El regreso de Mateo...
Quiero follarte. Follarte hasta la extenuación, hasta el agotamiento
- Quiero follarte. Follarte hasta la extenuación, hasta el agotamiento. Quiero hacer que grites de placer animal. Quiero que me supliques más. Quiero reventarme entre tus piernas, jadear sobre tu cuerpo, llenarte de mi, sentir tus uñas clavándose entre mis omoplatos, traspasarte, desfogarnos, sudar, sudar, cometer locuras….
- ¡Estas gilipollas tío!.
Soy una mentirosa.
- ¡Un gilipollas de primera subnormal!.
Una irremediable mentirosa.
- ¿Estas loco?.
De cada cinco palabras, seis mentira.
- ¿Has pensado en…en mi marido, en mis hijos?.
Y nunca como ese dia, fui una patológica mentirosa.
- ¡Vete a la mierda!. No vuelvas nunca…¿me oyes?, nunca a llamarme.
No le vi la cara.
Supongo que, con toda la cafetería echándole encima la vista, se enrojecería de vergüenza o tal vez de ira.
No lo se.
Yo me limité a plantarle la espalda y caminar por aquel pasillo repleto de colillas pisoteadas, camino de la puerta, con intención clara de no volver a ver nunca más a Matías.
Matías fue lo único positivo que saqué de la universidad.
Ni guapo, ni calvo, ni feo, ni tonto, ni malo, ni bueno, ni amante, ni novio.
Solo un gran, grandísimo amigo.
Un ser irrepetible, generoso, atento, con dos orejas y una boca al que nunca le faltaban horas para animarte cuando andabas arrastrando la capa.
Yo en cambio era una guapa tonta.
Si, muy guapa y muy, muy tonta.
¿Para que ser lista cuando la cuenta corriente de mis padres era capaz de pagar tres años de matrícula?.
Los que mis progenitores tardaron en reconocer que el intelecto de su hija, no daba para vestir judicatura.
La Facultad en si, tan solo me permitió divertirme mucho, hablar mucho, cervecear mucho, reír mucho, despreocuparme mucho, follar lo justo.
Porque para cercenar lo último, surgió Alfonso.
Alfonso nunca necesitó la beca que cimentaba a Matías.
El segundo venía del barrio del Pilar.
Padre obrero, madre dependienta, hipoteca hasta las cejas y una mente privilegiada que por suerte, sacaba matrículas como quien lee los resultados de la quiniela.
Alfonso sin embargo, era sobresaliente en pavonearse y nulidad absoluta en derecho mercantil.
Suficiente, sobrado, tirado para delante, increíblemente seguro, morenazo, semental barroco, siempre atento a todos pero sobre todos, a si mismo.
Me enamoré hasta más no poder.
Y fue el quien me hizo probar la acidez de una primera vez.
Al mes de comenzar con el tonteo, aprovechando una fiesta de residencia, tiró de tarjeta de crédito para pagarse un hotelito sencillo, de camas chillonas, televisor desfasado y sábanas amarillentas.
Suficiente.
El establecimiento se llamaba “La Estrella dorada”.
Nombre de lupanar que nos acaloró menos por la pasión que por la ausencia de aire acondicionado y que abandoné decepcionada, dejando sus sábanas teñidas con el rojo intenso de mi primera penetración.
Sexo novato e insatisfecho.
- Me caso.
Matías no se lo esperaba.
Ni el acontecimiento, ni el lugar que escogí para comunicarlo.
- Te estas equivocando cielo.
Era nuestra fiesta de graduación y mientras mi mejor amigo y yo no parábamos de sacarnos fotos y más fotos, sospechando el vacío futuro, Alfonso hacía lo propio con cada compañero, envenenado por la popularidad social que lo estaba aupando.
- Estoy enamorada.
- Estas enchochada de su apariencia de niño con poderes.
- Me ofendes campeón – bromeaba, acostumbrada a que entre ambos nos soltáramos las mayores barbaridades.
- Soy tu amigo cacho ilusa y solo estoy diciéndote una verdad que si no la ves ahora, será cuestión de años. Con suerte de meses antes de que tu óvulo fertilice y entonces si que te cagues en Cristo y la madre.
No vino a la ceremonia.
No por revindicar nada, sino porque cuando una semana más tarde, escogía la tela del vestido, Matías, mi Matías, embarcaba rumbo a Nueva York donde sus notazas le habían granjeado unas excelentes practicas en un despacho elitista, de esos de traje como pijama y a cuatrocientos euros la hora.
Alfonso por el contrario, heredaría el de su padre, un buffet vetusto de cuero y entarimado, con retratos de Benidorm e Inmaculadas de ojos extasiados, donde se solventanan desalados asuntos de inamovibles herencias.
Diez años fueron.
Los que necesite para que se desencajara mi cara al descubrirme en un bucle de continuo bostezo.
Despertarse, desayunar, tener un hijo, ducharse, sábado de cena ligera, tv y sexo rápido, tener otro hijo, darle instrucciones a la del servicio doméstico, llevar a los dos a la escuela, café con las amigas, domingos de comida familiar y fútbol, conversación insustancial, paseo por Serrano, compras, regreso a casa, Navidades, saludar a la descendencia, papa llegará tarde, casita en Cadiz, fiesta de empresa, ponte guapa, duchas interminables, excusas caseras para no estar juntos, botellas de vino vacías, cansancio…arcadas e inexplicables y depresivos suspiros.
Y mi primer amante.
¿Pensaría Alfonso que no lo sabía?.
¿Pensaría acaso que ignoraría como una boba los alargados horarios de un Alfonso que pasaba la mitad de su jornada firmando papelitos sin leerlos o cacareando entre colegas en el bar más cercano?.
¿Pensaría que era ciega a su desgana, a sus mensajitos de móvil con media sonrisita, a sus llamadas contestadas cuchicheando como un crío babas a diez pasos?...”Es un asunto de negocios discreto mi vida”.
Mi vida.
Siempre añadía el tic para acallar cierta culpabilidad cuando acababa de concertar cita con su guarra de turno.
¿Por qué aguantaba?.
Los divorcios estaban bien pagados.
Sin embargo, lo malo casarse con un picapleitos, es que, aun incompetente, llevan en la genética la capacidad de crear o encontrar todas las triquiñuelas.
Como miembro de la alta sociedad madrileña, ultrafarisea, ultracatólica, jamás consentiría la humillación de verse públicamente abandonado por una hembra.
Putero, mentiroso, falaz, impresentable…pero jamás divorciado.
Para evitarlo, lanzaría toda la retahíla de recursos, resistencias y pleitos para obligarme a claudicar, a volver al redil, rezar un padrenuestro y abrirme de piernas para engendrar sumisamente el tercero de nuestros consentidos hijos.
Por eso soportaba.
Hasta aquella mañana.
En los tímpanos resonaba el desapacible motor del cortacésped.
Era lunes y tocaba siega.
La parte buena era que la casa olía a savia fresca.
Lo malo fue la cara chica y acongojada de la chica de servicio cuando apareció con la camisa.
- Señora discúlpeme. Pero no hay forma de quitar estas manchas.
La pobrecilla, que se desvivía trabajando, se sentía humillada, temerosa de lo que pudiera sucederle porque a la camisa de mi marido, le sobrara la evidente mancha de un pintalabios barato.
- Tienes el día libre Rosa – dije en una exhalación fatigada.
- ¿No se enfadó señora?. Si lo desea puedo pagarle lo que va…
- Tú no tienes culpa de ciertas cosas Rosa – le cogí la mano - Tranquila. Mañana a las ocho como siempre ¿ de acuerdo?.
Y me quedé a solas en la habitación, en el piso, en la vida, con el sonido de aquel motor, un monumental enfado y la desazón del minutero malgastado.
Un pintalabios barato, de cualquier niñata barata.
Seguramente universitaria, pasante o becaria impresionada por los fajos de billetes que Alfonso siempre llevaba para desparramarlos delante del ojo menos acostumbrado.
Una cría o tal vez una puta de polígono de las que se dejaban incluso azotar duro por cincuenta euros la hora.
Si a el, tan snob y exclusivista, también le gustaban así, lejos del mundo clasicista donde lo habían malcriado, la suciedad hundida y enquistada de aquellos embarrados que ya no lucha por estar limpios, pues la mugre es el elemento.
Me acordé de Matías, del consejo que regalado.
Arrojé la camisa al suelo, atravesé los ciento ochenta y dos metros de casa, abrí la corredera del jardín, me acerque al jardinero que no escuchó pues estaba con el esfuerzo pegado a la máquina.
Lo agarré de la mano.
- ¿Señora?
Lo arrastré hasta el sofá dieciochesco veneciano, diseño vintage de cuatro mil doscientos setenta y dos euros sin rebajas.
Le arranqué el mono hortera, verdoso y sucio.
- Señora por Dios que me quedo en el paaaaa…..
Y se la mamé.
Si.
Mamé aquella polla vulgar, corriente, sudorosa, velluda que se levantó como un resorte al tercer lametón.
- Señora tengo mujer e hijjjjjj
Pero su conciencia no conseguía callar la dureza que ofrecía.
Me incorporé.
Lo lancé contra el respaldo.
El miraba con ojos aterrorizados mientras me arrancaba el camisón y las bragas, mostrando la piel blanca, lechosa, masajeada y aromatizada rodeando un pubis a la antigua, velludo e insatisfecho.
Me puse a horcajadas para clavárla sin piedad ni para conmigo misma.
Se que al principio no pude ocultar cierta cara dolorida.
Actuaba más por venganza que por placer.
Pero cuando aquel infeliz empezó a bufar de puro regusto, hinchando su palpitante panza con las arremetidas y yo a menear mis caderas acariciando el clítoris contra la barriguilla, entonces la humedad apareció de sopetón, el hartazgo de tanto sexo mal organizado y escaso se convirtió en desbocado deseo y, cinco minutos después, ambos nos corrimos…el con un “Dios mío no puede ser”…y yo conteniendo los gemidos, fruto de una inesperada vergüenza.
- Perdóneme señora, por favor no diga nada.
- Tranquilo – le dije tratando de recuperar el resuello – Tengo yo mucho más a perder en este juego.
Pero no se tranquilizó.
Cuando llamé a la empresa para saber porque aquella semana no habían enviado al mismo para cumplir con la poda del limonero, se excusaron con que había pedido trasladarse a otro barrio.
No apené demasiado.
Esa misma mañana, apenas colgué el aparato, rasuré mi pubis, me ducha y salí de casa, cogiendo un taxi con dirección vallecana.
Sin aguardar demasiado, entre al primer garito con nombre de Paco y patrocino de Coca y, pisando el serrín, pedí un botellín con el que me sentó, utilizando la boca para insinuar y los ojos para ir cazando.
Unos veinte minutos que fue los que tardé en escoger gacela…o en que ella me escogiera.
Un chaval casi veinteañero, casi hombre y sonriente, inmensamente sonriente al que elegí, sencillamente, porque me repasó visualmente con absoluta desprecio y descaro.
Una elección reafirmado cuando, a los dos minutos de saludarle, al chico no le faltó cuajó para decirme que tenía buena polla y sitio.
Y no me arrepentí.
Mentí.
Mentí a Matías y a mi mal matrimonio.
Mentí cuando negaba el inmenso placer que aquel juvenal mandó introdujo con insultante seguridad en mi boca.
Una polla bien parapetada.
Mentí cuando mojaba mis braguitas lamiendo aquel aparato chorreante, mentí cuando el chico, generoso, dedicaba toda su experiencia lingüística recorriendo cada retazo de mi coño, orgasmo lamido hasta esa mañana ignorado.
Mentí cuando me giraba, mentí cuando sacudió mis nalgas con tal firmeza que incluso grité de dolor, mentí ofreciéndome a cuatro, claudicada, sometida, doblegada por aquel sexo animalesco, brutal, primigenio, sin piedades ni cortejos.
- ¿Lo buscabas verdad so puta?.
- Siiiiii….
- ¡Eso no es gritar zorra! – añadió acelerando de tal manera que sus testículos rebotaban contra mi trasero.
- ¡Siiiiiiiiiii, siiiiiiiiiiiii, follameeeeeeeeeeeeeeeeee!.
Mentí tragando cada gota de su semen, suplicando que no se fuera, que me diera más.
Y el lo dio todo, generoso, dos, tres veces, perdiéndose una clase de marquetería y yo una de pilates durante aquella tórrida y maravillosa mañana.
No volveríamos a vernos.
Si, soy una mentirosa.
- ¿Estas en la ciudad? – me sorprendí al recibir la llamada de Matías.
Llevaba ocho años sin verle, aunque sin perder contacto.
Ocho años que para el transcurrieron añadiendo oro a las letras de su tarjeta de visita.
Un prestigio creciente que le había llevado a fichar por un adinerado fondo de inversión, de esos que no preguntan por el origen de los reales pero garantizan a sus clientes anonimato y un batallón selecto de abogados capaces de convertir a un homicida, en la rencarnación del Dalai Lama.
El era uno de ellos.
- Estaré tres días – uno de esos que, con el ritmo ajetreado entre recursos, juicios, vistas y maquillajes legales, ni tan siquiera se había molestado en comprarse una casa donde crear el nido - Y los tres me apetece verte.
Fue al colgar cuando descubrí, hasta entonces sorda, que su voz había mutado.
Era más suave pero a la vez grave, varonil, perturbadoramente segura.
Una voz embaucadora que una vez, frente a frente, se ratificaba con el aspecto físico.
Matías había encanecido.
Lo hizo sutilmente, apenas unas pinceladas blanquecinas que, lejos de generar rechazo, le otorgaban la curiosidad del maduro.
Matías había ganado confianza sin perder su facilidad para empatizar, para igualarse y atrapar la situación, convirtiéndola en deseaba y ligera, carente de obligaciones, cómoda.
Allí en la cafetería, allí, con una cervecita limonada yo, un vino tinto suave el, estuvimos casi cuatro horas desvelando nuestras idas y venidas, nuestros desvaríos, nuestros proyectos…mis fracaso.
Por eso, cuando le pregunte porque no se había casado soltó aquella grotesca directa.
Y yo, mentirosa, como nunca mentirosa, me levanté para darle la estampada con cara de ofensa, tacón alto caminando alejándose de la propuesta porque en el fondo, bajo las bragas mi vagina se fugaba del deseo ya descaradamente húmeda.
El aire de la calle no consiguió enfriar nada.
La sacudida fría lejos de aliviar, consiguió que deseara algo más que una propuesta.
“Aléjate idiota”….”aléjate, conoce a tu marido, conoce a tu familia” “Aléjate.
Y me alejaba, doblando una esquina, sin rumbo, alejándome hasta sentir la vibratoria manera con que el móvil avisaba que alguien, lo usaba para mandar un mensaje.
No miré quien era.
Y debí hacerlo.
“Basta de tontería. Hotel Esplendor. Habitación 210. Estaré allí toda la tarde”.