El regalo de mi hermana.
Habían crecido como hermanos, cuando una noche todo cambió para siempre.
Raigrás, sabiendo cuánto se jugaba, puso aquella noche todas las cartas sobre la mesa, y después de una cena en la que estuvo encantador y no dejó de hacer reír a Babol, se bañó, se perfumó, y a medianoche, cuando todo estaba en silencio, entró en la alcoba de Babol. Ella se despertó cuando él depositaba el candelabro sobre el escritorio.
—Raigrás… ¿qué…?
Él se volvió hacia ella, exhibiendo su sonrisa más encantadora. Llevaba una túnica abierta hasta las caderas, mostrando su pecho de músculos bien definidos, de los que tan orgulloso se sentía. Sabía que la luz de las velas hacía brillar su cabello como un nimbo celestial, y había adornado sus cuernos con sus mejores anillos, sabiendo que los brillos diamantinos que desprendían con aquella luz caprichosa resultaban hipnotizadores y muy sensuales.
—Shh… —hizo él, con el índice ante sus finos labios—, no querrás despertar a nadie…
Babol le miraba con los ojos muy abiertos. Él se le acercó, llevaba una mano oculta a su espalda.
—Te traigo un regalo —dijo.
Babol sonrió.
—¿Qué me traes, y qué he hecho para ganármelo?
Raigrás se acercó al lecho, quedando al lado de Babol, que soltó una risita. Él mostró la mano oculta: llevaba una pluma de pavo real que espejeó con brillos metálicos a la luz de las velas. Babol tendió una mano para tomar la pluma, pero Raigrás la apartó.
—No —dijo—, no es así como quiero entregarte mi regalo.
Babol tenía el rostro encendido. Los ojos brillantes de Raigrás la tenían hechizada.
—¿Cómo debo recibirlo, Raigrás? —preguntó en un susurro.
Raigrás se inclinó sobre ella, dejando que el perfume de sus cabellos la envolviera. Y rozándole con los labios el lóbulo de la oreja y la sensible zona del cuello, Raigrás dijo:
—Debes recibirlo desnuda, Babol. Totalmente desnuda.
Su mano había subido hasta la fina garganta de ella, iniciando una suave caricia, para luego deslizarse hasta el cordón de seda que cerraba el camisón con un lazo. Raigrás tiró suavemente del cordón, deshaciendo el lazo, y el camisón se deslizó sobre los bellos hombros de Babol, que no opuso resistencia alguna.
Raigrás le quitó el camisón y la tumbó delicadamente sobre los almohadones. Empezó a besarla suavemente, saboreando sus labios, y empezó a acariciarla con la pluma por todo el cuerpo. Jugó con los pezones erectos, se deslizó sobre el vientre tembloroso de deseo, sobre los muslos ardientes, se detuvo sobre el pubis, que aún tenía la desnudez de la niñez. Las caricias de la pluma provocaron que todo el cuerpo de Babol se cubriera de una delicada transpiración. El hecho de no tener vello hacía más sensible todavía el joven sexo.
—Oh, hermano… —suspiró Babol—, dame tu regalo…
Raigrás se quitó la túnica, quedando desnudo ante Babol, mostrando ante ella aquel cuerpo esculpido como el de un dios, su virilidad enhiesta, brillante y lubricada, deliciosamente curvada hacia arriba.
—Todavía no —dijo, inclinándose sobre ella y besándola de nuevo.
Babol correspondió a su beso con pasión. Él no dejaba de acariciarla, y empezó a deslizar sus besos cada vez más abajo, trazando círculos ardientes con su lengua, sobre el cuello, sobre sus pechos, sobre el vientre, sobre el pubis de niña. Le abrió los muslos con delicadeza e introdujo su lengua entre los húmedos pliegues de su sexo. Babol echó la cabeza hacia atrás con un largo gemido, mientras Raigrás descubría el botón de su placer y lo pulsaba una y otra vez con la punta de su traviesa lengua. Babol alcanzó su primer orgasmo, pero Raigrás no la dejó recuperarse: su lengua, vibrante, pulsátil y caliente, siguió explorando. Babol temblaba de excitación.
—Raigrás… oh, Raigrás… dame… tu… regalo…
Raigrás se colocó entre los muslos de Babol. Agarrando su miembro fuertemente con una mano, empezó a acariciar con el glande la zona más íntima de la muchacha, que respiraba pesadamente. Cada vez que el rojo glande resbalaba sobre su clítoris, Babol exhalaba un gemido. Cada vez que el hinchado ariete de Raigrás se apoyaba en la entrada de su sexo, Babol ahogaba un grito. Raigrás mantenía con los dedos de la otra mano los labios mayores apretados sobre su mástil, mientras éste se deslizaba lentamente arriba y abajo, arriba y abajo, en una caricia enloquecedora. De pronto, cuando Babol ya no podía más de excitación, Raigrás apoyó de nuevo el pene entre los labios menores, y esta vez empujó, suave pero firmemente.
—Babol, toma mi regalo…
Ella soltó un gritito al notar cómo él se abría paso en su carne, como una barra de hierro caliente en un trozo de mantequilla.
—¿Te duele? —preguntó él, sin dejar de avanzar.
—Un poco… —dijo ella—, pero dámelo… dámelo todo…
Poco a poco, la resistencia se hizo menor, y Raigrás se introdujo en ella por completo. El vaivén de sus embestidas se hizo delicioso para Babol, cuyos gemidos ya no eran de dolor, sino de éxtasis. Babol sintió que le sobrevenía un nuevo orgasmo, pero Raigrás no se detuvo, aunque ralentizó el ritmo, pues no quería que ella descendiera de la meseta de excitación a la que la había conducido. Cuando Raigrás notó que estaba a punto de eyacular, se retiró y colocó a la muchacha a cuatro patas sobre el lecho, sin dejar de acariciar su húmeda intimidad con sus hábiles dedos. Entonces la agarró por las caderas, elevando sus nalgas, y la penetró por detrás, mientras se inclinaba totalmente sobre ella para acariciarle los pechos. Babol empezó a moverse, cimbreando la cintura, acompasando sus movimientos a los de él, disfrutando con el sonido húmedo de sus nalgas chocando contra la pelvis de Raigrás. Raigrás empezó a masturbar su clítoris con la suave presión de sus dedos, haciéndolos vibrar mientras él aumentaba la energía de sus arremetidas.
—Espera —gimió ella—, espera… Quiero verte la cara…
Él la hizo volverse y la penetró de nuevo, disfrutando de ver sus labios temblorosos, sus mejillas arreboladas, sus ojos entrecerrados por el goce. Ella estaba tan lubricada que esta vez él pudo penetrarla hasta el fondo, dando más brío a sus empellones, haciendo la penetración más larga y profunda. De vez en cuando él detenía su rítmico vaivén para sacar su miembro casi del todo, y luego volver a introducirlo con tanta fuerza que el pequeño cuerpo de Babol quedaba un instante suspendido, ensartado por el miembro palpitante que cabeceaba victorioso en su interior.
Esta vez, ambos alcanzaron el clímax al unísono, y Raigrás lanzó un largo quejido de gozo mientras eyaculaba en espesos borbotones dentro de ella. Babol sentía cómo la verga de su hermano se sacudía en su interior, y cada sacudida era un latigazo de placer que le recorría toda la espalda.
Cuando Raigrás trató de retirarse, Babol le abrazó con las piernas y le retuvo dentro de ella.
—No te vayas todavía —le dijo la muchacha, con los ojos brillantes—. Sólo en mis fantasías más delirantes podría haber imaginado que un día te tendría dentro de mí.
Raigrás la besó de nuevo, suavemente, sobre los párpados, en las mejillas, en la boca. Poco a poco, su pene volvía a endurecerse, y empezó de nuevo el delicioso vaivén.
Al otro lado de la puerta, la señora condesa sonreía al escuchar los gemidos y suspiros de su hijo y su sobrina.
Ya estaba hecho.
(Más aventuras en la novela erótica “Babol”, de mi autoría)
Joana Pol
Escritora e ilustradora.