El refugio

Cautiverio.

Como me había sido ordenado, aparecí allí a la hora señalada; le llamé por teléfono y me dijo que ya me estaba esperando en el garaje, cuya puerta se abrió automáticamente al encauzar mi coche por la rampa. Como me había sugerido, avancé hasta el final y aparqué en una plaza oscura, y ella surgió de esa misma oscuridad, detrás de una columna, portando una bolsa en la mano.

Me arrodillé nada más salir del coche y le besé los pies, me espetó que me levantara y me desnudase, cosa que hice con celeridad mirando de reojo por todos los rincones con temor de que alguien merodease por la zona, pero no fue así; cuando estuve desprovisto de ropa ella se tomó su tiempo, depositando la bolsa que había traído y donde yo había ido depositando mi ropa, en el asiento trasero, sentándose en el del conductor y ajustando el asiento a su medida, mientras yo permanecía desnudo fuera.

Por fin salió se acercó a mí, girando mi cuerpo y colocándose a mi espalda me esposó las manos detrás y los tobillos, volviendo a arrodillarme; se acercó a mí, se levantó la falda y apartó sus bragas a un lado, colocando su sexo en mi abierta boca. Comenzó a orinar, siempre lo hacía antes de un viaje, ya que no quería parar durante el trayecto, y yo obediente tragué hasta la última gota; cuando terminó me colocó las bragas en la boca y me enfundó una capucha que me aislaba totalmente del mundo exterior, me hizo inclinar sobre el maletero del coche y me metió un consolador en el culo. Cuando hubo concluido la operación, de un empujón me metió dentro del portaequipajes, diciéndome que me portase bien, y cerró el capó, se subió a mi coche, arrancó y nos pusimos en marcha.

El viaje no se me hizo muy largo, a pesar de los más de 200 kilómetros que nos separaban de nuestro destino; era viernes, y ella iría al pueblo donde le esperaba su familia hasta el domingo, así que sabía que me esperaban dos días de cautiverio. Llegamos al lugar, en la montaña, a una especie de refugios antiguos cerrados con un pesado candado igual de antiguo de los que ella tenía una llave, y abrió el maletero de donde tuve que salir de una manera complicada; me cogió de la polla y me guió hasta delante de una puerta, yendo yo a saltitos debido a que tenía los tobillos atados.

Debido a que tenía los pies desnudos comprobé que el suelo era de tierra, pero no pude adivinar nada más hasta que de un empujón me derribó al suelo, cayendo boca arriba; sentí su cuerpo sentarse sobre mi pecho, aplastando mis pulmones y cortándome la respiración, y sentí como aflojaba las correas de la capucha y me la quitaba de la cabeza, sacando sus bragas de mi boca. La estancia era de piedra labrada en la roca, con más ventilación que una pequeña rejilla en la puerta, así que el ambiente seco y con polvo inundaba toda la estancia.

Ella sonrió y avanzó por mi cuerpo hasta dejar su cuerpo sobre mi cabeza, con su falda recogida a la cintura; pegó su sexo a mi boca y durante un buen rato estuve frotándolo en mi boca, en busca de un placer que no tardó en sobrecogerle, apretando los muslos entorno a mi cara, asfixiándome y contrayendo su coño sobre mi cara como una aspiradora, hasta que rezumar de flujos invadió mi garganta. Volvió a retroceder hasta mi pecho y volvió a meter las bragas en mi boca.

Se levantó de mí, comprobé cómo se limpiaba las rodillas y las piernas de polvo con la camisa que había comprado especialmente para la ocasión y cómo sacaba de mi pantalón mi cartera, mi móvil y mi tabaco; de la cartera extrajo todo el dinero y las tarjetas y se lo metió todo en el bolsillo, el tabaco lo tiró un agujero y el teléfono, mi único vínculo con el mundo exterior, lo puso en el suelo y tras dedicarme una sonrisa, lo pisoteó hasta hacerlo trizas.

Salió y oí como metía mi coche en otro de los refugios, tras lo cual volvió a mí; se sentó de nuevo en mi pecho y escupió sobre mis ojos, que me obligó a mantener abiertos y luego acuclillándose sobre mi cabeza descargó toda su orina por mi cara y mi pelo, tras lo cual volvió a enfundarme la capucha, no sin antes deslizar en mi boca tres pastillas que luego supe que eran de viagra. Me arrastró por el suelo hasta una pared cercana de la que salía un poste y me incorporó hasta quedar sentado con la espalda pegada al palo; me ató allí con un sinfín de metros de cuerda, tantos que mi pecho desapareció de la vista y me soltó los tobillos. Atando una cuerda a cada uno, tensó mis piernas hasta que estas quedaron excesivamente abiertas, doliéndome las ingles, y me dejó así atado; comprobó que el consolador había quedado bajo mi culo, dentro, y entonces se incorporó satisfecha, en el momento en el que se oía un motor fuera. La habían venido a buscar.

Me dejó allí encerrado, atado y dolorido, cegado y con su aroma en mi vara y mi garganta; fueron dos días de encierro total, privado de comida y agua, sintiendo la soledad, el silencio, el frío nocturno y el calor matutino. Mis músculos se entumecían, mi cabeza se embotaba y mi pene, debido al efecto de las pastillas, mostraba una erección descomunal que me dolía. Durante aquellos dos días pensé mucho en mi novia, la cual no sabía nada y que seguramente estaba extrañada por no cogerle el teléfono, pero también pensé en lo afortunado que era por pertenecer a una Dama como Isabel que colmaba todas mis aspiraciones.

Pensaba que aquella era una buena forma de conocer mi aguante, mi entrega, y que pasados esos dos días, devuelta mi libertad, sabría apreciar en su justa medida lo que mi Dueña estaba haciendo por mí; me sentía el sumiso más feliz del mundo, nada hubiese deseado más que pertenecerle como lo hacía.

El domingo por la mañana se abrió la puerta por fin, sentí el aire fresco entrar en la estancia y refrescar mi cuerpo y pensé que había llegado la hora de mi liberación; ella se acercó hasta mí hasta apoyar sus rodillas en mi pecho y al ver la erección de mi polla, chasqueó la lengua. No era ese un modo muy correcto de recibir a mi Dama, así que puso un zapato sobre la punta del pene y fue presionando, pisando hasta dejarlo a ras del suelo, donde se apoyó mientras me quitaba la capucha. Tenía los ojos cerrados y encostrados, me quitó las bragas de la boca y acarició mis mejillas.

En ese momento se dedicó a alimentarme, a base de fruta que colocaba en su sexo y lo arrimaba para que yo lo atrapase con mi boca, cosa que hice, devorando plátanos, naranjas y peras, todo acompañado del dulce sabor de sus flujos, y después sacó una botella de agua de la que tomaba sorbos pequeños que iba escupiendo en mi boca. De esa manera me alimentó durante unos minutos, tras lo cuales se despidió de mí.

La interrogué con la mirada y se rió a carcajadas, me colocó de nuevo la mordaza en la boca y la capucha, diciendo que yo era suyo y que no volvería a salir de allí en la vida; la puerta se cerró y quedé a expensas de que ella tuviese a bien venir a verme.