El reencuentro

Acudir a la despedida de mis padres fue mi duro. No por ellos, sino por que volvería a ver a mi hermana Sandra. Nuestra separación había sido trágica. Y nuestro reencuentro, tórrido.

Acudí tarde al entierro. Supuse que una multitud de gente abarrotaría el cementerio, que llegando al final de la ceremonia poca gente se fijaría en mi. No quería que se fijaran en mi.

Por la misma razón no había asistido al sepelio en la iglesia.

En realidad, solo quería pasar desapercibido para la familia. O sea, para ella. Para mi hermana.

Mi plan no surtió efecto. Un reducido grupo de asistentes, no más de una docena, era todo lo que me encontré.

Ya no recordaba que no teníamos familiares. Solo amistades. Y muy pocas.

Mi llegada intempestiva hizo volver las cabezas a los pocas personas que se encontraban. Entre ellas, la de mi hermana, Sandra.

Su mirada, incluso de soslayo, incidió en mi cara con tal intensidad que me vi obligado a agachar la cabeza. Por miedo o por vergüenza, no sé, tomé asiento lejos del grupo, interponiendo dos filas de sillas vacías entre ellos y yo.

Maldije mi suerte. Mi hermana seguía siendo una mujer bella. Tras tantos años. Incluso vestida de negro.

El sacerdote intercaló un suspiro de molestia en su discurso. Como si llegar tarde fuese un afrenta para su trabajo. Quizá, influido por el tiempo, su ánimo estaba nublado y oscuro, al igual que las densas nubes que se arremolinaban en el cielo encima de nosotros. Nubes cargadas de negrura, tiñendo todo alrededor nuestro de un barniz siniestro, sucio. El aire se humedeció con rapidez, convirtiéndose en bochornoso. Las palabras del sacerdote se fueron volviendo pesadas y empalagosas. Difíciles de entender, lentas de digerir. Se hacía difícil respirar sin poder desabrocharse el botón superior del vestido, agitar un abanico o aflojarse la corbata.

Cuando, por fin, el cura terminó su panegírico, los pocos asistentes se colocaron en fila para depositar una flor sobre el ataúd. Yo había acudido con las manos vacías así que evité levantarme.

Fue un error quedarme sentado; cuando los demás volvían a sus asientos, sus miradas me taladraron de frente. Solo me importaba una de ellas, la de Sandra. Y fue la única de la que tuve que esconder la mirada.

Terminada la ceremonia, caminé hasta el coche de alquiler. Buscaba evitar preguntas incómodas. Estaba aparcado convenientemente cerca, listo para la huida.

Pero no tan cerca como quise. Sandra me alcanzó a la vez que sacaba del bolsillo las llaves del coche, junto a la puerta.

—¿Ya te vas?

Asentí con la cabeza. Cualquiera palabra se me habría atragantado en la garganta.

—¿Ni siquiera vas a saludar a mi marido? ¿Ni a conocer a tus sobrinos?

La noticia de que mi hermana estaba casada y era madre me sacudió las tripas. Pero soporté el golpe mejor de lo que esperaba. Al menos, no la había mirado a la cara.

—Tengo... tengo prisa —respondí. Quería huir. Lo más lejos posible.

—¿Tienes prisa? Ni me saludas y lo único que dices es que tienes prisa.

Quise abrir la puerta pero Sandra apoyó una mano en el cristal de la puerta. La miré a través del reflejo. La imagen deformada del cristal no pudo deshacer la belleza de su rostro contraído por la ira.

—Mírame de frente, joder.

No pude. No podía mirarla. No debía mirarla. Mi alma estaba tan asustada y sucia que no soportaría que la viese.

Tras unos segundos de silenciosa espera, comprendiendo que yo no hablaría, retomó ella el habla. Retiró la mano del cristal.

—Aguarda un momento, Daniel. Ni se te ocurra marcharte o te juro por la memoria de nuestros difuntos padres que te olvido para siempre.

La vi alejarse en dirección a un hombre y un par de niños que esperaban a una distancia prudente. Él era alto y delgado. Vestía un traje negro, hecho a medida. Los niños era rubios, con sendos trajes también oscuros. El hombre cogía las manos de ambos con firmeza. Mi hermana se reunió con ellos y habló con su marido. Él me dirigió varias miradas y luego asintió otras tantas veces. Luego Sandra se agachó y repartió sendos besos en la frente de sus hijos. Caminó de vuelta hacia mí.

Bajé la mirada de nuevo. Mi alma estaba sucia, podrida.

—Voy contigo —dijo antes de abrir la puerta del acompañante.

—Voy al aeropuerto...

—Pues te acompaño.

Su tono de voz no admitía réplica. Era seco, carente de tonalidad. Nunca oí a Sandra hablar así.

Me demoré unos instantes en arrancar el vehículo mientras me colocaba el cinturón de seguridad. Me aseguré , mirando solo su cierre, que Sandra hubiese hecho lo mismo. No debía mirarla. No. Mi alma podrida.

Conduje despacio. Esperaba la inevitable discusión y no quería reflejarla en una conducción alocada. Ya se habían ido bastantes por hoy.

—Eres un cabrón —dijo al poco de alejarnos.

No respondí. Al fin y al cabo, en casi todos los aspectos de mi vida, tal insulto era innegable.

—Repito: tengo un hermano cabrón. Un hermano que no acude a la boda de su hermana, ni al bautizo de sus sobrinos. Un hermano del que no sé nada desde hace casi diez años. Y que solo aparece, tarde y mal, al entierro de papá y mamá.

—Estaba ocupado. Asuntos varios. Trabajo. Esas cosas.

—Y una mierda, Daniel. Nos has borrado de tu vida. A todos, a mi. No me insultes ahora mintiéndome. Lo de papá y mamá ya no tiene remedio. Pero yo... ¿qué coño te he hecho yo?

—Trabajo —repetí.

Me desvié hacia la entrada de la autovía que llevaba al aeropuerto.

—Trabajo, ya sé. Mucho trabajo. Tanto trabajo tienes que no encuentras un solo minuto para llamarme, ¿verdad? Con papá y mamá lo entiendo. Pero conmigo... ¿se puede saber qué hostias pasa conmigo?

—Pasé página. Un cambio existencial.

—Deja de hablar así, por favor. No soporto las chorradas metafóricas. A mi háblame en cristiano.

—Quise olvidaros. ¿Mejor así?

—¿Por qué?

—Tú lo sabes bien.

—Ah, ya, claro. Cómo no. La noche en la que nos acostamos, ¿verdad?

—Sí. Pero también...

—Que papá y mamá nos pillaron. Sí, vale. ¿Y qué? ¿Es eso motivo suficiente para despreciarme?

—Ya te lo he dicho. Quise olvidar, pasar página. Tiene sentido, ¿no crees?

Sandra golpeó con un manotazo el salpicadero.

—¡Soy tu hermana, joder! ¿Acaso no nos queríamos? Me dejaste tirada. Como una puta cualquiera. Una zorrita a la que joder. Dime, ¿eso fui para ti? ¿Una zorra a la que desvirgar y luego olvidar? Yo te amaba, hijo de puta. Te quería con locura. No sólo eras mi hermano, eras mi amor. Y de la noche a la mañana, me hiciste ver que sólo me quisiste para joder conmigo.

—No fue culpa mía. Recuerda que fue a mi a quien echaron de casa ese día.

—Y yo la que me quedé embarazada, ¿sabes?

Pisé el freno de golpe. El chirriar de neumáticos fue demencial. Detuve el coche en el arcén de la autovía.

Las palpitaciones que sentía en el pecho retumbaron en mi cabeza como explosiones sucesivas. Los pitidos de los coches que nos sobrepasaron no hicieron sino sumirme en un estado mayor de perplejidad.

—¿Qué acabas de decir?

Miraba a Sandra por primera vez, cara a cara. Tenía el cabello despeinado por el frenazo y en su cara aún se reflejaba el susto. Estaba lívida. Se aferraba al cinturón de seguridad como un salvavidas.

Se giró hacia mi y me sacudió un tortazo que me lanzó contra el respaldo del asiento. No bien me recuperé del golpe, me sacudió otro. En el mismo lugar. La mejilla me ardía.

—¡Estás loco! Casi nos matamos. ¿Qué quieres, morir como papá y mamá?

—O sea, que soy padre —murmuré pensando en aquellos dos rubiales que su marido cogía de las manos.

—Aborté, estúpido. Oculté el embarazo como pude. Te busqué. Quería irme contigo. Luego se enteraron. Papá y mamá quisieron que abortara. Creo que no soportaban verme la barriga crecer cada día.

Sandra sorbió por la nariz. Estaba llorando.

—Yo no quise. Porque te esperaba. Ya ves lo idiota que fui. Busqué, pregunté, me desviví por saber de ti. Pero no tenía forma de encontrarte y recé para que supieses de mi horrible destino. Soñaba que volvías a casa y me sacabas de allí. Viviríamos juntos, con nuestro hijo – dijo entre lloros. Alcanzó un paquete de pañuelos del bolso que dejó en el asiento trasero—. Pero, cuando no apareciste, cuando los días transcurrían, amargos, oscuros, creciendo mi barriga, no me quedaron argumentos para postergar el aborto.

—Joder, joder.

—¿Te gusta la historia? Pues hay más. El aborto fue complicado. Era menor de edad y había esperado demasiado. Y tampoco quería abortar. Ninguna clínica quiso hacerse cargo. Ni aún pagando el doble. Pero papá y mamá lo tenían muy claro. Debía abortar. Acudimos a un matasanos sin título ni nada. Fue un infierno porque aquel acto homicida supuso también la muerte de lo único que tenía tuyo, ¿sabes? Ese desgraciado me sacó de las entrañas mi amor. Pero cortó por donde no debía y la hemorragia no cesó. Me desangraba, la vida se me escurría a chorros. En aquel sótano no había transfusiones, no había quirófano, no había higiene. No había nada. Si estoy viva es por gracia divina. O por castigo divino. Quería morirme.

No sabía qué decir. La cabeza me daba vueltas. El corazón amenazaba con estallarme.

—Al final me ingresaron en el hospital. Gracias a Mateo sigo viva.

—¿Mateo?

—Mi marido, idiota. Mateo es mi marido. Le engañamos haciéndole creer que había sido violada. No dijo nada a la policía. Escondió el asunto entre papeleos y burocracia hospitalaria. Estuve tres meses internada. Una cosa llevó a la otra y unos años más tarde acabé casándome con él.

—Por Dios, Sandra. Si hubiera sabido...

—Habrías sabido, condenado cabrón. Habrías sabido si hubiese habido forma de contactar contigo. Te busqué, Dios sabe que hasta debajo de las piedras. Lo único que supe es que habías emigrado a Suiza.

—Encontré un trabajo...

—Y perdiste una vida. Dos, en realidad —agregó entre sollozos.

Me asusté al ver tantas lágrimas en su rostro. Mi compasión la enfureció aún más.

Me golpeó en el pecho a la vez que me insultaba.

Me desabroché el cinturón de seguridad y la abracé.

Me empujó lejos de ella de inmediato.

—¡No! Ni te me acerques. Vamos al aeropuerto.

—¿Para eso querías hablar conmigo? ¿Para reprocharme todo lo que hice o no hice? Ese es el resumen de todo esto, ¿una simple acusación?

—¿Buscas acaso mi perdón? —bufó cruzándose de brazos—. Arranca ya.

—No. Quiero saber el porqué de todo esto. ¿Buscas atormentarme? ¿Que la culpa me castigue por no haber podido estar contigo? ¿Por no poder acompañarte en esos difíciles momentos?

—No fue un “difícil momento”. Casi me muero, idiota.

Se giró hacia mí, con una sonrisa.

—¿Habrías venido a mi entierro?

Tragué saliva. Miré al volante. No sabía qué decir.

Continuó acosándome.

—¿Habrías soportado a papá y mamá? ¿Qué les habrías dicho? “Vaya, se murió mi zorrita” —agravó la voz— ¿O te habrías contentado, como tenías intención hoy, de aparecer tarde y mal?

No soporté su mirada por más tiempo. Me volví a colocar el cinturón de seguridad y miré por el espejo en busca de un hueco en el tráfico para incorporarme.

Pero Sandra fue más rápida. Giró la llave de contacto, apagando el motor.

—Respóndeme. Demuéstrame que me equivoco, malnacido.

Se desabrochó el cinturón de seguridad y se inclinó sobre mi. Me tomó de la mandíbula, clavándome las uñas. Me obligó a mirarla a los ojos. Su aliento se mezclaba con el mío.

—¿Qué hubieras hecho, Daniel? Dime.

Sus uñas se clavaron en mi carne. Su enrarecido aliento me quemaba los labios. Su nariz estaba pegada a la mía.

La besé.

Tomé su cuello cuando se resistió y quiso alejarse. La obligué a postergar el beso. Me mordió los labios mientras me arañaba la mejilla. Pero su boca seguía abierta y sus dientes separados. Metí la lengua aun a riesgo de que me mordiera. Así lo hizo. Gruñí cuando cerró los dientes.

La solté. Pero no se alejó. Me miraba con ojos entornados, con las lágrimas rebosando en sus párpados.

—Atrévete de nuevo, hijo de puta.

Me desabroché el cinturón sin dejar de mirarla. Fue toda una declaración de intenciones. Sonrió aceptando el desafío.

La besé de nuevo. Volvió a morderme y tiró de mi pelo hacia atrás. Pero esta vez fue su lengua la que atravesó mi boca. Inspiró profundamente con la nariz mientras nuestros labios continuaban unidos. Sus dientes no dejaban que mi lengua accediese a su boca. Era la suya la única que tenía libertad de paso.

Su saliva quemó mis heridas. Sus manos empuñando mi pelo guiaban mi cabeza hacia donde ella quería, repartiendo lenguetazos por toda mi cara.

Cuando posé mis manos sobre su cintura, me clavó las uñas en la cabeza, advirtiéndome que las tuviese quietas. No bromeaba. Me hacía daño y gemí dolorido.

Me miró a los ojos a la vez que sus manos descendían por mi cuello hacia el nudo de la corbata. Empuñó el nudo a la vez que tiraba de un extremo. Lamió mi mentón y mordió la piel. Apretó el nudo.

—Por cierto, ¿cómo te enteraste de que habían muerto, Daniel? ¿Cómo supiste cuando era el funeral?

Esperó mi respuesta unos segundos. Al no obtener contestación, apretó aún más el nudo. Sentí como mi respiración se volvía ruidosa. Intenté tragar saliva pero la nuez no tenía recorrido. Sandra percibió mi angustia y sonrió. Achinó los ojos y se relamió.

—Dímelo o te mato ahora mismo, cabrón de mierda. Juro que soy capaz. Ya te perdí una vez. No me importa perderte de nuevo.

—Ma... Mateo —conseguí articular—. Fue Mateo.

Sus ojos se abrieron de par en par. Soltó la corbata y se refugió en su asiento, encogiéndose. Se abrazó las rodillas.

—¿Mateo?

Intenté aflojar el nudo. Mis dedos se movían como culebras alocadas alrededor del cuello. No atinaba. Me faltaba el aliento. La cabeza empezaba a darme vueltas. La corbata me ahorcaba y notaba toda la piel de mi cara ardiendo. Sandra también se asustó porque se abalanzó sobre mi.

—Quita, joder. Quita esas manos, por Dios.

Entre los dos pudimos aflojarla. Tomé aire en una larga inspiración que pensé que nunca acabaría. Tosí y me apoyé en la ventanilla.

—Estás loca, Sandra. Loca de remate.

—¿Qué has dicho de Mateo?

—Fue él quién me encontró —dije mientras me frotaba el cuello. A través del espejo retrovisor pude constatar el visible cardenal que empezaba a crearse donde estaba mi corbata—. Trabajo en una empresa de suministros farmacéuticos en Suiza. Fue inevitable que mis apellidos aparecieran en algún informe que tuvo a mano. Entre tantos apellidos extranjeros, un Solano Vázquez no pasa desapercibido.

—¿Cuándo fue eso?

—Eso a ti no te importa.

Aún notaba una presión en el cuello que me dolía al tragar. Me quité la corbata y me desabotoné los primeros botones. El aire me ardía por dentro al respirar.

Sandra miró el inicio de mi pecho desnudo con interés. Sin recato alguno.

—Tienes vello en el pecho.

No comprendí a qué se refería.

Sus manos se acercaron a mi. Despacio, temblorosas. Me retrepé en el asiento, huyendo de ella. Siseó calmándome.

—Shhhh. Quieto, Daniel. No voy a hacerte daño.

—Me cuesta creerlo.

Compuso una media sonrisa, admitiendo la gracia. Sus dedos desabotonaron el resto de botones de mi camisa y abrió la prenda como si de dos puertas se tratasen.

Acercó su cara a mi pecho y deslizó sus mejillas y nariz por el vello.

No comprendía por qué hacía eso.

—La última vez que besé tu pecho —susurró depositando uno en un pezón—, tu piel estaba lisa. Ni rastro de ningún pelo. Te recordaba sin vello.

—Hace diez años de entonces, Sandra.

Quise agregar “ahora soy un hombre”. Pero sería mentira.

Sonrió al acariciar mis pezones. La divertía verlos crecer y endurecerse. Los tomó entre sus labios de nuevo y sorbió. Mordisqueó, lamió. Sandra sabía que aquello me enloquecía. Lo sabía porque yo se lo dije la noche que hicimos el amor. Me estaba excitando. Notaba mi miembro revolverse y endurecerse entre mis piernas.

Me miró a los ojos. Los míos estaban nublados por el deseo. También por esa dulce embriaguez que surge al escapar de una situación peligrosa de la que te salvas de milagro. Sus ojos mostraban una indecisión que se acentuaba en su ceño fruncido y sus párpados aún húmedos.

Me di cuenta que, por una parte, Sandra se alegraba de tenerme a su lado. De encontrarme y tenerme sólo para ella. Una gran porción del amor que sentía por mi había sobrevivido esos diez años.

Por otra parte, el rencor y la ira completaban la otra porción de amor destruido. Su cabello, todavía despeinado por el frenazo, hacía que varios mechones de su cabello colgasen entre sus ojos entornados. Su saliva los había humedecido en algún momento y ahora se habían acomodado en su cara, dotando a su rostro de una imagen de dulce perversidad.

—Jamás dejé de quererte —dije sin pensarlo.

Mis palabras sonaron tan sucias y desprovistas de sentido que recibí un nuevo tortazo.

Acto seguido, sin dejar de mirarme, Sandra se quitó la blusa negra y su torso blanco, cuajado de pecas, igual a cómo lo recordaba, aún más bello si cabe, me deslumbró.

Advirtió mi ensimismamiento. Jugó con él y se alejó de mi, volviendo a su asiento.

—Tienes un avión que coger. ¿A qué hora sale?

Miré con desgana mi reloj. No quería apartar la vista de su hermoso cuerpo.

—Dentro de hora y media. Pero tengo que facturar una hora antes.

Se soltó uno de los tirantes del sujetador, deslizándolo por su hombro. Redondeado, suave.

—Tú verás. Quizá no haya una próxima vez —Se soltó el otro tirante. Sus pechos habían aumentado. A causa de su maternidad. O porque Sandra era como el buen vino. Llenaban las copas y la carne rebosaba con exuberancia— ¿Qué decides?

—Eres mi hermana.

—Eso no nos impidió acostarnos hace años. Yo te amaba. Y sé que tú a mi también.

—Mateo...

Se abalanzó como un relámpago sobre mí y me soltó otro tortazo. Me golpeé la cabeza contra el cristal. Cuando la miré de nuevo, frotándome la mejilla, había vuelto a su asiento, adoptando su posición original.

Nada de Mateo. Vale. Supongo que tampoco nada de los niños.

Me acerqué a ella despacio. Con el temor de que un imprevisible tortazo cayera nuevamente sobre mi.

—No muerdo.

Me froté un pezón dolorido respondiéndola.

—No muerdo mucho —corrigió con una sonrisa traviesa.

Besé sus labios. Respondieron al instante, abriéndose y dándome paso a su interior. Sus manos se escabulleron por mi espalda, bajo la camisa arrugada.

Esta vez nuestro beso fue mutuo. Mi lengua entró en su boca sin recibir dentelladas. Solo saliva. Solo aliento. Mis manos bajaron hacia sus pechos y apreté la carne. Noté sus pezones endurecidos y la maleabilidad de una carne dispuesta. Tiré de las copas abajo y hundí mis dedos en la dúctil carne. Un gemido de honda satisfacción salió de entre sus labios y me acarició una mejilla.

Me acerqué más a ella. Sandra se arremangó la falda e hincó uno de sus zapatos en mi trasero.

Intentó quitarme la camisa pero Sandra no se daba cuenta que aún tenía abotonados los puños de la camisa. Tiró de ellos hasta hacer saltar los botones. Poseía una fuerza que había demostrado por medio de tortazos y que ahora la servía para desnudarme. Sus manos fueron en busca de mi cinturón. Pero interrumpían su cometido para juntar mi pecho con el suyo. Sonrió excitaba al sentir el cosquilleo del vello de mi pecho sobre el suyo. Por eso antes había hecho aquel comentario sobre mi vello.

Cuando consiguió acceder al interior de mi pantalón, yo ya había rasgado sus pantis, abriendo una brecha importante hacia sus bragas. Aquello la hizo enfadar. Me sujetó de las orejas. Tenía los labios abiertos, sus dientes dispuestos a aplicar una dentellada certera.

—Volveré a casa sin pantis, estúpido.

—Y yo con la camisa arrugada y los botones saltados, Sandra.

—A ti eso te da lo mismo —dijo atrayendo mi nariz hacia su boca. Su lengua bañó la punta de saliva.

—Puede que no —dije soltando una de sus tetas y buscando en el bolsillo del pantalón. Extraje una alianza que me coloqué en el dedo anular.

La miró boquiabierta. Me apartó lejos de su cuerpo a la vez que se subía el sujetador y se bajaba la falda.

—¿Estás casado?

—Prometido.

Tragó saliva. Se limpió con el dorso de la mano la saliva que humedecía sus labios.

—Hijo de la gran puta.

—Tú estás casada.

Me miró con desprecio. Como si constatase algo incómodo de asimilar pero tan cierto que disgustase.

—¿La quieres?

—¿Eso qué importa ahora?

—No te importa engañarla, ¿verdad?

No respondí. Era un pregunta capciosa. Responder era la peor opción.

—¿Y tú a Mateo? —pregunté.

Asumí el posible tortazo. Pero no llegó.

—¿Cómo se llama?

—Rachel. Pero, ¿a qué coño viene eso ahora?

—¿No te das cuenta, Daniel? Soy una simple putilla. Tu hermana putilla de España. Llegas, follas y te marchas.

—No eres una putilla. No digas eso, Sandra. Eres mi hermana.

—No, no. Soy un simple coño donde meter tu polla. Cuando te marches, me olvidarás. Otra vez.

—¿Y qué soy yo para ti?

—¿Tú? —preguntó como si la respuesta fuese tan obvia que sonase a burla—. Eres mi hermano, Daniel. Eres mi amor. Eres mi vida. Eres alguien a quien creía perdido, muerto, oculto. Tú eres la única persona a la que he amado de verdad ¿Cómo no lo puedes entender?

Comprendí entonces el motivo de su rechazo.

Me sentí un estúpido. Eso me había llamado y eso era. No lo había pensado ¿Porqué habría de ofrecerme su cuerpo tras tantos años de ausencia? Por que Sandra jamás dejó de quererme. Su amor por mi nunca murió. Quizá una parte mutase hacia el resentimiento. Pero la otra se mantenía viva. Tan viva y fuerte como la noche en la que nos acostamos juntos. En la que consumamos, aunque no lo supe hasta hace un rato, un amor que creció durante nuestra adolescencia.

Pero todo eso era obvio ahora. Lo que tenía que preguntarme, lo que realmente importaba, era qué lugar ocupaba mi hermana en mis sentimientos. Hoy. Ahora. En este momento.

Su mirada reclamaba una respuesta inmediata. O una disculpa.

Sandra seguía siendo una mujer guapa. Elegante. Tenía una media melena oscura, casi negra, que le ocultaba casi todo el cuello. Sus mandíbulas se habían endurecido con el tiempo, dotando a su perfil de la fortaleza de la edad. Sin embargo, su nariz fina, sus labios gruesos, su boca ancha, sus ojos grandes y brillantes, sus cejas finas... el resto de su cara seguía siendo tal y como la recordaba años atrás. Su cuerpo había aumentado de tamaño, pero era un aumento bien repartido que la dotaba de serenidad y acentuaba su feminidad. Mi hermana, en suma, era más guapa que antes.

Pero antes no era así. Sandra era, diez años atrás, una muchacha de aspecto frágil, delicado. Jamás levantaba la voz y sus miradas eran tan profundas que difícilmente podías ignorarlas. Más de una vez adivinó qué pensaba. Pero también yo adivinaba qué pensaba ella. Quizá fuese porque nos conocíamos demasiado bien. La gustaba bailar y jugar al parchís. Cuando podía, hacía trampas y movía sus fichas pensando que no me daba cuenta. Pero se reía ella sola. No podía evitar reírse cuando quería engañarme. La primera vez que nos besamos ocurrió una tarde de verano. Yo la llevo dos años; yo entonces tenía diecisiete.

Papá y mamá acudieron al entierro de un amigo (irónico destino). Yo tenía la excusa de los inminentes exámenes de recuperación de septiembre y Sandra la de que no tenía un vestido negro. Siempre le ha gustado vestir con colores alegres, luminosos.

—¿No estudias? —preguntó cuando salió de su cuarto y me encontró sentado en el sofá y viendo la televisión.

—¿Para qué? No he dado un palo al agua en todo el verano. Es tontería matarse ahora a empollar algo de lo que no tengo ni zorra.

—¿De ninguna de las tres?

Se refería a las tres asignaturas que había suspendido.

—No, de ninguna —me incomodaba hablar de ello con Sandra. Ella era la estudiosa. Yo el zoquete. Pero no me gustaba admitirlo.

—Papá y mamá se van a enfadar.

—Lo mismo me da ya, Sandra. Anda, déjame en paz.

—Venga, va. Si apruebas una puedes pasar al siguiente curso.

—Que no, Sandra. Déjalo.

—Yo te ayudo.

—Que no quiero. Deja de darme la coña, Sandra.

Se sentó a mi lado y me aparté. Quería estar solo. Rumiando mi mediocridad.

—Puedo conseguir que apruebes por lo menos una.

Se acercó a mí. Nuestros muslos se solaparon. Una sensación de incomodidad se iba apoderando de mi. Decidí hacerla caso. Para que me dejase en paz.

—¿Cómo?

Se inclinó sobre mi y me besó en los labios.

Me levanté como si tuviese un muelle en el culo.

—¿Qué haces? —grité escandalizado.

Se levantó a su vez y me tomó de los hombros. Me volvió a besar. Su lengua intentó abrirse paso en mi boca. No permití que sucediese. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo y se instaló en mi estómago. La empujé. Cayó sobre el sofá.

Empezó a llorar. Ocultó su cara con las manos.

Quise alejarme. Pero sus gemidos eran como cadenas que me impedían moverme.

—Lo siento.

Eso iba a decir yo. Pero esas palabras, surgidas de su boca, mientras las lágrimas caían de su mentón, me descolocaron.

—¿Te he hecho daño?

—No te ha gustado —dijo en voz baja.

No podía creerme lo que estaba sucediendo. Era mi hermana, por Dios bendito.

—Yo te quiero. Lo siento, Daniel, pero te quiero. Perdona si te he hecho sentir violento.

—No... no es eso, Sandra. Es que...

—¿Y si hacemos el amor? Soy virgen. ¿Me querrás si hacemos el amor?

Retrocedí asustado.

Aquello no podía estar sucediendo.

Pero, al dar un paso atrás, tropecé con una mesilla baja situada enfrente del sofá. Caí al suelo. Oí un estruendo. Me golpearía la cabeza porque lo siguiente que recuerdo es estar tendido en el suelo. A mi lado, besando mi mano, Sandra lloraba sin consuelo.

—He llamado a papá y mamá. Están ya de vuelta. Dijeron que llamase a Emergencias.

La cabeza me dolía tanto que parecía estar a punto de abrírseme. Me palpé el lugar del foco del dolor y encontré un abultado chichón.

—Me duele, joder. Me duele mucho.

—Creí que estabas en coma.

—No digas gilipolleces.

No fueron palabras acertadas porque Sandra rompió a llorar aún más.

—Lo siento, perdóname. Gracias por cuidar de mi.

—No sabría que sería de mi sin ti, mi amor.

Sus palabras me recordaron el motivo de mi caída.

—Ni una palabra a papá y mamá.

—¿Y qué les decimos?

—No sé. No puedo pensar con este dolor.

—Yo miento por ti con una condición.

—Sin besos, Sandra.

Negó con la cabeza.

—Que te ayude a estudiar.

La sirena de la ambulancia se oyó de improviso. Casi no quedaba tiempo. También papá y mamá llegarían de un momento a otro.

—Vale, vale. Lo que tú quieras.

—Prométemelo.

Llamaron al telefonillo del portal.

Sandra no soltó mi mano. No se alejaría de mi hasta obtener una respuesta.

—Vale, vale. Prometido.

—Gracias —dijo besándome en los frente y los labios.

Por alucinante que pareciera, me alegré de contar con ese beso sobre mis labios. En aquel momento significaba que no estaba solo. Que alguien velaba por mi seguridad. Alguien me quería y no dejaría que nada malo me sucediese.

Tras unos escáneres y una noche de observación fui dado de alta al día siguiente. Una simple contusión. Sandra explicó que había tropezado con una silla al ir a por un vaso de agua. Y para llegar a la cocina tengo que atravesar el salón. Por eso aparecí allí.

Cumplí con mi palabra. Me dediqué, durante los nueve días que quedaban, a estudiar a saco. Papá y mamá incluso nos animaron porque veían que, al menos, con Sandra no despegaba los codos de la mesa.

Pero aquellos nueve días también sirvieron para ahondar en unos sentimientos nunca antes sospechados.

Sandra era dulce y atenta. Paciente pero firme. Yo me desanimaba cuando al día siguiente no recordaba nada de lo estudiado el anterior. Aprendí cómo hacer repasos programados. Reglas memotécnicas. Era una tarea entretenida y, a veces, hasta divertida.

También, aquellos nueve días, conocí a la persona que había en mi hermana. Me descolocaba su afán por estar siempre juntos. Codo con codo.

Fueron días de estrecho contacto. Nuestros cuerpos pasaban horas pegados uno al otro. Nuestras manos se cruzaban con frecuencia. El roce hace el cariño, dicen.

Aprobé las tres. Pasé de curso gracias a mi hermana y se lo agradecí dándola un beso, entrando de noche en su habitación. Ella estaba despierta. La había prometido una sorpresa cuando papá y mamá se durmiesen. El beso duró tanto que me asusté. Me asusté porque me gustó. Quise salir corriendo de su habitación, espantado.

Sandra me invitó a meterme dentro de su cama pero me marché sin decir nada. Comenzaba a tener preguntas que no quería responder.

Comencé el último curso antes de la selectividad.

Papá compró una mesa de estudio más grande para mi habitación. Sandra y yo estudiábamos juntos y a juzgar por los resultados plasmados en las notas, todo eran ventajas. También para nosotros.

Cerrábamos la puerta argumentando concentración absoluta. Nos cogíamos de la mano. Nos besábamos. Nos abrazábamos. Alguna vez mi mano se posó sobre sus pechos. Alguna vez la suya sobre el mío. Pero no quise sobrepasar aquel limite.

Era un límite que interpuse yo porque sabía que Sandra no tenía ninguno. Nada de desnudos. Nada de sexo. Aunque ambos acabábamos con un acaloramiento tan acusado que teníamos que aliviarnos por separado. De repente, la dejaba sentada delante de la mesa de estudio, con el sabor de su boca aún perdurando en la mía, con un calor tan profundo en todo mi cuerpo que me costaba hasta respirar.

Recuerdo nuestra primera relación sexual. Fue algo especial. Así lo recuerdo y quizá la memoria, con sus olvidos casuales, ha guardado lo bueno y desechado lo malo.

También estábamos solos. Papá estaba trabajando y mamá estaba fuera, haciendo la compra.

Me estaba duchando. Era por la mañana, acaba de levantarme y dentro de poco tendría que coger el tren de cercanías para ir a clase. Pensaba en lo que había estudiado el día anterior, repasando la lección. Sandra me había enseñado muy bien.

Un golpe sobre la mampara me sacó de mi ensimismamiento. El vapor del agua caliente empañaba los cristales de las mamparas. Pasé la mano para ver qué había sido ese ruido.

Sandra estaba sentada sobre el inodoro, desnuda. Había bajado la tapa y estaba sentada frente a mí, apoyada en la pared. Estaba abierta de piernas, frotándose el sexo. Tenía los ojos entornados, mirándome fijamente. Y yo a ella.

Su sexo estaba afeitado excepto un fino triángulo de vello oscuro sobre su hendidura. Aumenté el cerco sobre el cristal para verla de cuerpo entero.

Sandra era bellísima. Poseía un cuerpo flexible y elegante. Tenía el cabello recogido en un moño. Se mordía el labio inferior a la vez que su mirada se fijaba en mi sexo, visible al haber pasado la mano por la mampara.

Sus pechos eran blancos y de aspecto sabroso, juvenil. Pezones oscuros y areolas grandes e hinchadas. Su vientre estaba plano y su sexo estaba irritado por la fricción. Mi mano fue directa hacia mi polla. No me sorprendió encontrarla totalmente erecta. Totalmente dispuesta. Totalmente lista. El agua caliente caía sobre el interior de la mampara y me obligaba a pasar la mano por el cristal con frecuencia para seguir viéndola.

Sandra se llevaba los dedos a la boca y a su entrepierna alternativamente. Regaba con saliva su vulva y, a cambio, ésta iba adquiriendo un color más encendido. Yo me masturbaba sin poder contenerme ni pensar en otra cosa más que en hundir mi sexo en el de mi hermana. Mi excitación crecía tanto como menguaba mi reticencia a tener sexo con Sandra. Me imaginaba abriendo la puerta y tumbándola sobre el suelo del cuarto de baño, rudamente. La alzaría las piernas y enterraría mi cara en su sexo. Bebería su esencia, mi boca escanciaría saliva sobre su raja y mi lengua tomaría el relevo de sus dedos.

Sandra evitaba penetrarse. Sus dedos trazaban estelas húmedas por su sexo hinchado. Su clítoris asomaba entre restregones. Era del tamaño de un perdigón, de un rosa brillante, anegado de fluidos viscosos.

Su lengua salía de entre sus labios y rebañaba las comisuras. Sonreía encantada de sentirse observada por mí. Se le notaba en su mirada empañada por el cristal y el deseo. Jadeaba, respiraba furiosamente. Palmeaba su sexo, chasqueando su carne ensalivada.

Gemí sin poder aguantarme cuando el semen impactó sobre el cristal. Los chorretones espesos cayeron a distintas alturas en el cristal, mezclándose con el agua mientras el cerco iba desapareciendo y el cuerpo de mi hermana se desdibujaba.

Su orgasmo llegó poco después. Gimió lastimosamente. Inspiró con fuerza y gimió de nuevo, como si la faltase el aliento. Sandra jadeó y luego, al final dejó escapar un largo suspiro. Pero su imagen, para entonces, ya había desaparecido. El vaho cubría todo el cristal y solo pude oírla.

Mientras luchaba por tenerme en pie, con mis piernas trémulas, el vaho me impidió ver el milagro. Me hubiera encantado ver su cara. Apoyar mi mejilla en la suya y sentir su boca muy cerca de mí.

Cuando salí de la ducha poco después ya no estaba. Ya tenía mi miembro duro de nuevo, preparado para la acometida. Estaba decidido a no dejarla escapar. No después de descubrir que mi hermana poseía un cuerpo tan bello como pecaminoso. Unido a un espíritu tan travieso como audaz.

Quizá fuese mejor así. Si la hubiera tenido a mano, Dios sabe que no habría tenido ningún remordimiento. La razón no existía en mi mente. Mi cabeza estaba repleta de deseo. De urgencia. De pura pasión.

Si hubiera sabido qué pasaría después, la habría buscado, desnudo y empalmado, por la casa adelante con un solo propósito.

Pero la calma siguió a la tormenta.

Me afeité y luego me vestí.

—Gracias —la dije cuando la encontré en la cocina, desayunando.

—De nada. Habrás limpiado bien el cristal, ¿no? Porque ahora me ducho yo.

—¿Y tú la tapa del inodoro?

Ambos sonreímos. Ambos disfrutamos. Ambos nos excitamos. Ambos nos masturbamos. Me pareció algo tan genial que recuerdo que pensé que ojalá viviésemos ella y yo juntos.

Recuerdo perfectamente que, desde aquel día, pensé que me gustaría que Sandra fuese mi novia además de mi hermana. Ya no la veía como mi hermana. Era una guapa muchacha por la que estaban surgiendo sentimientos muy profundos. Era como si mi novia se hubiese mudado a mi casa pero debido a la presencia de mis padres y, sobretodo, por los sentimientos fraternales que aún se interponían entre nosotros, no pudiésemos expresar todo lo que sentíamos.

Era una situación compleja. Yo la quería. Como hermana y como mujer. Uno de mis brazos la quería estrechar. El otro la separaba de mí. Y ambos poseían fuerzas que crecían o mermaban de forma caprichosa. Cada día era distinto. Cada vez que la veía cuando me levantaba por las mañanas, despeinada y con su pijama arrugado, hubiera dado una parte de mi cuerpo por haber podido dormir abrazado a su cintura. Pero la convivencia, los pequeños detalles, todos juntos se encargaban de recordarme que compartíamos mismo apellido, parecida cara, similares defectos.

Y, sin embargo, era angustioso dormir solo. Hubo muchas noches que su recuerdo no me dejó dormir. Me revolvía en la cama pensando en ella. Aún creía oler el aroma de su pelo, oír su risa, sentir sus manos, saborear su saliva. Me imaginaba saliendo a hurtadillas de mi habitación y entrando en la suya. Escabulléndome dentro de sus sábanas. Envolverme en el calor acumulado en ellas. Deslizar una mano dentro de su pijama y palpar su suave piel. Temblar de emoción al abrazar su cuerpo caliente. Ahuecar mis piernas entre las suyas. Juntar mi sexo junto al suyo, aunque entre medias hubiesen pijamas, bragas y calzoncillos.

La Sandra que ahora tenía ante mi, recogida sobre el asiento del automóvil, con las piernas encogidas, abrazándose a sí misma, era un eco de aquellos tiempos. Sus ojos, húmedos y brillantes, despedían fulgores provocados por las lágrimas contenidas en sus párpados.

—¿Y tus hijos? —murmuré.

—¿Qué pasa con mis hijos? —contestó tras unos segundos, desviando ligeramente la mirada hacia la luna delantera del coche, donde el tráfico de la autovía se alejaba.

—Los quieres.

—Más que a nadie. Más que a ti. Más que a Mateo.

—Son la expresión del amor por tu marido.

—Claro que no. Pareces tonto —soltó una carcajada y buscó su bolso en el asiento trasero. Extrajo un paquete de cigarrillos y se encendió uno. Iba a decirla que odiaba el olor del tabaco, que jamás la habría imaginado fumando. Pero, cuando me ofreció uno, tras descubrirme con la mirada fija en su cigarrillo encendido, lo cogí. Había dejado de fumar hacía varios años. De vez en cuando, cuando las situaciones me superaban, recaía. Esta parecía una de esas veces.

—He tenido dos crisis en mi matrimonio. La primera hace siete años, cuando descubrí que Mateo se tiraba a la vecina. Nueve meses más tarde nació José. La segunda, hace cinco años, cuando Mateo me confesó que era gay.

Me costó reprimir una sonrisa.

Sandra me miró de reojo y agitó la mano en el aire en señal de consentimiento.

—Al final resultó que era bisex. Qué sé yo el cacao mental que tendría. El caso es que se acostó con otro hombre. No sé lo que hicieron ni si le gustó. No quiero ni pensar que será la próxima que me suelte. A lo peor ya se está gestando. Me da miedo preguntarle cuando llega tarde del trabajo. No lo sé ni quiero saberlo. Solo sé que no quiero tener más hijos. Con dos ya he cumplido el cupo.

—Pero aún le quieres.

—No. Quiero a mis hijos. Y a él, algo le toca. De rebote. Porque es el padre. Porque ya son muchos años. Porque me aterra quedarme sola. Son muchas cosas.

—A veces el matrimonio se convierte en una cárcel.

—De la que te da miedo escapar —confirmó ella, intercalando una profunda calada—. Porque cuando te acostumbras, ya no sabes vivir fuera de ella.

—Y yo, ¿qué soy para ti, Sandra? ¿Qué pensabas que era yo al verme hoy? ¿La excusa para salir de ella?

—Sí —admitió sin dejar de mirar el tráfico—. En cierto modo. Hasta hace media hora te consideraba un asidero al que aferrarme y dejarme llevar. Adónde fuese. Cualquier destino era bueno.

—Y yo, de no haber estado prometido, habría mordido el anzuelo cual trucha ignorante.

Aquello la molestó. Apartó la vista del exterior y me miró con desprecio. Se secó las lágrimas que aún quedaban con el dorso de la mano.

—Eres un imbécil.

Terminamos los cigarrillos en silencio. Sandra miró el reloj digital del salpicadero.

—Todavía tienes tiempo de coger el avión.

Sin esperar mi respuesta, se acomodó en su asiento, se quitó los pantis rasgados, se abotonó hasta arriba la blusa negra y se abrochó el cinturón de seguridad. Luego se retocó el cabello ahuecándoselo con los dedos.

Yo la miraba con resignación.

La resignación de tenerla tan cerca y, a la vez, tan lejos. Metí la mano en el bolsillo del pantalón tras colocármelos y abrocharme el cinturón. Jugueteé con la alianza entre mis dedos.

Había quedado a cenar con Rachel en el restaurante de la esquina de la manzana donde vivía, en Berna. Esa noche. Más de 1000 kilómetros nos separaban. Seis horas faltaban. La quiero. La amo. Sin Rachel me siento solo. Inerte. Vagabundo.

Sin embargo, a medio metro escaso, tengo a otra mujer de cuyo amor aún no me he desprendido. Por fin lo comprendía. Un amor que creía haber sepultado y olvidado y que, de una forma cruel e inesperada, surgía con toda su fuerza para decirme que no, que no estaba muerto ni mucho menos. Un amor surgido del tiempo. Un amor que se interponía en el camino del otro.

Pero, lo más confuso de todo el asunto, es que ignoraba qué amor iba antes y cuál después.

Sandra me miró con gesto enfadado y señaló con la cabeza hacia la autovía.

—¿A qué esperas? Arranca ya.

Cogí mecánicamente el cinturón de seguridad, lo pasé por delante de mi pecho y lo abroché. Giré la llave y encendí el motor. Miré a través del espejo retrovisor. El tráfico era denso pero venía en oleadas. Podía incorporarme al final de cualquiera de ellas. Metí primera, dí el intermitente y giré el volante.

Sin embargo, mi pie derecho se negaba a posarse sobre el pedal del acelerador. Bajé la vista hacia mi muslo. Mi pierna derecha temblaba. El pie parecía enraizarse más y más en la moqueta del suelo a cada segundo que pasaba.

Sandra vio que algo raro sucedía.

—¿Te pasa algo, Daniel? ¿Porqué no tiras? ¿Conduzco yo?

Una de sus manos se posó sobre una de las mías en el volante.

Cerré los ojos.

Sus dedos transmitían calidez. Calma. Consuelo.

Su contacto me recordó a esa tarde en la que desperté tendido en el suelo del salón, con la cabeza a punto de estallar. Ella a mi lado, arrodillada, tomando mi mano entre las suyas mientras lloraba preocupada por si no despertaba.

Tiene gracia. Al final sí que iba a resultar que iba a quedar tendido ahí, en el suelo, en coma. Para despertar diez años después y reencontrarla.

Sandra estaba ahí. La Sandra de hacía tantos años. Estaba ahora, aquí. Conmigo. El recuerdo de su preocupación me aturdió de lo fuerte que me golpeó.

Apagué el motor y descansé la nuca en el asiento.

—Daniel, ¿qué coño te pasa? Me estás asustando. Dime que ocurre.

No lo sabía. No tenía ni puñetera idea de qué me ocurría. ¿Acaso me había vuelto loco? Mi memoria voló hasta aquella noche.

La noche en la que nos acostamos.

Fue algo casual.

Entré en su habitación. Hacía muchas noches que me torturaba despierto en la cama pensando en ella.

Estaba a oscuras. La oía respirar débilmente.

—Sandra —murmuré acercándome a su cama.

—Hola —me saludó en voz baja.

Llegué a su cama y me senté en el borde.

—¿No duermes?

—No tengo sueño.

—Yo tampoco —dije—. Pensaba en ti.

Se quedó en silencio unos segundos.

—¿Quieres dormir conmigo?

—Sí.

Me metí dentro de las sábanas, a su lado. En el interior, el calor de su cuerpo había creado una ambiente enrarecido. Me coloqué a su espalda, pegado a ella, abrazándola por la cintura. Tal y como siempre me había imaginado. Llevó su mano sobre la mía y la calidez de sus dedos entrelazados con los míos me produjeron una calma extraordinaria.

—No has venido solo para dormir conmigo —afirmó más que preguntó mi hermana.

—¿Y si así es?

—Pues que menuda decepción.

Deslicé la mano por debajo de su pijama hasta abrazar uno de sus pechos. Sandra ronroneó cuando acaricié el botón. La areola se contrajo y se arrugó. El pezón se volvió duro.

Noté como su mano se deslizaba entre nosotros. En busca de mi sexo. Lo palpó por encima del pijama. Notó su dureza. Sus dedos recorrieron todo el talle para terminar empuñándolo.

—¿Me vas a meter todo esto? ¿No es mucho?

—No. claro que no —susurré mientras escondía mi cara en su pelo. Besé su cuello y su oreja.

Sandra continuó sus caricias sobre mi miembro mientras yo lo hacía sobre sus pechos. Nuestros cuerpos se movían como culebras sinuosas. Su trasero presionaba sobre mi vientre. Mis piernas se entrecruzaban con las suyas.

Llegó un momento en que la excitación subió tan alto que se volvió hacia mí en la cama. Nos besamos con pasión, conteniendo el aliento, tomando aire durante unos pocos segundos antes de explorar nuestras bocas.

La bajé los pantalones del pijama y las bragas. Ella hizo lo mismo con mi ropa.

Recuerdo perfectamente esa sensación fantástica cuando nuestros sexos se juntaron. Nunca había pensado que la vulva de mi hermana despidiese un calor tan alto. Al acariciar su sexo con los dedos, me encontré una viscosa humedad.

No puedo explicar qué me impulsó a hacerlo. Fue simplemente como acercar dos imanes de polos opuestos. Mi pene entró en su vagina. NI siquiera fui consciente en realidad de que había penetrado a mi hermana hasta que la oí gemir. Después noté el ardor en el pene. Su interior parecía un horno. Un horno rugoso y suave, muy suave. Húmedo. Vibrante.

Sandra me abrazó mientras se colocaba debajo de mí. Apretó mis nalgas con las manos para hundir la verga en su interior.

Resopló gustosa.

Inicié un baile suave. Intercalábamos muchos besos durante el baile. Sus manos apretaban mi culo y llevaban la batuta. Marcaban el ritmo y la presión. Algunos de sus besos se convirtieron en mordiscos. No sentía dolor. Antes bien, eran como un acicate que me impulsaba a continuar.

Quizá fuesen cinco minutos. Quizá más. No me acuerdo cuánto tiempo bailamos. Pero llegó un momento en que sus uñas se clavaban en mi culo dirigiendo un ritmo frenético. La sensación del orgasmo inminente surgió en mi vientre. Eran tan imperiosa, tan jodidamente genial que no pude ni quise detenerme.

Me vacié en su interior.

Tras eso, quedé exhausto. Sabía que tenía que volver a mi habitación. Pero el cuello y los hombros me dolían de los mordiscos de Sandra. Y las piernas y el culo no me respondían. Estaba bañado en sudor. Solo quería cerrar los ojos, abrazar a mi hermana y dormir junto a ella.

Cuando colocó sus mano bajo mi cuello y acercó mi cabeza a la suya en la almohada, nuestro destino quedó sellado.

Me dormí de inmediato.

A la mañana siguiente, el grito de mi madre al descubrirnos, iniciaría el principio del final.

Un final que, por lo visto, no era tal.

Respiré profundamente.

Sin mirar, palpando con la mano, encontré el botón del elevalunas de mi puerta. Bajé la ventanilla. Necesitaba respirar aire, aunque fuese el aire viciado del tráfico que teníamos al lado.

Giré la cabeza.

—Aún no lo sé, Sandra. No sé qué me pasa. El cuerpo no me responde. Quiero poner el coche en marcha y conducir hasta el aeropuerto. Quiero volar lejos de aquí. Pero algo me lo impide. No sé qué es. Igual que aquella noche. Cuando me dormí abrazado a ti.

Abrí los ojos, giré la cabeza y la miré. Estaba cansado. Me sentía cansado. El cuello me latía en el cerco donde la corbata casi me ahoga. Las mejillas me ardían donde me había golpeado. La lengua me palpitaba allí donde me había mordido.

Sandra tenía de nuevo los ojos brillantes. Luceros fulgurantes. Una luz endiabladamente brillante que me impedía apartar la mirada. Sus ojos me tenían hechizado.

—Joder —murmuré mientras tomaba una de sus mejillas entre mis manos. Varias lágrimas humedecieron su piel. Mi pulgar acarició la comisura de sus labios—. Te voy a hacer daño. Lo siento de veras. No es mi intención. Pero es que no puedo hacer otra cosa.

—No lo hagas entonces.

Desabroché mi cinturón de seguridad. Sandra hizo lo mismo con el suyo.

—Te crees que es tan fácil.

Me incliné y la besé.

Mierda. ¿Porqué es tan complicado hacer caso a tu corazón?

Supongo que por que no sabe mentir.


Ginés Linares