El reencuentro con Flavio
Tener sexo con un hombre mayor y canoso era algo inalcanzable. Cuando lo conocí, lo fantaseaba conmigo. Nunca pensé que, con el pasar de los años, tendría la oportunidad de estar en sus brazos.
Unos meses de trabajo del juzgado de Florida había hecho que me enamorara del derecho. Así emprendí camino a la capital en busca de una profesión.
Tenía 25 cuando lo conocí. Él era un señor de 47 y nos encontramos en los salones de facultad. Me encantó desde el primer segundo. Era un hombre con pelo gris oscuro, alto y con peso acorde, labios algo gruesos, ojos marrones y barba un poco desprolija. Gracias a una amiga en común empezamos a estudiar juntos. Además de los libros, vino la amistad hasta que, cuatro años después, los títulos en la mano nos llevaron a hacer caminos separados. Nada más había pasado aunque, sin duda, él era el tipo de veterano con el que había fantaseado desde siempre.
Mi vida tranquila en lo notarial distaba de su vida nómade de un juzgado a otro con su responsabilidad de juez. Tiempo después, me enteré de su designación en mi ciudad natal.
Como era costumbre en algunos de mis viajes a Florida, pasé a saludar a mis antiguos compañeros de trabajo y a felicitar al juez que, siendo Uruguay tan chico, no era tan raro que nos conociéramos. Llegué a las 18:30, saludando a las apuradas porque todos querían irse, excepto Flavio, que tenía un montón de expedientes para estudiar. El abrazo a los demás se repitió con él y, ya que quedábamos solos, me invitó a su despacho. Sirvió café y empezamos a tratar de actualizar esa década sin vernos. Evitamos la formalidad del escritorio y nos sentamos en un sofá de dos cuerpos, cada uno de costado, con una rodilla sobre el asiento que obligaba a mirarse a los ojos. Yo lucía aburrida como toda escribana, camisa blanca, pollera a la rodilla y unos centímetros de taco. Él... ¡uf! Tenía ciertas marcas en el rostro que daban fe del paso del tiempo, las canas de gris claro, sin barba y unos lentes angostos y cuadrados que había dejado con sus papeles.
Cada tanto sonreía, como es lógico en una conversación amena. Yo respondía de la misma manera porque me ganaba la excitación. “¡Qué suerte que hoy me puse un soutien con push up!”, pensé, porque de sólo tenerlo cerca mis pezones estaban quedando erectos. En un sorpresivo segundo quedamos callados. Él es un señor, ya entendía todo. Puso su mano sobre mi pierna. Mi mirada fija y mi sonrisa entre tierna y siniestra le dieron pie a ir un poco más, se acomodó más cerca. Con mi mano sobre la suya, sobre mi pierna, lo guié como dándole permiso para meterse bajo la pollera.
Siguió con su mano hasta encontrar la puntilla de mis medias de liga. Mientras apoyaba esa pierna en él, su dedo índice la recorrió hasta toparse con el zapato. Lo quitó y subió la otra pierna para hacer lo mismo. Teniendo mis pies en su cuerpo, noté que su entrepierna estaba en la misma sintonía. Él me acariciaba cada vez más arriba mientras arqueaba la espalda y movía mi cabeza hacia atras deseando que me cogiera.
Se levantó del sofa, juntó mis pies y me tiró de ellos para que quedara acostada. Se arrodilló a la altura de mis pechos y, empezando desde el cuello mientras desprendía mi ropa, fue besándome hasta llegar a los pezones. Con mi mano inhábil de su lado, trataba torpemente de quitarle el cinturón y abrir el pantalón. Cuando lo logré, chupé mi dedo pulgar, llevé mi mano a su pija, que acariciaba despacio de arriba a abajo, y rozaba su glande con el dedo húmedo. Él se animó a volver a investigar bajo la falda. Con su boca aún ocupada, corrió la tanga, separó los labios y comenzó a hacer círculos sobre mi clítoris con el dedo índice. Mi respiración se hacía más profunda a medida que Flavio se apoderaba de mi cuerpo. Su mano estaba muy mojada.
De repente se detuvo y se levantó. Quedé paralizada por dos segundos disfrazados de minutos. Bajó su pantalón, su boxer, hizo mis piernas a un lado, se sentó, tomó mi mano y me llevó sobre él. Subí más la pollera y me fui sentando lentamente sobre su pija. Cerraba los ojos mientras él me tomaba de la cintura con sus manos grandes, me llevaba hacia su pecho y levantaba la cadera ansiando penetrarme. Cuando la tuve toda adentro, dejé escapar un gemido profundo y largo. Mientras seguíamos en el placentero vaivén del sexo, lo abrazaba, me tomé fuerte de sus hombros y, con mi con mi rostro al lado del suyo, los suspiros y gemidos recorrían poco hasta llegar a su oído. Más gemía, él más fuerte me tomaba y más rápido me penetraba. En ese círculo de excitación pasé varios minutos, obnubilada por ese hombre mayor que me estaba estremeciendo de pies a cabeza.
Cuando me tomó de la cola, empezó a gemir él también. Extendí un brazo por el ancho de su espalda mientras la otra mano se mezclaba con sus canas. Juntamos más nuestros cuerpos y se hicieron notar mis pezones sobre su camisa. Mis músculos vaginales no querían dejar escaparlo. Estaba en la cúspide de la exitación, hasta que, con la piel de gallina, transpirando y temblando a la vez, exclamé gritos ahogados en su cuello fruto de un orgasmo fantástico. No pudiendo aflojar la tensión de mi entrepierna, él me agarró más fuerte aún. Con movimientos más bruscos dentro de mi cuerpo sensible, su lenta y gozosa eyaculación me dejaron llena de semen.
Quedamos como dos piezas de puzle. Nos miramos con cara de exhaustos... La situación nos llevó a nuestro primer beso, donde no sabíamos si marcaría el principio o el fin.