El reencuentro
Él, su príncipe de Francia, ella, su princesa mora, unidos y entrelazados, entre el calor del hogar y las sombras del salón, reconociéndose y amándose, dispuestos a entregarse a los instintos liberados de sus cuerpos
-Eres el mejor regalo de cumpleaños posible-murmuró Sonia, apoyada su mejilla en el pecho del joven que abrazaba su talle con sus manos finas y hermosas, de dedos alargados y tan doctos en tantos saberes.
Él no le respondió nada, sino que se limitó a aspirar la dulce fragancia que emanaba de su cabello liso y castaño oscuro, en cuya sedosa brillantez resplandecían pequeños centelleos rojizos de la chimenea. Ambos se encontraban ante ella, sobre una amplia y gruesa piel que servía a modo de alfombra, y que sus padres siempre colocaban en Navidad, junto a otros mil objetos más: calcetines rojos colgados en la repisa de la chimenea, el árbol de Navidad con su concierto particular de luces, muérdago cerca de la puerta de entrada, etc. Meditando sobre ello, Sonia recordó que aquella alfombra podría servir también como lecho, y con un destello revelador y cómplice en sus ojos grandes y oscuros, alzó su cabeza para depositar un suave beso en los labios del joven.
Fue un beso despojado de torridez y pasión, un beso tímido y prudente, como si fuera el primero que la pareja compartieran. Ambos se miraron a los ojos, los azules e intensos de él, los oscuros y profundos de ella, y sonrieron ampliamente, agradecidos.
-Mi príncipe de Francia-como solía llamarle ella en tono cariñoso. El le decía mi princesa mora, con ese acento gutural y nasal, tan propio de su tierra, pronunciando de una forma tan particular las líquidas y nasales. Sonia acarició su mejilla izquierda, y el correspondió con otro beso en su boca, esta vez un poco más pasional.
Era una chica afortunada, se dijo a sí misma. Dos años llevaba aquel joven en la ciudad cordobesa de Lucena, dos años en los que había superado la limitación del uso de un español rudimentario e insuficiente, dos años en los que había pasado de ser una sombra furtiva que prefería pasar desapercibida en los pasillos y aulas, hasta convertirse en uno de los chicos más populares gracias a ser el capitán del equipo de baloncesto del instituto. Dos años, se recordó Sonia, desde que sus miradas se cruzaron por primera vez, desconocidas, interrogantes y desconfiadas, hasta que él la hiciera mujer en una inolvidable noche de San Valentín.
Y ahora se encontraba junto a ella, de nuevo, podía acariciar su rostro, besar sus labios, sentir su aliento acariciando su mejilla, sus ojos trazando sendas invisibles e irresistibles de placer en su cuerpo, sus ojos brillantes y encantadores, sus palabras musitadas al oído; en aquella noche, en el salón de casa ante el calor y amparo de la chimenea. Sí, si Sonia tuviera la oportunidad de reflexionar sobre ello, diría que en su salón se podía percibir la magia de los Reyes Magos, como si aún siguiera siendo una crédula chica de ocho años.
Sonia condujo a su príncipe Bastien enfrente de la chimenea y allí, adoptando un semblante serio y arrebatadoramente hermoso, le despojó de la camisa, revelando su torso fortalecido por el deporte, pero sin llegar a ser tan marcado como esos pobres que veían en el gimnasio y las proteínas la solución a sus pobres habilidades seductoras. Bastien captó el mensaje que baioteaba en la mirada de la joven española, y le quitó la camiseta de su pijama.
Sonrió, divertido, y ella se prendó de aquel gesto tan particular y suyo, y lo reconoció como una sugerencia para desprenderse del sujetador negro, una irrisoria prenda que aprisionaba y negaba la libertad anhelada y deseada de sus pechos. Así, con un casi mudo chasquido, cayó el sujetador, descubriendo al sensual bailoteo de las llamas, unas tersas y pequeñas colinas níveas, dominadas por dos pezones oscurecidos y afilados, que parecían torreones sombríos y amenazadores.
Bastien tomó cada pecho con una mano, deleitándose con su suave contacto, sintiendo la caricia de los pezones en las palmas. Una súbita llama se había avivado dentro de su corazón al ver la alegría y felicidad pintada en su rostro cuando entró de súbito en el salón, sorprendiéndola ensimismada contemplando las llamas de la chimenea, con un aire ensoñador, la mirada perdida en lejanías inabarcables, y el rostro apoyado entre las palmas de sus manos.
Se sentía como si fuera un amante nocturno, que acechaba bajo el cobijo de la noche, aprovechándose del descuido de la vigilancia paternal para internarse furtivamente y seducir a la dama de sus sueños. Y allí se encontraba ella, mirándole con esos ojos tan tiernos, y con un amago de sonrisa asomándose entre los labios gráciles. Era casi un deleite percibir las discretas muecas de placer que se perfilaban en su rostro; el sutil arqueo de las líneas finas y negras de sus cejas, el sensual fruncimiento de la nariz delgada y el tímido carmesí que teñía sus mejillas. Ella no lo percibía, pero cuando se excitaba, tendía el rostro hacia la derecha, exponiendo la curva irresistible de su cuello, un hueco que Bastien llenaba con sus besos y caricias.
-Bastien, Bastien-dejaba escapar entre dientes, el susurro mágico y vivificador de su nombre. Y sus dedos continuaban inmersos en su danza magistral, con pasos lentos y ensayados, demorándose aquí, regodeándose allá. Las yemas de sus dedos ascendían y descendían por sus pechos, rodeaban sus pezones, como si estuvieran tentando la firmeza de sus defensas, mientras que Sonia seguía susurrando su nombre, y sus manos revoloteaban traviesas en el borde del pantalón de su pijama, dudosas y cómplices con el asaltante.
En ese momento, movido por el resorte de sus instintos, Bastien se arrodilló ante Sonia y, alzando los ojos, sostuvo entre sus dedos el borde del pantalón holgado, disimulador de sus formas. Fue resbalándolo por las columnas de sus muslos hasta liberar a su cuerpo de su presencia, contando con el beneplácito de los ojos de Sonia.
La cintura de Sonia se contorneó suavemente, y se dio ligeramente la vuelta, regodeando al joven con el espectáculo del tanga morado que llevaba, cerniendo su cintura y ahuecado entre sus respingonas y redondas nalgas. Justo cuando volvió a situarse de frente a su príncipe arrodillado, la ilusionada se quitó ella misma el tanga, quedando tan desnuda ante él como aquella espectacular noche de San Valentín.
Y así, de nuevo, Bastien se halló enfrentado a la belleza personificada. Para él, Sonia era la luz de sus ojos, su voz se tornaba dulce para sus oídos, sus ojos le invitaban a ahondarse en sus cálidas profundidades, y sentía un derretimiento interno ante sus caricias. Y cuando observaba su cuerpo desnudo, su implacable desnudez, no era capaz de encontrar ni el más leve vestigio de imperfección. Desde las cumbres de sus pechos, sus ojos recorrían la planicie de su vientre precipitándose por el interior de los muslos hasta dejarse embaucar por el triángulo de su intimidad; admirando la finura de sus labios y la despuntadura del inicio azabache de su vello, recortado y cuidado para recrear la figura de la punta de una flecha.
Sonia hizo amago de dar un paso hacia él, pero Bastien se aproximó a ella, cercando con sus ojos la extensión de su sexo, percibiendo el instintivo reclamo que revoleteaba desde las profundidades de la gruta de su deseo.
La joven entrecerró los ojos y se mordió el labio inferior, al sentir la convulsa conjunción de los labios de Bastien sobre su coño y el relámpago de placer que surcó y arqueó su espalda. Fue una sensación tan vibrante y poderosa, que casi sintió como si su ser se desdoblase, y se hallara en otro espacio, remoto y cercano a la vez; gruñendo ligeramente, abrasado su ser por las ascuas del placer, atenazado su cuerpo por prendas invisibles, y como forzaba contra ellas para situarse boca abajo, y llevar sus manos hasta su entrepierna, allí donde Bastien estaba desatando una tormenta de placer que azotaba y sacudía a su cuerpo entero.
Bastien apoyaba sus manos en su culo, apretando su rostro contra su cuerpo, impidiendo que pudiera liberarse de sucumbir ante las ensoberbecidas olas de placer que restallaban en sus entrañas, avivando el incendio que crepitaba y restallaba en sus entrañas.
Sonia gemía, ya sin poder contenerse, y al compás de sus gemidos, la lengua de Bastien se paseaba a su antojo por su coño, impregnándose de sus sabores, regodeándose de su cachondez, y deleitándose entre sus oquedades y misterios. Besos furtivos escapaban y se esculpían en sus muslos, y un dedo aventajado y diestro intérnose el primero en su gruta. La joven escurría sus dedos entre su cabello oscuro y corto, intentando aferrarse a algo, ya que sus piernas parecían no poder sostener más la carga de su cuerpo. Apoyó su espalda en la repisa de la chimenea, y quedó atrapada entre el calor de la hoguera y las vivas llamas de placer que lamían su coño.
-¡Ah, Bas...,Bastien, ah,...Bas, Bas...., mmm!-gemía ella, resoplando y cerrando sus ojos, mientras el dedo de Bastien se adueñaba de su coño, bañando con su humedad el ariete dáctil que ahondaba y trazaba círculos en su interior.
Súbitamente, un sonoro y bruto sonido restalló en su interior, y pareció como si la lengua, los dedos, las caricias, besos y miradas de Bastien se disolvieran entre las brumas de una espesa niebla, y por mucho que ella le llamara a voces, y batallara contra aquellos hostiles vapores, seguía desnuda allí, sola y abandonada...
Agitó los ojos, sobrecogida e identificó el sonido como uno de los habituales ronquidos de su hermano menor. Condenado crío, cómo se atrevía a expulsarla del paraíso que había disfrutado en sus sueños. Sin embargo, si se esmeraba, estaba segura que podría agarrarse a las hebras desgarradas de sus ensoñaciones. Su cuerpo seguía presa de la excitación onírica, y bajo sus braguitas, se hallaba su mano diestra, que continuaba, mojándose con sus jugos.
Dudó un mero instante, cuestionándose si masturbarse en esa situación era lo más propicio, teniendo en cuenta la cercana presencia de su hermanito. El condenado mocoso se había empecinado en dormir en su cuarto, otra costumbre de Reyes, ya que sus padres acudían presurosos a despertarlos a ambos al mismo tiempo al dormitorio que otrora compartían, cuando Sonia era una puberal chica.
Tras escuchar otro ronquido de éste, despejó sus reticiencias y continuó restregando su cintura contra su mano, acomodada entre sus muslos, como había hecho cuando era más pequeña. De sus acciones, solo quedaba el acompasado quejido de la ropa de su cama, mientras con los ojos apretados, recreaba en su mente de nuevo a Bastien, resistiendo el envite de las otras implicaciones que su recuerdo le ofrecía.
Había sucumbido al clamor de las olas y se había abatido contra el furioso espumaje de sus crestas, cayendo inerme a la alfombra, entregando su cuerpo a los brazos de Bastien hasta sentir el suave y reconfortante mullido del material. Bastien, recogiendo con un dedo el rocío de su flor, lo paladeó gustoso mientras ella le dedicaba una mirada complacida y atenta.
-¿Eres real?-le preguntó ella, sin perder su media sonrisa, recuperándose del agotamiento del orgasmo. Él no le respondió, sino que se tumbó junto a ella y posó su mano en uno de sus senos, amasándolo levemente.
-¿Es real?-le devolvió él la pregunta, y Sonia sonrió, satisfecha.
-Ahora es mi turno, mi pequeño principito-le comentó ella, al oído, llevando su mano hasta los calzoncillos de Bastien. En que momento el joven se había desprendido de los pantalones, no se sentía capaz de reconocerlo.
Sus dedos agarraron su firme virilidad, deleitándose con el calor que confería a la prenda y, regando sus mejillas ásperas, su cuello y su pecho de besos, fue desplazándose hasta situar su rostro ante aquel vistoso abultamiento.
Para Sonia, Bastien había sido el primer y único chico al que había conocido en su plenitud. No solo era un gran amigo, sino también un cuidadoso y buen amante. Era tierno en sus gestos, complaciente, generoso y atento, siempre preocupado por saber su opinión sobre alguna innovación, siempre dispuesto a cumplir sus ruegos. No era precipitado ni arrogante, ni creído como los demás chicos, algo que agradecía incondicionalmente la joven.
Por ello, ambos habían aprendido de sus errores, madurando y avanzando en el desarrollo de su vida sexual. Con ternura, Sonia recordaba como la primera vez que la chica decidió tocarle el miembro, el joven no había resistido y se había corrido casi al instante.
Descubrió su miembro, grueso y rematado con ese redondeado y oscuro hongo rematado por gotitas trasparentes, sintiendo la misma curiosidad e interés de siempre. No entendía como se decía que los chicos eran unos simplones; en su opinión, el conjunto del sexo de Bastien poseía muchos más misterios de lo que exteriorizaba. Sabía numerosos trucos, y conocía cómo conseguir que su chico durara más o menos, por ejemplo.
-Mmm-murmuró Bastien, recostándose en la alfombra y dejándose mecer por la caricia cálida y agradable del fuego. No quería perder detalle de lo que Sonia hacía, pero pronto las sensaciones emergentes desde su virilidad le recorrieron como ondas por su espalda, tensándola y dejándolo tumbado, dócil al capricho de los antojos de Sonia. Los ocasionales chasquidos del hogar se entremezclaban con los chapoteos de sus labios, recordándole el sensual recorrido de sus labios deslizándose para arrancar el sabor de un helado. Sabía que debía encontrarse con los ojos cerrados, contraído su rostro en un gesto solemne y concentrado, como si estuviera inmersa en una labor dificultuosa, mientras sus dedos ascendían y bajaban por su piel, con delicadeza. Ella había sido testigo de los gestos fubirundos y veteranos de la mano cuando deseaba masturbarse, pero Sonia lo hacía con una maestría sin par, como si fuera más consciente del conocimiento de su cuerpo que lo que él mismo poseía.
Si continuaba porfiando, tenía la certeza de que se acabaría debilitando, rindiéndose ante su habilidad, pero su cuerpo reptó sobre el suyo, adueñándose de él, apuntalando su miembro hacia el enclave de los muslos. Permitió que se hundiera lentamente, acogiéndolo entre los labios con una cálida bienvenida.
La sonrisa de Sonia divinizó su belleza mortal, y sus labios sintieron el reclamo de los de Bastien, sumergiéndose sus lenguas en una divertida persecución. Las manos del francés acariciaron y recorrieron la espalda de la joven, hasta encontrar reposo en sus nalgas, sin reclamo alguno a apretarlas y domeñar el ritmo de la embriagadora cabalgata.
Sus pezones arañaban los pectorales, pero pronto a sus ojos se ofreció el deleite de los temblores de sus senos pretóricos, acompañados de la pasión revelada en las muecas de placer de su rostro. Ella asesinaba sus gemidos mordiéndose un labio, observando por el rabillo del ojo la silueta de su sombra bailarina, extendida por el salón.
Y, cuando sus entrañas se sacudieron, vibrando y atenazándose alrededor de su polla, arrebatándole la esencia lechosa de su ser, tuvo que morder la almohada, acallando el largo gemido libertador que arañaba furioso su garganta. Había sido un orgasmo brutal, tan embravecido que la dejó languida y debilitada aún con su mano acomodada entre sus muslos, mientras una senda furtiva acuosa recorría sus mejillas.
Le habían prometido su olvido, e incluso había tentado la suerte, en manos de un tal Guillermo, cuyo recuerdo vaporoso la volvió a repudiar. Un chico galán, gentil y amable, pero que se transformaba en un ser que le causaba pavor y le infundía desazón en la intimidad. No podía despojarse de su imagen ante ella, desnuda y arrodillada, olfateando sus braguitas entregadas, degustando su fragancia a mujer, como le había asegurado. O como había saciado su ansia, dejándole regar su semilla sobre la tersura de sus nalgas, sintiendo esas corrosivas y mezquinas gotas deslizarse por la piel, reconociendo en ese instante que a sus insensibles ojos, ella no era más que un objeto diseñado para su deleite.
Bastien la perseguía en sus sueños, y ella se entregaba a sus fogosidades, como si ese maldito árbol no se hubiera interpuesto en la carretera, dejándola aguardando en aquella rústica y acogedora casa rural, con la promesa de una noche inolvidable trasportada por el tiempo