El regalo
Una amiga y amante me regaló el sueño de todo hombre: estar con dos mujeres a la vez, formar el triángulo sexual equilátero.
Hacía tiempo que, como todos los hombres, soñaba con estar en compañía de dos mujeres para gozar del sexo sin ningún tipo de limitaciones. La ocasión no se presentaba a pesar de que lo intentaba de todas las maneras posibles. Una buena amiga me prometió que se lo pensaría.
Luisa, mi amiga, cumple la función de la amante perfecta. Es discreta, inteligente y bonita. Le gusta el sexo tanto o más que a mi. Nunca dice no y siempre está dispuesta a nuevas experiencias.
Tras varios meses como amantes, una tarde le hablé de mi sueño. No se sorprendió. Sólo me pidió tiempo y paciencia. Al cabo de unos meses me aseguró que estaba buscando una mujer que quisiera jugar con nosotros. No era fácil. Las lesbianas quieren exclusividad y las bisexuales buscan mujeres pero para compartir a sus maridos.
No me hizo nunca ningún comentario más y, cuando yo le preguntaba, siempre me respondía que lo tenía en cuenta y que tuviese paciencia. Si encontraba una mujer, primero quería probar si ella se sentía bien con los besos y las caricias que le propiciaba otra mujer. En definitiva, antes de que se cumpliese mi sueño, ella tendría una experiencia lésbica y posteriormente estaría en condiciones de incorporarme al juego sexual.
Habían pasado varios meses sin hablar del asunto. Nos veíamos muy de vez en cuando. Mi trabajo no me permitía ir a buscarla con frecuencia. Sólo podía aprovechar determinados viajes de trabajo para estar con ella.
Llegué a olvidar en muchos momentos la ilusión de participar en un trío. Los encuentros con Luisa tenían tanta carga sexual, tanta pasión y tantas sensaciones nuevas que se convertían en sesiones agotadoras. El hecho de que fuese multiorgásmica contribuía a convertir nuestras tardes en un muestrario de posturas y prácticas inimaginables. Todo surgía en el momento. La improvisación nos llevaba siempre por caminos diferentes. Iniciábamos nuestros encuentros con unos besos muy apasionados. Algunos días estuvimos más de media hora besando nuestras bocas. El deseo iba creciendo con el baile de nuestras lenguas y el placer que sentíamos nos llevaba al borde del orgasmo. A partir de ahí, nuestras mentes se nublaban y recorríamos nuestros cuerpos con las lenguas y las manos, deteniéndonos en aquellos órganos que más gozo nos producían. Nunca se repetía la misma experiencia. Unas veces aplicábamos besos dulces en el cuello, en los pechos, en la cintura, los glúteos, el clítoris, el glande, los testículos . Luego venían sus orgasmos. Uno tras otro iban empapando las sábanas con sus flujos abundantes. Formábamos charcos en el suelo, en la bañera Se corría sobre mi cara, sobre mi espalda A continuación, ella se deleitaba chupándome los testículos, el pene, los glúteos, el ano.. Así durante una eternidad fantástica. Me llevaba al borde del orgasmo, pero yo retenía la explosión del esperma para dispararlo en su útero. Un día, sentí tanto placer cuando su lengua jugaba con mi ano que quise sentir la sensación de ser penetrado. Me introdujo un dedo, pero no era suficiente. Para nuestro encuentro siguiente compré un vibrador que estrenamos en su coño y que posteriormente introdujo levemente en mi ano. O al menos lo intentó.
En unas ocasiones finalizábamos con una inmensa corrida en su vagina después de que ella hubiese conseguido al menos una docena de orgasmos. Entonces yo acariciaba de nuevo su vulva a medida que iba saliendo el esperma y le originaba una nueva tormenta de placer. Aquellos días no se lavaba y nos íbamos a tomar algo y a cenar sabiendo los dos que llevaba las bragas llenas de mi leche. Otros días me dejaba metérsela en el culo hasta que me corría. Luego sacábamos la lefa del condón y nos rociábamos el sexo y lo chupábamos. En algunas ocasiones eyaculaba en su boca y luego nos besábamos pasándonos el semen el uno al otro mientras lo tragábamos.
Resultaba fácil comprensible que después de una sesión así, yo olvidase con frecuencia mi gran sueño.
Aquella noche, habíamos previsto cenar e ir luego a mi hotel para pasar una noche apasionada. Al vibrador, habíamos sumado bolas chinas, un anillo vibrador para el pene, cremas, un consolador anal y lencería muy erótica. Estuve toda la tarde excitado y tuve algunas dificultades para disimularlo en los encuentros comerciales con clientes y, sobretodo, clientas. No podía evitar imaginarlas desnudas en mi cama. Besar aquellas bocas, acariciar sus pechos, poner mis manos en sus caderas y juntar nuestras pelvis en una danza de lujuria.
Tal vez fuese la sorpresa de lo inimaginable la que me hizo perder la consciencia de la realidad por unas décimas de segundo cuando aquella noche vi ante mi a una mujer de mediana edad, atractiva, pero no llamativa, elegante dentro de la sencillez, ligeramente rellenita pero con unas redondeces muy bien determinadas, caderas anchas como a mi me gustan, y una sonrisa cautivadora.
Luisa me la presentó como Charo y mi reacción fue tan improvisada que me levanté y le di la mano, aunque reaccioné a tiempo para atraerla hacia mi y besarla en las mejillas.
La conversación que mantuvimos mientras tomábamos un café giró alrededor de cómo nos imaginamos cada uno de nosotros cómo era el otro. Yo no imaginaba nada porque no me lo esperaba y ella tenía una idea bastante aproximada porque Luisa se lo había explicado con detalle.
Charo no había estado nunca en una situación similar. Se había divorciado hacía unos años y había buscado el otro hombre de su vida sin encontrarlo. Un día hizo caso de una amiga lesbiana y buscó su media naranja entre las mujeres. Probó con varias y acabó por reconocer que ni con uno ni con la otra podría vivir las veinticuatro horas del día. Sin embargo, convino en que tanto había disfrutado con hombres como con mujeres y que no quería dejar escapar lo maravilloso que tiene el sexo en los dos casos.
Luisa y Charo contactaron en un bar de ambiente homosexual al que acudían tanto hombres como mujeres. Hablaron, rieron, y a las pocas horas se entendieron. Trabaron amistad y se veían a menudo. En resumen, ellas habían pasado muchas horas juntas. Las suficientes para contarse su vida, para que yo fuese uno de los personajes en las historias de Luisa y para que ahora estuviésemos los tres juntos. Ellas felices y yo ilusionado como un niño pequeño el día antes de su cumpleaños.
Se cogieron de la mano y se miraron con tanta intensidad que la pasión estuvo a punto de transformarse en materia.
La excitación explotó dentro de mí y recorrió cada milímetro de mi piel. Estaba inquieto y sereno al mismo tiempo. Una gran felicidad me llenaba por completo y la lujuria me envolvía con un ardor incontrolable. El deseo irrefrenable de besar aquellas bocas que reían y hablaban sólo se reprimía por la esperanza de que unos minutos después se entregarían a mi y yo me entregaría a ellas y ellas se entregarían entre sí.
Pedí la cuenta y conduje con impaciencia hasta el hotel. Ellas se sentaron en el asiento de atrás y vi por el retrovisor sus besos y caricias. Observaba cómo me provocaban descaradamente.
Allí estaba el hotel. Discreto, casi en penumbra, y el lugar que viviría mi más excitante experiencia. Era mi regalo de cumpleaños y dentro de unos minutos lo podría abrir.