El reformatorio

Un chico ingresa en un reformatorio, y en la primera noche abusan de él todos los compañeros del dormitorio común.

(Publiqué esta historia con otro seudónimo hace algunos años, pero creo que merece la pena que esté en TodoRelatos, la mejor página de relatos eróticos en español).

Os contaré mi historia; ahora tengo 18 años, pero hace tres entré en un reformatorio; no me preguntéis qué hice. Uno hace muchas estupideces en su vida, y yo hice una. El caso es que el juez de menores me envió al reformatorio.

Allí tuve la experiencia más fuerte de mi vida, que me ha marcado, aunque debo decir que no de forma negativa. Llegué al reformatorio de noche, llevado por funcionarios del tribunal. El director me llevó hasta el dormitorio comunal, donde los chicos, cuando entramos, estaban armando una buena. Al ver al director todos se pusieron muy seriecitos, y se colocaron cada uno al lado de su cama. Eran literas lo que había instaladas, unas diez a cada lado del pasillo. Me presentó y me indicó que me colocara en una de las literas que había libres. Así lo hice, y me fije que todos los chicos, a pesar de que estábamos en noviembre, sólo llevaban puesta la parte de arriba del pijama, estando todos con slips de cintura para abajo. Entonces no le di importancia, aunque después lo comprendí.

El director se marchó y ordenó apagar las luces. Me acosté casi sin darme tiempo a poner el pijama. Como vi que todos estaban en slip, supuse que no haría frío y yo también me quedé así. Me acosté boca abajo, como me gusta hacerlo siempre. Pero no habían pasado ni cinco minutos cuando noté ruido y movimientos próximos. Vi algunas sombras que se movían alrededor, y de repente cuatro chicos se abalanzaron sobre mí: quise gritar pero uno me colocó una navaja bajo el cuello, haciéndome saltar la sangre, así que opté por callarme. Me destaparon y uno de ellos me arrancó los slips de un tirón fortísimo. Supe entonces lo que me iba a pasar, y, aunque tenía una navaja en el cuello que me hacía daño, a punto estuve de gritar. Nunca había tenido sexo con chicos, ni siquiera una paja en el colegio, y mis fantasías sólo habían sido con chicas. Pero el mismo que me tenía puesta la navaja, sin darme tiempo a nada, solucionó el problema. Se había bajado los slips y aprovechó mi boca abierta para gritar para meterme hasta la empuñadura un nabo considerable. Jamás había imaginado cómo podía haber sido aquello, pero aquel pedazo de carne caliente me llenó la boca entera. Al principio intenté revolverme, incluso hice por morder el pollón, pero la navaja se hincó un poco más en la garganta, y noté la sangre espesa empezar a salir de una pequeña herida. No podía seguir mordiendo o aquel tío me rajaría el cuello. Así que opté por dejarme hacer.

Mientras, por detrás, el que me había arrancado el slip se encontraba metiéndome dos dedos por el culo, tras vencer la resistencia inicial de un agujero virgen. Pronto el tío me metió tres dedos, y yo empecé a sentir que aquello, lejos de una tortura, se estaba convirtiendo en un placer inenarrable. Sentir aquellos tres dedos moviéndose dentro de mi culo, muy adentro, abriendo cada vez más el minúsculo agujero, me estaba llevando al paraíso. Por delante, el tío de la navaja había aflojado con ésta, cuando vio que, lejos de mantenerme agresivo, yo colaboraba; así era, porque aquel gran pedazo de nabo en mi boca, caliente y húmedo, me estaba resultando no sólo no desagradable sino que a cada instante me gustaba más. Ya no me limitaba a dejar que me follara por la boca, sino que yo ayudaba lamiendo el vástago enorme, lengüeteando el glande, metiendo la lengua entre éste y el prepucio... no lo había hecho nunca pero parecía como si tuviera dotes innatas para mamar pollas... En un momento dado me saqué el nabo de la boca; el chico creyó que volvía a hacer ascos y a punto estuvo de colocarme otra vez la navaja en la garganta, hasta que se dio cuenta de que lo buscaba era chuparle los huevos. Con trabajo, porque los otros dos chicos seguían sujetándome los brazos y no podía usar las manos, me metí un huevo en la boca, después el otro, y con ambos entre los dientes me dediqué a juguetear con la lengua. Sentí como el chico al que se la mamaba emitía jadeos de placer crecientes, y supe que le estaba gustando. Por detrás, el otro chico pasó a palabras mayores: noté de improviso que los tres dedos había desaparecido, e involuntariamente culeé buscándolos. Pronto encontré otra cosa: me había apoyado a la entrada del agujero algo grande y cálido: su polla, enorme, se abría paso por mi estrecho agujero, aunque ahora estuviera algo más distendido por el trabajo de los dedos. El dolor inicial fue increíble, pero al tiempo que me dolía noté como me producía un grandísimo placer. Cuando el glande traspasó, por fin, el umbral, me sentí lleno. Había entonces ya vuelto yo a meterme el nabo en la boca, y ambos me follaron al unísono. Cuando me embestía el de por detrás, su amigo hacía lo propio por delante, de tal forma que yo iba de uno al otro, como ensartado por sus grandes nabos.

Estaban dándome un placer extraordinario. Jamás había pensado que hubiera algo mejor que follar a una tía, y ello resultó ser que te follaran dos tíos, uno por delante y otro por detrás. Y lo curioso es que lo mejor aún estaba por venir: yo estaba extasiado metiéndome en la boca y lamiendo a todo tren el nabo por delante y sintiendo llegarme hasta las entrañas el de por detrás, cuando el chico al que se la estaba mamando empezó a gritar de placer. De inmediato sentí dentro de la boca un churretón de una sustancia viscosa; me detuve un momento, hasta que caí en la cuenta de que era la leche del tío, que se estaba corriendo. Mi primera impresión fue de asco, hasta que, depositados ya dos o tres churretazos en de mi boca, me di cuenta de que sabía muy bien, con un sabor agridulce que nunca había probado y que me resultaba exquisito. El chaval seguía echando leche y yo, sin saber muy bien que hacer, al ver que me gustaba, comencé a tragármela. El chico se corrió en mi boca no menos de doce veces, y a cada trallazo me gustaba más, hasta el punto de que, cuando terminó de salir leche, me las ingenié, sin manos como estaba, para golosinear dentro del ojete de su rabo, rescatando aún tres gotas que me parecieron las mejores.

Por detrás, el otro chico también se corría, y en un momento noté como si me explotara una bomba de placer por el culo, sintiendo cómo me regaban de un líquido caliente y espeso. Otro de los chicos que me sujetaban las manos tomó el relevo del de la navaja.; ya no hacía falta arma blanca alguna, y el otro chico también me soltó el brazo y se colocó a la espera. Ya con mis manos libres, agarré al primer chico del slip y se lo bajé de un manotazo: me encontré con un carajo de no menos de 25 centímetros, por lo menos 4 centímetros más que el anterior; estaba totalmente descapullado y erecto, rezumante de líquidos preseminales que se advertían en la semioscuridad del dormitorio. Lo cogí entre mis manos y me lo metí directamente en la boca. Era un gran pedazo de carne, y me costó trabajo sepultarlo entero; pero ya iba teniendo pericia, y al poco tiempo ya estaba metiéndomelo enterito, hasta la campanilla y más allá, demostrándome con ello unas tragaderas que yo mismo no imaginaba poseer. Lo lamí con gusto, con auténtica gula, le mamé los huevos, le lengüeteé debajo del glande, donde había visto que al otro chico le gustaba mucho.

Mientras, los demás chicos del dormitorio nos habían rodeado. Vi de reojo como muchos se habían sacado los nabos y se dedicaban a hacerse pajas. Incluso uno de ellos se había arrodillado frente a otro y le estaba chupando la polla. Otro chico se tumbó encima de mí y me encalomó su rabo hasta dentro; de nuevo estaba el placer llenándome por detrás. Comencé a moverme como antes, para atrás para que me enculara mi nuevo amante, para adelante para meterme aún más adentro en la boca el nabo del otro chico. Me dio pena del otro chaval que me había sujetado el brazo, que estaba muy cerca, con el carajo en la mano y haciéndose una paja, y alargué una mano y se lo cogí. Lo atraje hasta mi boca. No sabía si sería capaz de meterme dos pollas entre los labios a la vez, pero había que intentarlo. Este otro chico también estaba bien dotado, aunque algo menos del que me estaba follando hasta la garganta. Le calculé 22 centímetros de rabo enhiesto. Me saqué un poco la otra, para dejar sitio, y le di un lametón al glande del nuevo; la polla le dio un salto prodigioso, y no me pude aguantar más: me metí los dos glandes en la boca, abriendo hasta lo inverosímil las comisuras de los labios. Con gran esfuerzo me las fui tragando ambas, hasta que toda mi boca estuvo llena de pollas, y aún quedaba fuera algo menos de la mitad: pero ya era imposible meterme más, no cabían literalmente las dos por la garganta. Los dos, como si hubieran estado sincronizados, empezaron a elevar sus jadeos: comenzaron a largarme leche dentro de la boca, y aquello fue un festín; los trallazos llegaban sucesivos y alternativos, uno tras otro, casi sin darme tiempo a engullir. Descubrí entonces otro placer excepcional, saborear las pollas en su propio jugo: lamí y relamí los dos carajos mientras seguían descargando el delicioso contenido de sus huevos dentro de mi boca. Cuando pareció que no quedaba nada, indagué, goloso, en los ojetes, consiguiendo aún algunas gotas extra que me parecieron las mejores de aquella ambrosía.

Por detrás, el otro chico que me estaba dando por el culo me lo llenó de leche, sintiéndome lubricar poderosamente las entrañas. Mientras se retiraban los dos que se me habían corrido en la boca, observé el panorama: alrededor de mi cama conté no menos de treinta y dos chicos, a pesar de que muchos no eran sino sombras en la semipenumbra del dormitorio. Todos estaban con los nabos sacados, y no menos de siete estaban chupando otras tantas pollas. Los que aún no las tenían "comprometidas" se acercaron a mí: vieron mi boca abierta de par en par, y dos de ellos se precipitaron a metérmela. Chocaron entre sí y hubo un conato de gresca, que yo solucioné salomónicamente; les agarré los nabos y me los metí los dos a la vez en la boca; éstos no eran tan superdotados como los otros, pero tampoco estaban nada mal: medirían unos 18 y 19 centímetros, respectivamente. Los lamí a placer, sintiéndome la boca aún pegajosa de la leche que había tragado anteriormente; los chicos estaban muy excitados, porque se corrieron pronto: de nuevo los trallazos sucesivos llegaron hasta casi atorarme, pero ya conocía el sistema, y mantuve el semen en mi boca mientras jugueteaba con los nabos en la boca.

No se me había colocado ningún chico más detrás, pues el resto, al parecer, prefería que se las mamara. Me di cuenta de que todos se agrupaban a mi alrededor, salvo los chicos que estaban siendo chupados por sus compañeros. Para estos chicos, que veía muy excitados, decidí variar la táctica. Me di la vuelta y me coloqué boca arriba, con la cabeza casi colgando por la cabecera de la cama (que no estaba apoyada en la pared, sino que había un amplio hueco, como de cinco metros, al estilo de los cuarteles) y la boca bien abierta. Comenzó entonces el desfile: uno tras otro, los chicos iban pasando y metiéndome el rabo en la boca. Casi todos estaban ya a punto de eyacular, así que todo era ponerme el nabo en la lengua y empezar a largar. Así me tragué, en poco más de diez minutos, el semen de quince chicos; la leche me chorreaba por las comisuras de los labios y se escurría hasta las orejas, y de ahí al suelo, aunque yo procuraba que no se escapara nada. Vi entonces que los chicos que habían estado chupando las pollas de sus amigos, que se les habían corrido en sus bocas, querían participar también en mi festín, y todos ellos fueron pasando por mi lengua y depositando el producto de su placer dentro de mí. Hasta varios de los que se habían corrido en las bocas de otros estuvieron otra vez a punto y pasaron también por mi garganta.

Por último, el primer chico que me dio por el culo, el que me rompió el slip, se colocó delante de mí: entonces vi lo que era un carajo en condiciones; no menos de 28 centímetros de carne vibrante y firme, y que yo, sin saber qué monstruo me entraba en las entrañas, había acogido un rato antes en mi culo. Entonces comprendí el dolor y a la vez el placer indescriptible de aquel portento, y saqué la lengua, glotón, invitándolo a visitarme, ahora por delante. El chaval me metió aquel ariete por la boca, y yo sentí que me ahogaba; respiré hondo y sentí cuando el vergajo me pasaba de la campanilla y enfilaba la garganta; estaba caliente y húmedo, era duro y suave a la vez, terciopelo y hierro; cuando presentí que se corría, al ver que elevaba el tono de sus jadeos, le saqué a media asta el carajo y lo puse justo delante de mi boca, abierta de par en par: empezó a largar leche, y aquello parecía que no terminaría nunca; de todas las pollas que había mamado, éste era el semen más delicioso, más exquisito, una auténtica delicatessen. Y una delicatessen abundantísima, más que la de cualquier otro carajo que hubiera mamado aquella noche.

Apenas había terminado de golosear las últimas gotas del ojete cuando se oyeron pasos en el exterior; rápidamente, todos los chicos que nos miraban y se pajeaban volvieron a sus camas. Alguien me echó la ropa de la cama por encima y yo me bajé hasta reposar la cabeza en la almohada. No habían pasado ni cinco segundos cuando se encendió la luz y el director entró en el dormitorio; prodigiosamente, todos estaban en sus camas y allí parecía que no hubiera pasado nada. El director fue mirando cama por cama, y en todas y cada una de ellas los chicos parecían estar durmiendo profundamente.

Al llegar a mi altura, se dio cuenta de que yo tenía los ojos abiertos, y se acercó a mí. Yo no me había percatado de que tenía las comisuras de los labios y las mejillas llenas de leche, así que, cuando me habló, me eché a morir:

--¿De qué tiene manchada la cara, joven?

Yo no sabía qué decir. Noté que en el dormitorio, entre los sueños falsos, se contenía la respiración.

--Yo, yo...

El director tocó con un dedo el semen de mi cara y se lo llevó a la boca.

--Conque leche condensada, ¿eh? ¿Dónde la tienes, con tus cosas? Pues tienes que saber que aquí sólo se come a las horas establecidas, y nunca de noche.

Paladeó un poco más el semen y volvió a rebañar en mi cara.

--Por cierto que está muy buena, nunca había probado una así. Me tendrás que decir la marca. Bueno, por ser hoy tu primera noche aquí, te perdonaré, pero no habrá más perdones, ¿de acuerdo?

Asentí, aún muerto de miedo, y también de risa por ver la confusión del director; éste, antes de irse, volvió a pasarme el dedo por la cara y se llevó prácticamente el resto que me quedaba, que era bastante. Se lo rechupeteó, lo paladeó, y se fue.

Cuando la puerta se cerró tras él, el dormitorio aún pudo aguantar unos segundos, permitiendo que se alejara un poco; después los treinta y tantos chicos estallamos en una carcajada. Todos se bajaron de las camas y rodearon la mía; nos reíamos a mandíbula batiente. Claro que a mí se me ocurrió otra idea, y se la dije en voz baja:

--¿Por qué no nos tomamos otra buena ración de "leche condensada"? -Y me pasé la lengua, lascivamente, por los labios.

Todos comprendieron, y los nabos empezaron a salir, otra vez, de los slips.

Aquella noche fue la primera de las (exactamente) 1.095 que pasé en aquella institución. Hay quien dice que el reformatorio lo que hace es pervertir a los chicos; a mí, por el contrario, me dio la clave de mi vida. Durante aquellas 1.095 noches, hasta que cumplí la mayoría de edad, todas y cada una de ellas me comí las pollas de todos mis compañeros, de algunos varias veces en una sola noche, y en todos los casos me tragué sus leches. Como el dormitorio estaba siempre a tope de chicos, con las cuarenta camas útiles, calculo que en estos tres años hice no menos de 70.000 mamadas. Calculando a 5 centilitros de leche por mamada, en ese tiempo me pude tragar alrededor de 350 litros de semen.

Por supuesto que no fueron sólo las noches las que fueron una orgía perpetua; durante el día aprovechaba la menor ocasión para bajarle la cremallera al compañero que tuviera más cerca y chupársela bien chupada. Se daban casos curiosos, como cuando teníamos clase con un profesor un tanto despistado: yo me colocaba en los últimos bancos del aula, y los chicos iban turnándose pasando por el asiento que estaba al lado del mío; yo no me incorporaba, como si no estuviera en la clase: me colocaba con la boca abierta y mis amigos iban colocándose en el asiento, se abrían la bragueta y me la encalomaban en la boca: yo se la comía hasta que reventaban en mi boca, y ya estaba preparado el siguiente. O cuando no podíamos porque los profesores eran más estrictos, yo pedía ir al servicio; poco después otro compañero lo hacía también, y se la mamaba en el W.C. hasta que destilaba su leche en mi lengua. Otra de mis aficiones preferidas era, en los días en que estaba el profesor despistado vigilando la hora del almuerzo, cuando terminaba mi plato e íbamos a acometer el postre, yo me bajaba con disimulo por debajo de la mesa comunal e iba visitando a todos los comensales. Ellos se abrían la bragueta y yo iba, uno por uno, desagüándolos, tomando mi particular postre de leche con nabos.

Supongo que comprenderéis por qué, el día en que cumplí 18 años y me tuve que marchar, no quería hacerlo y me eché a llorar como un niño...