El refugio
Cuatro jovenes montañeros tienen un encuentro inesperado con una montañera solitaria.
El terrible viento del norte, se encauzaba en el collado y nos cogía de frente mientras subíamos por la Vueltona. La ventisca pegaba fuerte y nos hacia tambalear, sobre el inestable camino que ascendía decidido, a través del temible pedrero, hacia el collado de Horcados Rojos. La noche se echaba encima y la plateada cúpula de Cabaña Verónica no se divisaba por ningún lado. Desde hace rato, pensaba que tal vez no había sido buena idea subir con este tiempo, si no vemos el refugio antes de que anochezca estaremos jodidos. Pero había que aprovechar el tiempo en esta Semana Santa del año 79. Cuatro amigos habíamos salido de Madrid en un cascarrioso R-4 y no nos podíamos quedar estancados en el refugio de El Cable, en la estación superior del teleférico de Fuente Dé, viendo como caía la nieve.
– ¡Allí esta! –grite señalando un pegotito metálico que se vislumbraba a través de la enfurecida nevada–. ¡Apretad, a ver si llegamos antes que oscurezca del todo!
Por fin llegamos, y después de abrir la escotilla, –el refugio es una cúpula antiaérea del portaviones norteamericano USS Palau–, entramos en su interior. El refugio es chiquitito, seis plazas y todo el interior está forrado de madera para aislarlo del frio y de los rayos. Encendimos velas y nos acomodamos quitándonos la ropa mojada. Por las redondas claraboyas no se veía nada, estaba todo más oscuro que los cojones de un grillo. Mientras cenábamos, vimos un reflejo en una de ellas. Me calce las botas, me puse la cazadora y salí al exterior haciendo señales con la linterna. Solo se veía una luz, seguramente una frontal de gran potencia, que abría la oscuridad reflejando los copos de nieve. Marchaba muy despacio y salí a su encuentro por si necesitaba ayuda.
– ¿Te ayudo? –pregunte cuando llegue a su lado. No contesto, se agarró a mí para apoyarse. Llego uno de mis colegas que le sujeto la mochila y nos encaminamos al refugio.
Ya en su interior, nos dimos cuenta que estaba chungo. Le quitamos la cazadora y menuda sorpresa, resulto ser una chica.
– ¿De dónde cojones sales tú? –la preguntamos.
– De abajo, de El Cable. Cuando llegué, me dijeron que hacia quince minutos que habíais salido y salí tras vosotros, –respondió tiritando–. La subida ha resultado ser más dura de lo que pensaba.
– Bueno, no te preocupes, ya estás aquí. Quítate la ropa que estas empapada y enróllate en esta manta, –la dije cogiendo una del cofre del refugio.
Roser, así se llamaba, se puso ropa seca y se enrolló en la manta. Encendimos la pequeña chimenea y con el campingas calentamos caldo instantáneo. Mientras se calentaba las manos con la taza de caldo nos contó su historia. Era catalana, de Tarragona, de veintimuchos años y había llegado a Fuente Dé con su novio. Pero discutieron, se mandaron a la mierda mutuamente. Roser subió a El Cable en el último teleférico, mientras el novio se bajaba a Potes. Terminamos de cenar y con Roser ya muy recuperada, sacamos la botella de Fundador que nos acompañaba en nuestras correrías montañeras. La conversación se fue caldeando. Otra cosa no seremos, pero cuatro descerebrados de 18 años son muy cachondos en todos los sentidos. Los chistes y las anécdotas graciosas volaban y Roser, ya recuperada, se partía de la risa. Las carcajadas se debían oír en El Cable. No recuerdo como surgió, pero el caso es que salio el tema de los condones.
– Venga, no seáis cachondos, nadie sale a la montaña con una caja entera de condones, –afirmaba riendo.
– Que si, que nosotros si, –respondimos descojonados–. Nuestro botiquín es el mas completo de España.
– ¿Pero los habéis usado alguna vez? –preguntó, y un silencio embarazoso nos envolvió y por primera vez nos dejo sin palabras. Después arrancamos todos a la vez de forma atropellada intentando justificar algo.
– Bueno mira...
– Es que claro…
– Veras, resulta que…
– La verdad es…
– ¡Bueno, bueno, calma! –nos corto levantando las manos mientras se reía–. Os propongo un juego.
– ¿Un juego? ¿Qué juego? –respondimos un poco desconcertados.
– Si acertáis de que pueblo soy, con seis preguntas … –y nos miro de forma sugerente.
– ¿Qué pasa si acertamos? –preguntamos mirándonos entre nosotros. La juventud, la botella de Fundador y la presencia femenina, nos mantenía el cerebro un poco espeso.
– Soy vuestra, podéis hacer conmigo lo que queráis, –contesto provocándonos una erección instantánea en todos nosotros.
– ¡Vale, vale, vale, sí, sí, sí! –respondimos todos al unísono. Incluso alguno se puso de pie y todo.
– Has dicho que eras de Tarragona, –comencé a preguntar–. ¿Al norte de la capital, al sur o al oeste?
– Al sur, –respondió.
– Esto no es una pregunta, es una aclaración, –la dije–. ¿Seguro que al sur? Si es así, es costa.
– Correcto, –me respondió sonriendo.
Mis amigos asistían al duelo dialéctico como en un partido de tenis. Miraban alternativamente a una y a otro.
– ¿Cerca o lejos de la capital? –volví a preguntar.
– Cerca, a 15 kilómetros.
No creo que sea necesario decir que para entonces, los cuatro teníamos las pollas como salchichones. La certeza de saber la respuesta me puso tan nervioso que casi eyaculo y todo. Pero decidí seguir haciendo preguntas para cerciorarme plenamente. Ni yo comprendía como podía mantener la calma en un momento así.
– ¿Tiene castillo?
– Si, –me respondió mirándome fijamente.
– ¿Hay ruinas romanas?
– Si, –ahora los que me miraban eran mis colegas.
– ¿Vas a cumplir tu palabra? –las miradas de mis colegas se dirigieron a Roser.
– Por supuesto que la voy a cumplir, ¿qué te crees?
– ¿Es Cambrils? –la pregunte.
– ¿No estás seguro? –me preguntó con voz melosa.
– Prácticamente si, pero no sé por donde vas. Podría ser Salou, pero esta más cerca de Tarragona y no es un pueblo, depende de otro que no recuerdo, –hice una pausa y continué–. Tengo un familiar que veranea en Cambrils y todos los años nos reunimos para ver las fotos.
Roser miró a uno de mis colegas y le dijo que llenara la chimenea. Salio volando por la escotilla y a los pocos segundos regreso con un buen número de palitroques que ya habíamos acumulado en el túnel de entrada.
– ¿Seguro que tenéis condones? –pregunto muy seria.
– ¡Sí, sí, sí, sí! –respondimos casi gritando al unísono.
– Bueno, mientras tengáis cuatro, suficiente, –afirmo.
– ¿Cuatro? ¿Comó qué cuatro? –y mirándola a los ojos, añadí–. Dijiste “podéis hacer conmigo lo que queráis”.
– ¿Seguro?
– Totalmente. Creo que la noche va a ser muy larga, –insistí.
La rodeamos mientras ella subía los brazos para facilitar que la quitáramos el jersey de lana. La dejamos con el sujetador mientras permanecía con los brazos en alto mostrando la esplendida pelambrera de sus axilas. Las chicas “progres” de los años 70, no se depilaban mucho y mucho menos las montañeras. Si tenía así las axilas, imaginaros como tenía el chocho. Nada que ver con lo que se lleva ahora. ¡Pero que cojones! Como si eso le importara mucho a un grupo de críos salidos con las hormonas disparadas.
Cuando termine con mis pensamientos, Roser ya estaba desnuda, sentada en el borde de la mesa abatible. Uno de mis colegas, anticipándose a los demás, la tenía abrazada y la morreaba con deseo desenfrenado. Mientras lo hacia, los demás acariciábamos, sus piernas, su espalda … la de la chica por supuesto. Mientras me llegaba el turno, yo me entretenía en sobetear sus pies. Desde pequeño tengo una fijación especial por ellos, lo reconozco, soy un fetichista.
Extendimos la manta en el suelo y Roser se arrodilló. Agarro la polla que tenía mas cerca, comenzó a chuparla con glotonería y en pocos segundos consiguió que eyaculara. A continuación, cogió otra y lo mismo, y así hasta que nos ordeño a todos.
–Ahora os toca a vosotros, –nos dijo mientras se limpiaba la boca con una camiseta. Se tumbó en el suelo, bocarriba y abrió las piernas mostrando el extraordinario bosque de su entrepierna. Se produjo una autentica pelea a empujones y codazos por ser el primero, hasta que Roser impuso calma.
– ¡Eh, eh, eh, que hay para todos, que esto no se gasta! Venga tu primero, –me dijo señalándome.
Metí mi morro en el bosque mientras mi lengua encontraba su rajita. La empecé a recorrer de abajo arriba de forma monótona y automática. Pasado un rato, Roser se incorporó y separo un poco mi boca de su chocho.
– ¿Sabes lo que es esto? –me pregunto señalando con el dedo su clítoris mientras con los dedos de la otra mano separaba sus labios vaginales–. Pues me mola mucho que me lo chupen. Esmérate.
Casi me pongo firmes. Me lance sobre esa pequeña protuberancia como una fiera y unos minutos después, Roser comenzó a chillar mientras su cuerpo se crispaba y por su vagina salía un líquido blancuzco. Mis colegas fueron pasando por turnos por su poblada entrepierna. Comencé de nuevo la rueda, me tumbe encima de ella y la penetre. Me puse a apretar frenéticamente como los conejitos y después de unos segundos agotadores, me corrí. Todavía estaba recuperándome, cuando ya estaba uno de mis colegas dándome en el hombro para que me largara. El siguiente la puso a cuatro patas y la penetro desde atrás mientras la cogía de las tetas. Cuando termino la tercera ronda, el asunto se convirtió en un tótum revolútum donde todos la cogíamos sin orden ni concierto. Roser, después de tres horas sin parar, se dejaba hacer agotada. En un momento dado, que estaba encima de uno de mis colegas, otro dijo que la quería dar por el culo. Como Roser no dijo nada en contra, se untó la polla con mantequilla y se la clavo por detrás. Hacia mas tres horas que habíamos empezado a follarla, o ella a nosotros, y Roser no había parado de gemir. Cada cierto tiempo se contraía, tenía orgasmos tremendos y seguía gimiendo. Las penetraciones dobles, pasaron a triples, momento en que yo aprovechaba para rozarme la polla con uno de sus pies.
La claridad de la mañana empezaba a entrar por las claraboyas, cuando totalmente agotados dimos por terminada nuestra noche “especial”. Roser, totalmente follada por todos sus agujeros y mucho más agotada que nosotros, desde hacia más de una hora parecía dormida. Cubriéndola de besos, la vestimos, la metimos en el saco de plumas y la depositamos con cariño en una de las literas de lona.
Dormimos hasta la hora de comer. Fuera, la ventisca seguía con fuerza y era impensable hacer algo, o llegar al refugio del Naranjo de Bulnes como era nuestra intención. El tiempo solo abrió el sábado a media mañana y aprovechamos para subir a los dos picos que teníamos más cerca, el Tesorero y la Torre de Horcados Rojos.
Pero no nos aburrimos encerrados en el refugio. Por desgracia, nuestra provisión de condones se agotó la primera noche, pero no nos importo mucho, Roser tenía otros dos agujeros y estaba más que dispuesta a sacarlos partido. Incluso a mí me obsequio con una sesión especial de pies que definitivamente me convirtieron en un adicto.
No supe nada más de ella, hasta que treinta años después la localice en el Facebook. Se había convertido en una ama de casa malhumorada, muy sobrada de kilos, con tres hijos y cinco nietos.
Aun así, sigo soñando con sus maravillosos pies. Muchos pares después, no he vuelto a encontrar unos como los suyos.