El regalo de cumpleaños de los hermanos gemelos
El beso de alcohol. Álvaro, su vecino y hermano gemelo de Samuel, prometió a Eric un regalo de cumpleaños como bienvenida a su mayoría de edad: veinticuatro horas a base de agua, pan y sexo. Así fue como se acordó.
Eric era un chubby guapo, de cabello oscuro, gruesas pestañas y una piel rosada carente de vello. Acababa de cumplir los dieciocho la semana anterior. Álvaro, que era un chaval de palabra, le prometió una fiesta en la piscina y un regalo de bienvenida a la mayoría de edad que no olvidaría:
Desde las diecisiete horas del sábado hasta las diecisiete del domingo. Veinticuatro horas atado a la cama a base de agua, pan y sexo, a merced de lo que al calenturiento gemelo se le pasara por la cabeza.
Ya se lo había hecho a Carla, su hermana mayor. Ella no consiguió completarlas. Aguantó diez horas antes de decir la palabra clave para que la soltara. Diez horas. Una campeona.
Cuando Carla le contó lo que sucedió durante esas horas (lo que había o sentir, cómo se la había follado sin aparentemente cansarse, cómo nunca se le acababan las ideas perversas), Eric sintió un revoltijo de cosas en el estómago.
Ahora, su turno había llegado. Pero todo se acordó un año antes, durante un botellón en el chalé. Entre alcohol y bailes, apoyando su valor en el alcohol, Eric le había confesado que Carla se lo había contado todo. Álvaro se agenció una botella de Absolut, con un vaso de chupito, y se llevó a Eric al porche, apartados de todos, para charlar en la intimidad.
—Me gustaría que me lo hicieras a mí también —le pidió, finalmente—. Quiero saber qué se siente.
La fiesta continuaba al ritmo del reguetón que les llegaba de fondo, emitido desde un ordenador portátil. Estaba anocheciendo, pero en el jardín no hacía frío. Las ganas de sexo iban creciendo entre las sombras que creaba la escasa luz que se filtraba por la puerta entreabierta de la galería.
Del grupo de amigos de la urbanización, una treintena de jóvenes veinteañeros, la mayor parte continuaba bañándose en la piscina, desnudos, apoyadas las espaldas contra las tibias paredes de azulejos blancos y azules. Ellos reían, con el agua clorada por los hombros y las pollas tiesas sumergidas; ellas, con los senos visibles ondulando bajo la superficie, les coqueteaban, alargando unas conversaciones vacías por el mutuo interés, para dar tiempo a que las manos inquietas de unos y otras encontraran los tesoros que buscaban.
El resto del grupo, con vasos de plástico medio vacíos, bailaban en corro muy juntos, en bañadores o bikinis, desnudos los pies sobre el césped, como en un sensual aquelarre juvenil. De vez en cuando, alguna pareja, o trío, se formaba en medio del círculo, se agarraban, se abrazaban, se perreaban bañador contra bikini, antes de despejar el centro del círculo entre silbidos y risas nerviosas.
Desde el porche, Álvaro abrió la botella de vodka. Algunas gotas se perdieron en el suelo engravillado.
—Llegar a las veinticuatro no era lo importante —le estaba explicando con su profunda voz, mientras servía el primer vaso de licor—, sino alcanzar sus límites, descubrir cuánto placer era capaz de soportar.
Cuando el vaso estuvo lleno, se lo bebió. Luego, volvió a llenarlo para ofrecérselo.
—Seguro que yo aguanto más que ella —dijo, tomándoselo de un trago.
—No es una competición, chavalito —había continuado el rubio—. Es como comprarte unas Nike muy caras que te gustan mucho. Cuando pase el tiempo, vas a estar tan contento con tu compra, porque te sientan tan de puta madre, que no te vas a acordar del pastón que te costaron. Esa debe ser tu actitud; que, cuando eches la vista atrás —dijo, bajando el tono de su voz, buscando dar un tono más confidencial a sus palabras— y recuerdes cómo disfrutabas, cómo te retorcías conmigo de gusto, cómo no podías evitar eyacular una y otra y otra vez... Cuando todo eso pase, que te importe una mierda cuánto aguantaste.
Para seguir escuchando, Eric había tenido que acercarse a su cuello, hasta casi rozar la tostada piel con su mejilla.
—Me pongo cachondo solo de pensarlo —susurró.
Álvaro sirvió otro par de chupitos.
—El objetivo debe ser tu disfrute, como le dije a tu hermana. Para ello, haré con tu cuerpo lo que se me antoje. No se trata de convertirte en mi siervo. Es más que eso: es someterte al goce, al placer completo. Sin humillación ni dolor, a menos que vea que tu cuerpo lo pide. Si alguna cosa te incomoda, dices no y paso a la siguiente. Cuando te llegue ese momento, que te llegará, en el que no puedas soportarlo más, dirás la señal, una palabra acordada entre nosotros, y pondré fin a la sesión.
—¿Cómo que pida dolor?, ¿a qué te refieres?
—Ahora no te preocupes por eso —dijo el rubio, eludiendo responder—. Elige una palabra. Si el año que viene, cuando cumplas dieciocho, no has cambiado de opinión, búscame.
Si hubiera estado en condiciones normales, la habría decidido ya, en ese mismo instante. Pero entre el alcohol y que estaba demasiado excitado, no era capaz de tomar ninguna decisión, ni siquiera una tan simple. Tenía los pensamientos revueltos, no solo por el vodka.
La gravilla del suelo delató los pasos de alguien que se acercaba. Desde la oscuridad del porche, surgieron unos pechos embutidos en un minúsculo bikini verde lima. Los pezones, transparentados bajo la telita, apuntaban hacia Álvaro.
—Perdona —dijo Carla, su dueña, paladeando cada palabra—, ¿tenéis más cerveza? Casi no queda en la nevera.
—En la despensa. Dile a Samu que la saque.
Carla avanzó. Chispitas de agua centelleaban en sus clavículas como lentejuelas.
—Se lo diría, pero, la verdad, hace tanto tiempo que no lo veo —dijo, mirando lujuriosa la entrepierna del gemelo.
—Vale. Ahora voy.
Carla dio por válida la respuesta, porque, tras escanear su cuerpo, regresó a la oscuridad de la que había salido, moviendo las caderas sinuosamente. Si le hubieran preguntado, habría jurado que no había nadie más allí.
—Menuda zorra se está volviendo —dijo su hermano, recuperando la visibilidad.
—Ni puto caso. Volvamos a la fiesta.
Eric, tratando de alargar el momento, le puso sus rechonchos dedos sobre un hombro.
—Espera... ¡Un trago más! —pidió.
Álvaro respondió empujándolo contra la pared del chalé. Con su potente brazo presionándole el pecho, tomó un trago de licor directo de la botella. Inmovilizado, Eric pensó que le daría de beber, pero en lugar de eso, el rubio le besó.
Tardó un segundo en reaccionar, sorprendido. Cuando notó que el líquido le rebosaba por las comisuras, abrió un poco los labios. El licor fue derramándose por su paladar.
A medida que lo recibía, se lo iba tragando. Cuando ya no le entró más, buscó meter la lengua en la boca de Álvaro, pero este la rechazó con la suya. Eric retrajo su lengua y dejó que fuera la otra la que le invadiera. En cuanto la sintió dentro, se la chupó con el regusto de quien rebaña el chocolate de las paredes de la taza.
Ese beso de alcohol le puso dura la polla. Le pareció lo más caliente que había hecho en su vida, mucho más que follar.
—Chupa despacio, chavalito —susurró el cachas con voz masculina—, lo gozarás más.
Las ganas de sexo le apremiaban, pero, al oír su orden, se relajó y le mamó el musculoso apéndice con menos ansia. Empotrado contra la pared, sintió que se le aflojaban las piernas. Notó el muslo del cachas entre los suyos y, flexionando las rodillas, se apoyó sobre él. Sus testículos aterrizaron y se aplastaron contra la dura carne femoral. Con la lengua aún invadiendo su boca, comenzó un movimiento de vaivén que le produjo unas deliciosas sensaciones en los huevos, que se sumaron a las que ya recorrían sus encías.
Cuando empezó a gemir, el gemelo dio por acabado el acercamiento.
—Voy por la birra —le dijo—, vente conmigo.
Toda esa noche, el año antes de cumplir los dieciocho, Eric y Álvaro estuvieron bebiendo juntos.
Pero el gordito no le acompañó al interior del chalé inmediatamente.
Tardó un minuto. No más le costó sacarse la polla del bañador y pajearse, con la espalda aún en la pared y las piernas separadas, hasta vaciar sus pelotas y dejar sobre el suelo engravillado del porche su sello en forma de espesos gotarrones de leche.