El relato de Joana (4)

El secuestro y el calvario de Joana se inician con una execrable violación.

LA CULMINACIÓN DEL PLAN

  • Eso es, preciosa mía – continuó Álvaro -; por eso quiero contarte mi relación con Vania.

  • No me interesa – cortó Joana, de nuevo rígida.

  • Sí te interesa, porque somos una pareja, ¿o no? – silencio. Álvaro tiró la colilla al suelo y la pisoteó concienzudamente. Aunque intentó poner cara de aburrimiento e indiferencia, Joana se enteró (¡y tanto que se enteró!) de que Álvaro y Vania habían sido pareja, de que habían salido durante un par de años, de que habían follado…, pero también se enteró (aquí era toda oídos) de que a Vania le faltaba la inteligencia, el desinterés, el amor y la evidente mentalidad directiva de mujer emancipada que ella tenía. Supo Álvaro adornar muy bien todas esas palabras, y el gozo, fruto de la soberbia, transpiraba por todos los poros de la piel de Joana.

  • ¡Cariño, qué bien me conoces! – sonrió; se volvió hacia él y le besó apasionadamente, mientras con una mano le restregaba la entrepierna. La braguita se notaba ya empapada. Álvaro la apartó con suavidad.

  • Bueno…, ahora te toca a ti, cariño.

Joana empezó a ponerse nerviosa; pensó que, ya que él se había sincerado y la había descrito tan bien y tan por encima de esa estúpida de Vania, merecía una explicación… Sí, una vez… con Jose

  • ¿Jose? – se extrañó Álvaro - ¿Jose, el bizco? ¿Aquel tío bajito, el que ahora trabaja de mensajero?

Sí… ¿qué pasa?, ¿quería que siguiera o no? Empezaba a estar muy molesta por las continuas interrupciones… Jose la perseguía y prácticamente fue una violación… En realidad, ella persiguió a Jose hasta casi obligarlo a follarla…, y todo porque sus amigas le contaban aventuras y ella no tenía nada que contar; Jose (y ella) fue muy torpe, pero al final consiguió robarle su virginidad, y la dejó, llamándola histérica y gilipollas… Jose se separó lloroso y arrepentido, tras descubrir la gran persona que se ocultaba en Joana… Notando la falsedad (o la media verdad) que había en el relato de su novia, no tardó Álvaro en desconectar; al final, como si fuera un autómata, dijo:

  • Pobre Jose – en realidad, su mente proyectaba un plan que, quizá, podría funcionar. Hacía rato ya que Joana había machacado su cigarrillo.

  • Ya ves: darse cuenta tarde del tipo de mujer que tenía a su lado.

  • Joana, preciosa – susurró Álvaro -, ¿por qué no apoyas tu cabecita en mi hombro?

Así lo hizo, arrimándose a él y cruzando las piernas; entre unos muslos de proporciones exuberantes, la húmeda braguita casi desaparecía, semejando una tirilla de color negro.

  • Mira las estrellas, las constelaciones – seguía susurrando el chico; con la mano que tenía libre le acariciaba una de las tetas, cuyo pezón, a pesar de estar cubierto por el sujetador, se puso en posición de firmes. - La mitología habla mucho de las constelaciones, sobre todo la mitología grecorromana.

  • Me aburro, ji, ji – oyó con fastidio que graznaba su novia.

  • Pues debería interesarte, porque una de esas leyendas cuenta cómo la mujer acaba dominando sin remedio al varón.

Aquello llamó la atención de Joana, que se apartó bruscamente de su novio para mirarlo a los ojos.

  • ¿Ah, sí?

«Va entrando, va entrando», se dijo regocijado Álvaro.

  • Sí…, es la historia de las ninfas y los sátiros; la ninfa representa a la mujer o, mejor dicho, al espíritu femenino: hermoso, grácil, inconstante y esquivo. El sátiro, por su lado, representa la potencia masculina, el ansia por alcanzar vuestro espíritu; por ello corre y corre tras la ninfa, en vanos intentos de conseguirla.

  • Y al final… ¿la consigue? – era la primera vez que Joana prestaba atención a sus palabras.

  • Sí, consigue cogerla, pero en realidad es él el que queda atrapado. Una vez se consuma el acto amoroso, el sátiro será un esclavo de la ninfa

No tuvo tiempo de acabar; Joana ya estaba de pie, sonriente y señalándole con un dedo:

  • ¡Yo seré la ninfa, tú el sátiro! ¡A ver si me alcanzas!

Y empezó a correr montaña arriba dejando asombrado a Álvaro; su enorme trasero (la braguita se empeñaba en meterse en la raja del culo) fue lo último que vio en la oscuridad.

EN EL BOSQUE

A trompicones y resbalando alguna que otra vez, Joana había ido ascendiendo la ladera; sudorosa y casi sin resuello, se detuvo junto a un árbol en el que se apoyó. Tras recuperar un poco la respiración, miró hacia atrás… Sólo había oscuridad y, aparte de los grillos, únicamente su jadeo rompía el silencio. Aposentó como pudo su trasero, tras acomodarse por enésima vez la braguita, en un diminuto peñasco y con las piernas muy juntas, cruzados los dedos de sus manos por delante de las rodillas, se dispuso a esperar a Álvaro.

Tal como llegase, follaría con él (tenía deseos desde que lo había visto en su portal) y, aceptando la sabiduría de las antiguas culturas, lo haría suyo para siempre. El agrio sabor del semen no llegaba a abandonar su boca (y, sin embargo, la sensación de sed había desaparecido)… un cigarrillo… ¡mierda!... el bolso…, los cigarrillos…; ojalá Álvaro lo trajera consigo. Su reloj de Hello Kitty, de esfera brillante, le indicó que eran las tres y cuarto de la madrugada. Recuperada ya de la carrera, empezó a impacientarse y, para pasar el rato, se levantó del incómodo asiento y se dedicó a buscar alguna otra piedra más ancha.

Tuvo que subir un poco más (chasquidos de hojarasca y ramitas la acompañaron) hasta encontrar una roca lisa, amplia, que quedaba entre una pequeña explanada y un profundo terraplén; el frío contacto de la piedra en su culo la hizo estremecer. Una ligera brisa meneaba a intervalos su melena azabache; a lo lejos, se oía el ladrido de un perro. Cruzó las piernas y se apoyó hacia atrás en sus manos, dirigiendo sus ojos al cielo: las constelaciones, las constelaciones…, no sabía distinguirlas, pero le habían dado la clave para conseguir a Álvaro… Puta Vania, te jodes; te lo habrás follado muchas veces, pero yo, con una, me bastará… y vas a rabiar… Estas y otras divagaciones ocupaban la mente de una Joana que se impacientaba cada vez más; le pareció oír un ruido, pero, no…, sólo el susurro de los árboles acompañaba a los incansables grillos.

¿Por qué no aparecía Álvaro? Miró otra vez el reloj, ya habían pasado veinte minutos y no se adivinaba ningún movimiento. Sintió ganas de mear; tras levantarse, se dirigió a unas matas cercanas…, lo que es la civilización: ¿a qué ocultarse, si allí no había ni Dios? Sonrió mientras se bajaba la braguita y orinó de cuclillas. No le importó no tener nada con que secarse: las bragas seguían húmedas de flujos vaginales. Regresó a la roca y se sentó de nuevo; el tiempo pasaba y la aguja del reloj se acercaba constante a las cuatro. Harta ya, decidió deshacer el camino por si casualmente se encontraba a Álvaro perdido y dando vueltas; pronto se dio cuenta de que ese proyecto no sería fácil. De bajada la ladera parecía más pronunciada, no había donde sujetarse y la maldita braga se empeñaba en meterse en su culo.

Un resbalón, el tobillo se gira y las cintas de una de sus sandalias romanas se parten; ¡mierda puta! Llorosa, cojeando para arrastrar la sandalia rota, regresa al peñasco y, como si fuese un náufrago, aguarda allí sin saber qué hacer.

De pronto, ruidos de motores irrumpieron en la noche; alelada, Joana vio que dos automóviles (un turismo seguido de una furgoneta) se dirigían con rapidez hacia la explanada que tenía a su lado; peligrosamente las luces de los faros iban barriendo la oscuridad y acercándose a donde ella se encontraba. ¡Por Dios, si estoy prácticamente desnuda! Sin pensárselo, decidió ocultarse en el terraplén, pero, debido a la oscuridad, no fue consciente, hasta bajar arrastrándose por él, de que estaba infestado de pequeñas ortigas que, inmisericordes, empezaron a arañar su piel. ¡Hostiaaass!, chilló por dentro, mientras sus pupilas se anegaban de lágrimas.

Aguantándose a duras penas, intentando no resbalar hacia abajo y con el corazón latiendo desbocado, oyó que los coches se detenían y, al breve tiempo, el golpe de las portezuelas al cerrarse. Aunque los motores se mantenían al ralentí (lo cual le daba cierta esperanza de que aquella situación no durase demasiado), llegaron a ella las voces de dos hombres: hablaban una lengua extranjera que creyó identificar (¡qué picores, Jesús!) con algún idioma del este de Europa. Parecían recriminarse algo, ya que sus acentos sonaban ásperos. Tenía miedo, mucho miedo; el sudor volvía a empapar su cuerpo, meneaba el culo intentando mantenerse en aquella posición, pero no fue posible: lenta pero inexorablemente (adiós uñas, troceadas por la tierra) fue resbalando y quiso la mala suerte que una gruesa y nudosa rama se empezara a introducir en su coño, arrastrando consigo la braguita que se tensó al máximo sobre sus nalgas… Desesperada, escarbaba la tierra (pulsera de oro chapado, adiós muy buenas; hacía ya rato que la sandalia rota había desaparecido) intentando lo imposible…, un resbalón de un pie y de golpe la rama se hundió bestialmente en su coño, llevando consigo la braguita y haciendo relucir a la luz de la luna el culo de Joana, que fue incapaz de reprimir un chillido:

  • ¡Aaaayyyy!

CELEBRACIÓN

Durante diez minutos, Álvaro siguió esperando; no cabía en su cabeza tanta cretinez. Su plan, que le había parecido cogido por los pelos, había funcionado a la primera. ¿Cómo se podía ser tan estúpida? Al fin, encogiéndose de hombros, se levantó: dejarla en bragas, había dicho Vania; pues, bonita, ya he cumplido… Cogió del suelo el minivestido Lacoste y el bolso, que reposaba aún sobre el peñasco en el que se habían sentado, y se dirigió hacia la discoteca.

Serían aproximadamente las tres y media cuando volvió a entrar; no quedaba ya mucha gente y le fue fácil descubrir a sus amigos sentados alrededor de aquellas mesillas a nombre de Joana López.

  • Coño, Álvaro; creíamos que ya no regresarías – sonrió Iván, el timbre de voz algo ebrio.

  • ¿Qué tal? – saludó Vania - ¿Cómo ha ido?

  • ¿Y Joana? ¿Dónde está Joana? – preguntó, algo embriagada también, Sonia.

  • Ni puta idea – contestó Álvaro, a la vez que dejaba sobre una de las mesas el vestido y el bolso -. Eso sí, donde esté, estará en bragas – sonrió guiñando un ojo a Vania.

  • Ja, ja, ja – rio ésta, con un brillo en sus hermosos ojos -. ¡Qué tío! Lo has conseguido – mohín de duda -, ¿el precio?

Álvaro se sentó y llamó al camarero:

  • Un cubata. ¿El precio, dices? – sonrió de nuevo – Una mamada

  • ¡No! – exclamó Sonia, entre las risas hilarantes de Vania e Iván - ¿No me digas que te la ha mamado y, encima, la has dejado en pelotas?

  • Lo que oyes – ya con el cubata en la mano, va dando pequeños sorbos -. Jolín, qué sed… No tiene ni puta idea, pero, bueno, no estuvo mal… - miró a Vania – Me preguntó si tú lo hacías mejor

  • Ja, ja, ja… ¡ay, qué bueno! – seguía riendo la hermosa rubia - ¿Y luego?

  • Pues nada – el cubata casi estaba terminado -. Le expliqué una historieta, se la tragó y ya está.

  • O sea…, que se lo tragó todo, ja, ja, ja – rio Iván coreado por los demás.

  • Me dijo también que había follado una vez… con Jose.

  • ¡¡Con Jose!! ¡Con el bizco! Puuaajj, qué asco – exclamaron a la vez Sonia y Vania.

Se acercó el camarero:

  • Señores, la cuenta… Vamos a cerrar ya

Álvaro la cogió: 150 euros; cogió el bolso de Joana y sacó 200:

  • Toma; quédate con la vuelta.

  • ¡Muchas gracias! – contestó radiante – Si quieren, pueden quedarse diez minutos más, hasta las cuatro.

  • Gracias – Álvaro se volvió a los demás -. Nos quedan casi 400 euros; ¿cogemos el coche y nos los fundimos en el Marítimo?

  • ¡Claro que sí! – exclamó Vania, y levantó su vaso

  • ¡Por la imbécil de Joana!

Todos brindaron.

Ya en el coche, cedieron la conducción a Iván (el único que carecía de carné) para que practicara; lamentablemente, a unos doscientos metros de la playa, estampó el automóvil en un árbol con resultados materiales desastrosos: todo el capó quedó hundido y destrozado; por suerte, no hubo que lamentar daños personales (excepto algún golpe del airbag) y llegaron a la orilla del mar a pie. Vania volvió a llevar la voz cantante:

  • Dame ese bolso – una vez con él, rebuscó y sacó el carísimo Nokia -. Por ti, Joana, imbécil, hija de puta – y el móvil voló al agua.

  • Ahora yo, ahora yo – gritó Iván, y sacó el monedero.

  • ¡Eh, alto, alto! – exclamó Álvaro – Saca el dinero.

Así lo hizo Iván, y al grito de « ¡Por ti, Joana, cabrona de mierda! » lo lanzó también al mar; Sonia repitió la acción con el tarjetero y Álvaro, moviéndolo por encima de la cabeza, como si fuese una bufanda, tiró con fuerza el bolso, que fue dejando las diversas pertenencias ya en la arena, ya en el agua.

  • Anda, mira – dijo Sonia, agachándose -, si es 212 Sexy – el frasquito desapareció en su bolso; Vania saltaba con rabia sobre las pinturas y otros enseres que se esparcían en la playa. De pronto, se detuvo y preguntó:

  • ¿Y el vestido?

  • Creo que nos lo hemos dejado en Tiffany’s – contestó Álvaro.

  • Lástima, era muy mono… para cortarlo a trocitos.

  • ¿Vamos al Marítimo? – intervino Iván.

  • Vamos – dijeron todos.

Sólo la brisa marina removía, de vez en cuando, el cepillito de sombra de ojos que yacía en la arena, mientras que una gaviota despistada picoteaba una barra de labios medio rota.

VIOLACIÓN

El tormento de Joana finalizó cuando una fuerte mano la cogió del brazo y empezó a arrastrarla hacia la explanada; la rama abandonó el íntimo agujero en el que, osada, se había metido dejando entera, de forma milagrosa, la braguita; también hubo la suerte de que, con la mano que tenía libre, Joana pudo ayudarse a subir, porque, si no, el brevísimo sujetador que aún ceñía sus tetas hubiese acompañado a la pulsera y a la sandalia.

Acabó tumbada, llena de sudor y arañazos, temblorosa; sus ojos de verde pálido sólo distinguían unas botas militares. De pronto, aquel hombre, que sin duda debía de estar en cuclillas, la cogió del mentón y la obligó a mirarle:

  • ¿Quién cojones erres tú? – claro acento extranjero, nariz aguileña, frondosas cejas de color rubio, como su cortísimo pelo, ojos azules fríos, metálicos.

El terror la incapacitaba para hablar; la presión en la barbilla aumentó brutalmente: ¡aaaayyy!

  • ¿Quién erres tú? – repitió el bestia.

  • Jo… Joana – musitó entre sollozos.

La soltó con brusquedad y volvió a levantarse; oía ahora que hablaban de nuevo entre ellos. Intentó recuperar aunque fuera un hilillo de pensamientos, pero todo aquello la desbordaba y las preguntas se agolpaban en su mente: ¿quiénes eran aquellos?, ¿qué hacían allí a esas horas?, ¿qué le harían?... ¿y si la mataban? Aunque ya había meado, el pánico provocó que gotas de orina mojaran la braguita aún hundida en su coño. Decidió no moverse, como si aquello fuese una pesadilla que en breve desaparecería. Cerró con fuerza sus ojos, diciéndose: No estoy aquí, no estoy aquí…, pero en vano; las voces de los individuos seguían oyéndose con claridad. Nada de lo que había leído le servía en esta situación. ¡Alto! ¿Y si la querían violar? Eso sí, eso sí que lo había leído…, con el corazón latiéndole a mil por hora recordó: un golpe certero en la entrepierna. De forma inconsciente, se puso en posición fetal. Una patada en la pierna la obligó a abrir los ojos:

  • ¿Entiendes rumano? – otro golpe, esta vez con más saña, le arrancó un gemido - ¿Lo entiendes? – gritó el hombre.

  • No – medio susurró, negando con la cabeza como buenamente pudo. Los otros dos siguieron hablando, ignorando su presencia. Se atrevió a mirar el reloj: las cinco menos cuarto. Quedaba poco para que amaneciera. Notó que la cogían del brazo:

  • Bien; levanta – y la obligaron a hacerlo -. Camina a coche – orden un poco tonta, porque el rubio la arrastraba hacia allí; Joana andaba a trompicones, con una sandalia y las bragas a medio muslo. Algo debió de notar el otro hombre, porque soltó una parrafada en su idioma entre risas, y el rubio se detuvo:

  • Pon bien braga.

Eso hizo torpemente Joana, entre hipidos, llorosa; recordó lo de la entrepierna. El hombre estaba allí delante…, ahora era el momento, ¿o no?, ¿o sí?; demasiada duda; aquél la cogió de nuevo con fuerza y la arrastró para estamparla contra el capó del turismo. El golpe fue impresionante, pero aún peor era el calor que transmitía el motor, todavía al ralentí. Sudó de nuevo copiosamente, intentó levantarse, pero un brazo muy fuerte aprisionó su cuello, la mejilla pegada al capó ardía.

  • ¡Me quemo! – consiguió chillar, para acabar en toses hijas de la presión que sufría su garganta. El otro hombre se había acercado, sin duda, porque el brazo dio paso a dos manos que firmes la sujetaban en esa incómoda posición. Su cara ardía, sus tetas ardían, su estómago ardía…, y su cuello quemaba al atraer la gargantilla metálica el calor del motor; parecía que la asaran viva.

Meneaba el culo y soltaba gruñidos indescifrables; una mano separa su braguita sobre una de sus nalgas, la otra golpea con fuerza brutal sobre la otra nalga y un miembro duro se introduce pausado, pero firme, en su coño… El meneo aumenta: es una forma inconsciente de intentar sacárselo de encima, pero ahora la mano que había castigado su culo se apoya pesada en su espalda. El motor quema y quema, las tetas arden, la mejilla hierve, la gargantilla parece chisporrotear en su cuello… La polla se ha hundido y empieza un vaivén que cachetea las poderosas nalgas (natillas casi) de Joana; el tormento dura unos minutos, hasta que el rumano se corre y su semen inunda las intimidades de la muchacha. Poco a poco el flujo se aplaca y lo que antes era duro, ya blando, abandona la cueva de la que caen, en churretones, restos de flujos. La presión finaliza y apartan a una medio hervida Joana del capó y la empujan al suelo.

Ahí queda, tumbada boca arriba, gimoteando y roja, roja como un tomate.