El Regalo

En la búsqueda de emociones sexuales cada vez más altas, un hombre sube un nuevo e incitante peldaño que lo lleva a las puertas de la sumisión absoluta.

(Categoría: DOMINACION)

EL REGALO

El hombre ya tenía sus años, exactamente 44. Los suficientes como para contar una variada experiencia sexual, pero no tantos como para resignarse a lo vivido, sin intentar nuevos hallazgos en una materia que reconocía, por haberla cultivado con intensidad, placentera y abierta, como pocas otras cosas, a la inventiva permanente, a las llamados de la creación.

El caso es que, por un lado, este buen señor había disfrutado de las más diversas relaciones sexuales, pero por otro, sentía que le quedaban muchas otras sin conocer. Últimamente, como consecuencia de unas cuantas lecturas, de algunos comentarios de otra gente afecta por lo menos a cierta morbosidad verbal, y de otros agregados hechos por su propia imaginación, las tentaciones le caminaban sobre los misterios del morbo y de la servidumbre. Se veía, concretamente, a sí mismo, como parte de una relación asimétrica, en la que su pareja asumiera el rol de amo (o eventualmente, ama) con todas sus duras implicancias: posesión absoluta de su cuerpo y de su voluntad, hasta el punto de imponerle todas las decisiones que adoptase, sin otra razón que el seco y concluyente "porque a mí se me da la gana, y tú, como eres un simple cosa sin entidad ni pensamiento, no tienes más alternativa que aceptarlo".

Desde otro ángulo, se imaginaba que eso ya estaba sucediendo, y que ya nada de lo suyo era suyo sino de su amo, la gran divinidad, el propietario severo y lujurioso, que lo hiciese, por fin, un siervo complacido.

Buscó, entonces, en la red, con perseverancia y entusiasmo, esa figura dominante que había idealizado. Semanas, meses. Muchas veces creyó estar cerca de lograrlo, de ponerle finalmente nombre y sustancia al otro cuerpo necesario. Pero por una u otra causa, la entrega no podía consumarse. Y el desafío, pese a la fuerza con que era soñado, seguía en el estado de una cuenta pendiente.

Hasta que se dio. Un día llegó un hombre con la inteligencia de captar lo que él estaba proponiendo. Y un corazón de esos que bombean morbo y sanas perversiones, que supo verlo como el objeto justo para su placer.

2.

Este tipo es mío -dijo Soares-. Así que voy a darle todo lo que, al parecer, anda buscando. Que es lo mismo que busco yo, pero al revés. Hace tiempo que deseo disponer de un hombre que se me entregue sin limitaciones, ver de que manera satisface, mansa y calladamente, los actos que le impongo, aunque ellos sean denigrantes o absurdos. Tenerlo por ejemplo a mis pies, desnudo, luego de que lo haya insultado y abofeteado por cualquier omisión o tardanza, real o simplemente imaginada por mí, cualquier infidelidad, culpa o incumplimiento que le atribuya, mientras limpia mis zapatos con su lengua, chupa y huele mis medias, lame dedo a dedo mis pies, y sólo eleva su cara para mirarme y agradecerme como si yo fuera su Dios, y él un siervo asumido que recibe a cambio mis escupitajos y mi orina caliente.

3.

Ambos llegaron al sitio convenido, con puntualidad, y sobre todo con plena decisión y conciencia. Sabían que, una vez transpuestas las puertas del hotel ya no habría margen para arrepentirse de nada. Pero antes sus miradas lo habían dicho y aceptado todo. La de Soares, el amo, altiva y superior, abarcadora, marcando a fuego su tendencia de mando, su poder. La del siervo, dócil y obediente, rendida, aunque luminosa por la sinceridad con que se abría ante el macho, prometiendo los placeres viciosos del servicio y la entrega.

Enseguida el amo hizo que su esclavo abriera el maletín donde debía portar los elementos requeridos. Allí observó, con rapidez, todo lo que había: vibradores, cremas, forros, sogas, velas, diarios de papel, un collar de perro y una bombilla para hacer enemas. Pero faltaba una cosa. De modo que le dijo, entonces, al siervo, con enojo todavía contenido (ya que se hallaban en una vereda pública): -Pelotudo de mierda, te has olvidado del regalo que debías hacerme. Ahora mismo vamos a buscarlo. Yo lo voy a elegir, y tu lo pagas. ¿Está claro, imbécil?

-Por supuesto que está claro, señor –dijo, con dulzura, el siervo-. Ya sabe que desde hoy en adelante no haré otra cosa que lo usted diga...

4.

En ese acuerdo caminaron un par de cuadras, hasta un negocio, muy elegante, de artesanías nativas. El amo, luego de una prolija observación, halló lo que buscaba, un cinturón pampa, crudo, ancho, con pelo, calado en sus bordes, con una hebilla de metal forrada en napa doble, y aplicaciones en astas...

A pesar de su presencia, casi inanimada, imponía tanto respeto como lo habrá impuesto, alguna vez, la bestia de su origen. Y no sólo respeto. El hambre reprimida del amo hizo que se acariciara, lenta y morbosamente, su miembro esperanzado, su otra cabeza pensante, que ya empezaba a figurarse luchas y victorias, en tanto al siervo le nacía una comezón extraña, casi febril, que recorría su cuerpo y sus sentidos. Era el trabajo de sus duendes, los aprestos de su carne ansiosa.

El esclavo, en señal de mansa aceptación, pagó la factura, mientras miraba el cinto con codicia y lujuria. Sabía que, desde entonces, su sola presencia y movimiento, el mero chasquido de su caricia educadora, habría de ser la marca de su cambio en la vida, algo más grande y poderoso que un gran objeto fálico, la cruz del amo, de su nuevo Dios, ante la cual ofrecería, sumisamente, su devoción y su gozoso sacrificio.

Soares, el amo, sonrió complacido. Y en instantes, aprovechando una breve circunstancia de soledad, completó la liturgia. –Muy bien, puto- le dijo-. Ahora, ponte de rodillas y besa mi mano, la mano que habrá de alimentarte...