El relato de Joana (5)

Una vez secuestrada, Joana deberá enfrentarse a una nueva vida; mientras tanto, las pesquisas policiales se acercan a los culpables de su desgracia.

SECUESTRO

Poco tiempo pasó hasta que el otro hombre, algo mayor que el rubio, más bajito y de aspecto agitanado, se puso a su lado y le dijo algo que no entendió. Su violador, que acababa de abrocharse la bragueta, se lo tradujo:

  • Pon en pie.

Sin capacidad siquiera para llorar, atenazada por el terror, Joana hizo lo que le habían mandado; el hombre mayor la cogió del brazo y la llevó (media braga insertada en la raja del culo) hasta la camioneta.

  • Tú… - la golpeó con el índice en la teta – esperar.

¡Qué tía sería tan decidida y valiente como para empezar a correr en su estado! Sin darle tiempo a más pensamientos, aquel hombre ya estaba detrás de ella y rápidamente le llevó las manos a la espalda y se las ató con cuerda y poderoso nudo. Joana, por instinto, se le encaró bamboleando las tetas:

  • ¡Eh! ¿Qué hace?

Shhiit, respondió aquel, propinándole tal bofetón que fue a parar de nuevo al suelo, con un labio partido… La sangre manaba de forma escandalosa y su sabor hizo desaparecer el antiguo del semen de su novio. Otra vez la obligó a levantarse. Sus pupilas llorosas se fijaron en aquel hombre, que ahora le mostraba una especie de tira de esparadrapo que acabó por estampársela en la boca mientras susurraba:

  • No hablar.

Sólo gemidos y lamentos sordos salían de Joana, que se vio arrastrada a la parte trasera de la furgoneta; ahí la obligó a subir (cachete potente en la nalga descubierta).

- Seat…, seat - dijo el hombre, haciendo señas para que se sentase. Así lo hizo, notando en su culo el frío metálico de una banqueta adosada al furgón; de pronto, las portezuelas se cerraron y quedó a oscuras.

Pasaba el tiempo, pero no podía mirar el reloj de pulsera; el labio escocía, los brazos le dolían y la soga aprisionaba cruel sus muñecas. Se movía una y otra vez sobre la banqueta, intentando acomodarse lo mejor posible…, tarea inútil. Poco a poco, fue siendo consciente de todo lo que había ocurrido: la habían violado, la habían mancillado sin más, sin palabras amorosas, sin pedirle permiso, sin caricias… A lo bestia se habían aprovechado para hurgar en lo más íntimo de su ser. Unas pocas lágrimas empezaron a humedecer sus ojos… Ella, la directiva, la emancipada, la mujer liberada…, todos sus ideales, todas sus ilusiones se habían ido al garete, habían caído como un castillo de naipes. No era más que una mujer indefensa a manos de dos tipos sin escrúpulos… ¿Cómo se atrevían? Lágrimas de rabia se añadieron a las anteriores… Gemidos y gemidos de una furia incontenible surgieron tras la tira del esparadrapo que cerraba su boca; su pecho empezó a agitarse y sus brazos se movían intentando liberarse de las ataduras… Nada fue posible; es más, la soga se hundió en su carne obligándola con el dolor a tranquilizarse.

¿Por qué no había acudido Álvaro?, pensó entre sollozos. El moco empezaba a caerle de la nariz y, por mucho que sorbiera, no podía detenerlo. Y venga a intentar acomodar el trasero en una misión imposible. Alguna ramita, incrustada sin duda en su negra melena, caía indolente a causa de sus movimientos. Intentó pensar, perdida en el terror oscuro de la soledad…: Cosmopolitan, Telva, En Femenino… ¿por qué nunca habéis hablado de secuestros? Se levantó un poco y con un dedo intentó disponer mejor la braguita en sus nalgas… De pronto, y sin previo aviso, la furgoneta arrancó, arrojándola contra la portezuela con la que chocó de modo brutal; medio inconsciente (el peor golpe se lo había llevado la cabeza) atinó a notar un corte en una mejilla, que sangraba y escocía. A medida que el furgón avanzaba, Joana iba de un lado a otro intentando, a veces con éxito, a veces no, paliar los golpes con sus codos.

PRISIONERA

Nadie sabría decir cuánto duró el viaje, pero, al final de lo que pareció una eternidad, el furgón se detuvo; el trayecto había supuesto para Joana un ir y venir a ciegas, con golpes y chichones, hasta que consiguió sentarse en el suelo, en una esquina. Aparte del corte en la mejilla, le dolía terriblemente la teta izquierda que, en uno de los vaivenes, se había liberado del sujetador para bambolear sin control: la consecuencia, un frenazo brusco y un golpe brutal en ella.

Se abrió la portezuela trasera; la luz intensa del sol la cegó unos instantes, al cabo de los cuales acertó a distinguir tres siluetas. Una de ellas (el rubio) subió y se la quedó mirando; renegó en su idioma y le escupió en el vientre; el salivazo amarillento, para profundo asco de Joana, empezó a descender hacia su ombligo.

El rubio regresó a la portezuela gritando como un poseso; otra de las siluetas, una mujer, ascendió al furgón; de hecho, Joana ni se había fijado en ella: no tenía ojos sino para el escupitajo y se meneaba asqueada. La mujer ordenó:

  • Ponte en pie.

Negando violentamente con la cabeza, los ojos muy abiertos y emitiendo sordos gemidos, Joana intentaba hacerle ver el esputo. La otra se fijó:

  • ¿Eso te molesta? Puf… qué remilgos. Tú no sabes dónde estás, pero, bueno, si sólo es eso – de un bolsillo del tejano que ceñía sus piernas sacó un pañuelo y le secó el salivazo. Ella la miró, entre asustada y agradecida.

  • Venga. Levántate.

A duras penas, ayudándose del trasero y de las paredes de la furgoneta, lo consiguió; los hombres seguían gritando.

  • Están muy cabreados porque has llegado llena de moratones… ¡Uy! ¡Mira éste! – exclamó, manoseando la teta dolorida.

La acompañó al exterior y la ayudó a bajar del automóvil; se encontraba en un patio interior usado como cochera. Diversas cajas y artilugios destartalados (cuya función desconocía) se agolpaban en unas paredes húmedas y desconchadas. Guardaban el espacio unos pisos medio ruinosos, que parecían haber pertenecido a una antigua fábrica. Se dirigieron hacia una pequeña puerta de madera ya desvencijada por el poco cuidado; en el camino (¡Dios mío, qué sucia se sentía!), pisó con el pie descalzo un charco de agua entre amarillenta e irisada; sin duda, había llovido hacía unos días.

A punto de llegar a la puerta, pasó un joven de rasgos morunos en mono azul de trabajo, que le envió un beso… Joana gimoteó, como intentando pedir ayuda, pero lo único que vio aquel chico fue una joven un poco llenita, llena de moratones y cardenales, que llevaba una teta al aire y que, cojeando al faltarle una sandalia, meneaba sus poderosas nalgas que encerraban entre sí algo que parecía un minúsculo tanga negro.

Mal que bien consiguió bajar con su acompañante una escalera de madera que crujía con estrépito; al final de un pasillo oscuro, entró en una habitación deprimente: no había luz exterior, cuatro bombillas de ínfima intensidad intentaban iluminar el espacio en el que se adivinaban algunos colchones y, en algunos de ellos (eso la impresionó muchísimo), unas chicas tumbadas o sentadas, en ropa interior (como ella: el calor era asfixiante) y con la mirada completamente perdida.

Su compañera y guía (ahora se fijó en ella: mujer cuarentona, de larga melena castaña y de buen tipo) la llevó hasta una especie de escritorio y la obligó a sentarse en una silla. Le cogió la cara por la barbilla y le examinó la herida del moflete.

  • Uuuummmm… Esto habrá que cuidarlo. ¡Vaya bestias de tíos!

Luego le dio la espalda mientras buscaba algo en el escritorio; aunque su voz era suave y pausada, resultó perfectamente audible para Joana:

  • Escucha bien; ahora te quitaré el esparadrapo de la boca. No quiero ni gritos, ni chillidos ni gazmoñerías de niña tonta… No sirven de nada, aquí nadie puede oírte…, pero estoy tan harta de tías imbéciles que arman jaleos que – aquí se giró hacia ella, sonriente, con un machete de dimensiones considerables – he de amenazaros con esto. ¿Te portarás bien?

Aterrada, la punta del cuchillo se había acercado peligrosamente a su nariz, Joana afirmaba con la cabeza, los ojos muy abiertos, gimoteando algo que nadie entendía. Todo esto no inmutó lo más mínimo al resto de habitantes de aquella zona. La mujer arrancó de golpe el esparadrapo provocando no sólo un gritito sino también que la herida del labio se abriera de nuevo para manar abundante sangre.

  • ¡Mecagüen la hostia! – ahora quien gritaba era aquella mujer - ¡Si esos cabrones te han partido el labio!

Al ver que aquella chica sólo hipaba llorosa (el pecho amoratado oscilaba al vaivén de cada gemido), dejó el machete y, tras rebuscar un poco, mostró con sonrisa de triunfo un frasco de alcohol y unos apósitos de algodón, amarillentos por el poco uso.

  • Esto servirá – y roció un generoso chorro para aplicarlo inmediatamente después en el labio de Joana.

  • ¡Ay! ¡Ay! ¡¡Cómo escuece!! – chillaba, removiéndose y dando pataditas al suelo.

  • ¡Cállate, coño! – y sin hacer caso de las protestas, chillidos y lágrimas, le aplicó concienzudamente el apósito también en la mejilla.

  • Ya está, monina.

La pobre Joana no tenía ni ganas de hablar: ¡Dios mío, cómo escocía sobre todo el labio, que parecía hincharse por momentos! Aquella mujer volvía a estar delante de ella; con cariño, le cubrió la teta desnuda con el sujetador.

  • Tú misma – dijo -. Coge el colchón que quieras y espérate ahí.

  • Las… las manos – por fin se atrevió a hablar o, más bien, a susurrar.

  • ¡Hostias, niña! Lo siento, me había olvidado completamente. A ver, levántate y date la vuelta – eso hizo Joana, que notó que la otra forcejeaba con la cuerda -. ¡Vaya nudo cabrón! – pero al final consiguió liberarla.

Uuuff, qué sensación de alivio rota solo por el terrible escozor del labio y de la mejilla. Mientras desentumecía las muñecas y las manos, cogió toda la fuerza de la que era capaz y, con el corazón desbocado, se atrevió a preguntar:

  • ¿Dónde estoy?

La mujer, que se había sentado al escritorio, giró la silla y sonrió:

  • Eres una puta, hija mía…, como todas esas.

PRIMERAS VIVENCIAS

Aquellas palabras la impactaron; pronto la rabia y la furia crecieron en su interior: ella, Joana López Villa, una mujer de su tiempo, independiente, lista, culta y con objetivos claros en la vida insultada por aquella bruja. Roja la cara como un pimiento, los brazos en jarras, chilló:

  • ¿Cómo te atreves, vieja estúpida?

No pasó un instante que ya la orina volvía a remojar sus bragas: la mujer había saltado con una agilidad increíble y le había puesto el machete a escasos milímetros de sus narices.

  • ¡¡He dicho que no quería tonterías de niña consentida!! ¡¡Idiota!! ¡¡Ve enseguida a un colchón y túmbate hasta que yo te lo diga!!

Difícil de creer sería que se produjese un cambio tan súbito y radical de colorado intenso a blanco fantasmagórico, pero ahora mismo esa falta de color era la que acompañaba a las verdes pupilas de Joana mientras, cual autómata, se daba la vuelta y, obediente, se dirigía a uno de los camastros tendidos por el suelo; en gesto ya rutinario, su mano derecha acomodaba la braguita en sus nalgas. Se sentó en postura habitual (piernas muy juntas, manos entrelazadas por delante de las rodillas) sobre el colchón más cercano: el hambre (ruiditos estomacales) y la sed, amén del cansancio (moradas ojeras incipientes) empezaban a hacer mella en su ánimo; el mero instinto de supervivencia física enterraba por momentos un espíritu descolocado y desbordado. Las preguntas que podían irse agolpando en su mente cedían a los deseos de cerrar los ojos y abandonarse al descanso. Sin importarle ya ni la mugre ni la sordidez del lugar, se dejó caer sobre el colchón para, al poco rato, incorporarse de nuevo (brazos hacia atrás, manos sobre el camastro) torciendo su naricita… olía a… a… como a vómitos; se volvió a su derecha: había allí, tumbada boca abajo, una niña muy joven, se intuía adolescente; media cara tapada por una sucia melena rubia, tira de sujetador subiendo y bajando al compás de una profunda respiración, medio culo al aire, apenas cubierto por una faldita plisada, pero lo más impactante para Joana fueron los vómitos que encharcaban el suelo y una pequeña parte del colchón, justo delante de la cara de la chica. Se llevó la mano a la boca sintiendo arcadas de asco (nada iba a salir, sino bilis, de una panza vacía) y movida como por un resorte se levantó y anduvo observando, ahora sí, los colchones sin propietaria, buscando un acomodo mínimamente digno.

Al rato, cuando ya estaba tendida de nuevo, sintió una pequeña patada en su pantorrilla y una voz que decía:

  • ¡Oye, tú!

Medio dormida, se incorporó: ahí delante volvía a estar aquella mujer horrible, esta vez con una bandeja de acero en sus manos.

  • Tendrás hambre; te traigo la comida.

Joana se sentó con las piernas cruzadas y recibió la bandeja; en ella había un grasiento bocadillo de hamburguesa, un plátano negro como la pez y un vaso repleto de agua. Con ansiedad, mientras la mujer seguía ahí, sin quitarle el ojo de encima, tomó el vaso y bebió de él; en un segundo, su cara hizo una mueca espantosa y empezó a toser violentamente

  • ¿Qué es esto? – consiguió articular, mientras apartaba con la mano libre sus cabellos, greñas ya, de delante de su rostro.

  • Ginebra – respondió, seca, la mujer.

Joana elevó sus ojos para mirarla mientras decía:

  • Pero…, yo sólo quiero agua.

  • No hay otra cosa – cara adusta y severa -. Ésta será tu comida y cena; desayuno, más ginebra. Cada comida, diez euros.

No había ya fuerzas para protestar; su ánimo soberbio estaba demasiado maltrecho. En silencio, cogió la hamburguesa y se la fue comiendo, al igual que el plátano, mientras daba brevísimos sorbos a la amargosa ginebra. No bien había terminado de comer, sintió una descomposición terrible en su estómago. ¡Hostias, se iba a cagar encima! Como pudo, abandonó el colchón y, aguantando con titánico esfuerzo, se dirigió a la mujer que volvía a estar en su escritorio.

  • Por favor… El baño – gotas de ansiedad convirtieron casi en grito sus palabras. La otra ni se volvió, sino que señaló con su brazo izquierdo:

  • Esa puerta de allí al fondo.

Corriendo, se dirigió al lugar; no tuvo siquiera tiempo de echar una ojeada al habitáculo: bajadas las bragas con rapidez, su trasero notó la frialdad de la taza (la tapa no existía ni por asomo) y evacuó líquido entre gases y pedos. Algo aliviada, aunque los retortijones seguían tercos, observó el baño: era simplemente asqueroso, sucio, de paredes negras de humedad, con alguna que otra cucaracha campando a sus anchas… ¡Oooh! No podía aguantar, y de nuevo evacuó, así, a la vista de todos (la puerta abierta), si hubiese habido alguien con un atisbo de curiosidad. Se pasó allí veinte minutos; buscó papel (el rollo estaba por el suelo) y, tras tirar de una cadena que pendía de la cisterna, salió dejando dentro un tufo irrespirable.

De nuevo en el colchón y a pesar de que su estómago aún se removía, el sueño, hijo de un cansancio atroz, se apoderó de Joana.

De pie la observaban la mujer y el rubio, que había entrado en el lugar no hacía mucho.

  • Déjala una semana, Gregory – decía aquella -. Sin ese feo moratón de la teta tendrá más valor.

EL CÍRCULO SE CIERRA

La pequeña población costera estaba revuelta; habían transcurrido siete días desde que la madre de Joana alertara a la policía local de la desaparición de su hija. Las primeras investigaciones habían conducido hasta el coche que, unos días atrás, se encontró totalmente calcinado en una de las carreteras secundarias que llevaban a la playa. Ahora no había duda (número de bastidor, restos de las matrículas) de que pertenecía a la chica desaparecida, pero, a partir de aquí, se iban dando palos de ciego y las pesquisas no acababan de arrancar.

Vania y Álvaro observaban uno de los carteles que habían inundado el pueblo; desde él, una guapísima Joana (foto de una celebración reciente: maquillaje perfecto que resaltaba el verdor de sus pupilas, negra melena ondulada y brillante, hombros y cuello de delicadez extrema gracias a un finísimo collar plateado y a un vestido oscuro de escote palabra de honor) les miraba sonriente (aaah, dientes de perla…).

  • No soy tonto – decía Álvaro -. Antes o después me van a joder vivo

Vania apretó con su mano la tira del bolso en un gesto de disgusto: ¡qué cobardes llegaban a ser los hombres, a veces! Clavó en él sus ojos azules:

  • No saben nada.

Él no apartaba la vista de la fotografía.

  • ¡Que no saben nada! Lo sabrán…, y tanto que lo sabrán… - bruscamente se volvió hacia ella - ¿Cuánto crees que tardarán en ir a Tiffany’s…, por no hablar del pub de Enrique

  • Pero no lo han hecho aún – insistió ella; lo cogió de la mano -. Venga, cariño – y sonrió.

Pero era como si él la atravesase con su mirada, insensible a sus encantos. ¡Cómo la jorobaba que no se diera cuenta de su camiseta blanca, generosa con sus tetas, o de su escandalosa minifalda azul! ¡Puta Joana! ¿Por qué no apareces de una vez y nos dejas en paz?

  • Recuerda, mi amor – siguió Vania – que hemos quedado con Sonia e Iván en el chiringuito. Venga, vamos.

Como un perrito, Álvaro se dejó guiar por las callejuelas de adoquines que, en fuerte pendiente, descendían hacia la playa. El sol se reflejaba en las blancas paredes de las casitas, aunque en la línea de costa dejaban ya paso a gigantes de cemento que albergaban hoteles y apartamentos. El aroma a sardinilla frita y a paella envolvía el rumor del mar salpicado, a veces, con los gritos procedentes de los numerosos bañistas que hormigueaban en la playa. A pesar de los numerosos turistas que ocupaban el chiringuito, distinguieron a sus compañeros, que les hacían señas. Con ellos se sentaron, frente a unas tapas de bravas y de gambas asadas; una jarra de sangría dominaba la mesa.

  • Hostias tú, vaya lío se ha armado con lo de Joana – fue lo primero que dijo Iván.

  • ¡Cállate, hombre! – exclamó Vania - ¿No ves lo preocupado que está?

  • Pues claro que estoy preocupado – susurró Álvaro.

  • Tenemos que buscar una coartada – dijo Sonia, mientras se acomodaba la tira de un biquini que a duras penas ocultaba sus potentes pechos.

  • ¡Qué coartada ni qué niño muerto! – saltó una enrabietada Vania – Estáis todos locos. ¿No veis que esa estúpida nos va a joder hasta el final? – se sirvió sangría – Mirad – el tono era más calmado -: no saben nada, ni se imaginan nada.

  • Coño, Vania – esta vez era Álvaro. ¡Dios, qué bueno estaba, con sus ojos azules, tristones, resaltando en su moreno rostro masculino! -. Parece mentira, con lo lista que eres. Llegarán a Tiffany’s y lo descubrirán.

  • Tiene razón – insistió Iván.

Vania bebió un sorbo y los miró: parecían niños asustados. Decidió dar su brazo a torcer.

  • ¿Y qué proponéis?

Ahí se hizo un silencio; las miradas se dirigieron a Álvaro, que en ese momento comía una brava.

  • ¡A mí no me miréis! – farfulló – Yo estoy bloqueado.

Ajenos a lo que ocurría a su alrededor, no se fijaron en que dos policías locales estaban preguntando en la barra.

  • Estuvimos con ella, pero luego se largó – dijo Sonia.

  • Se largó, pero conmigo – respondió Álvaro -. De hecho, yo la cogía por los hombros.

De nuevo silencio, roto solo por el ruido ambiente y por una gamba que se iba a zampar Iván.

  • ¿Seguro que eras tú? – sonrió Vania – Yo creo que te quedaste con nosotros

Todos sonrieron ante aquella propuesta. No estaba mal. De pronto, sonó la voz de Iván (gamba en la boca):

  • La pasma… La pasma está aquí

  • Tú no te moviste de nuestro lado – fue lo último que dijo Vania antes de que los dos policías se acercaran a su mesa:

  • ¿Álvaro Portillo? ¿Es alguno de ustedes?