El regreso 01:
Diecisiete años después, Diego vuelve a casa y redescubre a su familia. ADVERTENCIA: Contiene trazas de sexo homosexual.
Había dejado la casa al morir su padre. La tradición decía que el pazo lo heredaba el hermano mayor, así que le correspondía a Sancho, aunque estaría siempre dispuesto para acoger a los demás. Cayetana se quedó.
No es que le sentara mal. Lo sabía desde niño. Se fue de la casa porque no sintió que, muerto su padre, nada le retuviera allí. Se fue a buscar olas por el mundo y surfearlas, a vivir. Esperó un par de meses, hasta la boda de Sancho, y se marchó en medio de la fiesta, casi sin despedirse.
- Voy a decir a Sebastián que me lleve al aeropuerto.
- ¿Te vas?
- Sí. Voy a dar una vuelta.
- Dame un beso, hermano.
Regresó diecisiete años después, cuando Cindy le dejó. Estaban en Nazaré esperando la ola. Una mañana, al despertar, se había ido sin dejar ni una nota. Apenas se debió llevar la mitad de sus cosas. Pasó una semana bebiendo y, tras ella, abandonó el hotel.
- ¿O equipagem?
- Tírelo, o véndalo… no lo necesito. Esto por las molestias.
Dejó una generosa propina, se subió al taxi que había mandado pedir, y le dio al taxista la dirección del pazo. De camino, en Vigo, se compró una maleta y algo de ropa. A sancho no le gustaría verlo aparecer vestido de surfista. Y menos a Cayetana. Sonrió imaginando su gesto de desaprobación. Media docena de trajes, algunos vaqueros buenos, chinos de pinzas, dos docenas de camisas, polos… No había dado señales de vida en dieciséis años y no quería molestar a sus hermanos.
Se identificó ante la reja de la puerta frente a una cámara y sonrió ante la sorprendente aparición de aquel progreso tecnológico. Sancho parecía haber aportado un aire nuevo a la propiedad. Quizás los primeros cambios desde la aparición del teléfono y la electricidad. Recorrió los cuidados jardines divertido por el asombro del chofer, saludó sin mirarlo al hombre que le abrió la puerta, y se encaminó hacia la salita de su madre. Supuso que Cayetana estaría allí.
- Diego, por fin apareces.
- Buenos días, hermana.
Dejó a un lado el bastidor donde bordaba bajo el alto ventanal y, sin levantarse, hizo ademán de ofrecerle los labios. Se inclinó para besarla sin grandes aspavientos. Estaba guapa: más mayor, más mujer, más redondeada, igual de morena de pelo y de pálida de piel, igual de elegante que a los veinte, igual de seria, con aquella expresión fría de siempre, que parecía desmentir la sensualidad de sus rasgos.
- Sancho está detrás, en la piscina, con los chicos.
- ¿Tiene hijos?
- Dos gemelos, Silvia y Dieguito.
- ¿Cómo yo?
- Tuvo pena cuando te fuiste.
- Ya… ¿Y Sonia?
- Murió de parto. Ni un año estuvieron casados. Se empeñó en tenerlos en casa… Demasiado esmirriada… Cuando llegaron al hospital se había desangrado.
- Joder…
- No digas burradas. Anda, ve a verlos.
En el jardín de atrás, bajo la inmensa terraza cubierta, habían modificado la vieja fuente. Era más honda, y el agua aparecía transparente, sin aquel tono verdoso donde se dejaban entrever las carpas de colores que acudían a comer de la mano cuando niños. Habían talado algunos de los arces y las hayas para que le diera el sol, y habían sembrado un césped que aparecía magníficamente cuidado. Sobre las grandes losas de granito, a la sombra de una enorme pérgola de lona de color de hueso, Sancho dormitaba sobre una tumbona de teca. En el agua chapoteaban sus sobrinos.
Se detuvo un momento a observarlos: Silvia era una muchacha muy guapa, menuda y delgada, casi sin formas, de aspecto infantil. Le recordó a Sonia, su madre. En algún momento estuvo enamorado de ella. Sintió melancolía. Dieguito era más alto, musculoso y delgado, rubio, como él, como si fueran los dos de otra familia. Tenía una melena ondulada que se recogía en la nuca con una goma.
Jugaba desnudos a ahogarse el uno al otro, riendo y salpicándose. Diego sintió que experimentaba una incómoda erección por completo inapropiada. Bajo el agua le pareció advertir que su sobrino se encontraba en la misma situación, aunque no parecía avergonzarle.
- Has vuelto.
- No soportaba no verte por más tiempo.
A diferencia de Cayetana, Sancho era alegre y afectuoso. Se abrazaron riendo como si hubieran estado juntos la semana anterior. Los muchachos salieron del agua para conocerle. Le mojaron la camisa abrazándole. Dieguito, efectivamente, tenía bien tiesa su pollita, que era más bien pequeñita, poco más grande que la de un niño, aunque bien formada ya. Diego tuvo que meterse las manos en los bolsillos.
- ¿Ya te han instalado?
- Supongo. He dejado las maletas en el taxi.
- Vamos a ducharnos y a vestirnos para comer ¿Te apetece en la terraza?
- Claro, hace bueno y el hayedo está precioso.
Entraron en la casa charlando. Los muchachos corrían delante de ellos. No parecía importarles que el servicio los viera desnudos. Diego se preguntó que hubiera opinado don Sancho al respecto. Efectivamente, las cosas habían cambiado en el pazo durante el señorío de su hermano.
Su cuarto permanecía intacto. Incluso su ropa estaba en el armario perfectamente planchada y ventilada. Alguien había deshecho su equipaje y acomodado la nueva. Estaba planchada también. Recorrió con la mirada sus viejos dominios. Parecía haberse ido ayer. Incluso su llavero permanecía sobre la mesa de estudio. No había una mota de polvo. Sonrió imaginando a Cayetana recorriendo la casa cada día, asegurándose de que todo estuviera en orden.
- ¿Da usted su permiso?
- Claro, pase.
- Me encarga la señora que le diga que un traje claro sería apropiado, y que me ponga a su disposición. Me llamo Carolina, y puede llamarme usando el timbre de la mesa.
- Muchas gracias, Carolina.
- Si no manda nada el señor…
- No, Carolina, nada de momento. Puede retirarse.
- Con su permiso.
Carolina era una muchacha de aldea. Mientras se duchaba, recordó a las “carolinas” de su infancia y su juventud: muchachas uniformadas, robustas, de carne apretada y abundante y coños peludos y sonrosados, fáciles de convencer, que follaban alegres moviendo sus culos redondos y firmes chillando y, después, cuando se hacían mujeres, se casaban bien con los ahorros de haber vivido cinco o diez años en el pazo, y criaban carolinitas y lorenzos para que los follaran los señores, y se vestían de negro. “Joder: llevo con la polla tiesa desde que he llegado a casa. Igual esta noche Carolina…”, pensó para sus adentros mientras se contenía para no agarrársela.
Mantuvieron una conversación trivial durante la comida, procurando evitar las preguntas que todos querían hacerse. Carolina y Consuelo les servían bajo la atenta mirada de Andrés, el hombre que le había recibido al llegar. Demasiada comida, como siempre. Suficiente para que el servicio comiera bien al terminar y para que sobrara, por si aparecía un caminante o alguna visita a destiempo. Los muchachos, impecablemente vestidos, naturalmente, aportaban la única nota de alegría a aquel ambiente severo de la casa que recordaba de su infancia. Parecían gozar de una intimidad envidiable. Sancho los observaba sonriendo.
- Se han educado en la casa, como nosotros. Cayetana se ha encargado de ellos.
- ¿Solos? ¿Sin otros niños?
- Sí… Bueno, a veces vienen otros niños, y van a Vigo o a Santiago algunos fines de semana, al cine, o al centro comercial…
Parecía orgulloso, y a los chicos se los veía felices. Diego trató de no opinar. Pensó en sí mismo y en sus hermanos: todo había ido bien, salvo por aquella frialdad, aquella aparente dificultad para relacionarse que, no obstante, no les impedía tener vidas cómodas. Pensó que el dinero facilitaba las cosas. También pensó que Cindy debía haberle dejado por eso. No se sentía triste. El pazo parecía devolverle a aquella confortable seguridad del mundo conocido, hecho a medida para gente como ellos.
- Nosotros nos vamos a dormir un rato la siesta junto a la piscina. Puedes acompañarnos o, si lo prefieres, puedes echarte en tu cuarto, o dar una vuelta por la casa, o lo que quieras. Debes estar agotado.
Optó por la siesta. Se desnudó doblando cuidadosamente su ropa sobre el galán de noche. Cuando tuvo puesto el pijama, se asomó a la ventana para volver a ver el bosque. Se detuvo asombrado.
- ¡Joder!
Abajo, junto al agua, sobre una tumbona como aquella donde había encontrado a su hermano, se apretujaban los tres. Estaban desnudos y la muchacha, arrodillada entre las piernas de Sancho, inclinada sobre él, parecía comerle la polla. Dieguito permanecía echado a su lado. Su padre le acariciaba la suya.
Se quedó paralizado. La tenía dura como una piedra. Levantaba el pantalón y lo humedecía. Permaneció inmóvil, como si temiera ir a ser sorprendido, notando en las sienes el latido agitado de su corazón, que parecía empujarle la polla como un resorte a un ritmo frenético.
- ¿Te gusta? Yo vengo mucho a verlos. Desde aquí es desde donde mejor se ve.
En silencio, como deslizándose en el aire, su hermana había llegado a situarse a su espalda. Le abrazaba y acariciaba su polla por encima del pantalón.
- Pero…
- ¡Calla, bobo!
Mordió su cuello dejándole desarmado mientras manipulaba para hacérsela asomar por la bragueta. Su mano comenzó a resbalar sobre ella.
- Me recuerda a papá.
- ¿A papá?
- ¿No lo sabías?
- ¿El qué?
Sintió una oleada de espanto al intuir la verdad ignorada. Ante sus ojos, Dieguito se situaba tras su hermana y, tras levantar su culito agarrándola por las caderas, comenzaba a culearla. Silvia seguía comiéndosela a su padre, que se dejaba hacer acariciando su cabeza.
- Papá nos follaba. A Sancho y a mí.
- No jodas…
- No digas tacos.
- Pero…
Sentía sus tetas grandes apretándose en su espalda. Empujaba su culo con el pubis y acariciaba su polla muy despacio. Le susurraba al oído entre mordiscos suaves en el cuello.
- La primera vez vino a mi cuarto cuando tenía diecisiete, como ellos. Vino con Sancho diciendo que iba a enseñarnos una cosa, y que nos teníamos que desnudar. Poco se la tuvo que tocar para que se le pusiera bien dura.
La muchacha se había ido subiendo a su padre, que parecía esperarla. Con un movimiento gracioso, se acomodó sobre él clavándosela, y comenzó un contoneo pausado y sensual. Ahora era Dieguito quien, de pie junto a ella, la ofrecía a sus labios.
- A mí empezó a tocármelo, y luego me lo chupó. Todavía lo recuerdo como si fuera ahora. Me hizo temblar como una loca. Luego me lo puso encima y le dijo que me la metiera. Nos miraba y me tocaba las tetas. Me dijo que se la tocara, y yo se la agarré. Sancho me follaba como un animal, y él le decía que más despacio, que así iba a terminar enseguida, pero no había quien lo parara.
Se apartó de ella. Sin pensar, como un animal en celo, la empujó contra el cristal. Cayetana jadeaba. Subió la falda de su vestido negro con grandes rosetones bordados exponiendo aquellas nalgas grandes y duras. Bajó sus bragas negras hasta las rodillas y se apretó con fuerza a ella. Su polla resbalaba entre la carne firme. Agarró sus tetas estrujándolas. Gimió.
- No le dejó… correrse dentro… Lo apartó y se la metió… en la boca… Tu hermano chillaba… mientras se le corría… Se la tragaba…
Abrió de un tirón los botones de la pechera y alcanzó sus tetas. Estaba como loco. Se las sacó por encima del sostén. Había puesto el culo en pompa. Gemía y se contoneaba sometiéndole a una caricia deliciosa. Pellizcó sus pezones haciéndola chillar.
- Después me la metió él… Me hacía un poco de daño. La tenía… tan grande… como tú… Me puso a cuatro patas… y me la fue metiendo… despacio… Me decía que no… que no… me… preocupara…
Dieguito, de rodillas tras su hermana, empujaba su pollita en ella. Diego la imaginó clavándose en aquel culito estrecho. La imaginaba chillando, aunque ya casi no podía verla. Cayetana se había inclinado como invitándole. La clavó en su culo de un golpe. Chilló.
- Empezó… a follarme… cada vez más… deprisa… Sancho me la metió… en la boca… Me corría… Me corría… muchísimo… Yo… se la mamaba… como una loca…
Sus tetas se balanceaban al mismo preciso ritmo alocado con que la follaba. Había metido la mano entre sus piernas y se acariciaba como una loca. Agarraba sus pelotas a veces haciéndole temblar. Se agarraba con fuerza a sus caderas. A veces, azotaba sus nalgas amplias y redondas haciendo aparecer la huella rojiza de su mano sobre la carne blanda, que parecía ondularse.
- Cuando… me llenó… de leche… La sentí dentro… caliente… Sancho… se me corría en la boca… Me la tragaba… casi no podía respirar…
- Me voy… a…
- Córrete… cabrón… Dámela…
Incorporado, Dieguito pareció clavarse con fuerza a su hermana, cuyo cuerpecillo delgado se bamboleaba como si fuera una muñeca de trapo. Sancho, sujetando su cabeza por el pelo, le besaba los labios. Casi pudo sentirlo como si lo viera. Imagino a la chiquilla temblorosa recibiendo la leche de ambos en sus dos agujeritos. La imaginó gimiendo mientras estallaba en el culo de su hermana, que temblaba y se mantenía de pie a duras penas, agarrada a la cortina y sin dejar de masturbarse, metiéndose los dedos con los ojos en blanco.
Mientras Cayetana se recomponía el vestido, Diego permanecía observando la escena como hipnotizado. Ahora descansaban los tres abrazados, preciosos. Silvia tenía el chochito cubierto de vello oscuro. Parecía una niña. Dieguito era lampiño. Ambos tenían la piel pálida, y dormitaban con las cabezas apoyadas en el pecho de su padre, abrazándole, y cubrían sus piernas con las suyas. A veces se besaban. Parecían felices. Pensó que su sobrina manaría leche tibia.
- Oye… Si quieres… Carolina es muy putita… Tú la llamas, y viene… Huele bien… Como cítrico…
Lo dijo como avergonzada mientras se abrochaba el último botón. Se retocó el pelo con los dedos ante el espejo. Se miraba disgustada, como si pensara en ir deprisa a su cuarto y que no la viera nadie. Diego reparó en que sabía como olía y sonrió para sus adentros: “vaya con Cayetana”, pensó.
- O si quieres… Bueno… duermo donde siempre…