El reflejo de un sábado noche

Aquél sábado noche conocí a alguien muy especial.

El pasado sábado me dolía la cabeza y rechacé la oferta nocturna de salir de copas con las amigas. ¿Música dance y alcohol hasta reventar? No, gracias; prefería encapsularme en una mantita, espatarrarme en el sofá y digerir una tanda pendiente de capítulos de series en la televisión. Pero, dos series más tarde, ya entrada la noche, descubrí que la migraña había menguado hasta la categoría de incordio. Necesitaba desperezarme, rebullir. Paseé por el dormitorio, el pasillo, incluso bajé a la calle a respirar aire fresco. Me arrepentí de rechazar la oferta de hacía unas horas, cagüen, mi cuerpo pedía acción, movimiento. ¿Por qué no experimentar? Un espejo de cuerpo entero fue mi confesor. Probé nuevos peinados sacados de internet, secador en mano y tenacillas a punto. El cuarto peinado me encantó, un subidón de orgullo me invadió hasta los huesos, ¿quién lo iba a decir? Estaba arrebatadora. Y ya subida al carro de los experimentos, resolví maquillarme con colores sombríos, pestañas afiladas, labios purpúreos. Me pinté las uñas de negro cuervo, dibujé arabescos en mi cuello y hombros y manos. Me perfumé. El resultado era impactante, era la viva imagen de una fría y despiadada hembra. Pero yo no me sentía una mujer fría, antes bien, un calor extremo rebullía en mi interior. Reflejada en el espejo, la imagen de una mujer sensual y de erotismo exacerbado encendía mis pasiones. Me vestí provocativa, ensayé posturas y simulé ante el espejo gestos caloríficos que me iban calentando cada vez más y más. Coqueteé, mimé y me sonreí. La mujer que me miraba era atrayente, sensual, desbordante. La besé sin contenerme, lamí el vaho de su aliento, aspiré su aroma dulce. Me abracé, me toqué, me acaricié. Estaba dispuesta a llegar al clímax, me lo suplicaba. Acerqué mi vulva a la suya, mis humedades mancharon el reflejo, mi sexo depilado resbaló por el suyo. Chillé, grité, un orgasmo vino seguido de otro. El espejo temblaba, mis embates tremulantes eran inacabables. Toqué el cielo varias veces. Agotada, hediendo a sudor y sexo consumado, me senté junto al espejo. Confesé a mi pareja mis temores, los palos de la vida, mis miedos más oscuros. Lloré, murmuré, insulté. Y ella me escuchó atentamente, comprendió, me reconfortó. Más tarde, cuando, cansada y somnolienta, me despedí de ella, nos prometimos volver a vernos, a llamarnos, a quedar otra noche y charlar de lo nuestro. La creí, sabía que era mi mejor amiga, la más fiel, la que siempre tendría a mi lado.

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Ginés Linares

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