El recalentón de mi mujer
Un marido pierde a su sensual mujer durante la cena de beneficencia. Versión libre del relato de BRETXA.
El recalentón de mi mujer.
Tu esposa tiene un aire a Lana Del Rey –dijo Arnold.
Estás loco, Arnie. Tiene ese aire de diva de Scarlett Johansen –lo corrigió su esposa.
Susana adoraba a Ingrid, pero a veces parecía exagerar. La mujer de Arnold parecía un fan incondicional de mi mujer.
- Locos están los dos –intervino Pedro, a mi lado-. Anita es Gisele Bundchen con las tetas de Giorgia Salpa.
Pedro estaba borracho y disimulé mi rabia ante sus palabras. No conocía la mitad de las personas de las que hablaban, pero sea como sea me parecía de mal gusto hablar así de mi mujer. Traté de mostrarme afable, a pesar de las continuas palabras faltas de respeto de Pedro: Mira ese culito, Arnold. Vaya si tienes un mujerón en el hogar, Hugo. Como debes gozar a tu hembra cada noche . Pedro continuó bebiendo y hablando de mi mujer.
Ingrid, mi mujer, en tanto se paseaba de un lado a otro. Volvía a la mesa, a mi lado, siempre con una copa llena y luego volvía a irse. Vestida con el elegante vestido negro y ajustado, iba a sus anchas por la reunión de camaradería de nuestro estudio de abogados. Era una suerte que aquel día no estuviera Juan, mi jefe. Si fuera de otra forma, aquella noche me hubiera sentido humillado.
Corrían rumores de algún affair entre Ingrid y mi jefe. Mi mujer obviamente había desmentido los rumores. Yo decidí creerle. Me pregunté si se trataba del intenso amor que sentía por mi hermosa mujer. ¿O acaso era algo morboso? La duda no contribuía a mantener mi mente en paz.
Mi mujer bailaba con Pedro. Observaba disimuladamente sus movimientos con un sentimiento extraño en el estómago. Era una sensación amarga en el estómago que no me permitían seguir la conversación con Arnold, Juan y sus mujeres.
La mano de Pedro había bajado por el voluptuoso trasero de Ingrid ¿o era sólo idea mía?
Ella río. Ambos rieron. Mi mujer giró en los brazos de Pedro. La canción se me hizo eterna. Se despidieron con un beso en la mejilla y unas palabras.
Ingrid volvió a mi lado. Tenía una sonrisa extraña y los ojos brillosos. Me besó en los labios, coqueta. Se arrimó con movimientos estudiados y cómplices. Pude sentir sus curvas, sus senos generosos y firmes sobre mi brazo. La cadera y parte del glúteo apoyada en mi muslo, justo bajo mi entrepierna.
- ¿Cómo está mi angelito? –susurró a mi oído.
Su perfume, sus morros voluptuosos y su ojos oscuros hicieron que mi corazón latiera fuerte.
- Bien –le respondí con la boca seca.
No quería ceder a sus formas, a su belleza. Pero sentí que mi sexo se ponía duro en su presencia. Ingrid tenía ese poder sobre mi cuerpo. Mi mente luchaba por dominar mi cuerpo, pero Ingrid tenía una fuerza que me dominaba. Quería pretender control, pero Ingrid lograba desenmascarar mi debilidad.
¿Nos vamos, amor? –los labios carnosos de Ingrid hacían de una pregunta una lasciva invitación.
Claro –respondí.
Me sentí aliviado. No habría más lascivas miradas a mi mujer. No habría más palabras soeces de su atractivo cuerpo saliendo de las bocas de mis compañeros. Ya no tendría esa sensación de celos y la víspera o las dudas de una traición.
Voy a buscar mi abrigo –anunció, antes de darme un tierno beso-. En tanto, puedes hacer la donación de beneficencia, por favor.
Claro, la donación.
Había olvidado que no sólo era una cena de camaradería sino también de beneficencia. Aquella reunión era para aegurar la educación de niños en riesgo en las poblaciones más pobres del país. Vi marchar a mi mujer y yo bajé por las escaleras, al primer piso. Mientras bajaba me encontré con Pedro.
Ya te vas –Pedro sonrió mientras estrechaba mi mano.
Si, nos vamos –contesté.
Buenas noches, buen amigo – se despidió Pedro, muy sonriente.
Se alejó hacia un pasillo latera que se adentraba a los jardines del hotel. Retomé mi camino con una sensación amarga asaltándome hasta las vísceras. Recorrí un pasillo en busca del mesón donde un hombre sonriente recibía las donaciones. Era una fila larga de hombres y mujeres elegantes, todos esperando pacientemente su turno. Era la hora en que la mayoría de los invitados se marchaba a casa y seguramente estaría un buen rato en aquel lugar para hacer la donación.
La mala sensación no me abandonaba. A la mente se me venía la sonrisa de Pedro. Ya te vas , había dicho. No era una pregunta. Lo había dicho con seguridad. Ya te vas . Él lo sabía. Recordé la forma en que bailaba con mi esposa, la forma en que reían y la forma en que se habían despedido. Entre susurros.
- ¿Dónde está Ingrid? –susurré.
Un hombre pensó que le hablaba. Me habló. Lo ignoré y abandoné la fila. Me alejé y subí por las escaleras, directo a guardarropía. Dos muchachas repartían las prendas a los invitados. Abrigos de piel, chaquetas de lujosa confección y carteras de diseñador. Dos mujeres maduras me miraron con ojos de zorras que han encontrado en mitad del camino a un polluelo perdido. Pero ni rastro de mi mujer.
Volví sobre mis pasos, buscando con desesperación. Pero ni una pista de Ingrid. Entonces, recordé la dirección en que vi alejarse a Pedro. Mi corazón palpitó muy fuerte cuando decidí encaminar mi rumbo hacia los jardines del hotel. Los jardines estaban iluminados por faroles de luz blanca y una luna que se refugiaba en altas nubes que correteaban por el cielo nocturno, pero todo me parecía demasiado oscuro y demasiado silencioso. Mis pasos resonaban en mis oídos, haciendo competencia con el sonido de mi corazón. La noche era fresca y no había un alma en el jardín.
De pronto, observé sombras tras una amplia ventana iluminada. Las cortinas amarillas revelaron las siluetas de dos personas atravesando de una estancia a otra. Aquella luz se apagó, pero otra se encendió más adelante. Seguí a las sombras guiado por mi instinto que me impulsaba incontenible. Entre silenciosamente por una puerta de madera. No quería quedar en evidencia si mis pasos me llevaban al lugar equivocado. No quería encontrar a Ingrid ahí, pero algo me decía que debía seguir.
Adentro, había una pequeña antesala, una sala de estar y una habitación con la luz encendida más adelante. Me moví con sigilo. Sentía la respiración agitada y el corazón parecía saltar desbocado en mi pecho. Crucé la oscura sala de estar, donde un sillón de marcos de madera y un sofá a juego eran lo único muebles. Debe ser la habitación de algún empleado del hotel. Quizás deba volver , pensé. Pero no volví y avancé un poco más. De pronto, sentí un susurro. La voz de un hombre interrumpiendo el silencio: Sigue así…
Había murmullos y movimientos. Me acerqué a la habitación iluminada y me asomé por la puerta. Contra la pared del fondo estaba Pedro, y más abajo, hundida en la entrepierna, Ingrid.
Me quedé petrificado ahí, sin dar crédito a lo que veía. Mi esposa le estaba comiendo la verga a Pedro. Se la tragaba entera, se atragantaba con ella, la sacaba, se la metía, de cuando en cuando lamía el tronco y los huevos y, otra vez, golosamente se la volvía a comer. Estaba disfrutando, se le notaba. Aquél cerdo estaba en la gloria, con los ojos cerrados y la tranca a reventar.
Mi mujer se la chupaba como si le hubieran pagado para ello. Le hacía filigranas a Pedro, hasta que ella misma notó que aquella polla iba a entrar en erupción. Alzó la vista para ver como disfrutaba el fulano, le gustaba ver la cara de gusto del tío cuando se corría, y de repente abrió los ojos como platos, señal inequívoca de que estaba recibiendo la descarga en la boca. Empezó a sonreírle al tío mientras le lanzaba las últimas sacudidas y, al hacerlo, por las comisuras de los labios empezó a correrle un hilillo de leche. La muy zorra estaba muy caliente, porque eso de recoger la corrida en la boca a mí solo me lo hizo un par de veces en todos nuestros años de noviazgo y matrimonio, cuando estaba caliente como una perra en celo.
Se la limpió bien a mi compañero de trabajo, le relamió toda como yo le había pedido un montón de veces y no me había consentido. Le dio un par de chupaditas más para sacarle las últimas sacudidas de placer mientras le masajeaba los huevos. Luego se levantó y le pegó un morreo de media hora para que compartiera su propia leche con ella. Sacaba un poco de leche con la lengua y se la restregaba por sus labios y los de él. A Pedro se le doblaban las piernas de la flojera y a mi mujer se le notaba la humedad del coño a través de las bragas cuando al sobarle el culo, durante el morreo, le subía la falda.
Entonces, escuché pasos en la entrada. Alcancé a moverme tras el sillón cuando la puerta se abrió y alguien entró. Atravesó la antesala, la sala de estar y se detuvo en el umbral de la habitación, mirando.
Te demoraste –se escuchó la voz de Pedro desde la habitación.
Me costó sudor deshacerme de mi mujer –era la voz de Arnold.
Más vale que te pongas a tono –anunció Pedro-. Anita está bien caliente.
Escuché pasos adentrarse en la habitación.
Yo no sé tú, pero si fuera yo me apuro. El cabrón de Hugo no tardará en buscar a su mujercita -dijo el muy cabrón.
No hay prisa. Esta putita quiere verga. Ni te digo como me calentó el roce de su pierna en la mesa –reveló Arnold.
Era evidente que mi mujer no tenía voz en esa conversación. Todavía alucinado con lo que acababa de ver y escuchar, me levanté con cuidado para observar desde las sombras cuando Arnold se coló por detrás y empezó a sobarle el culo a mi mujer. Ingrid, todavía chupeteando el cuello y los labios de Pedro, ni se enteraba que le estaban entrando por detrás. No sabía si mi mujer estaba borracha o simplemente demasiado caliente. De repente se dio cuenta y quiso volverse, pero el muy cabrón de Arnold la agarró con fuerza y empezó a bajarle las bragas. Ella se revolvió un poco, pero cuando notó encima del culo el pollón del colega, empezó a derretirse y a dejarse hacer. Se iba agachando más y más, ayudada por Pedro que permanecía de pie apoyado contra la pared. Ella misma sacaba el culo hacia atrás y arqueaba la espalda para facilitar la entrada de aquel trasto, incluso vi como lo buscaba con su mano por entre las piernas para dirigirlo hacia su coño. Lo tenía empapado. Se la metió entera. Mi mujer dio un respingo. "- Aaaaaahh...", rugió con una voz ronca que no parecía la de ella. Se notaba que la estaba necesitando. Se asió bien al que estaba delante de ella, cerró los ojos y agachó la cabeza, estaba disfrutando del bombeo que le estaban dando por detrás.
Que coño apretado –aseguró Arnold.
Pero con lo mojado que está nuestra putita no hay problema –afirmó a su vez pedro, jugando con las tetas de mi mujer.
El cabrón de Arnold la sujetaba por las caderas, la faldita la tenía subida por la espalda y las bragas bajadas a mitad de las piernas. Le estaba dando bien. Yo podía ver perfectamente el mete-saca. La vulva de mi mujer estaba como hinchada, enrojecida y chorreando. Aquél tío la embestía cada vez más fuerte y mi mujer no se cortaba un duro, gimiendo y diciéndole "-cabrón, cabrón, qué gusto me das...".
Yo, paralizado entre las sombras, sentía los celos mezclarse con la excitación. Ya estaba empalmado de ver aquella escena. Podía ver la cara de gusto que tenía la muy zorra cuando se giraba para mirar a los ojos al cerdo que se la estaba cepillando. Extasiado con la escena que estaba presenciando, no me di ni cuenta de que una de las camareras del hotel había entrado a la pequeña habitación. No sé que estaría haciendo ahí, pero al verme tan concentrado, mirando por la puerta entreabierta, se me acercó por detrás. Se sorprendió al ver la escena, pero de inmediato pude notar aflorar una sonrisa traviesa en su rostro. Me abrazó por la cintura a la vez que ponía atención al lascivo espectáculo en la habitación y me dijo:
- Te gusta mirar ¿eh?
No mostró gran sorpresa, por lo que entendí que aquello podía ser algo habitual. Me pasó la mano por el paquete diciendo, "- ya veo que te gusta .." y continuó allí, mirando y dándome un buen sobo. Cuando menos me di cuenta, ya tenía la polla fuera y la tía me estaba pajeando.
- Te da gustito ¿no? –susurró en mi oído la caliente camarera -. Qué pollón tienes, cabrón. Venga, disfruta tú también.
Delante de mí, el tío aquel se estaba follando a mi mujer, a la cual se le veía que lo estaba pasando grande. El otro ya le tenía los dos pechos fuera y se los estaba magreando a base de bien. Eso a mi mujer le vuelve loca. Tenía los pezones erizados y su carita denotaba que ya se había corrido más de una vez. El guarro aquel que le estaba dando por detrás empezó a introducirle el pulgar en su culito mientras le seguía bombeando el coño. Ella ni se quejó. Al tío le cambió la expresión de la cara a la vez que anticipaba "- Me corro, me corro". A Ingrid eso le pegó un subidón.
- Tíramela dentro, cabrón, tíramela dentro... -le decía mi mujer.
Aquí, sin poder evitarlo, me corrí. Se oyó un ronquido profundo del tío aquel mientras le decía a mi mujer:
Tómala, tómala toda, zorrita, tómala, disfruta.
Aaahh, qué gusto me has dado, cabrón..., qué gusto -decía Ingrid mientras gozaba de una larga corrida.
La camarera me sonreía dulcemente mientras me sacaba con su manita los últimos espasmos de placer. "- Uuff, qué calentorra me he puesto, ..", acabó diciendo. Me dio un besito en la mejilla y se largó.
Yo no sabía qué hacer, si entrar, seguir mirando o largarme, pero mientras me lo pensaba vi como sacaban de un sobrecito unos polvos blancos que le restregaron por todo el coño. Al principio, no sabía de qué iba el rollo, pero luego me di cuenta de que era "coca". La pusieron sobre la mesa boca arriba. Ella se dejaba hacer. Tenía la falda hecha un ovillo alrededor de la cintura. Las bragas ya habían desaparecido. Pedro ya estaba totalmente empalmado y también se restregaba lo que quedaba de "coca" por la punta del capullo.
- ¿Qué me has puesto? – soltó mi mujer, quejándose demasiado tarde.
Mientras se abría de piernas y acercaba el chochito al borde de la mesa, desde el coño de mi mujer todavía chorreaba el semen de la corrida anterior cuando ya tenía otra polla dentro.
- Venga, dame bien, cabrón. Fóllame, fóllame bien -le decía a Pedro mi hermosa mujer.
Me largué de allí. Me volví a la barra a esperarla y me pedí un whisky bien cargadito. Me lo sirvió aquella camarera tan complaciente y me dijo "Invito yo, machote". Charlando con ella me enteré de que Pedro y Arnold venían al hotel seguido con varias mujeres. Siempre usaban la misma habitación. Me quedé allí pensando en cómo estarían dándole a Ingrid por todos los lados. A la muy guarra, con lo que estaba disfrutando, hasta se le habría ido de la cabeza de que yo estaba esperándola. ¡Vaya zorra!
La música estaba a tope en el bar y por fin, después de un tiempo que me pareció interminable, apareció mi mujercita con cara de no haber roto un plato, perfectamente arregladita y recién pintadita.
-Uff, había una cola de mil demonios en el servicio de las chicas. Además, después no te encontraba –se excuso sínicamente.
La miré con cara de malas pulgas.
- Perdóname por haberte dejado un rato solito, mi amor -era evidente que había perdido la noción del tiempo.
Permanecí en silencio sin poder decirle nada. Mientras íbamos para casa, me decía "-Prepárate porque ésta noche estoy muy caliente". La muy zorra no llevaba ni las bragas.