El regalo (Parte segunda)

Tu regalo está en casa, en mi habitación. Sube y que lo disfrutes..Él estaba desnudo como llegó al mundo, colgado de argollas dispuestas a la pared..me fuí avergonzada a mi cuarto dejándole así, en su incómoda postura, en su sufrida excitación...

El día que cumplo diecisiete años nos encontramos en la salida de mi instituto. Me invita a una cocacola en el bar de al lado de casa. Está alegre y cariñosa, más que de costumbre. De pronto se pone seria, como quien va a hacer una importante confesión pero solo me dice:

  1. tu regalo está en casa, en mi habitación. Sube y que lo disfrutes.

Yo, inocente, no podía ni tan siquiera imaginar que se trataría de lo que fué. Esperaba otra cosa, no sé, un libro, o el móbil que me gustaba. Entré en su cuarto a la carrera y paré en seco.

Él estaba desnudo como llegó al mundo, colgado de argollas dispuestas a la pared. Su pecho lleno de pinzas de la ropa cruzado por cuerdas, inclinado hacia delante, sostenía principalmente el peso de su cuerpo. Sus brazos ascendían amarrados de codos y manos sobre su cabeza, torcidos dolorosamente hacia atrás. Sus piernas musculosas, dobladas no tocaban el suelo, estaban atadas del tobillo a la entrepierna y muy abiertas. Su sexo estaba también atado, su pene duro lo circundaba vueltas de cuerda que acrecentaban aun más su erección, el glande brillaba oscuro y formidable. Sus testículos bien prietos eran torturados por el peso de tres bolitas de plomo que se balanceaban a cada suspiro como péndulos de reloj. Sus ojos habían sido velados por un antifaz de cuero negro . Ahí estaba mi regalo. Mamá me ofrecía su amante.

No supe qué hacer. Solo estube observándolo largo rato, notaba cómo mojaba mis bragas. Me deleité con su visión sabiendo que él no podía hacer nada. Sabía que estaba ahí, me había oido, pero no podía saber que me estaba masturbando delante suyo, sin saber qué hacer. Sobre la cama, mamá había dispuesto una fusta, una caña y un látigo, más pinzas y un consolador anal, pero yo no me atrevía a gastarlo, sólo me imaginaba que lo hacía. Lo único que me atreví a hacer fué a tocarle con suavidad, con las yemas de los dedos. Recorrí todos los rincones de su cuerpo dándole pequeños besitos, oliendo los distintos aromas de su cuerpo, el olor a almizcle de sus axilas, el de caléndula de sus pies, el de su sexo, indescifrable por desconocido. Lo hubiera metido en mi boca, pero no me atreví. Le hubiera azotado, pero no me atreví. En parte temía que mamá pensase que su regalo no me había gustado cuando en realidad me encantaba. Me corrí mordíendome los labios para que no escapara ni un gemido y me fuí  avergonzada a mi cuarto dejándole así, en su incómoda postura, en su sufrida excitación.

Por la noche le pregunté a mamá.

  1. ¿Volverás a dejarme tu regalo?
  2. ¿te ha gustado? Como regalo, es tuyo. Ya sabes, lo que se da no se quita. Cuando quieras.