El Rapto de Dalilah (Cap. 3)

Jesús pasa el fin de semana más tortuoso de su vida, imaginando cómo otro hombre está disfrutando de su esposa durante esos terribles días.

TERCERA PARTE

I

Antes de la última crisis de nuestra hija Eva, días atrás, mientras Dalilah yacía en medio de mis piernas limpiándome con la lengua los restos de semen que habían quedado en mi pene, testículos y abdominales, le pregunté a Dalilah, por primera vez, aquello que me había atormentado durante tanto tiempo, y que nunca había tenido el valor de decirle por vergüenza y por temor a que se ofendiera o que lo tomara a mal.

—Dalilah, vida… ¿te falta algo a mi lado? ¿Más sexo… más… más pene…? ¿Más experiencias…?

Ella, preciosa, con sus húmedos labios manchados de mi simiente, su pelo pegado a las mejillas, por brutal sesión que acabábamos de tener, me respondió, quitándose un pegote de su barbilla:

—¿Sabes lo que me falta, vida? Tiempo… más tiempo para hacer el amor contigo. Pero… ¿por qué esa pregunta?

Acaricié su pelo, froté sus labios con mi dedo índice y luego la dejé que continuara recogiendo los restos de mi corrida. Desde mi posición, agitado, sudoroso, podía ver sus gordas nalgas, brillantes, paraditas, desbordándose hacia sus costados.

—Si quieres que te sea sincero… Dalilah, te lo pregunto porque a veces siento que… con Hugo… todo era mejor.

Dalilah detuvo su diligencia, elevó sus enarcadas cejas mientras sus excelsos ojos me contemplaban, curiosos:

—¿Defíneme «era todo mejor», Jesús? —Su voz fue suave, pero irritada—. Porque si ser un imbécil de cuadro honorífico es «ser mejor», prefiero quedarme con un verdadero imbécil.

Casi me dieron ganas de reírme.

—Gracias por lo que me toca —suspiré, sintiendo que hubiera dejado de lamerme.

—No seas bobo, Jesús —volvió a mirarme, y esta vez sonrió, mientras frotaba mis huevos con sus uñas—. Sabes lo que te digo. Si lo que me has querido preguntar es si Hugo me coge mejor que tú, pues no. Y mírame bien, que sabes que yo no miento. Con él todo era más sucio, fuerte y perverso, y desde luego que me encantaba, porque soy una cerda en la cama, pero eso lo sabes bien. No obstante, contigo aprendí lo que es tener sexo con amor —volví a suspirar, no sé si porque esperaba una respuesta mucho más dura o porque me sentía aliviado—. Además eres muy apasionado, vida… Los orgasmos no mienten, ¿has visto cómo me has hecho venir, mientras me la metías y me nalgueabas? Y no, querido, él ni siquiera la tiene más grande que tú, así que la próxima vez que te lo vuelva a decir, haré que se la saque y la comparamos con la tuya.

Ahora sí que me eché a reír, y ella se unió a mis carcajadas.

—Parecería que sí, amor —me dijo, gateando lentamente hasta que volvió a posar su caldosa vagina sobre mi flácido pene, y su culo reposó sobre mis huevos—, pareciera que yo busco más de lo que me das, que es todo, por el porno que consumes, pero no; las mujeres no somos máquinas sexuales, como ahí te hacen creer, y que sólo nos enamoramos de un hombre por lo bonito que folla o por tener un pene de kilómetro. La realidad de las cosas es que las mujeres nos enamoramos de los hombres por su personalidad, por sus valores, y por su entrega. Que yo sea una pervertida —dijo, sacando la lengua para chuparme las mejillas, primero una y luego otra—, eso es otro tema, pero escúchame bien, Jesús, si te elegí a ti es porque te quiero. ¿En verdad piensas que yo soy de las que se conforma con tan poco? No, cielo, y el día que ya no te quiera, te lo voy a decir.

—¿Entonces me amas a mí por mi personalidad, mis valores y me entrega? —le dije, atrapando su lengua para que jugueteara con la mía. Mi polla no dejaba de palpitar debajo de su vagina mojada.

—Y porque estás para comerte a mordidas de guapo, mi amor —me susurró entre un jadeo, levantando y bajando sus nalgas, haciéndome estremecer.

—¿Eso significa que me quieres… pero que no cojo bien? —dije como final.

Dalilah se apartó, me miró con un gesto de fingido odio y respondió:

—Eres mejor dando clases que entendiendo lo que te explico. Anda, acuéstate, que quiero que me comas el coño mientras se te vuelve a poner dura.

II

Nerón apareció en el bar rodeado por sus peligrosos lugartenientes, serían seis o siete, no me acuerdo bien; y las sombras que proveía la escasa luz del bar me lo mostraron como un espectro, quizá por la forma tan fantasmagórica con que avanzaba o porque era más alto que los demás.

—Mierda —jadee, yendo de prisa por mi esposa.

La aparición de Nerón fue brutal, casi fantasiosa. Incluso irrisoria para quienes lo hubiesen visto desde un punto muerto.

Ojalá hubiera ido solo, el hijo de las mil putas, y sin armas, como hombre, para ver si así hubiera hecho lo que hizo.

—Por Dios —dijo Odett cuando miró hacia la entrada. Dalilah se aferró a mi cuerpo y la oí jadear.

La estética hortera y excéntrica con que vestían sus sicarios, pretendiendo ser lo que no eran, me dejó claro que no significaban nada en la vida, salvo los perros del patrón. De hecho, parecían una esperpéntica parodia de sí mismos, y en otras circunstancias hasta me habría reído por la comicidad de la situación.

—Nos vamos —le susurré, mientras ella me rodeaba muy fuerte.

Y siguieron caminando, fastuosos, fanfarrones, como si hiciera falta andar con tal garbo y portar oro en sus muñecas o en sus cuellos para que uno ignorara que no valían nada. Como si hiciera falta comprender que detrás de esas apariencias aparatosas y ridículas sólo había un hombre que jalaba de sus hilos, pues ni siquiera tenían la posibilidad de elegir sus propias vidas, ya que en el narco, una vez que entras, ya no sales, salvo «con las patas por delante» como decía mi padre.

Y el titiritero de esa manada de marionetas era Nerón, el único que prevalecía con la mirada pendenciera, sin reír, ni hablar, sin gesticular. Algunos comensales se irguieron a su paso, y otros, como yo, los ignoramos. O al menos fingimos hacerlo.

—Tranquila —le dije, dándole un sentido beso en la frente, en tanto ella se ponía muy fría—. Dejemos que pasen y nos vamos.

A diferencia de la moda extravagante que llevaban sus sicarios, con estampados de marca enormes (para presumir una clase inexistente), ninguno coincidiendo con el otro, zapatos puntiagudos y pantalones de una tela muy brillante, Nerón iba sobrio, sin joyas en el cuello ni en las muñecas salvo un reloj de plata que lucía en su mano izquierda, y un pantalón negro, ajustado, y una camisa tinta descubierta hasta la mitad de su velludo pecho, que logró robar la atención de algunas féminas.

Aun si sus sicarios portaban tejanas negras, Nerón llevaba la cabeza descubierta, mostrando un corte de cabello estilo militar. El líder era un tipo barbado, con facciones muy marcadas, no delgado ni musculoso, más bien fornido, y más joven de lo que suponía, aunque seguía siendo mayor que nosotros.

—No va a pasar nada —volví a susurrarle, cuando sentí que una de sus manos empuñaba mi camisa.

La verdad es que no me sorprendió en lo absoluto la radicalidad de sus apariencias, sino la impunidad con que portaban sus armas, y que la gente tragara con todo como si fuese normal. Ojalá se hubieran aparecido así en cualquier otro bar del país, y esa habría sido su última pantomima.

Cuando arrastré a Dalilah a nuestra mesa, para recoger su bolso y mi celular, a fin de marcharnos, estoy seguro que Nerón ya la había visto, no sé si cuando pasó por nuestro lado o cuando nosotros nos trasladamos a nuestro antiguo sitio, porque cuando ya estaba situado en su mesa VIP y miré hacia allá, sus ojos ya se dirigían inquietos a ella.

—Son los de la plaza —dijo Hugo, mirándolos de soslayo en la zona VIP, que estaba justo delante de nosotros, pero en una posición más alta.

—Nosotros nos vamos —les dije casi en un susurro, sujetando la muñeca de mi esposa y haciendo amago de levantarnos.

Odett había vuelto al lado de Hugo. Entre tanto, Andrés y su mujer Abigaíl estaban sentados, algo nerviosos, en el mismo sitio de cuando llegamos. Dalilah respiraba muy fuerte, estoy seguro que asustada, y tan solo llegar, se tomó todo el resto de tequila que quedaba en su copa, e hizo lo mismo con los restos de la mía.

—No hagas pendejadas, Jesús —me advirtió mi primo, alargando la cabeza para no hablar tan fuerte, ya que la música continuaba con un sonido discreto.

—Pendejada será si me quedo aquí —lo rebatí, guardando mi teléfono en el bolso de mi mujer y pidiéndole a ella que se acomodara el largo de su vestido, que se había subido más arriba de los muslos, en la abertura de sus piernas, por culpa de las manoseadas que le había puesto Odett en su culo mientras bailaban.

—Que no, chingado, que no —persistió Hugo, elevando un poco más la voz—, quédate sentado y te esperas a que pase un rato. Ustedes son nuevos en la localidad, casi nadie los conoce, y será sospechoso que se vayan así tan de prisa. La gente de Nerón pensará que eres un espía o algo. ¿Recuerdas toda clase de información que te solicitaron al entrar a la hacienda? Pues eso, te estaban investigando.

—A nadie le tomará por extraño si nos largamos, Hugo, déjate de estupideces —dije.

Dalilah seguía suspirando fuerte.

—A ellos sí, Jesús; tienen halcones, ¿lo recuerdas?, tienen halcones por todos lados, vigilantes, los que dan el pitazo cuando ven llegar a fuereños, policías o militares o notan algo raro.

—¡Hugo, me estoy sintiendo muy incómodo aquí! Y Dalilah está muy asustada.

—Te está mirando, Dalilah —oí de pronto que decía la voz de Odett.

Miré sus claros ojos, y dirigí mi vista hacia donde ella los posaba. En efecto, con pánico vi que Nerón miraba hacia nuestra mesa, para ser precisos, a mi esposa, que se estaba alisando el largo de su vestido.

Desde la postura de Nerón, adiviné que él podía apreciar todo su perfil izquierdo; sus enormes nalgas que apenas cabían en el banco, y sus largos muslos, sobre todo ahora que ella se ajustaba la caía de la tela. Mi esposa levantó la cara, miró a Odett e hizo una extraña mueca.

—Te juro que no —casi me pareció que Odett le decía.

—Quédate donde estás y no llames la atención —volvió a decirme mi primo.

—¿Por qué mierdas voy a llamar la atención, llevándome a mi esposa? Ellos gobiernan este puto territorio, no nuestras vidas.

—A ellos no les gustan los escándalos.

—Entonces que no provoquen uno.

—Sabes cómo está esto de caliente.

—Me vale una puta mierda, Hugo.

—Aunque no lo creas cabrón, aunque no lo creas, llevas mi sangre y no quiero que te pase nada.

—¿En verdad? —gruñí burlón—. ¿Y desde cuándo me quieres tú a mí, cabrón hipócrita? —Sentí la mano de mi mujer acariciando mi dorso; esa era su manera de decirme que me calmara, pero la ignoré—. Pues agradezco tus «sinceras» consideraciones, primito, pero Dalilah y yo nos marchamos. Pide la cuenta.

—Hey, Dalilah, dile algo —exclamó Hugo, intentando que mi esposas intercediera por él.

—Yo haré lo que mi marido diga —contestó ella con brusquedad.

—Sabes bien que esto no funciona así —le dijo mi primo.

—¡Déjanos en paz! —exclamó Dalilah, clavando sus uñas en mi piel, sin quererlo.

—¡Pero Dalilah! —la riñó él, como si tuviera algún derecho sobre mi mujer.

—No te pases, hijo de la chingada —lo reté, encolerizado.

Di un golpe en la mesa y me puse en pie.

Algunos comensales nos miraron, y Andrés, tenso, posó su mano en mi brazo y me dijo, en un tono calmado:

—Quieto, Jesús. Siéntate. Por desgracia Hugo tiene razón. Vamos a calmarnos un poco y nos vamos, Abigaíl y yo los acompañamos, nos estamos hospedando en la posada de Oriente, que está a una cuadra de la casa de Hugo. Que venga el mesero y le pagamos y listo.

Me había puesto demasiado caliente del cuerpo, a diferencia de mi mujer, que permanecía cada vez más helada.

—No lo arruines todo, cabrón —me dijo Hugo, echando miraditas discretas a la zona VIP—, que Nerón nos sigue mirando.

—A nosotros no —dijo Abigaíl—, a ella —Y señaló con la nariz a mi esposa.

—Por Dios —musitó Dalilah.

—Dalilah, amor —le dijo Odett, bastante nerviosa por lo que estaba ocurriendo—, acompáñame al servicio, necesito retocarme los labios y tú necesitas un poco de agua en la cara.

—Ella se queda —le dije a la defensiva, cogiéndola del brazo.

—Déjame llevarla, por favor —me suplicó Odett, y vi su mirada sincera—, déjame apartarla de la vista de… él. Al menos por un rato.

Giré la vista hacia la zona VIP y me percaté que Nerón le decía algo en el oído al hombre que estaba a su costado, aunque me llamó la atención que en ningún momento apartara la vista de Dalilah.

—De acuerdo… vayan —dije de inmediato—, mientras traen la cuenta, pero cuando vuelvan nos vamos.

Y Dalilah asintió, nerviosa. Se puso de pie, se ajustó el vestido a la altura de su culo, y esperó a que Odett la cogiera por el brazo.

Se marcharon al baño sin mayores consecuencias. Me quedé en silencio, mirando mi copa, la cual Hugo había rellenado.

—Siempre tienes que cagarla con todo…  Hugo —lo reñí—. Siempre arriesgándonos a todos, con tus ideas pendejas, a ti te vale una mierda quién salga perjudicado con tus putas ideas de mierda, mientras te la quieras pasar chingón, ¿no?

—A ver si te tranquilizas y me dejas de echar la culpa de todo, cabrón, que yo no los mandé traer, este es su territorio y…

—Mejor que te quedes callado, Hugo, porque te va a pesar si esto tiene consecuencias.

—Como quieras —dijo, sonriendo, y vació el tequila que quedaba en la botella en su copa.

—Mañana temprano volvemos a Guadalajara —le advertí.

—Como quieras —volvió a decirme, y se empinó la botella. Y yo quería romperle la cabeza con el filo, pero Andrés continuaba sujetándome del brazo.

De pronto sentí que mi esposa y Odett tardaban demasiado, y con mi piel caliente volví a mirar hacia la zona VIP, sólo para descubrir que Nerón y su gente se habían levantado, pero ya no estaba el sicario con el que el líder había estado hablando.

Y todo pasó tan rápido como un estruendoso ventarrón; me puse en pie, dispuesto a ir al baño por mi esposa, y al mismo tiempo el teléfono de Hugo sonó.

—Es Odett —dijo, frunciendo el ceño, y lo miré, experimentando un nudo en la garganta, e intenté descifrar lo que ella le decía y por qué él se limpiaba la frente sin haber sudor.

Y yo agudizaba mis sentidos auditivos al tiempo que intercalaba mi mirada hacia Nerón, que organizaba algo con sus hombres, y luego hacia mi primo, que se había puesto de pie y caminaba de un lado a otro. Y me parecía cada vez más extraño que el sicario de confianza de Nerón no estuviese con él, y que esa llamada de Hugo proveniente de su mujer no terminara.

Y mi esposa desaparecida.

Había murmullos a mi alrededor, y yo no sabía a cuál zumbido prestar atención. Los nervios me agolparon y el aire me faltó, sobre todo cuando oí que Hugo le decía a Andrés «agárralo o nos lleva la verga»

—¿Qué pasa? —dije temblando, y miré otra vez hacia Nerón, que caminaba hacia la puerta del Bar, y sus hombres se adelantaban y se dirigían a la salida.

—Se las van a llevar —me dijo Hugo, como si su voz proviniera de un hondo vacío—, a Dalilah y a Odett, todo el fin de semana.

Sentí una fuerte opresión en el pecho. Los dedos me temblaron, y un punzante pitido se clavó en mis orejas, y mi boca comenzó a vibrar. El pecho me latió tan fuerte que creí que en cualquier momento colapsaría.

—No nos van a matar si nos quedamos quietos —dijo Hugo con un tono vibrante y gélido, como si sus palabras estuviesen colmadas de hielo—. Ellas están de acuerdo, pero si hacemos algo, Jesús… nos lleva la chingada. Quédate quieto, por una puta vez en tu vida hazme caso, Jesús. Si en algo valoras la vida de tu esposa, entonces quédate quieto, y no seas egoísta, y sé fuerte. Y no hagas ninguna puta mamada o nos cargará la verga.

Los bullicios continuaron, mi boca permaneció seca, mis ojos crispados, mi corazón latiéndome fuerte. Y entonces la vi, detrás del sicario de confianza de Nerón, quien ya se dirigía a la puerta. Y Andrés me sujetó por la espalda, y Hugo corrió para ponerse a mi lado. Y Dalilah venía hacia mí, con Odett junto a ella, mientras el sujeto las escoltaba.

Y yo no podía creer lo que estaba pasando. Y alcé la vista y miré esos dos vestidos de fuego contoneándose. Dalilah estaba seria, tragaba saliva, pero permanecía erguida, mirándome.

Y la miré, y ella estaba seria, tragaba saliva, y su respiración acelerada.

Cuando se levantó, la vi entera, y mi mundo se acababa.

La imagen era como una pesadilla, pues entre más se acercaba a mí, más lejos la sentía. Sólo supe que estaba despierto cuando la sentí muy cerca de mí, cogiéndome de las manos. Y ella no sólo no tenía la cara húmeda, como había dicho Odett que haría en los baños, sino que tenía el labial retocado; y sus mejillas tenían un rubor renovado, y el contorno de sus ojos tenía un tono más ahumado.

—Unos minutos, por favor —habló Dalilah dirigiéndose al sirviente de Nerón, y lo hizo con decisión, determinante, orgullosa, entera, como el mujerón que siempre fue.

El tipo asintió, caminó un par de metros hacia atrás, y apenas pude escuchar los murmullos de Odett que conversaba con Hugo. Cuando miré a la puerta del bar, vi que Nerón hablaba con alguien por teléfono. Y mi pecho seguía rebotando dentro de mi cavidad, hasta que sentí el perfume de mi esposa intoxicarme, y la miré, y pensé que esto no podía estarnos pasando.

—No voy a dejar que te lleven, Dalilah —dije casi sin aliento, con la voz temblándome y la boca reseca, como un desierto—. Te juro por Dios que si deben de matarme para preservar tu dignidad… yo…

—Mírame, vida… mírame… —me dijo entre susurros fuertes, bajitos pero sólidos, categóricos—, por Eva, mi alma… por nuestra amada Eva… vas a dejarme ir, porque si haces algo nos van a matar a los dos… y tú eres indispensable para ella, tú eres más útil que yo para ella… Por Eva, y porque me amas, me vas a dejar ir…

Mi voz salía como si un puñado de cuchillas atravesaran mi garganta: y dolía, dolía demasiado.

—No voy a permitir que te vayas con ellos, Dalilah… ¿Qué clase se cobarde, marido y hombre seré si permito qué arrebaten de mis brazos y yo sin luchar por ti? No…, yo no quedaré reducido en nada.

—Estas temblando… vida… —me dijo, y toda la fuerza que tenía en su mirada comenzó a despedazarse—. Por favor, Jesús… cuídame… ámame… ámanos… a tu hija y a mí… no seas egoísta… —su voz se destrozaba, se convertía en hilos de vinagre, y le costaban escapar—. Si algo sale mal… protege a nuestra hija.

—¡Dalilah… no voy a dejar que te lleven! —mascullé, y mis manos también temblaron, como las suyas—, ¡¿qué clase de hombre deja que…?

—Serás la clase de hombre que yo siempre busqué, Jesús: el más valiente, el más fuerte. —Y aspiró muy hondo, miró hacia el sicario de Nerón y se volvió hasta mí, acariciándome las mejillas, haciendo una cuna con ellas cuando se apoderó de mi barbilla—. No hay posibilidad, y seremos unos idiotas si lo intentamos. Es tan fácil ir tras ellos y provocar que te maten. En cambio, serás más fuerte si te quedas así, sin provocar. Humillante será que te maten delante de mí, y que de todos modos me lleven. No voy a perderte, Jesús, no así.

—No me hagas esto, Dalilah…

—Levanta la cabeza, Jesús, írguete, no decaigas… y enseña a todos… desde aquí, que tú eres mi hombre, y nadie más. No derrames una sola lágrima… que no voy a consentir que nos humillen así…

La fuerza se me seguía yendo, y el océano de mis ojos ya estaban listos para desparramarse.

—Jesús, vida… esto también pasará…  —volvió a suspirar hondo—. Por Dios que pasará… y Eva estará bien.

—Dalilah.

—Va a ocurrir, Jesús… y quiero que no hagas nada, júramelo, por Dios… que no harás nada, por nosotros, no harás nada.

—Dalilah…

—Vamos a salir con vida de esto…

—¿Dalilah?

—Te amo, Jesús… y ahora déjame ir.

Y mi pecho remecía, y mis manos se aferraban a sus dedos en puños fuertes. Sus latidos marcaban mis palmas, y mi pecho bramaba horrorizado.

Y cuando la solté sentí un gran vacío. Y me quedé aturdido. Todo daba vueltas a mi alrededor, pero lo que me fortalecía era verla de pie, dirigiéndose incesante hacia el sicario de confianza de Nerón, al que miró con desprecio. Y sus tacones resonaron, y yo me quedé allí plantado, sintiendo de nuevo las manos de Andrés aferrándose a mis brazos, para contenerme.

De pronto todo el mundo desapareció en mis ojos… menos ella y Nerón, que guardaba el teléfono y luego veía cómo mi esposa se acercaba a él. Entonces el narco extendía su mano derecha hacia mi hermosa mujer, vestida de fuego, siempre con la mirada al frente, desafiante, y la acogió hacia él, a modo de saludo.

—No… no… no… —grité entre susurros.

Y me dolió ver que mi mujer le sonreía, y que el hombre se acercaba a ella y la tocaba de la cintura, sutil, serio, sin violencia. Y le decía algo en el oído y ella asentía.

Resoplé casi con un gruñido, sin audio… y mis uñas haciéndome sangrar las palmas de lo fuerte que las empuñaba. Y mis ojos estaban reventando, y mi pecho se quemaba, y mis venas ardían, y mi vida se derrumbaba. Y mi honor de hombre se derruía en pedazos. Y todo por ella, por ellas, por las personas que más amaba en el mundo.

Y no me importó que todo el mundo volviera aparecer en mi mirada, que los comensales me observasen desde lejos, entre murmullos, unos incrédulos, otros burlones.

Y Nerón le dijo algo más en el oído a mi mujer, y ella volvía a sonreír. Se dieron dos besos en las mejillas y ella se echó su cabello hacia atrás.

—¿Jesús? —apenas pude escuchar la voz del sicario de confianza de Nerón, que se había posado ante mí, sujetando de la mano a Odett: así que él la había elegido a ella.

—Yo soy… —dije sin aliento.

El hombre me observó, se acercó más y me dijo:

—Que dice el patrón que cuidará de ella, que no se mortifique, que la devolverá el domingo por la tarde y que gracias.

El mensaje solo era para mí. A Hugo no le dijo nada. De hecho, era como si Odett no existiera. Y lo vi marchar.

El lugarteniente llegó con el «patrón», le dijo no sé qué, y éste asintió. Y entonces me observó, Nerón me observó, por única vez, como por curiosidad, pero no me dirigió ningún gesto; tampoco se burló, sólo me observó, y asintió con la cabeza, y yo no supe lo que eso significaba.

Y Dalilah no volvió a mirarme, y Dalilah se dejó rodear de la cintura por el «patrón.»

Y entonces ambos comenzaron a andar hacia la puerta, cuando dos sujetos poderosamente armados ingresaron y le dijeron al «patrón» algo que interpreté como que estaba todo listo para marcharse.

Y la rabia me poseyó, pero no podía hacer nada. En absoluto. Porque en el fondo lo sabía, y me daba rabia y vergüenza saberlo y no poder actuar. Sabía, en efecto, que cualquier mal paso nos mataría. A Dalilah y a mí.

—Es por Eva —dije a nadie en especial—… ¿Dalilah lo está haciendo por Eva…?

Y cuando todo encajó me llevé las manos a la cabeza, mis músculos reverberaron y  salí disparado hacia la calle y grité muy fuerte a la mitad del empedraro:

—¡Dalilaaaaah!

Pero solo era yo. Yo contra ese mundo, un mundo perverso e injusto al que no pertenecía. Y vi la caravana de camionetas fuertemente blindadas que se alejaban por la callejuela, y no pude evitar pensar que en una de ellas iba Dalilah, el amor de mi existencia y mi universo personal.

Y se la iban a coger.

III

Todo puede detenerse en un instante, la vida, las sonrisas, el odio, el amor; todo, menos el tiempo, y este avanza, y las cosas siguen su curso aun si te está llevando la chingada.

Han pasado casi 48 horas desde que se llevaran a Dalilah, y yo allí sigo en el mismo alféizar, esperándola.

Ya es sábado, y en poco tiempo será medianoche… domingo, y aunque sé que eso indica su pronto regreso, no puedo dejar de pensar y de pensar. No puedo resignarme. No he tenido noticias de mi esposa desde aquella fatídica noche.

Me he encerrado en mi cuarto desde entonces, y ni la insistencia de Hugo y de Andrés, que ha estado yendo a esa casa de vez en cuando, para que coma o beba algo, han hecho efecto. Y es que no tiene sentido salir de allí. Si yo supiera que podría hacer algo lo habría hecho desde ya. Pero no puedo. No puedo denunciar un secuestro porque el rapto de Dalilah ha sido casi como un acuerdo. No puedo hacer nada sin que esto la ponga en peligro.

Y allí, encerrado, lo único que he conseguido hacer es reflexionar, y maldecir, pero no he llorado, se lo prometí a mi esposa, y por eso continúo hundido entre la mierda con un enorme nudo en el corazón, y un álgido vacío en el vientre.

Y quisiera poder dormir, pero cuando lo hago la veo venerando otro cuerpo, el de un hombre que no soy yo, un semental que probablemente tenga una verga más grande que la mía, o una forma de acariciarla y hacerla gozar más placentera que yo.

Y esto me atormenta, me vuelve loco.

Y entonces pienso en su sufrimiento, pero luego mutan mis reflexiones y me convenzo de que es muy probable que no esté asustada, ni que esté sufriendo angustia, miedo y pesar, como he querido pensar, sino que ahora, justo ahora, está aullando ante las febriles y certeras penetraciones de su macho en turno, gritando su nombre, chorreándose por el morbo de estar cumpliendo esta obscena y sucia fantasía, sin acordarse de mí ni de su hija: sin pensar en su familia ni en mi estado de resignada mortificación.

A lo mejor, en lugar de estar pensando en cómo escapar, o cómo persuadir a él o a ellos para que no la posean, ella misma, cachonda, entregada a la lascivia y al morbo de su locura, se ha recostado en una cama, o en un sillón, o en la encimera de una cocina integral, o incluso en el suelo: y se ha abierto de piernas ella solita, despejada de inhibiciones, como cuando era soltera, enseñándoles sus deliciosos y carnosos labios depilados, esos que yo mismo la ayudé limpiar, pegajosos, inundados, florecidos por el apetito a verga, esos mismos labios que me iba a comerme aquella noche del jueves.

Y la veo destilando ambrosía, expulsando magma por las ganas contenidas, pidiendo a gritos, como una vil puta, ser penetrada, por uno, por dos, por tres o por los hombres que se encuentren allí, así como lo hizo en aquel Gang bang que, según mi primo Hugo, realizaron la última noche que fueron novios, episodio que ella siempre ha tenido a bien negar, dolida, y que a mí, aunque no fue en mi año, de solo pensar que hubiera sido cierto, me causa náuseas, indignación y desprecio.

—¡Vida de mierda! —maldigo.

Y sigo creyendo que en lugar de odiar a Nerón, ahora mismo Dalilah está jadeando debajo de él, ante cada embestida, con el culo en pompa, moviéndolo de un lado a otro para que la carnosidad de ese sujeto la atiborre dentro de su coño, impregnándolo en sus paredes vaginales.

Y ella empuñando las sábanas de la cama con sus uñas, aferrándose al tapiz del sofá, aplastando la pelusa de la alfombra, o ensuciándose con el polvo del suelo, según donde la tengan posicionada; y me tortura imaginarla follando intensamente, entregada a otro hombre, quizá ya sin culpa ni remordimientos, pensando que, de todos modos, ya que ha sido raptada ante mis ojos, lo mejor que puede hacer es disfrutar.

Y creerlo me azota el alma, me provoca arcadas, me entumece la cabeza y me priva de respirar.

—Dalilah… mierda…

Mis manos tiemblan de repente, mis ojos se crispan, y mis oídos zumban, escuchando los bramidos de mi esposa siendo horadada.

¿La estarán follando con condón? ¿La estarán follando a pelo o por el culo? ¿Ella estará poniendo resistencia, al menos por dignidad? ¿Lo estará disfrutando? ¿Dalilah se estará acordando de mí? ¿Estará gritando de placer…? ¿Estará pidiendo que le den más fuerte, que la sigan acometiendo, que quiere el semen de él o de ellos en su cuerpo, en su boca, en su vagina o en su ano? ¿Estará gritando el nombre de «Nerón» «Nerón»?

—¡¡¡DIOOOSSS!!! —grito, poniéndome en pie por primera vez desde que me tumbara en el alfeizar.

Me alejo de la ventana, e intento respirar.

Desde luego, yo no la creo capaz de nada; y debo de dejar de pensar, pues esas horribles ideas que me atormentan son simples paranoias de mi propia locura. Ella no es así de salida. O tal vez lo haya sido, según entiendo, en su pasado, como lo fue con Hugo, o ese amigo de mi amigo, o con cualquier otro hombre con quien hubiera estado en su juventud y que, cuando nos hicimos novios y, con mayor razón, cuando nos casamos, fueron ansias que aplacó, volviéndose una mujer tranquila… decente… fiel.

Y el dolor que me causa pensar que ella lo disfruta, que lo ha disfrutado, y que lo seguirá disfrutando todo el tiempo en que esté en aquél lugar, hasta su regreso, me mata, me lacera, me envenena.

¡Me destruye y me hace odiar mi existencia!

Entonces, mientras me desplazo de un lado a otro, mientras jadeo redundantemente, suena mi celular. Es un mensaje, por el quedo pitido, y corro hasta el teléfono y lo abro. Es un mensaje de voz, de un número que pone «privado», y lo abro el mensaje y escucho el contenido, desde donde escucho su voz, hablándome apaciblemente, mientras me dice:

«Hola, Jesús, estoy bien. No hagas ninguna locura. Quiero que estés en calma. En serio estoy bien, por eso te mando el audio, lo he exigido hasta que me lo permitieron. Si te escribía ibas a dudar de mi veracidad, por eso te hablo. Escucha mi voz, estoy tranquila. Han sido muy caballerosos conmigo. Él me ha cuidado. No he pasado riesgos en ningún instante. Jesús, mi Jesús, no olvides que te amo. De momento, Dimitrio se está portando muy bien conmigo. Besos, te quiero. Regresaré pronto.»

Y el audio se termina.

Todo me da vueltas. Me muerdo los labios y me tumbo en la cama. «¿Ha dicho Dimitrio, en lugar de Nerón?» «¿Ella ha dicho su nombre verdadero y no Nerón?»

Cierro los ojos, y lucho por encontrar un significado a sus palabras. Y entonces me siento, vuelvo a mi teléfono, que se está descargando. Lo conecto a la electricidad para proveerle energía, y a esas horas llamo a mi hermano menor, a Iván, esperando que me responda:

—¿Chus? ¿Hermano?, ¿por qué no has respondido a mis mensajes? Desde esa noche me tienes con los pelos de punta. No le digas a mi madre que te lo conté, o me matará… ¿Jesús? ¿Estás ahí, hermano? ¿Todo bien?

—No. Todo mal, Iván, todo marcha muy mal. Se la llevaron.

—¿Eh?

—A Dalilah, se la llevaron.

Un silencio sepulcral.

—El cártel de Los Romano, la tienen, a ella y a Odett.

—¡No mames! ¡No mameees! ¿Ya denunciast…?

—Escucha, Iván, ¿aún tienes amistad con Armando Almeda?

—¿Eh…?

—Armando Almeda, el primo de Leticia Almeda, la sobrina del dueño de la refaccionaria San Vicente.

—¡A ver… a ver… Jesús… no mames… lo que me estás diciendo…!

—¿Tienes amistad con él sí o no?

—¡Es que ya no entendí, hermano! ¿Que si tengo amistad con Armando Almeda, con Leticia o con el dueño de la refaccionaria San Vicente?

—Con Armando Almeda.

—Pues muy poco, muy poco…

—Mañana, hermano, por favor, mañana domingo, a primera hora, ve con él y dile que necesito el contacto de su primo Roberto Almeda.

—¿Roberto… el… el…?

—Sí, Roberto Almeda.

—¡Mierda… Jesús, ese tipo es halcón de los exterminadores de Jalisco y…!

—Por eso mismo, Iván, pero hazlo con cuidado, sin ponerte en riesgo. Necesito que lo encuentres, es al único que conocemos de ese ambiente…

—¿Y para qué mierdas quieres que…?

—¡Quiero que le digas que me consiga una cita con su jefe inmediato, el lunes o el martes, cuando puedan, lo más pronto posible! ¡Dile quién soy yo y lo que pasó! ¡Dile que Los Romano se llevaron a mi esposa, y que yo tengo información que les puede interesar!

—¡Jesús, hermano… ¿qué es lo que pretendes?!

—¡Que los hagan pedazos… Iván… que los hagan pedazos!

—Mierda… mierda… Jesús… mi papá…

—¡A nadie, cabrón, a nadie le vas a contar nada de esto salvo a Roberto Almeda!

IV

No sé cómo he podido quedarme dormido tantas horas. Si me he despertado es porque Hugo ha vuelto a tocar a la puerta, seguramente para constatar que sigo vivo… o yo no sé.

Me vale una mierda lo que haga o lo que piense.

Son las tres de la tarde. He dormido bastante. Las horas que tenía acuestas me cobraron factura, y por un lado, me alegra, me alegra saber que he podido descansar. Y, gracias a Dios, no he soñado nada. Tampoco pesadillas, y lo agradezco.

Qué bueno que he podido dormir, porque quiero estar sereno, necesito estar con agallas y con todos mis sentidos en orden para confrontarla.

Esto que ha pasado… ya no lo considero fortuito. Algo ha pasado, y lo tengo que saber.

Dalilah tiene que explicarme muchas cosas, y tendrá que hacerlo porque volverá; estoy seguro de que mi esposa volverá, y entonces hablaremos… y tomaré mis propias decisiones.

—A ver, Jesusito; ya estuvo bueno de jaladas —me grita Hugo desde el otro lado de la puerta—. Sal de una puta ves y vamos por un tequilita y luego nos la pasamos bien. No sabemos si las regresarán hoy o hasta mañana, dijeron que las devolverían el fin de semana, pero qué se yo. Anda, cabrón, hay que aprovechar… no sé, si te digo la verdad, espero que las regresen hasta mañana. Ayer salí con Andrés y Abigaíl, y te juro que ella quiere marcha. De hecho, hemos estado hablando durante el día… me ha sugerido que Andrés tiene el sueño pesado, y que cuando se duerma vendrá… ella quiere marcha, y de hecho me ha entre dicho que le gustaría hacer un trío contigo. O sea, ella, tú y…

—¡Estás bien puto enfermo, cabrón —doy una patada a la puerta, sin abrirla. No quiero verlo, porque soy capaz de matarlo—. ¡Neta que estás enfermo! Se han llevado a nuestras mujeres ¿y tú estás organizando un puto trío con Abigaíl, la esposa de nuestro propio amigo? ¡ESTÁS HASTA LA CHINGADA!

—A ver, Jesús, deja de estar de mamador y de castroso, por favor, que yo no tengo la culpa de lo que ha pasado. Además yo no sé qué puto empeño de dramatizar tanto, ¡¿crees que alguna de las dos cabronas ha estado pensando en nosotros mientras rebotan en los huevos de esos cabrones?! Porque no creo que seas tan ingenuo para pensar que se las llevaron para ponerse a rezar el rosario. Yo ya te lo había dicho, las cabras siempre tiran para el monte. Tú y yo sabemos que se la están pasando de puta madre, follando y follando y follando… y nosotros también merecemos pasarla bien por nuestro lado. Mejor piensa que cuando vuelvan vendrán forradas de pasta y….

—¿Me estás diciendo que nuestras mujeres ejercerán de putas y que, por lo tanto, debo de quedarme muy tranquilo, porque cuando regresen lo harán forradas de dinero? Es que tú eres un estúpido honorífico, ¡lárgate de aquí, hijo de perra, que no quiero verte ni oírte! ¡Y ni se te ocurra acercarte a Abigaíl, porque yo mismo me encargo de que Andrés se entere de todo y te ponga una putiza y mande a la mierda a esa hija de puta!

No sé qué mierdas dijo Hugo antes de marcharse. Lo cierto es que he retornado al Alfeizar y he vuelto a dormitar.


No sé qué hora es, pero la oscuridad se ha filtrado a la habitación. No ha sido la negrura de la noche la que me ha despertado, sino el bullicio del exterior.

Miro por la ventana y, con una fuerte impresión, advierto que hay cuatro camionetas aparcadas afuera de la casa de Hugo.

El corazón me vuelve a temblar igual de fuerte que la noche en que a ella se la llevaron, ¿o lo correcto es decir «cuando ella se fue con él»?

Y trago saliva, me dirijo a la puerta y la abro por fin. Estoy listo para todo, incluso para recibirla.

Porque estoy bastante seguro… de que Odett y Dalilah han llegado.

Y ha llegado la hora de la verdad.

CONTINUARÁ...

D.R. © 2022, C. Velarde

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