El Rapto de Dalilah (Cap. 2)
Todas las esposas guardan secretos, ¿cuál es del de Dalilah?
SEGUNDA PARTE
I
Cuando recuerdo a Dalilah en nuestros mejores tiempos, me veo siendo el hombre salvaje, visceral y apasionado que ella quería, y a ella la veo con su preciosa cara pegada a mis peludos huevos (pues a ella la pone cachonda la varonilidad), acariciando con su lengua traviesa mi sensible escroto, chasqueando con su saliva la piel corrugada que los forraba, mordisqueándolos de vez en cuando, absorbiéndolos, primero un testículo, luego el otro, al grado de alterarme los vasos sanguíneos y el cordón espermático.
—¡Oh, por Dios… Dalilaaah!
La logro observar con sus largas uñas arregladas de salón pellizcándose sus morenos pezones, exultantes, duros, en tanto mis rebeldes dedos se introducen en su caliente y acuosa vagina, atravesando sus pliegues pegajosos y mojándose con los flujos sexuales que manan por la excitación.
—Huuummm —la escucho gemir, con avidez golosa, chasqueando la esponjosidad de la lengua entre mi hinchada y sensible polla y su paladar, escupiendo por las comisuras la saliva que ha acumulado en su boca durante la mamada; una saliva entre viscosa y líquida que fluye incluso por la barbilla—. Glugb…glugb…glubgg
Sus enormes salamis oscuros, mojados por su babaza, reluciendo sobre sus descomunales pezones, a veces aplastados sobre las sábanas de la cama, o endurecidos en mi boca o mis dedos, según su concupiscente postura.
—Ohhh, síiii… —musito, casi sin aliento.
Pero sin duda, sus gemidos siempre fueron una parte inherente de nuestros juegos sexuales, una parte primordial de coger y restregarnos nuestros cuerpos durante el acto. De hecho, sus gemidos me erotizaban igual o más que cuando me chupaba la polla mientras me miraba directamente a los ojos o le atravesaba mi hierro sobre su enrojecido ano tras habérselo metido por el coño.
Y todo esto me lo enseñó ella… y yo lo aprendía para complacerla y, desde luego, para sentirme satisfecho y excitado también. No hay nada más rico y placentero en este mundo que practicar en la clandestinidad e intimidad de tu habitación esos juegos de pareja tan febriles, apasionados y gloriosos, sobre todo cuando hay amor de por medio pues, considero, se disfruta mucho más.
—¡Aaahhh! ¡Síiii! ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah!
Su voz profunda, aunado a la delicadeza con que jadeaba ante los placeres que le proveía, eran orgasmos auditivos que me estremecían de pies a cabeza.
—Eres mía…. Solo míaaaa —se lo recordaba constantemente mientras se la metía.
Su estimulante aroma femenino; a menta, a canela y a jazmín, aún yace impregnado en mi piel, en mi carne, en mis huesos. Todavía puedo sentir la enormidad de sus pezones y la turgencia de sus senos aplastándose contra mi pecho mientras me rodea de la cintura con las piernas y sus brazos de mi cuello y rebota y rebota una y otra vez sobre mi verga incandescente, gimiendo y soplando sobre mi oído, chapoteando su entrepierna por la cantidad de flujos vaginales que mojan mis piernas y mis testículos en tanto mi glande se estruja dentro de su empapado, estrecho y carnoso agujero.
—¡Oh, sí, Jesús, Jesús… —la escucho gimotear sobre mi cuello, jadeando de placer al tiempo que sube y baja el culo sobre mi erecto pene—, métemela hasta adentro, mi amor, cógeme duro, qué rico, más, más, párteme en dos, Jesús, párteme en dos… así, así! ¡Ah, ah, aaah!
—¡Gime, mi vida, así, así, que estoy a punto de correrme! —me escucho decirle—, ¡qué delicia… cómo me la aprietaaas! ¡Cómo me cabalgas!
—¡Oh… por Dios…! ¿Te gusta, mi amor… te gusta cómo reboto sobre tus huevos? ¿Te gusta que sea una guarra?
—¡Que rico te mueves, nalgona mía, que ricos sentones me das… Oh, Dali… laaah!
Y la miro contoneándose sobre mis testículos repletos de leche, mientras su coño me envuelve apretándome el falo. Luego asciende con lentitud acariciando mi tronco con sus paredes vaginales, para luego descender hasta comérsela toda de nuevo. Nuestras respiraciones son agitadas, compactas, cargadas de lascivia, y mis manos no dejan de frotarle su tersa espalda, hasta el preludio de su redondo culo, brillante por el sudor según me deja ver el espejo que tenemos en frente.
La imagen de mi verga desapareciendo en cada descenso entre sus gordas nalgas me provoca arcadas, ansiedad, calentura, más calentura.
—¡Me vengo, amorcito, me vengo —me avisa, jadeando cada vez más fuerte—, fóllame duro, mi cielo, soy tuya, así, así, asíiii!
Y todo concluye con un estupendo orgasmo simultáneo donde ella explota a chorros en tanto yo la relleno completamente de mi simiente.
Y la miro sudorosa, desfallecida, en tanto yo devoro sus carnosos labios que no se cansan de proferirme seductores «Te amo, Jesús» «Te amo…Jesús…»
Y yo a ella, recordándole que es toda mi vida.
II
—Pero si llegó la parejita más hermosa que conozco —nos saludó la rubia Odett cuando nos recibió en el vestíbulo de la casa que alquilaban, que estaba situada casi en el centro del pueblo.
Un pueblo pintoresco y bonito, no lo puedo negar, con casonas y residencias señoriales de la época colonial, con portales y pilastras soportando segundas plantas, con sus callecitas sinuosas, estrechas y empedradas, y con algunos pequeños palacetes blancos construidos durante los años sesentas del siglo XIX durante la corta invasión francesa.
—Mierda, todavía no es mediodía y hace un puto calor —susurré, limpiándome la frente, ayudando a Dalilah entrar.
El taxista nos dejó la única maleta que traíamos en el vestíbulo de la casa de Hugo y Odett, (una casa que era más sobria que excéntrica, de dos plantas, y de colores claros) y se marchó como alma que lleva el diablo.
Odett se acercó a nosotros y se dirigió directo a mi esposa, que se soltó de mi brazo para ir tras su «hermana de leche».
Odett Lascuráin es un monumento rubio de casi 1.75 de estatura, de facciones muy marcadas, ojos verdes esmeraldas, piernas largas, culo respingón, aunque no tan grande como el de Dalilah, y unas tetas que te infartan.
—Querida —le dijo la rubia saludando a mi esposa con efusión.
Ambas se dieron un beso de pico en la boca y yo suspiré. Ellas eran así, demasiado…efusivas. Cuando oí la desagradable voz de mi primo, que aparecía por el pasillo que llevaba a la segunda planta, mi calvario comenzó.
—Chusito, primita —Como llamaba ahora a su ex novia—, ya se me hacía que no llegaban a tiempo.
—Nos costó agarrar un taxi que quisiera venir hasta este pueblo… —dije, alargando mi brazo para darle una palmada a modo de saludo.
—Te lo advertí —me reclamó, apretando mi mano más de lo ordinario—. Eso te pasa por orgulloso. Le dije a Dalilah que yo podía ir por ustedes, pero que hizo saber que no te había gustado la idea.
Hugo Mendoza, hijo del hermano de mi padre, el tío Alberto, era casi de mi estatura. Era carita, como les dicen a los chulitos de mi localidad, y lampiño, para su desgracia. En el color de ojos llevaba su penitencia, pues eran de un color verdoso muy feo que le había ganado el apodo de «el Gato», como algunos le decían. En color de piel ambos nos parecíamos, pues éramos más bien pálidos. Su atractivo, para quienes gusten de los chicos malos, eran los tatuajes que llevaba en los brazos y un arete plateado en su oreja derecha, como si tuviera la necesidad de demostrarle al mundo que era un tipo «rebelde», y no un imbécil, que era lo que su cara reflejaba por naturaleza.
—Creí que sería más fácil conseguir un taxi —respondí—, pero claro, ¿qué taxi querría venir a un pueblo como este?
—Tranquilo, Chusito —contestó Hugo, que portaba una bermudas, yendo hasta los brazos de Dalilah, a quien abrazó con una efusividad impropia para la esposa de su primo—, que tampoco es un pueblo fantasma.
—No —me quejé, mientras Odett se me acercaba—, mucho peor; un pueblo atestado de narcos. Ya lo suele decir mi madre, hay que tenerle más miedo a los vivos.
Dalilah preguntó por agua, y Hugo se ofreció a escoltarla a la cocina para proveerla de líquido tan vital. Como no me fiaba de Hugo, y no quería dejarla sola en ningún instante con él, me dispuse a ir tras ella, pero la despampanante rubia se puso a la mitad del camino.
—Bueno, Jesús, querido, respira —me dijo la bella Odett, acomodándose delante de mi cara, aparentemente de forma involuntaria, la enormidad de sus tetazas dentro de su blusita blanca, que, además, era escandalosamente transparente por la tela de organza—. Te la pasaras fabuloso este fin de semana con mi compañía.
Las mejillas se me pusieron calientes sin querer, y Odett hizo como se ajustaba sus pezones sonrosados entre la tela, como si hubiese querido que yo advirtiera que no llevaba sostén, y que por eso se le marcaban de forma tan natural. Tragué saliva y elevé la vista, avergonzado, esperando que no se hubiera dado cuenta de dónde habían estado mis inquietos ojos antes. Y se acercó a mí, y me dio dos besos, uno en cada mejilla. Olía a rosas, y me intoxiqué. Ella se pegó más hacia mí, y casi se me figuró que metía su rodilla en mi entrepierna.
—Bienvenido a mi casa, Jesús, no sabes lo complacida que me encuentro de que estés aquí —me susurró, estremeciéndome, con mis manos sueltas en mis costados, sin atreverme a tocarla, y me pregunté si aquél espectáculo no se trataba de una burla que había ideado con Hugo hacia mí.
Lo cierto es que no era la primera vez que me trataba de aquella forma tan «calurosa», llegándome a incomodar, mientras me obligaba a sentir cómo que sus enormes senos se aplastaban contra mi pecho cuando nos saludábamos.
—Gracias… Odett… estoy seguro que serás una estupenda anfitriona.
E hice, nerviosísimo, por separamos y tragar saliva. La rubia continuó mirándome, y casi me pareció ver que se relamía sus labios rosas mientras me miraba la boca… ¿o la nariz?
—¿Tengo mocos? —le pregunté sólo para romper la tensión. Con lo que me incomodaba que se me quedaran viendo sin decirme nada.
—Todo lo contrario, nene —me guiñó un ojo—, tú, como los buenos vinos, entre más pasan los años más guapo te pones.
En eso Dalilah volvió, gracias a Dios, con los labios mojados, por el vaso de agua, seguramente.
—Oye, tú, si mi marido no es tan viejo —le dijo Dalilah a su hermana de leche, cuando volvió a ponerse a mi lado—. Apenas tenemos 32.
—Eso no quita que cada vez que lo veo esté más chulo que antes —continuó Odett con sus coqueterías, y por primera vez noté que a mi mujer ya no le hacían tanta gracia las mismas.
—Oye, oye —se carcajeó Hugo, aproximándose a su chica, a quien le propinó un cachetazo en el culo que la hizo gemir con sutil «ay»—, que estoy aquí, ¿eh, «nena»?
—Bueno, bueno «nenitos» —intervino mi mujer, recobrando la compostura—, ¿y si nos dicen cuáles serán nuestras invitaciones? Que necesitamos ducharnos y prepararnos para la fiesta, que el tiempo pronto se casa.
III
Fue casi una tortura contenerme sereno. A pesar de los años, no me podía acostumbrar tener a mi esposa con las piernas abiertas delante de mí y no hacerle nada. Dalilah estaba recostada en la tina de baño de la habitación que nos asignaron, y yo en medio de ella, entre sus muslos, terminando de removerle los restos de la crema depiladora que se había puesto en sus labios vaginales y en su pubis, . con un trapo húmedo y caliente.
Aquella era su forma de torturarme, de hacerme desearla en demasía, de descontrolarme, de tenerme caliente todo el día hasta que llegara la noche y nos poseyéramos como dos perros salvajes.
—Jesús…mi rey —gimió con una voz demasiado putona para tranquilizarme—, no me frotes… tan así… vida…
—¿Así cómo? —murmuré casi sin aliente, frotando los últimos restos de crema, mirando su coñito moreno florecido y depilado, como una hermosa bebé.
—Ufff… que me vas a calentar, tramposo… sabes que tus roces me ponen cerdísima —volvió a gemir, removiendo el culo en la tina, para incitarme, y para luego dejarme así, caliente.
—¿Te puedo hacer el amor? —le pregunté con una voz suplicante, inocente, sabiendo la respuesta incluso antes de que me la dijera.
—¿Ahora? —me provocó, sonriéndome como una diablita.
—Sí… ahora… me tienes muy mal… estoy caliente, vida… me la pusiste dura… y es que tampoco me pones las cosas fáciles, ¿sabes?
—¿Y yo qué hice? —me preguntó, chasqueando su deliciosa lengua, mientras buscaba la regadera y estiraba la manguera hacia su entrepierna.
—¿Que qué haces, me preguntas, además de morderte el labio inferior mientras te quitaba la crema, gemir como una gatita y estirarte los pezones cada cinco segundos?
—Lo siendo, vida… —se burló de mí—, no lo puedo evitar.
—Estoy muy caliente, Dalilah… ¿puedes chupármela, al menos?
—No —me lo dijo con un cariño que resultaba doloroso.
—¿Así de mala serás conmigo, mi hermosa tapatía? —intenté meter mis dedos en su coñito, pero ella cerró los muslos.
—Tenerte en asistencia durante el día será mi garantía de que te portarás bien en la fiesta, mi rey.
—Defíneme «portarme bien»
—Ya lo sabes, con Hugo y Odett.
—¡Una probadita, aunque sea! —Le supliqué, y ella, mordiéndose los labios, volvió abrir los mulos, acercó a sus pliegues la regadera movible y se lavó el coño en mi delante, metiendo sus deditos entre su agujerito depilado, desde donde brotaba su propia ambrosía, pegajosa, caliente, y respondió:
—Mariachi pagado, toca mal son.
—¿Eso qué significa?
—Que tendrás que esperar hasta en la noche, cielo.
Desconsolado y de mal humor me levanté, y me salí
—No te masturbes, vida —tuvo el descaro de gritarme desde el baño—, que no quiero que desperdicies tu lechita. Ya sabes que la quiero toda para mí, en mi boca, en mi puchita o en mi culito.
Y me di un puñetazo al primero muro que encontré, para que el dolor de tener mi pene tan duro cambiara de lugar.
A la hora ya estaba disfrazado de pingüino, pero de un pingüino completamente blanco, pues así decía la invitación que los hombres debíamos de vestir. Agradecí el color de los trajes porque el calor de ese pueblo era insoportable, no en vano estaba en la región de Tierra Caliente, que se le llamaba así precisamente por las altas temperaturas.
—Hola, holaaaa —irrumpió Odett en nuestra habitación. Menos mal me había hallado vestido, aunque no podría decir lo mismo de ella que, como mi esposa, apenas si traía enrollada una toalla de los pechos a las caderas.
—Mi hermanita de leche —canturreó Dalilah, que estaba sentada frente al tocar terminándose de rizar las puntas de sus largos cabellos—. Pasa, querida, pasa… si estás en tu casa.
La rubia sonrió.
—Como quedamos, vine para cambiarnos juntas —dijo.
—¿Juntas? —dije yo, brotando mis ojos por la sorpresa, mientras me venía a la cabeza una escabrosa escena lésbica. Tragué saliva y suspiré.
—Los vestidos son demasiado estrechos, vida —me informó Dalilah—, y quedamos que entre las dos no los pondríamos, una a la otra.
—Así que —intervino Odett llevando en brazos un bolso blanco donde portaba su vestido—, a menos que no te importe verme desnuda, puedes cerrar la puerta por fuera.
Aquella era la forma más sutil de correrme del cuarto.
—Vale, me voy —dije resignado, aunque no me apetecía nada encontrarme con Hugo allá afuera y tener que forzar una conversación—. Las esperamos abajo, no tarden, que, según veo, ya casi es la hora.
Por fortuna mi primo estaba enrollado en una conversación telefónica con un tal «Alonso» en la sala de estar.
—Sí, cabrón, está buenísima, lo malo es que es la morra de mi primo, ¿eh?, sí, sí, de la que te hemos hablado…ya la conocerás, aunque la mires desde lejos, que mi primo parece garrapata y no se le despega, ¿con Odett?, sí, hermanitas de leche, se dicen, ¿y tú sabes por qué?, porque las dos se han comido la mía —Y soltó una fuerte carcajada.
—Pendejo —susurré, largándome hacia la cocina, donde estuve mirando el pueblo por la ventana que, desde allí, daba a la calle.
Me pareció que habían pasado cuarenta minutos desde que saliera del cuarto, y no había hecho por volver para tener vigilado a Hugo, que durante todo este tiempo estuvo hablando por teléfono con otros amigos suyos, seguramente, cosas insustanciales, aunque con el último fulano no le pude escuchar porque habló demasiado bajo.
Cuando dejé de escucharlo salí corriendo de la cocina, y para evitar que hiciera alguna tontería, subí hasta mi cuarto asignado, entre abrí despacio la puerta, para no ser advertido, pero no lo escuché a él, solo a las «hermanitas de leche», que se decían:
—Mi hermosa Odett, sigo pensando que es una locura todo lo que me cuentas. Y encima tú que vives aquí, en este lugar tan lleno de narcos.
—Todo lo contrario, mi Lilah hermosa, aquí me siento protegida.
—¿Protegida?
—Todo tienes que tomarlo en perspectiva, Dalilah. Ellos respetan a las mujeres, las cuidan. Siempre han sido así. Los Romano son asesinos despiadados con sus enemigos, sí. Son cabrones, sanguinarios y asesinos, sí, pero a las mujeres las protegen.
Los Romano son el cártel de Michoacán que operan en el estado y en todo el centro y sur de México, y se llaman así porque la familia fundadora apellida Romano.
—Mira si Los Romano son tan particulares, querida Dalilah —le explicó Odett, seguramente mientras una de las dos terminaba de ponerle el vestido a la otra, a juzgar por los jadeos en sus movimientos.
—¿Y por qué el cártel se llama Los Romano?
—El nombre se debe a su fundador —respondió Odett—; Lorenzo Romano, por allá en los 80s, quien, además de su apellido, se autonombró el Calígula de Michoacán, en su pretensión de conquistar a todo un imperio. Desde entonces, el liderazgo siempre recae en el miembro más fuerte de la descendencia de la familia Romano, y como un chiste o costumbre personal, cada nuevo líder adopta el seudónimo de un emperador de la antigua Roma. Por ejemplo, desde hace un año el líder se llama Nerón, aunque su verdadero nombre es Dimitrio; Dimitrio Romano. Nerón ascendió al poder tras el asesinato de su padre, Tiberio, cuyo verdadero nombre era Bernardo Romano, que fue emboscado en los límites de Jalisco por estas fechas pero del año pasado, y lo mataron, tras una prolongada tortura, y luego lo deshicieron en ácido, excepto su cabeza, que fue entregada a su hijo, junto a ciertas extremidades de los lugartenientes que los acompañaban, como recordatorio de que Los Romano no pueden salir de su territorio, mucho menos ir a Jalisco, donde predomina el Cartel de los Exterminadores.
—¡Por Dios! —se horrorizó Dalilah.
En efecto, en Jalisco, de donde nosotros somos, predomina el Cartel de los Exterminadores, que originalmente fue fundado por autodefensas civiles con el propósito de «exterminar» a todos los narcos del país… y mira nomás, que terminaron cediendo a sus propios instintos, y ahora son uno de los que juraron destruir.
—Pero no te asustes, mi amor —rio Odett—, que la guerra es entre narcos, no entre civiles. Los cárteles se matan entre sí, y a medida que Los Romano sean los dominantes de esta región, todos viviremos a salvo.
—¿Te parece que esto es vivir en paz, Odett vivir a expensas de la protección que les ofrece un cártel criminal en lugar de la policía?
—Tranquila, Dalilah, esto es lo que hay. El cártel de los Romano, a diferencia de Los Rojos, allá en el Norte, liderados por el Tártaro, son pacíficos, y sólo atacan a los enemigos.
—Bueno, querida, aquella vez… que nos perdimos … por ahí —dijo riendo, y me pregunté si mi esposa se refería al supuesto viaje que habían hecho en Puerto Vallarta, semanas atrás—, me dijiste que Los Romano se han llegado llevar a las mujeres que les gustan.
Pegué la oreja cuando escuché cosa semejante.
—Eso lo hacen todos los cárteles, mi amor, y, por supuesto, con Los Romano, no es la excepción. Y seguramente tú sabes para qué se las llevan, ¿verdad? —Odett expulsó una risita pícara—, y te aseguro… Dalilah, que más que tortura… las mujeres que se llevan, luego regresan forradas de billetes y con una enorme cara de placer.
El cuerpo me tembló en demasía. No desconocía esas prácticas tan asiduas de los narcos, pero no me esperaba que justo allí en ese pueblo, la cuna de Los Romano, éstos también hicieran válidas tales hábitos.
—Me extraña que no te hayan llevado a ti, Odett —dijo Dalilah con un tono que ya no era tanto de miedo, aunque a lo mejor lo que quería era quitarle hierro al asunto—, con lo buenaza que estás.
—¿Y tú qué sabes, mi amor? —respondió Odett altiva.
—Odett, por Dios, pero por qué no me lo has contado… con lo que hemos hecho juntas…
—Sí, sí… y más últimamente.
¿Qué? Me horroricé, ¿se referían nuevamente a su viaje a Puerto Vallarta? ¡Mierda! ¡Mierda! El pecho me cimbró muy fuerte, y seguí escuchando.
—Ya te contaré, Dalilah, pero te advierto que aquí hay mucha competencia. Ya hay muchas buchonas.
—¿Buchonas?
—Claro, las buchonas son las mujeres de los narcos, novias, amantes, lo que sea; las buchonas se distinguen por su nivel de vida de lujos, todas ellas patrocinadas por su macho narco en cuestión. Todos los sicarios tienen una buchona, como si fuese su dama de compañía. A muchas las hacen sus mujeres, y no importa si son casadas, solteras o viudas, se las quedan y ya. Por fortuna a la mayoría de sus buchonas solo las quieren de paso, y luego las cambian por otras.
—Ufff… qué… lo cura —se sorprendió Dalilah.
—Locura y maravilla, querida. Los narcos, entre mayor rango tienen en la estructura del cártel, mayores lujos y extravagancias ofrecen a sus buchonas.
—¿Sí…?
—Perfumes caros, autos… viajes… dinero, caprichos… incluso pagan sus arreglos estéticos, tetas, culo, vientre plano, en fin. El trofeo de los narcos es presumir entre ellos a sus buchonas, a ver cuál es la más hermosa y acuerpada. Eso sí, cuando un narco te elije, y tú aceptas ser su buchona… pues ¿qué te digo, amiga?, se te resuelve la vida, pero también te condenas si ellos se encaprichan contigo, pues quedas condena a estar a atada a sus caprichos, y a tener su disponibilidad cuando ellos te requieran.
—¿Y cuándo se termina el contrato?
—No hay contrato, chula, todo es tácito. No se acaba hasta que ellos quieran… o, en su defecto, hasta que un cartel enemigo los mate… que es muy frecuente. Y quedas rica, y sin ataduras.
—Vaya, Odett, esto que me has contado es muy… raro, tú lo romantizas, pero yo no lo veo así. Tener por pareja a un narco, es como ponerte una bomba de tiempo en el pecho, tarde o temprano terminarás muerta, bien asesinada por el narco, si lo haces enojar, o por sus enemigos, que en este negocio, deben de ser muchos.
—A este es el precio, querida, nunca dije que no hubiera riesgos.
—Dime la verdad, Odett… ¿tú eres o fuiste alguna vez buchona… mujer, amante o lo que sea de algún narco? —No escuché una respuesta auditiva, pero creo que ella asintió, porque la siguiente pregunta que le hizo mi esposa fue esta—: ¿Y no te ha importado ponerte en riesgo, ya no digo solo a ti, sino a tu familia… a Hugo mismo?
—Él está de acuerdo, Dalilah.
—¿Oyendo detrás de la puerta como las putas chachas, primito? —exclamó Hugo, carcajeándose, que aparecía detrás de mí, sacándome un gran susto.
Y yo no respondí, me fui a la sala, y me la pasé pensando idioteces, como el hecho de que Odett le estuviera metiendo a mi esposa esas ideas tan absurdas, materialistas y peligrosas.
Y luego estaba el tema de su viaje a Puerto Vallarta, el que... cada vez más… me parecía muy sospechoso.
IV
—Alabado sea el santísimo sacramento del altar —rezó Hugo, colocándose de rodillas como el idiota que era, al pie de la escalera por donde descendían Dalilah y Odett, con la gracia de un par de ángeles que parecían enarbolar entre el viento, portando dos hermosos y sugerentes vestidos rojos que se ceñían a sus esbeltas caderas, insinuando sus nalgas y sus pechos.
Dalilah destacaba de la otra por tener una abertura muy sensual en la pierna izquierda, cuya desnudez llegaba hasta la mitad de su muslo, mientras que Odett llamaba la atención por llevar la mitad de sus blancos senos desbordándose en su provocador escote.
Desde luego, la belleza de mi esposa nadie la eclipsaba, ni siquiera Odett. La mirada penetrante de mi tapatía era de una belleza indiscutible, siempre dulce, siempre fiera… siempre erótica.
—Mira nada más que monumentos de mujeres tenemos, Jesús —me decía mi primo, y me pareció curioso que teniendo una mujer tan hermosa como la suya, mientras las adulaba, fuera a la mía a quien mirara con tan descarado deseo—. ¡Señoras tetas! ¡Señoras curvas! ¡Señoras nalgas! ¡Ufff, sí… menudas nalgas, nalgotototototas!
—Ya, déjate de payasadas, idiota —se carcajeó Dalilah, contoneándose a propósito al pasar junto a la cabeza de mi primo y sus manos orantes, dirigiéndose a mí con una coqueta sonrisa—, que este cuerpecito sólo lo puede mancillar mi hombre. —Y me dio un beso de lengua tan sentido que me hizo sentir orgulloso de tenerla a mi lado.
—Estás tan hermosa, vida —le susurré, aferrándola contra mí, fuerte, demasiado fuerte, como si ya sintiera desde entonces ese horrible presentimiento de que algo iba a pasar.
—Escuchaste lo que hablaba con Odett, ¿verdad? —me susurró con cariño, sin solarme.
—Fue sin querer —me disculpé.
—No es reclamo, vida —me dijo.
—Lo sé.
—Te amo —le dije sin soltarla y sin besarla, pues no quería arruinar su maquillaje.
—Yo más a ti, cielo. Te juro que te amo mucho más de lo que tú me amas a mí. Y eres mío, y pase lo que pase, yo soy tuya.
—¿Pase lo que pase? —pregunté angustiado.
Pero ya no hubo una respuesta, pues nos tuvimos que marchar.
V
—¿Dónde están las hermanas de leche? —preguntó el famoso Alonso, un tipejo sin gracia que no era más que un estúpido brabucón.
—Si vuelves a decir en voz alta que son hermanas de leche porque se han tragado la tuya, querido primito —amenacé a Hugo en un susurro cuando recién entrabamos a la hacienda (luego de que los gorilas de la entrada me hicieran un montón de preguntas exclusivamente a mí) yo haré que te tragues la mía.
—Ya, ya —se carcajeó—, que no aguantas ninguna broma.
—«Broma» «Broma» —remedé su voz de imbécil, ridiculizándolo.
Quisiera describir lo que fue la fiesta de Diego y de Fernanda, (donde lo único interesante fue esa preciosa hacienda) pero para mí fue tan aburrida que sería una tortura detallarla, sobre todo cuando no hubo nada a destacar salvo el hombre que por error soltó un caballo de un establo, e hizo correr a todos los comensales a la hora del vals, mientras yo lo filmaba todo partido de la risa. El único momento en que fui capaz de sonreír sinceramente.
Que baste con decir que todos los cabrones de la fiesta se pasaron viéndole y sabroseando el culo a mi esposa, en tanto el imbécil de Hugo se la pasaba chasqueando la lengua cada vez que le sorprendía mirándoselo a mi mujer (como si Odett no tuviera nada qué presumir).
Primero fue la boda religiosa, y como a eso de las ocho fue la del civil, donde, obligadamente, tuvimos que prestar atención a la ceremonia.
Allí, junto a nosotros, estaba sentado una pareja que también había venido desde Guadalajara; se trataba Andrés y Abigaíl. Él era un tipazo, sin duda era el único de la mesa con quien me la llevaba bien. No obstante, ella… … pues era una chica «meh…» «leve… leve» pelirroja que, a decir verdad, nunca me había gustado para Andrés. De hecho, del grupo de amigas que de mi esposa; Odett, Fernanda (la novia de la fiesta), Abril, Sofía y Thelma Durán (estas últimas que no habían asistido a la fiesta), sólo Sofía era digna de mi respeto y mi admiración. El resto… pfff… eran cosita.
Es que ellas se hacen y solas se juntan.
Y la ceremonia por el civil continuó, y de pronto, tras el «sí, acepto» de los novios, y luego de que el juez los declarara civilmente como marido y mujer, se oyó a lo lejos una lluvia de balas de alto calibre que rompió la tranquilidad del momento, como si hubiera estallado la guerra.
Horrorizado, agarré del brazo a mi esposa, y cuando estaba listo para echarme a correr con ella hacia un sitio dónde escondernos, todo el mundo comenzó a aplaudir. Y Dalilah y yo nos miramos, incrédulos, estupefactos, y oímos que algunos murmuraban «El regalo del patrón.»
Desde luego el patrón era el líder del cártel de Los Romano, el tal Nerón; Dimitri Romano, quien, aparentemente, y para mi sorpresa, les había pagado la fiesta.
—Se culeó a la novia días antes —dijo Hugo en un susurro a Dalilah, que estaba a su lado, y de nuevo mi esposa y yo nos miramos con una expresión de pánico y consternación.
—¿Cómo dices? —pregunté atónito, elevando la voz.
—¡Que se chingó a Fernanda, le rompió el ojete, se la culeó, la fornicó, se la cogió, se la folló… le aguangó su sapito, o como sea que me entiendas!
—Sí, idiota —le dije furibundo—, eso ya lo entendimos, lo que quiero decir es que… ¿cómo mierdas Diego y Fernanda se prestaron a esto?
—¿Crees que tuvieron elección? —preguntó un Hugo sonriente, burlón—. Además, míralos, ellos están felices. Nada cambió entre ellos, salvo claro, que la pasta que tenían ahorrado para hacer esta puta fiesta, ahora se la pueden gastar en cualquier otra cosa.
Tuve un choque cultural horrible al intentar comprender cómo mierdas era posible que la gente hiciera apología a estas cosas; una fiesta pagada por un narco, ¡nada más y nada menos que porque se había cogido a la novia días antes! Y a todos les parecía normal.
—El derecho de pernada está abolido por la ley en este país desde la época de la conquista —murmuró mi amigo Andrés, que al parecer era el único cuerdo de esa mesa, además de mí, y no veía con buenos ojos todo lo que estaba pagando.
—A ver —intervino Abigaíl, la pelirroja, ignorando el comentario de su novio Andrés—, por lo que tengo entendido, a diferencia de lo que Hugo nos ha informado, a Fernanda nadie la obligó. Ella aceptó esa propuesta porque quiso. Y es que es obvio, por lo que he oído decir, cualquiera le diría que sí al tal Nerón.
—Pues yo no —dijo Dalilah, y me pareció que estaba muy afectada por semejantes tradiciones.
—Porque no lo conoces, mi reina —insistió Abigaíl—. Vi una foto que me enseñó Fernanda, y el tipo no está nada mal: de hecho, además de estar nadando en billetes, Nerón está hecho un bombón.
—¿Para qué le sirve todo ese puto dinero si se la pasa escondido de las autoridades? —dijo Dalilah—. ¿O me vas a decir que el tipo no sale de este mugroso pueblo porque le encanta disfrutar de las piedras, las casas antiguas y los conejos?
Me sorprendía la facilidad con que Dalilah pasada de un estado anímico a otro. Antes había estado llorando por la boda, luego riendo por las tonterías que decía mi primo Hugo, y ahora estaba encabronada rebatiendo todo lo que su amiga Abigaíl de le decía.
—¡El tal Nerón habita aquí! —siguió mi esposa—, ¡porque si pone un solo pie fuera de los límites que domina.. el jercito o la misma DEA lo hace mierda!
—Bueno ya… —dijo Andrés—, no creo que sea inteligente que hablemos estos temas aquí.
—Y menos nosotros —terció mi primo, fingiendo un miedo que no tenía—, que somos de Jalisco, lo que, al menos en términos de cárteles, nos hace enemigos naturales de Los Romano, ¿o ya olvidaron que fue nuestra gente quien mató a su padre?
No me gustó que Hugo dijera «nuestra gente» para referirse al Cártel de los Exterminadores de Jalisco, sólo porque estos dominaban el estado donde vivíamos.
Para ponernos en contexto, en el país hay tres cárteles poderosos, enemigos entre sí, que se disputan los territorios de México y de Estados Unidos.
El Cártel más poderoso es el del Norte, también llamados Los Rojos, fundado en Monterrey, Nuevo León, y liderado por el Tártaro; amos y señores de todo el Norte y muchos estados estadounidenses.
Casi a la par de dominio y poder están los Exterminadores de Jalisco, de donde nosotros somos, fundado en Guadalajara y liderados por el Marqués (llamado así por el sadismo con que ejecuta o manda ejecutar a sus enemigos), quienes rigen todos los Estados de Occidente y Noroeste de México, disputándose las regiones clave de Estados Unidos.
Finalmente está el Cártel de Los Romano, liderado por el tal Nerón, dueños de la región Centro y sur del país, y fundado en ese pueblo de Michoacán, que al colindar con territorio de Jalisco, han librado grandes batallas con los Exterminadores.
Y ahí estábamos Dalilah y yo, procedentes de la región enemiga (al menos hablando en términos de cárteles, como decía Hugo) en territorio liderado por Los Romano.
—¿Ves por qué no quería que viniéramos? —le susurré a mi esposa, cada vez más aterrado.
—Vida, ya, por favor —me dijo, acariciándome las mejillas.
—Okey… okey. Ya.
A las diez de la noche, todos en nuestra mesa opinaron como yo, que la fiesta era más aburrida que un sacerdote en homilía, y que lo mejor era largarnos de allí cuando antes, moción que yo apoyé. Lo que no me esperé fue que Hugo como siempre la cagara, proponiendo ir a un bar del centro del pueblo, para seguir la noche.
«Mejor que vengas conmigo, vida» me chantajeó Dalilah «porque esta noche he venido dispuesta a disfrutar, y si tú no vienes, yo te todos modos iré a ese bar.»
Como no podía ser de otra manera, convenció a las mujeres, y a Andrés y a mí no nos quedó más remedio que aceptarlo.
A las 10:30 de la noche estábamos sentados en el Bar llamado «Roma», para acabarla de chingar. No quise saber quiénes eran los dueños, así que para mejorar mi humor y quitar hierro al asunto, me pedí tequila puro, y a Dalilah otro igual.
—Mejor que ya no la dejes beber más, Chusito —me dijo Hugo cuando ella se fue a bailar con Odett, quienes se restregaban los cuerpos como si fuesen una pareja de lesbianas—, que ya sabes lo cachonda que se pone con el tequila.
Nunca estuve tan propenso a volverme asesino como esa noche. Abigaíl convenció a Andrés de ir a bailar y mi primo y yo nos quedamos mirando ese vergonzoso espectáculo. En definitiva, el alcohol desinhibía demasiado a mi mujer, por eso no me tomó por extraño que comenzara a dejarse tocar por Odett, cosa que me ponía de los nervios, mientras que, según pude apreciar, por el contrario, empalmaba a Hugo, que se relamía los labios y se masajeaba el bulto de su pantalón mientras las veía.
—Contrólate, cabrón, tantito respeto, ¿quieres? —me ofendí.
—No mames, primito, ¿cómo quieres que me contenga con el espectáculo que están dando? Mira eso… como se agarran y se mueven los culos, parecen dos putas… ¿ves cómo se contonean? ¡Ufff, delicia de viejas!
Antes de poderle dar un puñetazo en su maldita cara de mierda, mi teléfono, que estaba en la mesa, vibró, y mi atención se dirigió a él:
«Hola, Chus —leí un mensaje de WhatsApp que me acababa de enviar Iván, mi hermano menor «sé que ahora estás en una fiesta, pero cuando puedas habla con Dalilah. Escuché a nuestra madre hablando por teléfono al mediodía con tu mujer, no oí bien, pero era algo sobre mi sobrinita Eva, tu hija, ¿y sabes?, creo que algo va mal, porque escuché por el alta voz a Dalilah llorando, y a nuestra madre también. Dudé todo el día en decírtelo, pero merece la pena que lo sepas. Te quiero hermano, y perdona si te he arruinado la noche. »
—Mierda —dije temblando, sintiendo un hoyo en la barriga y que unas garras muy gélidas me acariciaban la espalda, escalofriándome.
¿Por eso Dalilah había estado tan extraña durante estos días?¿Qué mierdas me estaba ocultando de mi hija? Lo malo de mi trabajo, es que las últimas dos citas no había tenido ocasión de acompañarlas a las consultas de Eva, y yo sólo tenía entendido que las taquicardias de mi pequeña se debían a crisis de ansiedad… algo que, desde luego, no era del todo cierto.
«Quiero tomar, Jesús» me había dicho mi esposa minutos antes de irse a bailar con Odett, luego de que ambas decidieran que con esos vestidos rojos tan elegantes serían el centro de atención del bar «Por favor, amor… déjame tomar… quiero emborracharme… quiero olvidarme de todo… excepto de ti…»
¿Por eso estaba así? ¿Eso es lo que quería olvidar? ¡¿Qué mierdas tenía mi hija, mi bebé, mi Eva?!
Miré hacia la pista de baile y, para mi horror, vi que la lengua de Dalilah y la de la mujer de mi primo estaban afuera de sus bocas, tocándose las puntas descaradamente, mientras sus manos masajeaban sus culos, la una y a la otra, y un puñado de hombres se ponía alrededor.
Ya me había levantado, hecho una furia, para ir por la inconsciente de mi mujer, decidido a llevármela de allí, cuando de pronto todo el mundo se tensó, emitiendo fueres suspiros. Incluso la tensión fue tal que alguien bajó el volumen de la música.
Entonces se hubo un bullicio alarmante a la entrada del bar, y sólo hizo falta sumar dos más dos para darme cuenta que la formación de hombres que recién arribaban al local, todos poderosamente blindados con armas largas, no podían ser otros que sicarios del cártel de Los Romano.
Y detrás de ellos, avanzando entre penumbras, un hombre alto, fornido, de mirada férrea y aspecto amedrentador. Era él, Nerón, el narco líder, Dimitrio Romano quien, sin saberlo aún, esa noche se iba a llevar a mi esposa consigo.
¿Adivinen qué? Pues al final me salieron cuatro capítulos y no tres, aunque los otros dos son más cortos que estos primeros dos. En fin.
¡Gracias por leerme!
D.R. © 2022, C. Velarde
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