El relato de Joana (6)

Con su peculiar estilo, Joana nos relata diversos episodios de la existencia que le ha tocado vivir.

LA PROFESIÓN

Hacer la calle era jodido; durante el día, y más ahora en verano, el sol caía a plomo sobre aquella ancha avenida situada en un polígono industrial en las afueras de una población desconocida. De noche, se añadía al bochorno el peligro de unos jóvenes descontrolados que, a veces, en el coche a toda velocidad y la música a tope, les tiraban botellas y latas a la vez que gritaban: ¡putas!, ¡furcias! A esto tenían que sumarse los servicios (algunos de ellos extravagantes) a los que una debía someterse, como sometido había quedado el espíritu egoísta y desconsiderado de Joana, que, mamada tras mamada, follada tras follada, asemejaba ahora el de una dócil ovejita, presta a satisfacer cualquier exigencia, por extraña que pareciese. A esto ayudaba, evidentemente, la ginebra, convertida en maná diario y que necesitaba con urgencia tan sólo llegar al tugurio en el que vivía.

Se esmeraba Joana al máximo en conseguir clientes, porque más peligrosa que la calle se revelaba a veces la vuelta a la abandonada fábrica. Recordaba con total claridad aquella vez en que una chiquilla de no más de 16 años había regresado sin cumplir las expectativas de Gregory; éste, tras golpearla repetidas veces con la hebilla de un cinturón, la encerró con un candado en el baño (¡las necesidades en el suelo, putas de mierda!), y la dejó ahí más de cuatro horas según Hello Kitty. La chica necesitaba su droga, y se abalanzaba rugiendo contra la puerta, que gemía por la intensidad de los golpes; los gritos que Joana no entendía (debía de ser rumana, también) eran desgarradores… Al final, Gregory y Marcus (así se llamaba el hombre mayor) sacaron un guiñapo en ropa interior; un breve sermón y jeringuilla…; agradecimiento de la niña, que se la mamó a Gregory hasta tragarse todo lo que aquél expulsó.

A pesar del asfixiante calor, un escalofrío recorrió el cuerpo de Joana; se encontraba paseando por el arcén, con asomos de lucir palmito. La piel, morena del sol, sólo se interrumpía por un top minúsculo, que a duras penas ocultaba sus pezones, y un short blanco, tan ceñido que parecía a punto de reventar metido entre unas nalgas que, respingonas, bamboleaban al compás de unas sandalias cuya plataforma podía alcanzar los diez centímetros. En su mano derecha meneaba un pequeño bolso en el que, en teoría, debían ir las ganancias que compartía (70% él, 30% ella) con Gregory, pero el día había sido flojo

A lo lejos apareció un camión de poco tonelaje; ensayó la mejor de sus sonrisas e intentó elevar sus tetas, mientras hacía señales. La imagen de la chica rumana no abandonaba su mente. ¡Suerte! El camión se detuvo y ella se acercó con el más insinuante meneo del que fue capaz. Se agarró como pudo a la portezuela; sus nalgas, trémulas, denotaban el esfuerzo por mantenerse en esa posición.

  • Hola, guapo.

Dentro había un cuarentón, con incipiente panza, muy moreno: sin duda, un árabe.

  • Sube – le dijo.

Como mejor pudo, se acomodó a su lado intentando, eso sí, que el short quedara reducido a braga. Sus poderosos muslos se cruzaron, uno encima del otro. El moro no dijo nada y arrancó el automóvil; Joana, silenciosa también, más tranquila por haberse asegurado la ginebra, no apartaba la vista de la avenida.

El camión enfiló uno de los caminos de tierra que partían del polígono; el violento traqueteo obligó a Joana a separar sus piernas. Meditaba ahora por qué no le habían ofrecido droga; quizá la consideraban demasiado vieja como para gastarse el dinero y habían pensado que con el alcohol era suficiente… Pegó un respingo: el moro había detenido el vehículo (de nuevo el motor al ralentí: qué malos recuerdos) y le acariciaba con su mano derecha, mientras la miraba fijamente, el muslo; metió el dedo meñique en un ínfimo espacio que dejaba el pantaloncito e intentaba toquetearle el sexo; luego, con brusquedad, apartaba su mano de ahí y magreaba, violento, su teta izquierda

Joana (¿dónde estaba aquella mujer valiente, independiente, vanidosa?) se dejaba hacer en silencio y sonreía, intentando ver algo agradable en aquel árabe.

  • Baja – ladró el hombre.

Tras descender del vehículo, se encontró en una pequeña explanada herbosa; el sonido de la portezuela la avisó de que el moro también había abandonado el camión. Olía aquel lugar a excremento de vaca y, de hecho, como comprobó una de sus sandalias, era sitio de paso de ganado. El árabe, un poco más alto que ella, se le había puesto delante; le sonrió:

  • Oye, esto está lleno de mierda

Pero quedó boquiabierta cuando aquél le arrancó violentamente el bolso y le dio la vuelta para vaciarlo.

  • ¡Eh! – chilló Joana - ¡Qué haces!

Alguna pinturilla, una barra de labios y dos billetes de diez euros acompañaron en su caída a un espray cegador y a un móvil, hilo de unión con Gregory. El moro sonrió (¡Dios, qué feo era, parecía un orangután!) y, sin darle tiempo a reaccionar, lo pisoteó con brutalidad, haciéndolo añicos.

  • ¡Hijo de puta! ¡Gilipollas! – Joana se abalanzó sobre él, golpeándolo con sus puños e intentando en vano arañarle; el hombre le dio un violento empujón que la lanzó contra el vehículo. Con la espalda dolorida, las tetas al ritmo de su jadeante respiración y muy asustada, Joana vio que el hombre se encaminó hacia ella y la cogió de los brazos:

  • Espera, puta.

La apartó a un lado y, tras abrir la portezuela del camión, se metió en él; la cabecita de Joana bullía de emociones encontradas: a la rabia por lo que le había hecho ese tipo se enfrentaba el miedo a lo que pudiera ocurrir. De pronto, ahí, a unos metros, distinguió en el suelo el espray; cuando se dirigía hacia él, pegó un brinco al oír a sus espaldas:

  • Tú, ven aquí.

Se volvió; el hombre llevaba un bote en una mano y la miraba libidinosamente; por instinto, y olvidándose del espray, Joana empezó a correr sobre la hierba, pero al poco fue zancadilleada y cayó (golpe brutal) al suelo; lamentablemente cuello, barbilla y boca sobre una de las boñigas. Tosía y escupía rabiosa cuando aquél la obligó a girarse.

SODOMÍA

Boca arriba, Joana se debatía moviendo piernas y brazos; una de las tetas se escapó del top y su sonrosado y grueso pezón pareció querer unirse al combate. Lucha inútil: una de las poderosas manos del moro se engarzó en su garganta y apretó hasta casi asfixiarla; las mejillas, de por sí coloradas, eran rojo carmesí.

  • Pantalón, pantalón… - repetía el hombre como un loro.

Con las manos intentó la chica desabrochárselo, pero en aquella situación era tarea imposible; emitió unos sonidos guturales. El otro pareció darse cuenta porque la terrible presión cedió un poco. Entre toses, Joana acertó a decir:

  • No… así… no… no puedo

El camionero apartó la mano; al fin pudo la muchacha incorporarse y bajarse torpemente el short, que consiguió abandonar sobre la hierba tras batallar con las sandalias, entre meneos de muslos, culo y tetas; aquel estaba arrodillado a su lado, sin quitarle el ojo de encima. Aterrada y vencida (solo cubierta por un diminuto tanga negro, las sandalias y el breve top que seguía dejando una de sus tetas al aire), Joana lo miró con ojos llorosos:

  • ¿Qué quieres?

El moro sonrió; era la suya una sonrisa simiesca, que daba paso a unos dientes ennegrecidos por la nicotina; sin embargo, mayor temor producían sus ojos, negros como el carbón, que la miraban con deseo incontenible.

  • Cabeza… suelo – con señas, le indicaba que se diese la vuelta - ¡Venga, puta!

Joana sabía perfectamente que estaba a merced de aquel hombre, así que obedeció y se tumbó boca abajo, cuidando de no dar de nuevo en un excremento de vaca (sólo había uno cerca, un poco por encima de su cabeza).

El árabe le pasó un brazo por la cintura y la obligó a ponerse de rodillas, la mejilla izquierda aún reposando en el suelo; así, las enormes nalgas de Joana, que no dejaban ver ni por asomo la tirilla del tanga, quedaron a semejanza de una pequeña colina. Dos dedos con alguna sustancia gélida se incrustaron en su ano, arrancándole un gemido de dolor.

  • No, por favor…, por ahí no… - susurró lloriqueando. Aquel agujero era lo único virgen que le quedaba. De repente, algo más grueso (el pene, sin duda) se esforzó por penetrar en aquella intimidad. Empujaba el moro, dándole fuertes cachetes en las nalgas y gritando algo en su idioma; resistía Joana sudando a chorros, llorosa, sintiendo un terrible dolor a medida que su esfínter se dilataba. Los cachetes, cada vez más violentos, removían su trasero, como si de gelatina se tratase.

Las manos de la chica se agarraban a la hierba (consciente ella de la cercanía de los excrementos) y se superponían a la mueca de dolor que desfiguraba su rostro. Los aros que hacían de pendientes bailoteaban a medida que el moro introducía su espada; las manos de éste parecían garfios en sus caderas

Al final, en un esfuerzo supremo, el pene se introdujo hasta la raíz arrancando de Joana un chillido de dolor, chillido que, sin embargo, quedó amortiguado cuando la mierda resbaló por su mejilla y se introdujo en su boca abierta. Inició entonces el magrebí un vaivén en el que la polla entraba y salía, entraba y salía lacerando el, hasta hacía poco, pequeño ano de la joven, la cual a duras penas podía respirar escupiendo los excrementos. Las garras del hombre, totalmente ido ya, apretaban sin control su piel añadiendo un nuevo tormento al que ya sufría su trasero; el aro izquierdo se desprendió de su oreja llevándose consigo parte del lóbulo; empezó a sangrar con violencia y el dolor se unió al de su mejilla restregada por el suelo.

¡Dios, cómo dolía todo! Pero sobre todo el culo… el culo…; no podía chillar: la mierda, con terquedad, se pegaba a su boca, a sus dientes, a su lengua… Al final, el moro, emitiendo un grito bestial, empezó a correrse; bombeaba semen mientras se meneaba como un perro; parte del líquido iba chorreando por entre las nalgas de Joana y se unía a la sangre del agujero magullado dando lugar a una curiosa mezcla de colores. Poco a poco su esfínter fue recuperando su medida natural y no tardó la polla en abandonar su ano. Sin manos que la sostuvieran, agotada y rendida por el dolor, cayó sobre la hierba. La tirilla del tanga regresó a su posición natural, empapándose de semen y sangre que, también, ocupaban parte de sus muslos.

Con los ojos cerrados, Joana intentaba recuperarse cuando, de pronto, notó que caía agua encima de ella… ¿agua?... ¡no era agua! El magrebí la estaba remojando con su orina mientras recitaba algo extraño y desconocido.

Portezuela, el camión se aleja; el sonido de las cigarras invade el lugar y acompaña a una desconsolada Joana. Como buenamente puede, se incorpora; sentada aún, el dorso de una mano sirve para limpiarse la mierda de la boca (en el cabello, ya se ha apelmazado); la mejilla izquierda, arañada, escuece; la oreja mutilada sigue sangrando… Toda ella hiede a orina. No puede reprimir un gesto de dolor cuando recuesta su cabeza sobre las rodillas (el ano parece un caldero hirviendo) y llora, llora sin parar durante un buen rato. Al final, la mente en blanco, consigue ponerse de nuevo los pantaloncitos y, tras lo que parecen terribles tormentos (el culo duele, el hijoputa), recoge el bolso y sus pertenencias. A trompicones, acariciándose con una mano el trasero (se tiñe ya de rojo el short) y con la otra la mejilla y la oreja dañada, se encamina, o así lo cree, hacia la avenida.

Mucho se enfadó Gregory; tanto que Joana estuvo cuatro horas en el lavabo clamando por su ginebra

UN NUEVO SERVICIO SE AVECINA

Joana se pasó los tres días siguientes entre sentada y tumbada en su colchón; sudorosa (el calor ahí era sofocante) observaba con expectación a Gregory cada vez que éste entraba. Necesitaba trabajo (las comidas o, mejor dicho, la ginebra le soplaban muchos euros al día), pero no llegaba: el rumano se empeñaba en llamar a otras chicas. Al fondo de la sala, un poco más allá del escritorio de Laura (nombre de aquella horrible mujer), había un espejo de cuerpo entero en el que se miraban antes de ir al curro, y a él acudió para asegurarse de su aspecto. Como siempre, lo que vio no le gustó: bajo una melena azabache, que rozaba ya sus omoplatos, una de sus mejillas insistía en querer ser más roja que la otra; un triste esparadrapo sucio envolvía parte de su oreja izquierda y su cuerpo, siempre con tendencia a no mantener la figura, se cubría ahora de un sujetador blanco y un brevísimo tanga del mismo color, que le habían costado una pasta… Torció el gesto: aún recordaba los gritos de Laura cuando, a causa de la regla, había inundado sus bragas y el colchón de sangre.

Regresó a su jergón, ignorando los últimos acontecimientos en el pueblecito costero donde era funcionaria. No sabía, por ejemplo, que Álvaro había cedido a la presión policial y había confesado ser el último en verla, ni sabía, por otro lado, que lentamente las pesquisas se dirigían hacia un grupo de trata de mujeres procedente de la Europa Oriental… No lo sabía ni le importaba, atenta solo a ganar el dinero suficiente para poder pagarse el alcohol y devolver el importe del móvil destrozado.

Se abrió la puerta del habitáculo y entró Gregory; se mantuvo erguida y sonriente.

  • Tú – la señaló; una honda sensación de alegría la invadió. El rubio habló con Laura y se largó, envuelto en las miradas de agradecimiento de Joana.

  • Ven aquí – obedeció a la mujer -. Es un cliente especial; arréglate bien y esta vez no nos falles.

Negó con firmeza, meneando la melena, y se dirigió a la puerta de salida, donde la esperaba Marcus. Fue detrás de él hasta un baño comunitario en el que, ante su atenta mirada, se desnudó y se duchó; limpia ya y tras secarse el cabello, volvió a seguirlo hasta una habitación. Le esperaba allí, encima de una cama, un vestido negro extremadamente corto, de un tirante, y unos zapatos negros de tacón altísimo. Un grueso collar plateado y unos pendientes largos completaban el ajuar. Se acercó y cogió un pendiente; se volvió a Marcus:

  • Sólo puedo ponerme uno – dijo, señalándose la oreja cercenada.

El otro se encogió de hombros; Joana comprobó enseguida que aquel vestido debía llevarse sin sujetador y, por eso, se lo quitó provocando el bamboleo de sus tetas. Aquello fue demasiado para el hombre:

  • Serrra un momento – dijo, mientras se desataba el cinturón. Con los pantalones y los calzoncillos a la altura de los tobillos, Marcus se sentó en la cama; un pene de estándares convencionales mostraba media erección ante las verdes pupilas de Joana.

  • Brragas… No… - el hombre estiró las piernas, a la vez que se señalaba la polla – Pon

  • Pero el cliente se quejará – se opuso Joana, sin demasiado convencimiento.

  • No problemo cliente… ¡Va! – hacía señas de que espabilase.

Acostumbrada a obedecer (su espíritu rebelde estaba muerto y enterrado desde hacía tiempo), la chica procedió a quitarse el tanga y así, desnuda (si es que aquel ínfimo trocito de tela suponía alguna diferencia) le sacó las deportivas, los pantalones y los calzoncillos. Todo aquel ajetreo provocaba que las generosas curvas de Joana, turgentes tetas y poderosas nalgas, bamboleasen al mismo ritmo, aumentando el grosor de la polla rumana. Se arrodilló entre las piernas de Marcus y empezó a trabajársela. El pene desaparecía a intervalos, hundiéndose hasta el fondo de su gaznate; una de sus manos, de uñas pintadas, descansaba en el muslo del hombre y la otra le acariciaba los huevos (¡qué diferencia con la primera mamada que le hizo a su novio Álvaro!). Con los ojos cerrados, se aplicaba la chica con profesionalidad. De vez en cuando, los abría y los alzaba para mirar al rumano que, apoyadas las manos sobre el colchón, gozaba de lo lindo; en algunos momentos Joana emitía gemiditos de placer, pues sabía que aquello excitaba aún más a sus clientes. De pronto, las manos de Marcus se aposentaron sobre su melena azabache y la presionaron un poco para que la aparatara de su polla.

  • Cama… cama… - jadeaba el hombre.

Sin perder un instante, y tras apartarse el cincuentón, Joana se tumbó en el camastro con las piernas bien abiertas; a los ojos de Marcus, cuyo pene amenazaba con explotar, se mostró en todo su esplendor el coño de la joven. Puesto encima de ella, le permitió que dirigiese su marmóreo puro hacia la cueva, donde entró sin ninguna resistencia. El vaivén hizo chirriar la cama; el rumano empujaba jadeando como un poseso. Joana movía sus caderas y sus nalgas; sus tetas, de erectos pezones, iban sin control de un lado a otro.

  • Aaaahhh – gimió el hombre, mientras su semen poblaba los recónditos pasajes del coño de Joana; el bombeo duró apenas dos minutos y su polla regresó a su tamaño habitual. Abandonó la cueva y se sentó de nuevo, satisfecho, en la cama; Joana, experta ya en estas lides, cogió un bolso que le habían dejado preparado y sacó de él un paquete de toallitas húmedas. Arrodillada otra vez entre las piernas del rumano, procedía a limpiarle polla y huevos cuando Gregory entró y, tras sonreírse, se puso a hablar con Marcus.

Joana, entretenida en limpiar bien la espada que le habían ensartado, no entendía nada de la conversación entre los dos hombres, pero intuía que estaba relacionada con la fuga de una de las chiquillas adolescentes. De ello hacía dos días, durante los cuales los esfuerzos de Gregory por encontrarla se habían revelado infructuosos.

Habiendo acabado con el hombre, empezó a limpiarse el coño y las partes cercanas; mientras aquellos seguían hablando, se vistió: ropa interior, vestido, zapatos de tacón de aguja, collar y pendiente dieron paso a un breve acicalamiento con maquillaje, sombra de ojos y pintura de labios. Se acomodó en una silla a esperar que los rumanos acabaran su conversación; al cabo de diez minutos, Gregory dijo:

  • Venga, en marcha.