El relato de Joana (7 y último)

Llegamos al final de la terrible odisea; todo tiene un final feliz... ¿o no tan feliz?

UN CLIENTE ESPECIAL

El trayecto por aquella ciudad desconocida en los asientos traseros del turismo de lunas tintadas duró aproximadamente media hora; tras detener el automóvil, Marcus se volvió hacia ella y le entregó un papel. Joana leyó «portal 13, piso 2ºD», asintió y salió del coche. Ojeó la calle, triste a pesar del sol veraniego. Sin duda, pertenecía al extrarradio: edificios de pisos baratos se agolpaban uno al lado del otro y no ofrecían al transeúnte ni una sola tienda. Muy de vez en cuando se oía alguna voz; no era de extrañar, en plena hora canicular (su Hello Kitty señalaba las tres del mediodía). Un golpe en la ventanilla del automóvil la devolvió a la realidad: Marcus se había detenido justo ante el portal 13, así que Joana sólo tuvo que entrar para, de repente, quedar cegada, tal era la oscuridad que reinaba en el destartalado vestíbulo. Trastabillando a causa de los imponentes tacones, empezó a ascender por una desvencijada y chirriante escalera; un silbido de admiración le llegó desde el piso que había abandonado: alguien estaba allí y se había fijado en los meneos de su culito. Subió un poco más: 2ºD, la puerta estaba entornada. Llamó y susurró:

  • Hola.

De dentro sólo llegaba el sonido de lo que presumió era un ventilador; el silencio, roto por algunos gritos que le llegaban de pisos vecinos, envolvía el lugar. Tras unos instantes de duda, se atrevió a entrar… ¡Dios mío!, pensó arrugando la naricita, ¡cómo olía aquello a cerrado y a humedad! Sosteniéndose a duras penas sobre aquellos taconazos, recorrió un oscuro pasillo acercándose a una sala de la que llegaba un leve resplandor… Aquello… aquello era el ruido de un teclado… sí; cuando entró en el salón, se quedó anonadada: una enorme figura de obesidad mórbida se encontraba sentada en una silla por la que se desparramaban michelines. Aquella especie de monstruo hecho de grasa, cubierto por una camiseta repleta de lamparones y un pantalón corto de perneras gigantes, que envolvían jamones con montañas de carne, tenía los ojos fijos en la pantalla de un ordenador; su gordenzuela mano derecha tecleaba con rapidez y la izquierda sostenía un grasiento perrito caliente, al que de vez en cuando daba un bocado, ajeno a su presencia.

La primera intención de Joana fue dar media vuelta (¡vaya cliente especial!), pero el temor a las represalias la detuvo. Haciendo de tripas corazón (el suyo empezó a latir con rapidez) carraspeó… El gigante obeso volvió su cuello de enorme papada y clavó sus ojitos en ella; la mano derecha seguía tecleando:

  • ¡Ah, eres tú! – voz aflautada – Ven aquí.

¿Qué hacer, sino acercarse? La enorme bola de grasa giró, con titánico esfuerzo, la silla; sólo la luz de una pequeña lámpara de sobremesa violaba la oscuridad impuesta por unas persianas cerradas. El hedor a podredumbre ocupaba la estancia y provocaba instintivas muecas de asco en Joana que, a saltitos fruto de los tacones, se encontró frente al gordo. Éste dejó el bocadillo al lado de la pantalla y se limpió la mano en la camiseta, mientras decía:

  • Bien, bien. Acércate más.

Así lo hizo Joana para sentir, de golpe, como era agarrada de la nuca por uno de aquellos poderosos brazos; aquel monstruo la atrajo hacia sí y la besó con fuerza, introduciendo la lengua en su boca; la otra mano se metió con violencia debajo del vestido y pugnó por hundir sus dedos en el coño, arrastrando consigo el tanga. Mientras intentaba desasirse, envuelta por olor a ajo, Joana se removía; la presión de aquellos gordos dedos le provocaba un fuerte dolor en los bajos.

Al final, la soltó; mientras la chica intentaba recuperar el aliento, el gordo, sin ningún tipo de consideración, se puso a magrearle las tetas. Tras apartar sus aceitosas manos (brillo grasiento en el vestido sobre ambos pechos), volvió a sonreír:

  • Es muy fácil lo que quiero que hagas – decía -. Te arrodillas ahí, debajo de la mesa. Quiero un francés mientras navego por Internet, ji, ji, ji – la risa removió la montaña de grasa. Con esfuerzo, fue echando hacia atrás la silla para que Joana pudiera meterse en el hueco que había bajo la mesa. Presta a obedecer, la muchacha entró a gatas en aquel incómodo lugar: hacía calor, mucho calor… y empezó a sudar a chorros. Lentamente, aquel ser de obesidad inconmensurable consiguió ponerse de nuevo en la posición anterior. Frente a Joana, que sólo podía estar a cuatro patas (el espacio no daba para más), las rechonchas piernas y una panza enorme. Intentó como pudo, acompañada del tintineo del collar y del pendiente, desabotonar el pantalón, pero aquel trozo de grasa pesaba demasiado y no podía levantarlo; la frente perlada de sudor, los ojos escociendo

  • No puedo – se quejó.

  • Oh, qué inútil – soltó el gordo, que echó hacia atrás la silla -. Sal de ahí.

Agradeció Joana el poder arrodillarse; mientras el monstruo, con esfuerzo, desabrochaba el pantalón, con el dorso de una mano se secó el sudor, que caía a goterones; notaba mojada la melena. Ahora, aquel hombre se aguantaba la panza, bajo la cual se intuía un pene fláccido, de dimensiones normales, pero que, entre tanta carne, parecía diminuto.

  • Venga – dijo, mientras con la otra mano cogía el perrito caliente -. El francés.

Tan pronto como se metió en la boca aquel trozo de carne flácida, notó en su cabeza el terrible peso y la presión de la enorme barriga. No podía hacer nada, sino boquear con el pene navegando sobre su lengua… sentía asfixiarse; a esto se añadía el hedor a orines y a ajo. Su lucha por la vida se traducía, para el gordo, en los agónicos meneos de piernas y nalgas, medio cubiertas éstas por el vestido, que le produjeron un inmenso placer. Excitado, dejó el bocadillo medio colgando de su boca (churretones de mostaza caían por su papada y trazaban un amarillento surco que acababa en la espalda de la chica) y colocó ambas manos en el trasero de Joana, dejando brillantes huellas de grasa en el vestido y en el culo, que cada vez se meneaba con mayor frenesí.

Se ahogaba… se ahogaba debido al tonelaje que caía sobre su cabeza; no podía echarse hacia atrás ni expulsar de su boca aquella polla que se negaba a endurecer. Bañada en sudor, con los ojos muy abiertos, las pupilas dilatadas, la naricilla buscando con desesperación aire donde sólo había hedores, los hombros y los brazos a punto de partirse por la terrible presión de las obesas piernas del mastodonte, el tintineo del puto collar, moría, se asfixiaba…; iba a pegar un mordisco con todas sus fuerzas en aquel objeto de su tormento cuando, de pronto, así, sin empalmarse, el pene empezó a soltar semen, un semen de gusto agrio y amargoso… sólo pudo que intentar tragar aquello (parte se introdujo en su garganta, parte resbaló por la comisura de sus labios); de lejos llegaban los gemidos de placer del gordo. Por suerte, a punto ya de estallarle los pulmones, la presión de las piernas cedió y pudo dejarse caer al suelo buscando aire; el pene, tan fláccido como al principio, siguió expeliendo semen que aterrizaba sobre su negra cabellera. Joana jadeaba y jadeaba, consciente de haber estado a punto de morir… El gordo acabó de expulsar sobre ella el resto de lo que su cuerpo echaba, y dijo:

  • No me has convencido mucho; eres muy patosa. ¡Aparta de ahí!

Girando sobre sí misma, Joana obedeció gustosamente; aún no se sentía con fuerzas para levantarse y así estuvo, boca arriba, respirando con dificultad, unos cinco minutos. Cuando consiguió incorporarse, vio al gordo metido de lleno en el ordenador, dándole la espalda. Se arregló como pudo el minivestido, manchado de grasa y mostaza; se adecentó el cabello que se iba apelmazando a medida que el semen se secaba. Una vez cogido el bolso, se atrevió a decir:

  • ¿El dinero? – era sinónimo de supervivencia.

La bola de sebo no se dignó a hablar, sino que uno de sus brazos, colgando la carne, señaló hacia una mesilla: en ella había algunos billetes que Joana se apresuró a meter en su bolso. Sin hablar, limpiándose con una toallita húmeda la boca y la cara, se balanceó sobre sus tacones en dirección a la puerta. Sólo el tintineo del bolso, que se alejaba, avisó al gordo de que la puta abandonaba su piso.

PREPARACIÓN PARA LA FIESTA

Los días pasaban grises y monótonos; el tiempo se repartía entre incursiones a la avenida, visitas a pisos y estancias en el colchón, convertido ya en su hogar. Tumbada allí, siempre en ropa interior debido al bochorno reinante, Joana imaginaba a veces, en el delirio producido por el cansancio y el alcohol, que Álvaro llegaba para rescatarla. Era un Álvaro de rostro borroso, pero de espeluznantes ojos azules; todas las chiquillas agradecían su valentía, pero él la escogía y la distinguía del resto, y ella, obediente y sumisa, le entregaba su corazón. Así, Joana regresaba a su adolescencia, a los sueños unidos a un príncipe azul que jamás llegó a su vida.

Ajena al mundo exterior, encerrada en aquella mazmorra, la joven no sabía que las pesquisas policiales habían avanzado; gracias a las indicaciones de Álvaro, la policía había descubierto las roderas de los automóviles, indelebles en la explanada donde Gregory la había violado, y había identificado los modelos. Además, una adolescente rumana, escapada de un infierno, había suministrado pistas importantes, entre espasmos producidos por el mono. Lentamente, el cerco a aquel grupo rumano dedicado a la trata de mujeres se iba cerrando.

Una tarde, casi al anochecer, Gregory reunió a todas las chicas e inició un discurso que parecía importante; única española del grupo, Joana no entendía nada de todo lo que el rumano dijo, aunque comprendió que debía de tratarse de algo excepcional. Una vez acabada la alocución, desaparecido ya el rubio, Laura la llamó aparte y le resumió todo aquello que se había dicho: esa noche había una fiesta con gente muy importante a la que debían acudir siete chicas, entre ellas Joana. No podían entretenerse, pues debían acicalarse y ponerse ropa especial.

A los cinco minutos, Gregory volvió a entrar y, paseándose por la sala, señaló a siete chicas (también a Joana); en fila, nerviosas, le siguieron hasta las duchas. Algunas aprovecharon allí para juguetear y reír; llamadas al orden por el rubio, rápidamente fueron detrás de él hasta una sala con sofás diversos, sobre los cuales había piezas de ropa. Poco a poco, Gregory les fue indicando lo que pertenecería esa noche a cada una. Entre exclamaciones de admiración de las niñas, Joana tampoco pudo evitar un gesto de sorpresa cuando vio lo que el rumano le señalaba: en el suelo, unos hermosos zapatos de charol, de tacón medio; encima del sofá, en perfecto orden, un body negro y rojo con ribetes dorados en pecho y nalgas, sin tirantes; un panti también negro y un vestido del mismo color (escote palabra de honor), brillante, de falda acampanada y lazo rojo. Los complementos consistían en una gargantilla de plata, largos pendientes de pedrería y un monedero negro con incrustaciones plateadas.

La chica, maravillada, señaló a la vez los pendientes y la oreja con medio lóbulo seccionado, y, sonriendo a Gregory, le dijo:

  • No podré.

El rumano asintió y se marchó de allí; estaba Joana muy emocionada (se acababa de poner el panti y el body) cuando de nuevo entró Gregory seguido de Marcus. Con determinación, se dirigieron hacia la chica que se volvió hacia ellos, sonriente, mostrando sus dientes de perla en contraste con el sonrosado de sus mejillas:

  • Esto es muy bonito

No tuvo tiempo de decir más; con extrema violencia, Gregory la empujó sobre el sofá y le aguantó la cabecita (mano en el cuello) con la oreja mutilada a la vista de todos. Joana se debatía, pero en vano. Marcus mostró a sus aterrorizadas pupilas verdes una aguja de coser cuero y, sin dudarlo, le atravesó lo que quedaba del lóbulo provocando un chillido terrible que hizo enmudecer a las demás chicas… La sangre goteaba sobre el mueble.

  • Los pendientes – murmuró Gregory, soltando a Joana. El cuerpo de la chica se contraía entre sollozos, tapada la cara con sus manos. Cachete en la nalga -. Venga.

Los murmullos de las muchachas se habían reanudado y llegaban, lejanos, a oídos de Joana; ¡Santo Dios, cómo dolía la oreja! No quería seguir, oculta aún la cara entre sus manos; se sentía sola y desgraciada, y los sollozos, aunque de menor intensidad, seguían acompañándola. Un potente estirón del brazo la obligó a sentarse en el sofá; ante sus ojos, los de Marcus, inyectados de sangre:

  • ¡Vamos!

Hipando aún, Joana terminó de vestirse. Ciertamente, el vestido le quedaba bien y simulaba, con el fajín rojo acabado en lazo, sobrevolando la falda acampanada, una cintura quizá algo regordeta. Los pendientes (aprovechando el nuevo agujero) siguieron a la gargantilla: era el momento del maquillaje. Se secó las lágrimas mientras se empolvaba la nariz y las mejillas: no podía permitir que la sombra de ojos se corriese, so pena de recibir algún castigo.

Vestidas y maquilladas, esperaron el visto bueno del rumano; éste las iba mirando una a una, como si de una revista militar se tratase. Cuando llegó a la altura de Joana, la observó con ojo crítico: realmente, se había esmerado. La ya larga melena azabache (que adornaba una simulada diadema con rosa roja) enmarcaba un rostro bien pintado en el que resaltaban sus ojos verdes y sus carnosos labios rojos; la gargantilla y los pendientes (coagulada ya la sangre, apenas un puntito rojo) realzaban su belleza. Las tetas parecían querer salir, rebeldes, del escote, mientras que la falda acampanada permitía, a medio muslo, admirar unas hermosas piernas. Los cinco centímetros de tacón acababan por embellecer el culo respingón. Asintió Gregory y Joana se unió a las chicas en un camino al furgón que las llevaría a la famosa fiesta.

FIESTA Y TORTURA

El salón al que las hicieron entrar estaba muy iluminado; seis jóvenes vestidos de etiqueta charlaban animosos, todos con una copa en la mano. Joana, sin saber por qué, se sentía intranquila: de hecho (como había observado en la furgoneta) podría parecer la hermana mayor de todas aquellas adolescentes que, como mucho, rondaban los quince años. Intentando olvidar aquella desazón, se fijó en todo lo que la rodeaba. No cabía duda de que el lugar era muy lujoso, a tenor del mobiliario, pero si una se fijaba en aquellos jóvenes, la etiqueta no pasaba de los trajes. Rostros vulgares, muchos rematados por «piercings» y tatuajes, denotaban una baja extracción social; quizá eran pequeños jefes mafiosos con ganas de celebrar algo que ella desconocía.

Con suma alegría aceptó una copa: necesitaba ya alcohol; sin embargo, un sorbo le provocó una mueca de disgusto, aquello era un refresco que la retrotrajo, en un instante, a etapas de niñez. Como cada uno de aquellos hombres se agenció a discreción a cada una de sus compañeras, Joana, sola, se dedicó (entre sorbitos) a observar el salón, profusamente decorado. De repente, se dio cuenta de que las chiquillas rumanas habían desaparecido y de que era observada por seis pares de ojos burlones. Palideció y su corazón inició un rápido latir.

  • Bien – dijo uno de ellos, de su misma altura, pecoso y pelirrojo – no está mal – movía ahora con la mano su barbilla de un lado a otro; le mostró la lengua, adornada con un «piercing» -. Un pelín fofita – la mano ahora magreaba una de sus nalgas - ¿Qué os parece, chicos? – preguntó, volviéndose a los demás.

  • ¡Ok! – exclamaron algunos.

  • ¡Empecemos ya! – gritó otro.

Joana se dejó llevar, cogida de la mano, hasta una mesa que centraba la lujosa estancia.

  • El juego es muy sencillo – le dijo entonces el pelirrojo -. Tú te metes debajo de la mesa; cada uno de nosotros lleva un cartoncillo rojo, como ése- cogiéndola de la nuca la obligó a mirar a uno de sus amigos que, sonriente, agitaba el cartón -. Estate atenta… - la miraba de nuevo fijamente a los ojos -. Cuando uno de nosotros te muestre el cartón, vuelas a chupársela hasta que se corra… - Joana, asustada, vaso en mano, asentía -. Si fallas una vez, lo pagarás caro

Ahora la cogió del hombro; se desasió.

  • No pienso hacerlo.

El joven, sin dejar de sonreír, la atenazó brutalmente por las mejillas; aquello dolía y acuosas fueron las verdes pupilas.

  • Tú harás lo que te digo, sino quieres que Gregory se encargue de ti, furcia de mierda.

Atemorizada, Joana asintió y a gatas, permitiendo la falda acampanada que todos disfrutaran de su trasero, se metió bajo la mesa. Desde allí oyó la voz del joven:

  • Caballeros, todos a su sitio.

Ruido de sillas; de pronto, doce piernas masculinas enfundadas en pantalones negros la rodeaban.

  • Segundo paso – dijo el maestro de ceremonias. Alucinada, vio que todos se desabrochaban los pantalones y como caían éstos, junto a los calzoncillos, hasta el suelo. Ahora la miraban desde todos los ángulos seis pollas de tamaños diversos.

  • Señores… Empieza el juego.

Aquella voz la puso alerta; como animal acorralado, que lucha por su supervivencia, Joana empezó a moverse de un lado a otro, tras abandonar, por inútil, el monedero. Se fijaba ya en unas piernas, ya en otras, removiéndose a cuatro patas bajo la mesa. De pronto, por el rabillo del ojo, vio una cartulina roja y gateó hasta allí para succionar con fuerza aquel pene que se endureció al máximo. No tardó éste en soltar su semen entre jadeos del propietario. Una vez tragado todo (alguna gotita aún salía de él), Joana se volvió como una tigresa, observando el resto de falos con detenimiento. ¡Otra cartulina!, y allí se abalanzó, rauda en chupar y hacer suyo aquel miembro, que al cabo de un tiempo le hizo beber su líquido… No bien se había secado los labios, otra cartulina brilló bajo la mesa… ¡y otra!... Aquel instante de indecisión fue fatal; repleta de semen, saltando como una gatita, dirigió su boca al lado equivocado e intentó empezar a chupar la polla que no correspondía… Pronto una mano la cogió del cabello y, entre terribles pinchazos, la obligó a salir de debajo de la mesa.

  • Lo siento – oyó entre lágrimas -. Has fallado y has de pagar por ello.

Aterrada, a gatas, con el corazón desbocado y sin ver prácticamente nada, intentó llegar a donde creía que había una puerta; chocó con violencia contra la pared entre las risas de los asistentes y a tientas (ojos llorosos) consiguió ponerse en pie. Amorrada a la pared, intentaba de forma patética hallar un pomo que le permitiese huir de allí; un fuerte tirón de su brazo la obligó a volverse: entrevió al joven pelirrojo, que sonreía peligrosamente:

  • ¿Adónde vas, putón?

Un violento golpe dado con algo duro (un cenicero, quizá) machacó su mejilla derecha y la echó al suelo; escupió sangre y dos muelas… Alguien la cogió del cabello y la arrastró (la diadema caída, venda de sus ojos) hasta un sofá; con brusquedad, la levantaron (¿cómo aguanta tanto el pelo?) y la tumbaron sobre el brazo del asiento. Ahora la falda acampanada permitía que su culo quedase a la vista de todos; la sangre que salía de su mejilla y de su boca manchaba ante sus ojos la tapicería del sofá.

  • Llegó el momento del castigo – llegó a sus oídos.

Uno de los jóvenes, de grandes orejas, tatuado en el cuello, llevaba en su mano una fusta. Empezó a golpear rítmicamente el trasero de Joana; ésta, notando el dolor en sus nalgas, intentaba levantarse aullando y suplicando entre esputos sanguinolentos, pero diversas manos se lo impedían.

  • Uuuuyyy – llegó a escuchar entre hipidos y sollozos, roja ya media cara de sangre -. Si esto no es nada

El joven de la fusta se iba enardeciendo y los golpes cada vez eran más rápidos y más violentos; del panti sólo quedaban andrajos y el body, cuyas hebillas se clavaban en el coño de Joana, amenazaba con reventar. La fusta seguía, indiferente a los chillidos de la chica y a los meneos de su culo castigado. Poco a poco, iba dejando huella y las nalgas sangraban entre jirones de piel que volaban de un lado a otro…; el body reventó y el enrojecido trasero de Joana se mostró en todo su esplendor. Sudoroso, el de la fusta se detuvo.

  • Un último toque – jadeó, y la lanzó con violencia contra el coño de la joven que, hundida en el sofá por mil manos, emitió un chillido que dejó heladas a las chicas que aguardaban en la estancia vecina. ¡Por Dios, aquella tortura era insoportable! El coño ardía, la sangre que salía de su boca casi la ahogaba y el culo semejaba un horno. De todos modos, se debatía como una leona, intentando vender cara su vida; su instinto le decía que aquella sería su última noche y eso le daba fuerzas titánicas, pero insuficientes para soltarse de las garras que atenazaban su cuello y sus hombros.

  • ¿Crees que esto dolerá? – sus lacrimosos ojos alcanzaron a ver un consolador de increíbles proporciones que alguien movía, burlón, ante ella. Empezó a menearse de nuevo con violencia, obligando a que un mayor número de manos hiciera presión.

  • ¡Vaya tigresa! – oyó exclamar.

Rebuscando entre sus nalgas ensangrentadas, uno de los jóvenes encontró con su índice el agujero del culo, e inmediatamente empezó a introducir en él el desmesurado objeto. De nuevo llegaron a oídos de sus compañeras alaridos estremecedores, mientras se debatía como una loca al sentir que aquello dilataba bestialmente su esfínter, que cuadruplicó su tamaño sumando sangre a la que ya señoreaba en su lacerado culo. Cuando estaba a punto de perder el sentido (al parecer, el instrumento torturador había llegado hasta el fondo) sintió que aquel objeto abandonaba su ano y que violentamente la empujaban para quedar sentada en el suelo, apoyada en el sofá.

Su imagen era patética: ya la diadema, abandonando el cabello alborotado, hacía compañía a la gargantilla; de su boca, una mejilla mostraba un enorme flemón purpurado, seguía manando sangre; sus brazos se recostaban en el asiento del sofá dejando que sus pechos (el vestido ya a media cintura) rebosasen impacientes por salir del body; la falda acampanada a duras penas llegaba a medio culo, del cual salían reguerones de sangre; sus piernas estiradas, sin zapatos, cubiertas hasta las rodillas por los restos del panti

Medio inconsciente, sin fuerzas ya, notó que uno de aquellos jóvenes bajaba con brusquedad el body; sus tetas se bambolearon mostrando sonrosados pezones

  • Quiero hacer una prueba – dijo aquél, acercando un mechero; crepitar de carne, el chillido fue tan horrible que alguna de aquellas adolescentes que esperaban en la otra habitación se meó encima… El olor a carne quemada ascendía del pezón chamuscado. Joana ya había perdido el sentido; aquel acercó el mechero al otro pezón

De pronto, gritos, cristales rotos, sonido de sirenas… unos cuantos policías habían penetrado en el salón, apuntando a los jóvenes con sus fusiles de asalto

EPÍLOGO

Gregory, Marcus y otros más a los que jamás llegué a conocer fueron condenados a veinte años de cárcel; cumplieron siete y luego fueron repatriados para completar la condena. Su sistema de trabajo era simple: «reclutaban» mediante engaños a chiquillas de catorce o quince años en Rumanía; las drogaban y las obligaban a prostituirse durante cinco o seis años y, luego, entre los veinte y los veintidós años, o bien las mataban o bien las entregaban como objeto de tortura para, una vez muertas, vender sus órganos.

Ciertamente, aquellos jóvenes que me torturaron eran cabecillas de diferentes clanes de la droga; en su mundo carecían de gran importancia y su condena no pasó de seis años.

Las chicas rumanas, mis compañeras en aquel tormento, encontraron asilo en diversas asociaciones benéficas; perdí su pista, aunque sé que algunas consiguieron dejar las drogas y otras, simplemente, regresaron a su país.

Sonia, Vania e Iván fueron amonestados públicamente por el juez, por lo que éste consideró una chiquillada. Álvaro, sin embargo, fue condenado a cinco años de prisión por omisión de auxilio y ocultación de pruebas; no cumplió ni un día, dado que era su primer delito.

¿Qué pasó conmigo? Uf…, no es fácil de explicar; como podéis comprender, las secuelas físicas fueron importantes, pero mayores fueron las sicológicas. Nunca jamás, y de eso hace ya más de ocho años, he tenido contacto con un hombre… ni podría. Cinco meses les llevaron a mi madre y al hospital recuperarme de mis heridas…, los años que he dicho he pasado entre siquiatras y sicólogos. Tuve que abandonar la pequeña población costera y pedir un traslado a otro lugar, pero no puedo dejar de preguntarme si no será la ciudad en la que pasé aquel tiempo

En el pueblo nadie, ni yo misma, podía olvidar que me habían secuestrado para prostituirme; no me arrepiento de haber hecho caso a mi madre y haberme ido de allí. Mi sicóloga, la misma que me mandó escribir, dice que intente ver el lado positivo, que ya no soy aquella niña engreída y tonta…, quizá no, pero ahora soy apocada, tímida y asustadiza

Gracias por leer esta historia.