El quesero de mi barrio
A los doce años y por pura casualidad, un comerciante de quesos que habitaba en mi barrio me convirtió en gourmet...
Es indudable que los recuerdos de la infancia son necesarios para poder explicarse uno mismo sus acciones y reacciones, cuando no un profesional de la Psicología.
Nací, crecí y viví hasta los veinte años en un barrio tranquilo como solían ser los barrios. A la vuelta de la esquina de mi casa, había una casa bastante opulenta para el lugar, con zaguán de piso de mármol en damero y paredes cubiertas hasta la mitad de su altura con finos azulejos vidriados de color café. Era la casa de los Silva, un matrimonio maduro con una única hija, Alicia -casada con el profesor Martirené, ayudante de la cátedra de Latín de la Facultad de Humanidades y Letras- que hacía muy poco había dado a luz un niño al que impusieron el nombre de Casio. Poco común por cierto, sobre todo entre la gente del barrio que no salía de su asombro (“Pobre nene, ¡qué nombrete!”) hasta que una de las vecinas más corajuda preguntó a Alicia el origen de ese extraño y sonoro nombre.
Oronda y seguramente prendada de la erudición de su marido, narró con lujo de detalles cómo había surgido el nombre de su primogénito.
A punto casi de dar a luz, el matrimonio Martirené había decidido vivir en casa de los padres de Alicia, que unos meses antes arrendaran el garaje y su altillo continuo a don Sidoro, un cincuentón de piel morena cuyo oficio era la venta de quesos al por menor. Apenas entró en el zaguán cargado de maletas, el profesor Martirené se detuvo olfateando el espacio anterior a la encristalada puerta de cancel y exclamó: “¡Caseus!”. Alicia entendió “Casio”, porque ella, de latín, nada –sólo corte y confección- y se le iluminó la vida: si su niño fuese un varoncito, le pondría Casio.
Pasados los meses, por la cuadra entera flotaba en el aire aquel olor particular de la mercancía que don Sidoro exponía en un escaparate sencillo, adaptado a sus necesidades. Había transformado la fachada de la casa, pues cambió la cortina de metal entera por dos paralelas más angostas, y en el centro una antigua puerta de hierro con visillo interno en el espacio del vidrio donde un cartel muy bien hecho indicaba “Abierto” o “Cerrado” de acuerdo a la ocasión. El comercio iba muy bien. Las amas de casa del barrio ya no hacían colas interminables en la feria de los domingos para comprar sus quesos, su manteca o sus dulces, ya que casi por los mismos precios podían obtenerlos allí mismo.
Don Sidoro era todo un personaje. Alto, delgado, con un bigotito fino y una sonrisa permanente, atendía con extremo cuidado a su clientela elogiándole la calidad de sus quesos y mermeladas. –“Fíjese en esta mermelada de tomates, doña Amalia. Estoy seguro que sólo usted puede hacerla tan buena”- y sacaba de un tazón con agua una cucharita para que la aludida hiciese la prueba necesaria antes de comprar. Y con los quesos lo mismo: siempre había una rodajita del corazón de la pieza a probar, para que se apreciara la calidad de su mercadería.
Quizá tuviese yo once o doce años cuando mi madre me ordenó que fuese a la quesería a comprar parmesano para rallar. Me enojé bastante porque estaba en ese preciso momento cambiando figuritas del álbum con Pedro, pero en aquellos tiempos era impensable discutir con la madre de uno, cuya psicología práctica era la zapatilla y no la investigación de razones para negarse a algo. Entonces, en lugar del “Bueno, ya voy” que podría fastidiarla y hacer que su chinela dejase de estar en el propio lugar para cruzarme las piernas de pantalón corto, invité a Pedro a acompañarme.
Instrucciones mediante, para allá salimos, a paso de tortuga. Cuando entramos en el negocio había allí un cliente: casualmente, la más curiosa de las vecinas, la que todo preguntaba, la que difundió el origen del nombre del chiquito de Alicia.
“-Sabe que siempre me intrigó su nombre, don Sidoro… Es la primera vez que oigo un nombre semejante.”
“-Bueno, lo que sucede es que mi nombre parte de un error. Yo nací en Tacuarembó, en medio del campo, un cuatro de abril, el día de san Isidoro. Para mi finado padre, que era sevillano, era todo un honor ponerme el nombre del patrono de su patria, y allá se fue al juzgado tres o cuatro días después, a caballo, a inscribirme. Parece que se tomó una manzanilla que otra en el boliche, y cuando llegó al registro estaba un tanto distraído. El escribiente le preguntó: “¿Cómo se llamará el niño? A lo que mi padre respondió “Isidoro”. Es posible que el alcohol le haya tropezado en la lengua, porque al parecer el escribiente sospechó una pausa, como si hubiese dicho “Y, Sidoro”. Así que me robaron la I apenas unos días después de mi nacimiento”- concluyó sonriendo ampliamente.
Creo que tanto Pedro como yo quedamos impactados con la explicación del comerciante, y tal vez más que la preguntona, que sólo sonrió, pagó y salió.
Don Sidoro la acompañó hasta la puerta, le abrió y la abrumó con agradecimientos y zalemas. Yo no noté en ese momento, aunque Pedro sí, que la morena mano del comerciante en una especie de gesto de mago viró el cartelito donde podía leerse desde el lado de adentro “Abierto”, lo que obviamente debía decir hacia afuera “Cerrado”…
Comenzaría así, de ese modo, nuestra instrucción rápida y práctica sobre el fascinante y misterioso mundo de los quesos.
Mientras separaba del corazón de una horma dos delgadas lasquitas de parmesano para dárnoslas a probar, don Sidoro dijo, con voz de buen vendedor:
“-Van a degustar ahora las maravillas del negocio, chicos. Sientan el aroma de este producto antes de llevarlo a la boca… - y nos alcanzó sendas lascas de queso en la punta del cuchillo para demostrar su calidad.
“-Huelan, huelan primero. Los sabores entran por la nariz, invaden. Y van abriendo de a poco la capacidad de distinguir entre lo bueno y lo mediocre…”
El vocabulario de don Sidoro era extrañamente hipnótico, semejante al sermón del padre Gebardo cuando declamaba su homilía en medio de la misa. Y no era desagradable, porque el aroma del queso era realmente espectacular, y al desgranarse en la boca en contacto con la saliva parecía un pedacito de gloria que se escapara de un acto sacramental.
“-¿Les gusta? Miren que este es uno de mis mejores parmesanos, estacionado, maduro, seco en su punto. Tanto que requiere que la saliva lo humedezca un tanto para desplegar su sabor suave y definido a la vez…” – explicó con orgullo. “-Pero hay otros quesos maravillosos, sin duda, que quiero enseñarles a apreciar en su justo valor. Porque, lamentablemente, la juventud está perdiendo el conocimiento de aquellos productos que se vinculan al don más precioso de la Naturaleza: ¡la leche!” –remató con aire triunfal.
“-La leche, sí. El alimento más importante que tienen los animales de sangre caliente, y más que nadie, el ser humano.” –concluyó.
Pedro y yo nos miramos, asombrados por un lado y curiosos por otro del énfasis de aquel predicador de barrio que nos estaba introduciendo en un universo de sabores que partían, como él mismo lo aseguraba, de la leche. Hasta ese momento, confieso que yo veía la leche –cada día encontrada en el escalón de casa en su botella de vidrio, dejada por el lechero a quien se pagaba semanalmente- como un líquido anodino al que para dar un tanto de gusto se debía añadir un chorro de café. Pero con las explicaciones de don Sidoro ahora se me antojaba como una maravilla capaz de despertar en sí misma los aromas del queso.
“-Por ejemplo, miren –dijo acercando una lasca a cada uno de otro queso que cortó con su habitual pericia- huelan, huelan.” – Al tiempo, se descalzó y quitó su calcetín de algodón, lo que me permitió apreciar su pie moreno de dedos perfectamente cuidados.
“-¿Lo huelen? Huelan ahora – sugirió levantando su pie hasta nuestras narices, que olimos como hechizados- ¿Ven que es el mismo perfume?
Prueben, prueben. Primero el dedo y luego el queso, verán qué maravilla.
No sé por qué razón, pero tanto Pedro como yo nos animamos a oler aquel pie que flotaba ante nuestras narices y que despedía un aroma limpio y delicado.
-“-Aquí está el otro, para que puedan probar sin pelearse –dijo, sentándose en la silla de espera y elevando ambos pies descalzos para entregarnos uno a cada uno.
Pedro y yo tomamos cada uno el suyo para olerlo demoradamente, tal como nos había indicado, y pasar la punta de la lengua sobre los dedos.
“-Pongan los dedos en la boca y dejen que la saliva los cubra, chicos. Así es que podrán calibrar el sabor del Gouda en toda su amplitud”- nos aconsejó.
Lo hicimos. Y seguramente de manera adecuada, porque tomó otras dos lascas de queso que nos entregó para constatar la similitud o para premiar el buen desempeño.
“-Ahora quiero que experimenten el Camembert” – dijo levantándose para sacar de la heladera una pieza de corteza rugosa y blancuzca que despedía un aroma un tanto más seco – que nos recuerda otro delicioso perfume que tenemos bien a la mano aunque muchos lo ignoran. Y dicho, se quitó los pantalones y el calzoncillo.
Pudimos ver entonces la piel sedosa y morena de su cuerpo, sombreada pon un fino vello, espeso y oscuro. Se dio vuelta y abriéndose las nalgas con ambas manos, nos presentó sin más el agujero del culo, listo para ser olido y saboreado…
Un tanto con desconfianza lo olimos uno detrás del otro, pero no nos resultó para nada desagradable: si acercábamos bien la nariz, despedía un olor dulzón, pero seco, que no recordaba de modo alguno que de ese mismo agujero salía la mierda con todo el residuo de lo que se comía…
“-Prueben, chicos, prueben” –pedía don Sidoro, mientras decidíamos quién de los dos sería el primero en lamer aquel orto oscuro y velloso que se nos abría espasmódicamente como una boca dispuesta a tragar.
Pedro era de mi misma edad, aunque con uno o dos meses menos, de modo que por deferencia le cedí la primicia. Pude observar entonces cómo su lengua rosada lamía con fruición el ojete del quesero, aprobando. Entonces me decidí y lo aparté para poder lamer yo también
el aro húmedo por la saliva de mi amiguito que tenía los pelitos pegajosos y se contría de puro gusto ante mi lengua inexperta que ya estaba atesorando conocimientos a pasos agigantados.
“-Así, así, ¿ven qué sabroso? ¿Les gusta?- preguntaba entre sofocos don Sidoro, moviendo arriba y abajo, a derecha e izquierda las nalgas prietas para facilitar la degustación.
“-Este es mi Camembert personal, que sólo convido muy de vez en cuando, y sólo a muchachitos buenos como ustedes- señaló entre suspiros y jadeos.
Pedro y yo estábamos fascinados realmente, incrédulos por esta experiencia inusual y agradecidos por la bondad del quesero que nos daba lecciones tan reales y quizá inapropiadas para nuestra edad, pero que adivinábamos, sin comunicárnoslo, que eran experiencias de adultos que serían cruciales en nuestras vidas.
“-Ahora el Roquefort, el mágico queso azul que se produce con la mejor de las leches, y que es la especialidad de la casa –dijo corriendo apresurado hasta una horma no muy grande que presentaba una floración verde azulada de fino aroma –A olerlo primero, muchachos, que son ya casi expertos”.
Nos acercó sendas porciones de queso y al tiempo su poronga, que apenas habíamos entrevisto oculta en el frondoso vello de su entrepierna, ahora enhiesta y firme con una cabeza brillosa y húmeda.
Aquel instrumento tan moreno, más que el resto de su cuerpo, se curvaba hacia arriba como un signo de interrogación, coronado por una gota transparente que salía de su agujerito como una minúscula lágrima.
Sólo con el paso del tiempo y después de tantos años - don Sidoro ya muerto, y yo con la misma edad que él tendría en ese momento – entendí por qué me abalancé el primero a oler la herramienta, a sorber con delicada precisión de colibrí la gota de néctar que fluía de su cabeza, a hundirla hasta mi garganta sin sentir la más mínima arcada, a obedecer un llamado instintivo de mover mi cabeza de arriba a abajo lamiendo, succionando, mordiendo sin morder aquella verga con perfume de Roquefort sin soltarla ni para tomar un respiro…
Aprendí a controlar la boca y la lengua y a abrir mi garganta para que cupiese la mayor cantidad posible de carne endurecida y húmeda que se me brindaba de pronto como si fuese un llamado del destino. A duras penas permití a Pedro intervenir, dejándole solamente lamer los huevos peludos que, a mi juicio, carecían de interés porque no tenían aquel gusto picante y marcado del maravilloso queso azul.
De ese modo, casi no me sorprendí cuando me invadió una sucesión de chorros calientes que me inundaron la garganta y tragué con deleite y fruición. Claro que, sintiéndome bueno y amigo de mi inesperado testigo, permití a Pedro limpiar el resto de jugo que quedaba a fin de que también él pudiese probar ese descubrimiento.
Pedro, ni corto ni perezoso, dio cuenta de aquella curvada tranca hasta que pudo sentirla desfallecer dentro de su boca y me guiñó un ojo con gratitud.
“-Bueno, muchachos… ya saben –dijo don Sidoro recomponiéndose y vistiéndose a toda prisa –de esta clase de lecciones ni una palabra a nadie. No vaya a ser que no puedan venir más comprar, y les queda por probar el Emmenthal, el Reggiano, el Quartirolo, el Pepato y la Fontina, así como los quesos de cabra y de oveja que son también muy sabrosos.”
Nos acompañó hasta la puerta, siempre ceremonioso, entregándome mi paquete de papel de estraza con un buen trozo de Parmesano.
Al llegar a la esquina tuve la convicción de que no había pagado mi queso. En medio de la degustación, había olvidado hacerlo. Pero no dije una sola palabra a Pedro: mañana pasaría a abonarle la compra, y si don Sidoro no lo hacía, iba yo mismo a virar el cartelito para indicar “Cerrado”.
Tenía mucho para aprender y seguramente no iría a invitar a Pedro a acompañarme, nada de eso.
Decidí que me había quedado alguna pregunta acerca de las bondades del queso azul, de modo que pediría al quesero una nueva degustación de su especial de la casa…