sentirse humana y rodeada de seres humanos. Juan nos llevó a un local Chill Out y estuvimos escuchando música y bebiendo. Al cabo de dos horas, estábamos bastante achispadas y comenzamos a bailar entre nosotras. Lo hacíamos de una forma bastante sexy y supongo que el efecto para los que miraban era de alto voltaje. Dos mujeres, con aspecto de gemelas, bailando mientras se acariciaban y se comían a besos.
Empezaron a acudir los moscones y decidimos salir del local. Algunos de ellos nos siguieron hasta la puerta pero allí estaba Juan, esperando para acompañarnos al coche, y una sola mirada suya basto para disuadirlos de seguirnos. Nos llevó a casa y tras abrirnos las puertas de despidió de nosotras con su habitual discreción.
Hacía tres meses que no estábamos en nuestra casa y esperaba encontrarla llena de polvo pero no era el caso. Evidentemente alguien había hecho limpieza periódicamente y todo estaba impecable. Abrí la nevera y alguien se había preocupado de surtirla con los artículos más imprescindibles.
— Julia, ven a ver esto — me llamó Claudia.
Como cualquier joven de su tiempo, lo primero que había hecho Claudia era conectar su móvil y lo miraba con mucho interés. Cuando me acerqué me lo mostró. Lo que estaba mirando era la aplicación de banca electrónica y en nuestra cuenta había aparecido una transferencia de un millón de euros. Cuando el Príncipe dijo que el dinero no sería un problema no pensé que sería para tanto.
De un plumazo teníamos la vida prácticamente resuelta. Aunque en realidad, mientras el Príncipe nos mantuviera a su lado, no tendríamos casi gastos. Sólo los caprichos.
— Nuestro Amo es muy generoso, hija.
— ¿Cómo qué hija?
— Perdón, señorita.
— Eso está mejor.
Claudia, tras estos meses, quería recuperar el mando y me estaba poniendo en situación.
— Vamos al dormitorio, que quiero recuperar el tiempo perdido — me ordenó.
— Sí señorita — contesté sumisa.
Subimos al dormitorio y me obligó a servirla. Estuve horas lamiendo y chupando su culo, su vulva, su clítoris y sus pezones. Me ató en toda clase de posturas incómodas en las que debí de seguir sirviéndola con mi lengua. Reconozco que recuperar la sensación de someterme a mi propia hija fue muy placentero para mí, ya no me avergüenza reconocerlo.
Era como ser dominada por una versión más joven de mi misma, porque a estas alturas éramos casi indistinguibles, salvo por la edad. A una distancia de 10 metros nadie sería capaz de decir cuál era la madre y cuál la hija. No solo eran el maquillaje, el peinado y las ropas, además de todo esto habíamos alcanzado un grado de identificación que superaba al normal entre madre e hija, una identificación que solo se ve entre algunos gemelos idénticos.
Caminábamos igual, hacíamos los mismos gestos e incluso en el ámbito sexual reaccionábamos del mismo modo. Yo siempre sabía lo que sentía Claudia y se que a ella le pasaba lo mismo conmigo. Todos estos meses de íntima convivencia nos habían llevado a un estado de comunión física y espiritual que nunca había creído que fuera posible.
Tan solo había una cosa que no compartíamos y era mi devoción por el Príncipe. Para mí el Amo lo era todo y cuando me dominaba sentía tanto placer que le entregaría gustosa la vida. Mis deseos de complacerle no tenían límites. Sin embargo, yo sabía que para Claudia la sumisión al Príncipe era solo una herramienta para dominarme a mí, para tenerme a su completa disposición.
Los días fueron pasando y con ellos nuestra frustración sexual iba en aumento. Tras el entrenamiento en la finca, durante el cual estuvimos autorizadas a tener orgasmos libremente, nuestros cuerpos se habían habituado a ese desenfreno y tener que contenernos ahora se hacía difícil.
Al igual que antes de ir a la finca, la casa empezaba a oler a hembra en celo. Yo empezaba a tener dificultades para mantener mi estado de excitación en un punto controlable y sabía que para Claudia era peor. Cuando salíamos de compras o a tomar unas copas nos comportábamos como auténticas zorras y montamos algunos escándalos. Juan tuvo que intervenir un par de veces para solucionar alguna situación. Estábamos descontroladas.
Y al final pasó lo que tenía que pasar. Un día, mientras yo jugueteaba con la barrita de su clítoris, Claudia se corrió. Las dos nos quedamos heladas.
— Mamá, prométeme que no se lo dirás al Príncipe.
Hacía mucho tiempo que no me llamaba mamá y eso me dio una idea de lo angustiada que estaba.
— Cariño, ya sabes que no se lo diré pero si me pregunta no podré mentirle.
— Pero ha sido sin querer. Sólo ha pasado, no lo he podido evitar.
— Lo se cariño, lo se —la console—. Se lo explicaremos.
— Mamá, por favor, nos dijo que nos castigaría duramente.
— Sí querida, ya lo sé. Tendremos que afrontarlo.
El problema fue que a partir de ese día ya no pudo contenerse, supongo que pensó que ya que iba a ser castigada, al menos disfrutaría mientras pudiera. Además, note que ponía mucho interés en excitarme a mi, supongo que con la intención de hacer que yo me corriera también, pero por alguna extraña razón, desde que ella se corría cuando le apetecía mi autocontrol había mejorado exponencialmente y no tenía ninguna dificultad en controlar mis orgasmos.
Creo que el ver como ella se liberaba y gozaba me resultaba liberador a mi también. De alguna manera, en mi interior yo asumía sus orgasmos como propios y no me sentía frustrada. No se si esto tiene algún sentido pero lo tenía para mí.
Así continuaron las cosas hasta que un día, casi dos meses después de volver a casa, nos llamó Waleed y nos dijo que al día siguiente nos recogería Juan a las 11 de la mañana para llevarnos a su casa. El Príncipe Talal llegaba esa misma noche a Madrid.
Nos levantamos temprano, hicimos nuestros ejercicios diarios y nos aplicamos un enema, nos duchamos y nos arreglamos. Nos vestimos llamativas pero elegantes, tacones altos, falda negra corta y blusa blanca con mucho escote. Sin ropa interior.
A las 11 en punto Juan estaba en la puerta. Salimos a su encuentro y nos abrió la puerta del coche para que entraramos. Nos acomodamos y partió hacia la casa de Waleed. Yo estaba nerviosa porque sabía que mi Amo me iba a preguntar si habíamos tenido algún orgasmo y yo no le podía mentir. Si al menos Claudia se hubiera controlado tras su primer desliz, quizá le hubiéramos podido rogar al Amo que no la castigara pero es que le había desobedecido todos y cada uno de los días desde aquel. Ella, aunque intentaba disimular, tenía miedo de la reacción del Príncipe y supongo que con razón.
Cuando llegamos a casa de Waleed, Juan aparcó en la parte de atrás, como siempre, y tras abrirnos las puertas, se acomodó en el asiento del conductor y espero instrucciones. Nosotras entramos en la casa, donde nos recibió un criado que nos guío directamente a la habitaciones del Príncipe.
— Queridas mías, estáis bellísimas — Nos saludó el Príncipe.
— Gracias Amo — contestamos al unísono.
— ¿Qué os pasa? Os veo preocupadas.
Nos había pillado a la primera. Claudia guardó silencio pero yo pensé que lo mejor era confesar y pedir clemencia.
— Amo, Claudia no ha sabido contenerse. Pero ella no quería desobedecer, solo es que no ha podido aguantar. Después de tres meses en la finca su cuerpo se había acostumbrado a tener tantos orgasmos como quisiera, más incluso… y no ha podido aguantar. Pero ella le respeta. Tenga piedad.
— Entiendo, entiendo. ¿Tu si que me has obedecido?
— Si Amo, yo si le he obedecido.
— Bien, bien. Es comprensible lo que ha pasado. No es culpa tuya, Claudia.
— Gracias Amo, gracias.
— Como le dije una vez a tu madre, la culpa es de esa abominación que tienes entre las piernas. Y parece que atravesarla con una joya, aunque sea con una tan bella como la que luces, ha empeorado las cosas. Pero, tranquila, a las mujeres de mi país se las somete de niñas a la ablación y así se evitan los problemas asociados a ese órgano pero yo tengo en mi harén mujeres de otros países que lo conservan y que gracias a mis enseñanzas han aprendido a anteponer la voluntad de su Amo a los mandatos de ese apéndice tan insidioso.
— Gracias, gracias — repitió Claudia.
El Amo llamó en árabe y de inmediato entró el criado que nos había recibido. El Príncipe le dio unas instrucciones en su lengua y el hombre se marchó rápidamente.
— Queridas palomas, quitaos las ropas —nos ordenó.
Le obedecimos sin dudar y en cuanto estuvimos desnudas, nos miró apreciativamente.
— Sí, definitivamente estáis más bellas que nunca. La estancia en la finca os ha sentado muy bien. Se os ve muy en forma y muy lozanas. Quitaos las joyas, por favor.
Nos quitamos las joyas y las depositamos en un joyero que nos tendió. En ese momento entraron varios criados que portaban una especie de mecedoras, pero sin asiento. Tan sólo constaban de los balancines curvos, unidos por un par de travesaños y una estructura vertical de dos postes con un travesaño en la parte superior de los mismos, que estaba situada en el centro de los balancines. El travesaño estaba almohadillado en la parte superior.
Los criados del Príncipe nos acercaron a los balancines y nos pusieron unas muñequeras y tobilleras de cuero. Nos hicieron arrodillar sobre los balancines, que tenían anchura más que suficiente, y nos inclinaron sobre el travesaño superior, haciendo que apoyaramos las manos en la parte delantera de los balancines. Fijaron las anillas de las muñequeras y tobilleras a unos mosquetones que había en los balancines y quedamos así, a cuatro patas sobre los balancines y apoyadas en el abdomen sobre las almohadillas del travesaño superior.
Los criados salieron y cuando estuvimos solos, el Príncipe sacó una mordaza en forma de pene y me la introdujo hasta la garganta, fijándola después a mi nuca con unas correas. Pensé que iba a amordazar a Claudia también pero no lo hizo.
— Querida Claudia, como te he dicho antes, no es culpa tuya que no hayas podido controlar a ese monstruo que habita entre tus piernas. Pero debes aprender a controlarlo y yo te voy a enseñar a hacerlo.
A esas alturas yo ya sabía que lo que el Amo pretendía era utilizar con ella los cocodrilos. Yo tenía mucho miedo porque sabía el dolor que estaba a punto de sufrir mi hija pero al mismo tiempo confiaba en el Amo y pensaba que si él lo había decidido sin duda sería lo correcto. De repente, me di cuenta de que a pesar de todas nuestras intimidades yo nunca le había contado a mi hija la experiencia de los cocodrilos. Eso había sido algo entre el Amo y yo, algo muy íntimo. Ahora esa experiencia la íbamos a compartir entre los tres.
El Príncipe se acercó a un cajón y volvió con un cocodrilo. Se lo mostró a Claudia y le explicó cómo funcionaba.
— Mira pequeña, está es la herramienta que voy a utilizar para educarte. Básicamente es una pinza. Si aprieto por la base se abren las fauces del cocodrilo y nos muestra sus colmillos. Si suelto la presión, él cocodrilo cierra sus fauces y muerde con mucha fuerza.
— Amo, por favor, no lo haré más. A partir de ahora obedeceré siempre.
— Lo sé, tranquila.
Yo estaba segura que el clítoris de Claudia estaría ahora turgente, pues el miedo provoca ese efecto, al menos en mi. El Príncipe se acercó a ella por detrás y con el índice de su mano izquierda la acarició y cuando estuvo satisfecho, abrió el cocodrilo y lo cerró sobre el indefenso clítoris de Claudia.
— ¡Aaaaaaaaargghhh!!! No, noooo… — aulló Claudia
Yo sabía por experiencia que el dolor de que los cuatro colmillos te atraviesen el clítoris es terrible pero que en realidad lo peor, lo que te enloquecía de verdad era la presión constante e inmisericorde de las fauces del cocodrilo que nunca cesaba y no te daba tregua.
— Voy a orar. También le pediré por ti a Dios.
— Por favor, quitádmelo, por favor, no lo haré nunca más — suplico Claudia entre sollozos.
El Príncipe, imperturbable, se fue a orar y nos dejó solas.
— Mamá, por favor, ayúdame — me suplicaba Claudia.
A mi se me rompía el corazón al oír como me pedía ayuda, pero nada podía hacer por ella, ni siquiera darle ánimos de palabra, así que procure mirarla con dulzura y con serenidad intentado transmitirle que la única manera de afrontar aquello era aceptándolo.
Pero ella, lógicamente, no me entendía y yo notaba que su desesperación cada vez era mayor. Se debatía contra sus restricciones y se agotaba inútilmente intentando soltarse.
— Me duele mucho. Noto como me lo arranca. ¡Aaaaaaaaargghhh!
Yo sabía que eso no iba a suceder, yo lo había soportado con dos pesas colgando y no había perdido el clítoris ni los pezones, pero no tenía forma de hacérselo saber a Claudia.
— ¡Aaaaaaaahhh!! Aaaaaaaahhh!! — gemía Claudia.
Se me hizo eterna la espera y aunque sabía que la cosa se iba a poner peor cuando el Príncipe volviera, estaba deseando que acabara sus oraciones porque así se rompería está soledad compartida.
Por fin el Amo volvió a la habitación y noté la esperanza de Claudia, que sin duda pensaba que todo iba a acabar en ese momento.
— Amo, he aprendido la lección, nunca volverá a suceder, quitádmelo ya.
El Príncipe se acercó al cajón y volvió con otros dos cocodrilos. La desesperación de Claudia al comprender lo que iba a pasar no tuvo límites.
— No, Amo, no, por Dios. No puedo más. Por Dios os lo suplico, mi Amo, no me hagáis eso.
— Tranquila pequeña, tranquila — dijo el Príncipe.
Pero se acercó a ella y haciendo rodar el pezón izquierdo de Claudia entre sus dedos, lo endureció y cuando lo vio a su gusto le prendió el cocodrilo.
— ¡Aaaaaaaaargghhh! Noooooooo…
Repitió la operación con el derecho sin dejarse ablandar por los gritos de Claudia.
— No, otro no, por favor, no. ¡Aaaaaaaaargghhh! Noooooooo…
Claudia había perdido el control, echaba espumarajos por la boca y ella misma empeoraba su situación debatiéndose inútilmente y haciendo bailar los cocodrilos que tiraban de sus partes más sensibles sin misericordia.
— Noooooooo...¡Aaaaaaaa! ¡Aaaaaaaahhh!
— No debes luchar contra los cocodrilos, no puedes vencerlos — le dijo el Príncipe —. La única manera de vencerlos es aceptarlos. Debes aceptar su mordisco, debes incluso desearlo y amarlo. Es la única manera.
— Quitádmelos, os lo suplico, haré lo que sea! ¡Aaaaaaaahhh!
— La única forma de que te los quite es que me pidas que te los quite a ti y se los ponga a tu madre.
Claudia calló durante unos instantes y pensé que iba a vencer a los cocodrilos.
— Si, Amo, si, quitádmelos y ponedselos a mi madre.
— Como desees.
No lo había conseguido. El Príncipe ya me había dicho que nadie vencía a los cocodrilos, que yo había sido la primera. El Amo se acercó a Claudia por detrás y soltó el cocodrilo de su clítoris.
— ¡Aaaaaaaahhh! — gritó Claudia cuando la sangre volvió a circular.
El Príncipe se acercó a mí y me acarició hasta que el pequeño traidor se puso como una piedra. En ese momento cerró sobre él las fauces del cocodrilo. No recordaba que fuera tan doloroso, pero mi dolor era el alivio de Claudia y eso valía mucho para mí.
Tras este, se trasladó al pecho izquierdo de Claudia y le quitó el cocodrilo de ese lado.
— ¡Aaaaaaaaahh! — Se quejó Claudia.
Rápidamente, el Amo se acercó a mí y tras comprobar que mi pezón estaba tan duro que podría rayar el vidrio, le colocó el cocodrilo. Yo resistí estoicamente, pues al Amo le gustaba que recibiera los castigos con dignidad.
Se acercó al pecho derecho de Claudia y retiró el cocodrilo que la torturaba.
— ¡Aaaaaaaaaaahh! — Gritó—. Gracias Amo.
El Príncipe, imperturbable se acercó a mí y prendió el cocodrilo en mi pezón derecho. Yo lo acepte sin dar ninguna muestra de dolor pero la realidad es que dolía y mucho. La diferencia es que a mí no me producía ninguna desesperación ese dolor, al contrario, me llenaba de orgullo el sufrirlo para evitarselo a mi hija.
El Amo me quito la mordaza y se dirigió hacia el cajón. Volvió con otro cocodrilo y con las cadenillas para unirlos. Cuando se acercó a mí, mansamente abrí la boca y saqué la lengua.
El Príncipe prendió el cocodrilo en mi lengua y los unió todos entre sí usando las cadenillas.
Claudia me miraba alucinada. Ella no había podido resistir y yo, no solo resistía, sino que colaboraba con mi tortura. Pero yo sabía por experiencia que esto aún no era nada y que aún me esperaba mucho dolor.
Mi cuerpo respondía al mordisco de los cocodrilos y empecé a notar ese calor y esa sensación de plenitud y de extrañamiento que me producía siempre mi propia sumisión. Era como si viera desde fuera las cosas que le hacían a mi cuerpo. Pero el dolor seguía ahí, inmisericorde e implacable y sabía que iba a aumentar
Cuando el Príncipe trajo dos pesas y las colgó de la anilla central de las cadenillas la cosa se puso fea de verdad. Eran casi 4 kilos los que colgaban de mis partes más sensibles y la presión y el tirón que sufrían era casi insoportable. Pero yo lo aceptaba como el peaje a pagar por la felicidad y el placer que mi Amo me proporcionaba.
Podía sentir como mi vagina, a pesar del dolor que me llegaba desde el clítoris, se humedecía. Supongo que mi cuerpo reaccionaba así al dolor, lubricándose y facilitando una eventual penetración.
Claudia observaba el maltrato al que yo me sometía mansamente y supongo que sentía la culpa de haber sido ella la que me lo había enviado. Me hubiera gustado tranquilizarla y decirle que no se preocupara, que no estaba enfadada y que sufriría lo que hiciera falta pero con mi lengua brutalmente estirada por las pesas no podía pronunciar ni una palabra.
— ¿Has visto cómo soporta tu madre los cocodrilos? — dijo el Príncipe dirigiéndose a Claudia —. Ella puede vencerlos porque me ama a mi, te ama a ti y seguramente también ama a los cocodrilos. Ella sabe que ha nacido para servir y complacer y eso la hace capaz de soportar casi cualquier cosa y de anteponer la voluntad de los demás a la suya propia.
— Pero está sufriendo mucho — contestó Claudia.
— Está sufriendo para complacerme a mí y eso la complace a ella.
Yo intenté sonreír a Claudia para demostrarle que el Amo le decía la verdad pero no sé si lo conseguí.
— Amo, por favor, quitale los cocodrilos y vuélvemelos a poner a mi.
Me quedé asombrada al oír a Claudia hablar así.
— Pequeña, ese tiempo ya pasó. Tu no has querido cumplir tu prueba y ahora es tu madre la que debe sufrirla. Pero te ofrezco algo, no puedes evitar el sufrimiento de tu madre pero puedes compartirlo. Tengo otro juego de cocodrilos, si quieres te los pondré a ti.
— Si Amo, ponmelos.
Ahora sí que estaba asombrada, mi Claudia que hacía solo unos minutos me había traicionado para evitarse el dolor, ahora se ofrecía a sufrirlo con tal de hacerme compañía.
El Príncipe se acercó al cajón, extrajo un juego de cuatro cocodrilos y sin más ceremonia le aplicó el primero en el clítoris.
— ¡Uffff! Gracias Amo —dijo Claudia.
El Príncipe colocó los dos siguientes en sus pezones y la reacción de Claudia fue la misma, un gemido y le dio las gracias.
— Ummm! Gracias Amo.
— Ummm! Gracias Amo.
Después abrió la boca y sacó la lengua para facilitar el trabajo al Príncipe.
— Ummm!
Claudia había aceptado los cocodrilos y lo había hecho con serenidad. De nuevo me admiró la habilidad de mi Amo para torturar nuestros cuerpos y conseguir la total sumisión de nuestros instintos a su voluntad. Sabía que el milagro se había producido y que a partir de ahora Claudia iba a ser una auténtica devota del Príncipe.
El Amo fue en busca de las cadenillas y las pesas. Unió los cocodrilos y colgó las dos pesas. La única reacción de Claudia fue reacomodar un poco el cuerpo para soportar mejor el tirón.
El Príncipe nos miraba complacido. Allí, estábamos las dos, madre e hija, sufriendo una enorme agonía que nosotras mismas nos habíamos impuesto. Y lo hacíamos con serenidad y con devoción. En ese momento amé al Príncipe más que nunca.
— Meceos las dos a la vez. Primero atrás y luego adelante. Despacio pero con amplitud — nos ordenó.
Eso iba a intensificar mucho nuestro sufrimiento pero yo lo hice sin dudar y Claudia también. Echamos el cuerpo hacia atrás y luego hacia adelante y comenzamos a mecernos. Las pesas se balancearon a nuestro compás y nos daban unos enormes tirones que nos producían un dolor excruciante. Nos mirábamos por el rabillo del ojo para intentar balancearnos al unísono y lo conseguimos prácticamente enseguida. Nuestro entrenamiento en la finca nos había dado una gran coordinación entre nosotras.
Entre el dolor agónico que sufría, sentí un orgullo enorme de estar brindando a mi Amo un buen espectáculo. Pensé que me gustaría que lo viera todo el mundo, todas las personas que a lo largo de estos últimos meses me habían llevado hasta aquí. Mi marido Miguel, David, Samuel, Susana, los hijos del Príncipe, Waleed, los socios españoles del Príncipe, don Antonio, Paquito y Juan, si, me gustaría que nos viera Juan.
Me sorprendí fantaseando con la posible reacción de Juan si nos viera ahora. Me preguntaba si se horrorizaría o si se excitaría al vernos torturadas y humilladas. Yo preferiría que se excitara y que me usará como a una bestia, que me montará como a una yegua. Sentí que estaba traicionando al Príncipe y aparté esos pensamientos de mi mente.
A estas alturas me sorprendía que no nos desmayáramos pero el entrenamiento como chicas pony nos había dejado en una gran forma física y me di cuenta de que eso no iba a pasar, el castigo iba a seguir con nosotras bien conscientes.
— He hecho llamar a mis socios. Os meceréis hasta que lleguen y después os entregaréis a ellos.