El recuerdo escondido
-Pasa, pasa escuchó la voz de su padre mientras pasaba detrás de otra persona y daba dos vueltas a la llave de la cerradura.
Un breve pero pequeño recuerdo se coló en su mente mientras hablaba con su analista. Una vez por semana, siempre a la misma hora, subía rápidamente las escaleras del edificio de tres plantas –sin ascensor- y entraba en el departamento 304 para hablar cuarenta y cinco minutos, ser escuchado sin recibir devolución a su monólogo y de salir, pagando a la recepcionista el costo de su sesión.
Recordó, en medio de lo que estaba contando al profesional, una escena vista en Japón cuando tenía siete u ocho años. Comenzó a narrar el recuerdo que aparecía ante sus ojos con total nitidez. Su padre había sido nombrado Agregado Cultural de la Embajada en Tokio, y lógicamente toda la familia –madre, hermana menor y él- habían acompañado al jefe de familia.
Sus padres tenían un departamento en la casa del embajador, y allí mismo estaba el despacho donde su progenitor –a la sazón unos cuarenta y pocos años- se reunía con personalidades del mundo nipón. Estaba prohibido ir allí, por lo que solo jugaba cuando no había nadie en reunión. La estancia era bien amplia y luminosa y dos enormes biombos laqueados disimulaban la entrada al baño, de regulares dimensiones, todo pintado de blanco y con hermosos cuadros pintados sobre seda en los que se veía el infaltable monte Fuji, los cerezos en flor y personajes vestidos con kimonos de colores pastel.
Mientras guardaba sus libros en el viejo portafolios de cuero, sentado detrás del biombo frente a la puerta abierta del cuarto de baño, escuchó a su padre entrar con otra persona y quedó en suspenso: sabía que en su familia la desobediencia a las órdenes era castigada con severidad.
-Pasa, pasa – escuchó la voz de su padre mientras pasaba detrás de otra persona y daba dos vueltas a la llave de la cerradura.
¿Estás seguro de que nadie vendrá aquí? – dijo la voz de un hombre desconocido, que obviamente no era japonés por su modo de hablar.
Seguro totalmente – respondió su padre – la familia está en nuestro departamento, el personal administrativo trabajando en la planta baja y el embajador viajó ayer para Osaka. Tenemos esta hora de la mañana para nosotros.
¡Qué bien! – dijo el desconocido- Créeme que estaba echando de menos nuestras citas… Mi culo se siente desvalido y tiene una gran necesidad de tu leche.
¡Ja ja ja! – rió su padre- No sabes cómo te extraño yo también. Cuando me llamaste para decirme que estabas en la ciudad, de solo escuchar tu voz en el teléfono la pija se me puso dura como un hierro.
En aquellos días los chicos realmente lo eran, y mucho no comprendía de lo que se hablaba, pero ante su asombro fueron dichas algunas de esas palabras consideradas sucias y que nunca se decían más que entre los compañeritos de la escuela en su país y eso a la sordina, para que el maestro no lo fuera a oír y decretar una penitencia.
En el salón de la oficina parecía haber una especie de revuelo: por entre los diminutos labrados del biombo
observó una escena extrañísima: su padre y el invitado, ambos sin camisa, abrazándose…
-¿Qué esperas, pues? ¿No era que tenías tanta hambre? –preguntó su padre- Mira, pasa la mano y comprueba por ti mismo cómo la tengo de dura, impaciente por dártela hasta el fondo.
- ¡Está como a mí me gusta!- respondió el desconocido mientras se arrodillaba y hundía la cabeza entre las piernas de su padre.
Escuchó el rumor del cierre del pantalón y mirando nuevamente por entre las rendijas, pudo ver al hombre arrodillado sacar al aire el miembro de su padre del pantalón azul y de la abertura del calzoncillo, llevándoselo inmediatamente a la boca para lamerlo como si fuese un helado y luego ponerlo dentro. Realmente el aparato de su padre, que veía por primera vez en su vida, le pareció algo monstruoso, enorme, surcado de venas y con una especie de pompón rojizo y brillante que la lengua del otro rodeaba con desesperación cada vez que lo retiraba de su boca.
- ¡Ah, ese gusto tan particular! No puedo esperar más para que me parta en dos y me riegue las entrañas- advirtió el desconocido con una extraña voz gutural, seguramente por tener llena su boca con ese aparato macizo que nunca había imaginado que tendría su padre.
Hundió su mano dentro del pantalón y buscó su pilila, para decepcionarse con lo que encontró: la suya estaba blandita, cubierta con toda la piel, y se necesitaría más de una docena de ellas todas juntas para compararse con la del padre. Aún así, difícilmente alcanzaran su tamaño.
Volvió a fisgonear entre las tablitas y vio que ambos se habían despojado de su ropa, y el hombre, apoyado en el escritorio, ofrecía un culo redondo y peludo a su padre, que dirigiendo su miembro al centro lo traspasó con mínimo esfuerzo mientras el otro se retorcía de gusto por tener dentro a su imponente invasor.
¡Ah, qué maravilla, Joaquín! No la saques ni te muevas, deja que sea yo quien la dirija esta vez como bienvenida – dijo el desconocido en voz muy bajita y quejosa.
Bien, ahí la tienes – respondió el padre – Sabes que es toda tuya, disfrútala como yo disfruto de comerme tu ojete…
El hombre corcoveaba con ella dentro y desde su lugar, el chico pudo ver a su padre de pie, inmóvil, incrustado en la cola del otro, que la recibía alborozado seguramente inmune al dolor de tener aquella terrible arma totalmente clavada.
Ahora sí, por favor, dame con más fuerza – pidió el hombre, y el niño vio como su padre movía las caderas de atrás hacia delante con un ritmo parejo y el compañero proyectaba las suyas hacia atrás como para hundirse más en el enorme tormento.
Voy a acabar… - dijo de pronto su padre- ¿La quieres dentro entonces?
Sí, por favor, riega tu huertito desahuciado y préñame, que lo necesito – respondió el otro.
¡Ah, me corro, me voy, me acabo! – anunció el padre mientras cogía impulso para hundirse en una profunda estocada dentro del desconocido.
También yo, Joaquín – dijo el empalado –La siento como un fuego de tan caliente y esto me ha provocado el acompañamiento…
Vio como su padre se retiraba del culo del amigo y con unos papeles de copia se limpiaba. El otro rápidamente tomó sus ropas desparramadas y se vistió mientras su padre abría las ventanas del estudio para ventilar.
- Haces bien, Joaquín – señaló el extraño – No se aguanta el olor a pija que ha quedado en tu oficina…
El padre tomó de un cajón un cono de sándalo como los que usan comúnmente los japoneses y lo encendió sobre un plato a propósito.
Aprovechando la distracción de los mayores, tomó su portafolio y de puntillas se dirigió hacia el baño, cerrando la puerta muy despacio para que no se escuchase el ruido.
Dentro del baño, bajó su pantaloncito y su calzoncillo y se sentó en el inodoro, tomando una revista de la cartera. De repente entró su padre, que quedó sorprendido de encontrarle allí.
¿Cómo? ¿Estabas tú aquí? – preguntó con una voz desconocida como de alarma.
Sí, cuando iba por el pasillo para jugar en el jardín me vinieron ganas de hacer caca y no quise regresar, así que me encerré en el baño de tu oficina… ¿Hice mal?
Claro que no, muchacho. Pero la caca se hace en el baño de casa, no en éste. ¿Qué pasaría si alguien que viene a trabajar conmigo lo necesita y está ocupado por ti? Precisamente, el consejero Ripoll que está de paso por Tokio vino a reunirse conmigo hace unos momentos para que le firmase un expediente y me ha pedido para pasar al baño. ¿Demoras?
No, ya acabé, papá. Deja que me limpie y salgo. Tú, ¿acabaste con él?
Mmm...… sí, hijo, ya acabamos. Cuando salgas lávate las manos. Creo que el consejero Ripoll vendrá a eso también.
-Esas escenas estaban perdidas, solo lo recordé en este instante. ¿Usted cree que sería importante hablar de ello? – preguntó al analista.
- Considero que sí, pero en la próxima. Ya terminamos por hoy – dijo el profesional levantándose de un tirón de su sillón para acompañarle, como siempre, a la puerta.
Mientras se dirigía al estacionamiento para retirar su coche, pensó en las coincidencias. Su analista se llamaba Francisco Ripoll, y su padre también había sido diplomático, como el suyo… ¿Sería el visitante de aquél día?
Abrió la portezuela, se sentó, colocó en bandolera su cinturón de seguridad y dio vuelta la llave de contacto.
- Es curioso –dijo en voz alta – Bueno, han pasado treinta años de esto.