El regalo de cumpleaños de los hermanos gemelos II
EL COÑO DE UN PRINCESITO. Un año pasa rápido. Tras acordar en el capítulo anterior cuál iba a ser el regalo de cumpleaños, Eric ha cumplido los dieciocho. Una semana después, tienen el chalé para ellos. Eric llama a la puerta, ansioso. Y Álvaro se relame.
Para conocer el contexto de la historia, lee el relato anterior y los de la saga"El profesor de dibujo y los hermanos gemelos".
Un año después, Eric cumplió dieciocho.
Era agosto de 2020. Estábamos en plena pandemia. A la abuela, dada la situación sanitaria, le asustaba estar saliendo a la calle, por lo que Consuelo se había ido a pasar el mes con ella, a ver si las noticias dejaban de hablar de unas vacunas que no acababan de llegar. Su esposo Miguel estaba en uno de sus viajes de trabajo, al que había invitado a Julián, que había anulado todos sus compromisos para poder acompañarle. La universidad aún no habían empezado.
Era viernes. De nuevo, los gemelos tenían el chalé para ellos solos.
El jardín, y, en concreto, la piscina, repetían como escenario donde el grupo de amigos practicaba sus juegos de adultos, con, de fondo, los mismos ritmos sincopados del reguetón inspirador.
Sumergidos en el agua turquesa, los chicos semi desnudos buscaban otros cuerpos sobre los que recostar los suyos, o nalgas donde arrimar sus endurecidos bañadores, o senos donde apoyarse con las manos bien abiertas, con la excusa de evitar hundirse. Otra excusa consensuada la proporcionaban las aguadillas, que, con mucha frecuencia, provocaban que los dedos se engancharan en las tiras de los bikinis, desatando el nudo de sus lazos. Las minúsculas telas se desprendían de los senos o caderas de sus dueñas y caían, ondulando como hojas en otoño, hasta el suelo del fondo. Alguien, siempre, acababa por ofrecerse voluntario para bucear y recuperarlos, pero, entre tanto, las muchachas aprovechaban las siguientes aguadillas para frotar sus zonas sensibles contra esos bañadores erectos u otras opciones de sensibilidad similar.
Hormonas, alcohol, colegueo, nulo cumplimiento de las normativas sanitarias. La mejor fiesta del mundo.
En un momento de la fiesta, al igual que el año anterior, Álvaro se llevó a Eric a un rincón apartado del jardín, junto a unos banquitos de cemento, a beber chupitos. La diferencia, esta vez, es que eran de Beefeater.
El único testigo de su conversación era el soldado de uniforme rojo de la etiqueta.
El gemelo, que solo llevaba un ajustado speedo blanco , en el que se marcaba la barra de su sexo ladeado, encendió un porro de marihuana que le había pasado su hermano Samuel.
—¿Te acuerdas, chavalito , de lo que hablamos el año pasado, no? —dijo, exhalando el humo de la primera calada, con la espalda apoyada en la hiedra que recubría la pared.
Eric, sentado en el banco a su lado, recordó las fotos, videítos y conversaciones calientes que habían mantenido por whatsapp durante el año, las frases de doble sentido cuando habían estado juntos, los toques disimulados en sus nalgas, incluso cuando no estaban solos.
No, no lo había olvidado ni lo olvidaría nunca.
—No he pensado en otra cosa en todo el año —reconoció.
Álvaro continuaba de pie, mirando cómo la hierba se abrasaba en uno de los extremos del porro. Así le gustaba tener a la gente: encendida.
—Lo sabía —dijo. Dio otra calada y expulsó el humo al aire. Luego, lo miró desde arriba y preguntó: —¿Cuál es la palabra?
Eric llevaba la camiseta pegada al cuerpo . Las perneras de sus bermudas, ocupadas por sus rechonchos muslos, goteaban sobre la hierba. Acababa de salir de la piscina con la ropa empapada. Su hermana, la graciosa, le había empujado vestido.
Sacudió la cabeza como un perro pachón. Como podía servirle cualquiera, no se decidía por ninguna. Y el tiempo había pasado muy deprisa.
Elegir una palabra. Una tarea sencilla que habría realizado de no ser porque, en lo que de verdad había estado pensando los últimos meses, había sido en follar con él.
No era tan difícil, si tienes la cabeza en el sitio.
Con el porro entre los labios y los ojos rasgados entrecerrados, para evitar el humo, el gemelo le sirvió un chupito de ginebra. El gordito levantó la mirada, cogió el vaso y se lo bebió de un trago.
Los labios le brillaban del alcohol, cuando dijo:
—Alabardero. Esa es mi palabra. Alabardero.
Una brisa húmeda les envolvió. El speedo del gemelo, con la tela húmeda pegada a la polla, le quedaba frente a su cara. Si quisiera, podía rozarlo con la mejilla. Rozarlo, tocarlo, chuparlo.
Un escalofrío le recorrió la espalda.
Expulsando volutas de humo por la nariz, Álvaro rellenó, de nuevo, el pequeño vaso de plástico en el que bebían. Lo hacía despacio. No había prisa.
—No has pensado ninguna —dijo, señalando la etiqueta con el cilindro humeante— porque es el menda de la ginebra. Mira, chavalito , no vas a estar para acordarte de los soldaditos de la Torre de Londres ni de su puta madre. Mejor una más simple —hizo una pausa para tomarse el trago. Luego eructó y añadió: —Tu palabra será rojo, como el traje del alabardero. ¿Qué dices?
Desde muy lejos, insertadas entre las notas de «Felices los cuatro», se oyó a una chica gritar entre sus propias carcajadas. Luego, el chapoteo de un cuerpo al caer a plomo en el agua.
Empezaba a hacer frío. Al gordito, la tela de la camiseta mojada pegada a las tetillas le hacía sentir incómodo.
—Vale, rojo —aceptó, avergonzado—. Dame más.
De nuevo, Álvaro llenó el vaso. Dejó la botella en el suelo, pegada a las patas de cemento del banquito. Seguía de pie, mirándolo desde su superioridad.
Le puso una mano sobre el hombro.
—Abre la boquita.
Estiro la mano para coger el vaso pero Álvaro se la retiró.
—Yo te lo doy —susurró, con su voz ronca.
Sobre su cabeza, entre las volutas ascendentes del porro, vio su sonrisa canalla. Separó sus labios y esperó que se se lo acercara.
Estirando los segundos, Álvaro apoyó el borde del vasito blanco en su labio inferior y lo deslizó por él, mientras derramaba el contenido de alcohol en el interior de su boca.
El control de las cosas que demostraba el cachas le hacía sentirse un escalón por debajo, como un ratón sumiso frente al gato. Hablar con él, tenerlo cerca, participar en sus juegos... Su cuerpo explotaba en sensaciones que nunca antes había sentido, sensaciones de excitación física y mental. La posibilidad de que el gemelo cachitas le follara se había concretado en un plan.
El alcohol iba llenando su boca y entraba en su estómago con un agradable ardor. Rememorando el momento del beso de alcohol, Eric cerró los ojos. Revivió la sensación que le había hecho temblar el verano anterior.
A Álvaro, darle de beber le provocaba contracciones de gusto en la entrepierna. En su imaginación, el vaso de licor se había transformado en su polla orinando.
—Qué bien tragas, chavalito —le dijo, con su masculina voz—. Así, que no se derrame nada.
Volcó el vaso por completo sobre la boca abierta del gordito, hasta vaciarlo. Vio sus blancos dientes y la gruesa lengua sumergidos en el alcohol. Luego, en una décima de segundo, Eric, con los ojos aún cerrados, lo hizo desaparecer tragándose hasta la última gota.
—Tenía muchas ganas de esto —dijo, relamiéndose los restos de ginebra de sus carnosos labios. El líquido se deslizaba por su esófago, con un ligero ardor, en dirección al estómago, donde los duendes del placer bailaban, borrachos.
Eric pegó la última calada al porro, lo lanzó al césped y aplastó la colilla con la suela de su chancla.
—Tu momento llegó hace un año, chavalito
—sopló—.
¿No creerías que te ibas a escapar por una puta palabra?
La juerga continuó hasta entrada la madrugada del viernes. El sábado a mediodía, la muchachada fue despertando, resacosa.
Los muchachos, con gafas de sol y bañadores sucios en su parte frontal, ayudaron a los gemelos a limpiar los vasos de plástico, las servilletas de papel, las botellas vacías y algunas camisetas que se esparcían por el jardín. Por su parte, las chicas fregaban los cacharros que no cabían en el lavaplatos y tiraban en negras bolsas de basura las cajas de cartón de las pizzas y los bordes duros de masa que nadie se había comido. Con la red recogehojas, Samuel trataba de pescar un par de bañadores que flotaban en la piscina.
Después, regresaron a sus respectivos chalés.
Eric acompañó a Carla al suyo. Se duchó, comió y se echó una pequeña siesta. Minuto antes de las cinco, en sudadera y chándal, estaba, de nuevo, frente al portón.
Bajaron las escaleras hasta la puerta del sótano, que abrió con la llave de su padre.
—Pasa —dijo.
Álvaro había acomodado el amplio sótano de manera que dejaba suficiente espacio libre alrededor del sofá, que había situado en el centro como mueble protagonista de la estancia. Al deslizar los asientos hasta la altura de la chaiselongue, se había convertido en una cama espaciosa sobre la que había puesto dos almohadas blancas. Una sábana bajera del mismo color cubría los asientos tapizados. Varios mosquetones colgaban, casi a ras de suelo, de unas pequeñas cadenas de acero que estaban atadas a los tableros del armazón del sofá, cerca de los muelles.
En el lado opuesto a la puerta, había arrinconado un par de sillones, junto al mueble de la PS5. En uno de ellos había una bolsa de deporte, como las que se suelen ver en los vestuarios de los gimnasios, cerrada con un candado; en el otro, un portátil encendido con el reproductor de audio abierto.
—Aquí me follé a tu hermana —le susurró Álvaro al oído—. Sobre esa misma sábana.
Las pequeñas ventanas elevadas, que quedaban a ras del suelo del jardín exterior, habían sido tapadas por estores opacos que dejaban entrar luz natural, pero impedían que nadie pudiera verles desde fuera.
—Estoy un poco ansioso —dijo Eric, que se había arremangado la sudadera por el calor.
—Relájate. No haré nada que no quieras probar.
—No es eso. Es que estoy impaciente.
Una sonrisa malévola se dibujó en el rostro de Álvaro. En algunos aspectos, le recordaba a su hermano Samuel, que también consideraba los preámbulos un mero trámite que no merecía tanta liturgia.
Se acercó al portátil y pulsó el play en el reproductor de audio. «Drive», de The Cars, comenzó a sonar.
A su juicio, la canción perfecta para empezar.
Con las primeras notas de la canción saliendo por los altavoces, Álvaro observó al gordito: sus pestañas gruesas, su carnoso cuello. Le quitó la capucha y dejó a la vista el flequillo engominado sobre una frente lisa. Las redondeces del óvalo de su rostro y sus pequeñas orejas completaban una cara bonita, de la que una persona normal se podría enamorar. Pero no él.
Primero, por Samuel.
Segundo, porque él no se consideraba ajustado a las normas.
Apagó las luces. La luz que traspasaba los estores de los ventanales era suficiente para ver con normalidad.
Conforme avanzara la tarde, eso cambiaría.
Si Eric se dejaba llevar, ni se daría cuenta de la oscuridad.
Se quitó la camiseta y se quedó solo con los joggers grises . La música continuaba flotando entre ellos. El rubio cachas acercó su rostro al del gordito, que, por acto reflejo, abrió la boca.
El gemelo, en esta ocasión, no le besó, sino que sopló dentro con suavidad, un soplido largo y continuado. El gordito se tragó el aire que expelía. Con esa exhalación, le insuflaba una parte de él y le permitía conocer su sabor antes de probarlo. Como cuando se olfatea un buen vino.
Para Álvaro, que alguien se tragara su aliento era una primera forma, primitiva y personal, de penetración. El hecho de no haber tenido que explicásrselo le agradó. Decía mucho en su favor.
Cuando terminó de soplar en sus labios, retrocedió un paso. En la canción se preguntaban quién prestará atención a tus sueños. Le pasó las manos por el pecho, palpando las formas curvilíneas de las tetillas bajo la sudadera. Rodeó su cuerpo y acarició también su ancha espalda.
Con movimientos precisos de sus finos dedos, tiró de la goma del chándal. La tela se deslizó por la curvatura lumbar y sobrepasó las provocadoras nalgas de Eric, dejándolas a la vista junto con las tiras de un sugerente jockstrap. El que solía ponerse para las fotos y los videos.
Al fin lo veía de verdad. El culo que quería follarse, las nalgas que iba a destrozar, recogidas y aupadas por un suspensorio... Las venas bombeaban sangre en los cuerpos cavernosos de su polla, los expandían y la hacían crecer bajo los joggers. El tronco se elevaba como el brazo de un alumno impaciente por demostrar sus conocimientos.
Qué ganas empujarle contra la cama y... Si fuera como Sami, ya habría empezado. Pero él comprendía que, en la vida, las cosas importantes suceden a su debido tiempo.
Le puso ambas manos en la cintura.
—¿Cómo quieres que me dirija a ti? —preguntó, con voz ronca, en el oído.
—¿Te refieres a putita o cosas así?
—O cosas así...
La canción estaba acabando. El fade out mezcló sus últimas notas con las primeras de «Gone», de Madonna.
Álvaro se arrodilló, deslizando las manos por la piel estriada de los enormes glúteos. A cada segundo, notaba cómo su miembro se iba endureciendo más y más.
—Putita, zorra, niñato... —enumeró en un susurro, ajustando con los dedos las tiras elásticas—. Dime qué es lo que te calienta, cómo debo tratar a esa persona de tu interior para seducirla y ponerla a mis pies.
A Eric, el corazón le galopaba como loco en las sienes.
—Eres el primero que me pregunta —dijo.
—Tú sabes que yo soy diferente.
La cintura de la sudadera le caía sobre el nacimiento de las nalgas. La apartó. Ahora, sobresalían libres, esféricas, rotundas entre el chándal y los elásticos del jockstrap que las ceñían.
—Puto —confesó con pudor—. Puto y putito es lo que más me excita. Y cuando me llamas chavalito también. Me excita un montón.
—Está bien, putito y chavalito. Son lo que yo llamo diminutivos de sumisión. Te recordarán quién manda. Tú a mí me puedes llamar señor, macho, cabrón... Lo que prefieras, siempre palabras que denoten obediencia o sumisión. Y nunca te dirijas a mí con un diminutivo. ¿Lo has entendido?
—Sí... señor.
—Perfecto.
Arrodillado, el gemelo le besó ambas nalgas. Eric, estremecido, separó las piernas, apoyó las manos en las rodillas y arqueó la espalda, con el cuello encogido entre los hombros. Con esa postura, le ofrecía su voluminosa intimidad.
—Si quiere, señor, cómaselo —rogó.
—Aprendes rápido, chavalito —dio Álvaro, satisfecho con la oferta y su manera de formularla.
Con las manos muy abiertas, el cachas hundió los dedos pulgares entre los glúteos y los separó. El ano, con su areola rosada en forma de lágrima, quedó frente a sus ojos.
Ya se había trabajado anos así en otros gorditos que se había follado. Por experiencia, sabía que dilataban con tanta facilidad como los coños. Él los llamaba culo-coños.
Admiraba esa forma ambigua que la naturaleza los había otorgado, le gustaba recrearse lamiéndolos con lentitud hasta que le palpitaban en la punta de la lengua.
—Qué ojete tan tierno te gastas —susurró—, qué rico coñito, princesito. Verás qué rico lo sientes cuando lo haga mío.
En su fuero interno, había llegado a la conclusión de que era una manera de la naturaleza de señalar a los chicos que había creado para uso y disfrute de los Alfa, putos a los que había dotado de esa mezcla de culo y coño, además de sensuales curvitas afeminadas en caderas y cintura.
—Voy a percutir sobre tu próstata hasta que te corras con grititos de puto, ya lo vas a ver...
—...sí...sí...
—¿Sí, qué?
—...sí...señor... —dijo. De repente, su voz sonaba varios tonos más aguda.
Muy sabia, la naturaleza. Solo hay que saber interpretarla.
Álvaro soltó las manos. Las suaves carnes de los glúteos se cerraron, atrapando en medio su rostro. Marcaban su chándal dos manchas del tamaño de una uña, pero no dijo nada. Los alfas deben callar su goce, deben disimularlo frente a sus sumisos.
Durante unos segundos, aguantó con la cabeza enterrada en el culo de Eric. ¿A qué olía? Era un aroma familiar, mezcla de... Jabón de ducha con... ¿talco? Sí, ¡talco! No lo tenía muy reciente, pero lo llevaba grabado a fuego en su memoria sensorial. Le recordaba a los primeros encuentros furtivos con Samuel, cuando, después de follárselo, le pasaba toallitas húmedas y talquistina para calmarle la irritación.
Volvió a abrirle las nalgas. Sacó la lengua y, usando solo la punta, lamió el rosado ano en círculos sobre la sensible piel de la areola. Eric, resollando, empinó más el culo. Cuando vio que el orificio bullía, paró. Ahora Eric se estaría preguntando el motivo.
Solo había uno: hacerle rogar.
No esperó. Se incorporó, volteó al gordito y le metió la lengua en la boca para descubrirle otro nuevo sabor: el de su propio culo-coño.
El gordito le chupó la lengua hasta que el cachas, agarrándole del cabello, le separó la boca.
—Te voy a dar por el culo —repitió, mirándole con el ceño fruncido, como si de golpe se hubiera enfadado—, pero antes me adueñaré de tu cuerpo. Voy a despertar las terminaciones nerviosas de tu piel, las volveré receptivas al más mínimo estímulo. Los brazos, levántalos.
El puto obedeció. El Alfa levantó la sudadera. La tripa y las tetillas quedaron frente a él.
Está para comérselo, pensó Álvaro, pero no lo dijo. No hacía falta. Los mensajes, fotos y vídeos que se habían intercambiado durante el último año, hasta este día, evidenciaban las ganas que le tenía.
—Bájalos.
El puto se liberó de las mangas, que cayeron flácidas del reverso como una marioneta sin cuerdas.
La sudadera seguía alrededor de su cabeza, cubriéndosela. Hizo un gesto para sacarla, pero Álvaro le sujetó las manos.
—¡Ah, ah! ¿Qué crees que haces?
—...es que... no veo nada...—dijo.
—Ni falta que te hace, putito, por el momento.
Unas sombras cruzaron tras los estores de las ventanas superiores. Luego, llegó el sonido de un cuerpo al zambullirse en el agua. Samuel se estaba bañando.
Álvaro se apartó del cuerpo semidesnudo del gordito. Fue junto a la PS5, a por su teléfono móvil, con el que le hizo varias fotos. Las guardó para más adelante.
Tiró el móvil sobre la cama y, en la play list del portátil, buscó «Don't cry» de Guns and Roses.
El gordito esperaba de pie, con los brazos pegados al cuerpo, la cabeza cubierta por la sudadera y el suspensorio al aire. Le había concedido una pausa que aumentó su intriga.
Álvaro, por fin, experimentó lo que había sido el objeto de muchas de sus pajas de los últimos meses: le puso las manos sobre las tetillas y empezó a amasarlas despacio, con movimientos circulares, prensando con las palmas los gruesos pezones.
Bajo la sudadera, la respiración de Eric volvió a acelerarse al contacto de las manos en sus sensibilizadas tetillas.
—¿Recuerdas la palabra clave, princesito?
—...síseñor...
Álvaro las sujetó por debajo y las alzó. Los pezones, endurecidos, quedaron elevados como un par de ojos estrábicos.
Los chupó, los lamió, los mordisqueó... Su lengua, labios y dientes hicieron cuanto se les antojó con ellos. De haber sido una follada normal, se habría sacado la polla, se la hubiera dado a mamar y se le hubiera corrido sobre ellos. Pero no había esperado un año para algo que otro cualquiera podía ofrecerle.
—...augh...augh...augh...
Eric jadeaba, con los brazos caídos y la sudadera aún sobre su cabeza. Los pezones eran una de las zonas más sensibles de su orondo cuerpo. Que se los estuviera chupando el gemelo cachas le provocaba un morbo intenso, el subidón de una buena droga. El precum colgaba a través de la tela del suspensorio.
Ansiaba que fuera más rápido, que lo tumbara ya sobre el sofá cama, le abriera las piernas y le diera a fondo con su polla, las veinticuatro horas. Lo ansiaba. Cada acercamiento a su cuerpo era una ola de deseo mayor que la anterior hacia el cachas, que, en cambio, iba lento, muy lento, controlando lo que hacía, consiguiendo encender sus células receptoras del placer, como le había dicho, y su deseo de ser follado.
—...cabrón...augh...mistetillas...—musitó.
Álvaro calló. Era otra cosa que el chavalito aprendería. Tu Alfa no tiene por qué dignarse a hablarte, aun cuando tú te dirijas a él, si no quiere.
En eso pensaba, en todo lo que le iba a enseñar, mientras seguía pasando su lengua por los pezones, que habían aumentado de tamaño y grosor, y habían adquirido un color amoratado.
Abandonó los pezones, agarró la cintura del chándal y se lo bajó despacio hasta las rodillas. Luego, hizo lo mismo con el jockstrap . La polla de Eric saltó al exterior firme, gruesa, empapada por precum transparente imposible de retener.
—Ponte aquí —dijo Álvaro—. Déjate caer hacia atrás. Tranquilo, caes en la cama. Así. Ahora, estira las patitas para que te quite el pantalón. Eso es. La otra. Muy bien, princesito, muy obediente. Ahora, tu macho va a decirte qué te va a pasar, ¿me oyes?
—...sí, papá...
—Escucha bien, chavalito. Voy a meterte la polla por el culo hasta hacerte correr de gusto bajo mi cuerpo. Luego te ataré a la cama. Ahí empezarán de verdad los juegos del hambre. ¿Has comprendido?
—...sí...
—¿Sí qué?
—...sí, señor...
—No olvides —añadió en un susurro— demostrar tu sumisión hacia mí. Voy a hacer que te corras, no porque quiera acabar pronto contigo, sino para todo lo contrario. Una vez quedes liberado de tu ansiedad, ya todo será gozar.
—...síseñor...locomprendo...gracias...
Álvaro le quitó el jockstrap y lo dejó sobre la cama. Quizá lo olieran juntos más adelante.
—¿De qué color es el traje del alabardero?
Eric, tirado sobre el sofá cama, con las piernas elevadas en V y la cabeza aún encubierta, tardó dos segundos en responder. La pregunta le había cogido por sorpresa.
—...amarillo...señor... —respondió—, amarillo...como el sol...
—Mmmm... De vez en cuando te lo preguntaré. Si no respondes, me pondrás contento.
Le agarró de los tobillos, situó la polla rígida en el orificio anal y empujó. Sin más lubricante que sus jugos naturales internos, el ano se la tragó entera.
—Joder, princesito —dijo—, ¡cómo te las tragas! Hasta mis mismas pelotas te la he endiñado—luego, tras una pausa, añadió: —Ya puedes quitarte la sudadera, puto. Así verás mi cara de cabrón mientras te follo.
A Eric, tumbado como estaba, con las piernas alzadas y ensartado por la polla del gemelo, le costó sacar la cabeza de la sudadera. Estuvo forcejeando con la capucha, que se le había enredado por dentro.
Obviamente, aunque estuvo tentado, Álvaro no le ayudó. Es más, ni le soltó los tobillos, ni le sacó la polla para que pudiera moverse con más comodidad. Se lo folló mientras el puto batallaba con la capucha hasta que, al fin, sacó la cabeza, desprendiéndose por completo de la prenda.
La próxima vez, quizá, le ayudara.
Ahora, era el piano de «November rain» el que flotaba sobre el sótano del chalé, sobre al Alfa y su puto, que, desnudo y despeinado, temblaba de excitación al ver el torso musculado del rubio entre sus carnosas piernas, al sentir la dureza de su polla perforando sus entrañas.
Estiró las manos. Las yemas de los dedos alcanzaron los tostados abdominales, las venas que cruzaban el pubis liso.
—...señor...fóllameduro... —dijo, acariciándolos.
Ahora, el Alfa había aminorado el ritmo. A cambio, empujaba con las caderas hasta bien profundo.
—Es la segunda vez que me ordenas algo, puto. No debes hacerlo.
—...lo siento...señor...
—Por esta vez tienes mi perdón. Pero como haya una tercera, me obligarás a castigarte.
En realidad, jugaba con su ansiedad, con sus expectativas. Nada que dijera, excepto cierto color, cambiaría lo que había planeado para él. El orden dependería de cómo fueran sucediendo los acontecimientos, según el aguante del chaval.
De momento, se sentía satisfecho de su entrega, de cómo su cuerpo respondía a sus estímulos, de la acogida de su culo-coño a su polla y de la facilidad para asumir su nuevo rol.
Sujetando los tobillos y forzando la abertura de sus piernas, empezó a aumentar la velocidad con la que se lo follaba. Además del movimiento adentro y afuera, también la meneaba arriba y abajo, como una palanca, para golpear su punto G masculino. Supo cuándo lo había encontrado porque el princesito perdió su erección y los huevos se le inflaron, casi duplicando su tamaño. Aunque flácida, goteaba abundante precum sobre el pubis.
Aumentó la velocidad de sus empellones. Le soltó una pierna y se cargó la otra al hombro, abrazando el grueso muslo. El gordito se ladeó un poco. Sus tetas, los michelines que formaban la grasa de su barriga, sus orondos muslos... Todo él temblaba y se estremecía al ritmo que marcaban las caderas del cachas.
—augh...augh...fóllameporfavor...fóllamemimacho... —rumiaba con voz afeminada.
De repente, la polla creció, recuperó su grosor, y los testículos se le contrajeron. Álvaro supo que el chaval iba a correrse. Se la agarró y empezó a pajearle deprisa, sin dejar de darle por detrás.
A Eric, ensartado y pajeado, se le erizó la piel de los brazos. El placer se le acumulaba en el interior de su culo, llenaba sus testículos igual que un globo se llena con agua. Sin previo aviso, estiró la cabeza hacia atrás y empezó a mearse de gusto.
El chorro de orina trazó una parábola para chorrear por encima del ombligo. El cachas levantó la polla y la meada cayó sobre su mano.
Con el potente chorro aún saliendo, el Alfa aumentó la velocidad de su brazo y de las caderas, de la paja y de la follada a la vez. Eric se retorcía, cimbreaba la cintura y sacudía sus caderas intentando zafarse, pero eso fue demasiado zarandeo para su próstata y la meada se cortó para que la lefa surgiera de su pollita a borbotones, mientras gemía con voz aguda, los puños apretados en la sábana, las mejillas ardiendo.
Entre convulsiones y gemidos, cuando no le quedó más lefa que expulsar de sus cojones, el chorro de orina volvió a surgir más débil.
—...ough...ough...ough...
A Eric le costaba respirar.
Álvaro se sintió orgulloso de la entrega del princesito. Siguió follándoselo hasta que notó que el punto sin retorno se acercaba. Entonces se detuvo.
Con el antebrazo, se limpio el sudor que le pegaba el cabello a la frente.
Le sacó la polla con suavidad. Empalmado, fue al armario para sacar otra sábana, que dejo sobre el sofá cama. Luego, apagó la música del portátil.
—Después la cambias —dijo.
El gordito obedeció con la cabeza. Apoyado en un codo, trataba de incorporarse, sin conseguirlo. Álvaro, estirando de ambas manos, le ayudó a sentarse en el borde del sofá cama.
Después, en el llavero de su padre, buscó la llave que abría el candado de la bolsa deportiva del otro sillón.
Eric, limpiándose el sudor de la cara con las manos, se preparó para el segundo round . Le ardían las orejas.
—Ahora —dijo el Alfa—, voy a salir unos minutos. Pero antes, tengo que ponerte esto.
En la mano tenía una tobillera de cuero, con hebillas metálicas y cierre de velcro.
—He visto que, al entrar, te han llamado la atención los mosquetones —continuó—. Supongo que has imaginado su función.
Sin esperar más respuesta por su parte, el rubio macho, desnudo, con la polla erecta, enganchó la hebilla en un mosquetón de acero. Luego, le ajustó el velcro alrededor del tobillo. El princesito podía moverse, pero de manera limitada, al estar amarrado del pie.
—En un rato vendré a quedarme liberado de mi promesa. Descansa, puto. Falta te va a hacer.
Moviendo el culo como un chulito, Álvaro salió del sótano sin despedirse.
Eric, desnudo, sucio de semen y orín, escuchó cómo echaba la cerradura desde fuera.
No había estado mal, para empezar. ¿Qué más cosas contendría esa bolsa?
Mientras elucubraba, en contra de su intención, se quedó dormido.
Álvaro llegó al jardín. Samuel estaba acodado en el borde de la piscina, junto a la escalerilla metálica.
Se lanzó al agua y, sin hablar, le abrazó por la espalda.
—No me pongas esa cara —dijo—. Cuando quieras te lo preparo para ti. O nos lo follamos juntos. Lo que tú quieras.
Samuel se giró y le besó en los labios. Luego, dijo:
—Algún día te enamorarás.
—Ya estoy enamorado, cachorro.
Samuel odiaba su habilidad para regatearle y llevárselo a su terreno.
—De otro, ¡idiota!
—Yo nunca te voy a dejar.
Volvieron a besarse. Luego, Álvaro lo estuvo masturbando mientras le contaba lo de Eric .
Gracias a todos por vuestros mensajes y correos.