El puzzle

Un juego donde se mueven muchas piezas. Mi relato no. 100

El puzzle

1 – La primera pieza

  • ¡Oye, Blas! - le dije a un compañero en las duchas -, tu padre nos va a matar con tanto ejercicio; y eso que yo estoy acostumbrado a los deportes y la gimnasia.

  • ¡No creas! – me dijo -, él sabe hasta dónde aguantamos. Puede ser que nos lleve al límite, pero no va a pasarse, Marcos. Lo conozco muy bien. Nos observa meticulosamente ¿Te importa dejarme el jabón? ¡Me lo he dejado en casa!

Salimos de allí, nos secamos, nos vestimos y volvimos despacio y en silencio al aula. Estaba agotado; sobre todo por el calor que habíamos pasado. Entré en clase y caí casi muerto en mi silla mirando al techo y soplando.

  • ¡Jo! ¡Ahora Física! – dijo mi compañero de la derecha - ¿Quién va a concentrarse?

Bajé la vista a mi mesa para sacar el libro y encontré un papel muy bien doblado. Lo cogí y lo abrí despreocupadamente. En su interior no había nada más que una pieza de cartón recortada ¡Era la pieza de un puzzle! No pude seguir mirándola porque entró «el oxidrilo», nuestro profesor de Física y Química. Cuando los profesores aún podían fumar en clase, llevaba siempre una pipa y la encendía un par de veces. Una vez, golpeándola para echar la ceniza por la ventana, calló la parte de la cazoleta al patio y envió a un compañero a recogerla. Se oyeron risas contenidas y nunca volvió a llevar la pipa. Ahora todo había perdido aquel encanto; aquel ritual. Se dedicaba a comer caramelos de menta sin azúcar uno detrás de otro, aún sabiendo que el edulcorante Aspartamo suelta bastante el vientre. A veces, se ausentaba de la clase unos minutos ¿A dónde iría?

Guardé la pieza en mi bolsa con cuidado y en un sitio accesible para mirarla de vez en cuando por si encontraba alguna pista sobre su significado, pero cuando la miraba, no veía nada más que algunas manchas de colores. Tal vez se le había caído a alguien allí.

2 – La segunda pieza

  • ¡Joder, Blas! – dije a mi compañero -. No me importa dejarte el jabón, pero vas a tener que comer rabitos de pasas para esa memoria. Y… ¡por cierto!, enjuágalo bien; ayer llevaba pelos tuyos pegados y no eran precisamente de la cabeza.

  • ¡Jo! – exclamó -, lo siento de veras. Tendré cuidado y más memoria.

  • ¡Bah! – respondí -, no le des importancia a mis cosas. Usa el jabón cuando quieras... ¡Me lo compra mi madre!

Me sonrió y salimos hablando con otros compañeros. Nos secamos, nos vestimos y volvimos al aula. Entré ya intrigado ¿Habría alguna otra pieza envuelta en papel sobre mi mesa? Me acerqué con rapidez y allí estaba el nuevo mensaje. Abrí el papel muy nervioso y sólo encontré otra pieza. Saqué la del día anterior y comprobé que encajaban a la perfección.

¡Coño!, me dije, en dos piezas no puedo ver mucho ¿Cuánto voy a tener que esperar? Me puse el papel en la boca y guardé las piezas en un bolsillo interior de mi bolsa. Si iba a seguir recibiendo ese tipo de «regalitos misteriosos», los iría coleccionando hasta que se viese algo reconocible. Pero al agacharme hasta la bolsa, me llegó un olor del papel que me era muy familiar: el del jabón que me había comprado mi madre. Miré a Blas con disimulo. La verdad es que si los mensajes eran suyos me iba a alegrar mucho, porque Blas era un tío más que guapo, de cuerpo formado y musculoso, como el de su padre, y de rostro angelical con el pelo un poco largo, rubio y rizado que constantemente se echaba para atrás con la mano.

Llegó «el oxidrilo» y, cuando iba a saludarnos, le dio un golpe de tos muy fuerte. ¡Ya se ha fumado este todos los cigarrillos de la clase juntos antes de entrar!, me dije. En uno de esos golpes escandalosos, me pareció ver que expulsaba el caramelo de menta a más de dos metros de él. Siguió tosiendo y sacó otro caramelo para calmarse. Cuando se le pasó dijo un poco inteligible buenos días y fue caminando despacio hasta la mesa. Al subir al encerado, se quedó quieto. Nos miró de un lado a otro y se puso a restregar su zapato en el borde del encerado. El caramelo se le había pegado en el tacón. Aunque intentó no levantarse mucho durante la clase, no apoyaba ese tacón para no quedarse pegado: «¡Bueno, bueno! – dijo -, sigamos con la proteína C».

3 – Dos piezas más

No quise acercarme mucho a Blas, pero noté que me buscaba. Comencé a sospechar que aquellos mensajitos eran suyos, pero cuando volvimos aquel día de los vestuarios, encontré un papel un poco más abultado. Corrí a cogerlo y a abrirlo antes de que nadie lo viese. En su interior había dos piezas del puzzle que no encajaban con las dos anteriores y dentro del papel, escrita con un ordenador, ponía la siguiente frase: «Lo blanco es un destello».

¡Joder!, me dije, ¡este tío me va a tener en vilo todo el curso! Olí el papel y no desprendía el aroma de la patilla de jabón de mi madre. Pensé que me lo estaba poniendo aún más difícil, pero al unir aquellas dos piezas ya vi algo que me llamó la atención. Me pareció ver un trozo de la campana que usaba su padre, Ruy, para avisarnos y, la parte que se veía blanca no era más que el brillo de aquella campana. Miré las otras dos piezas y fue entonces cuando me di cuenta de que los colores que se veían eran los de la equipación de deporte del profesor ¿La ropa del profesor? ¿La campana? Todo aquello seguía relacionado con Blas, pero… ¿por qué no olía a mi jabón?

Volví a mirar a Blas, pero esta vez estaba en pie hablando con un compañero y no pude evitar fijarme en su culo. Se lo veía a diario sin pantalones ¿Por qué me gustaba más vestido?

Entró «el oxidrilo» con una bolsa llena de libros y, antes de llegar hasta su mesa, abrió la bolsa y sacó uno con tal ímpetu, que un puñado de caramelos saltó por los aires hacia nuestras mesas y todos se pelearon por coger alguno.

«¡Bueno! – dijo -, no es para ponerse así. Repartíoslos». Pero le dio tal golpe de tos, que buscó uno en la bolsa y parecía no encontrar ninguno. Fali, uno de los que tenía más cerca, le devolvió el que había cogido y el profesor se mostró muy agradecido.

  • ¿Dónde os quedasteis ayer? – preguntó el profesor -.

  • ¡Aquí, en la clase! – dijo alguien desde el fondo.

Mientras tanto, volví a mirar disimuladamente las piezas. Me pareció que pertenecían a una foto de Ruy tocando la campana. Aún me faltaba demasiado para saber algo seguro.

4 – La quinta pieza

  • ¡Mira, tío! – me dijo Blas en las duchas -; hoy traigo pastilla de jabón propia ¡Toma!, te la presto; esta me la ha comprado mi padre.

  • ¡Gracias! ¡Qué bien huele! – exageré el tono a propósito -; el olor de la mía se pega en todo. Es demasiado… empalagoso.

  • No lo recuerdo bien – me dijo -, pero quiero creer que no huele tan mal.

Se acercó a mí totalmente desnudo, me cogió por los hombros y me olió el cuello. Me quedé tieso. Pensé que iba a besarme.

  • ¡Ah, sí, ya recuerdo! – dijo -; pues huele bien.

  • Sí, no es tan malo – dije volviéndome y tapando mi erección -; ahora probaré el tuyo ¡Gracias!

Lo tomé con cuidado usando dos dedos, lo olí (olía a miel) y me enjuagué bien los dedos cuando lo dejé en la jabonera de plástico. Pensaba asearme con el jabón de mi madre con el objeto de averiguar si el paquetito de una posible nueva pieza, olía a su jabón, al mío o a nada.

  • ¿Te has enjabonado ya? – me preguntó Blas - ¡Seguro que te ha gustado el olor!

  • ¡Claro, por supuesto! – le respondí -; huele muy bien a miel ¡Cógelo, por favor; está en la jabonera!

Deseaba llegar a clase como niño que dejó un diente de leche caído bajo su almohada esperando el regalo del ratoncito Pérez. Allí estaba el regalo, aunque no debajo de una almohada, sino encima de mi mesa como siempre. Lo abrí disimuladamente y encontré otras dos piezas. Las uní tras observarlas un poco y se veía con total claridad el escudo de la facultad en el pecho de Ruy ¡Es él!, me dije, es una foto de Ruy tocando la campana pero… ¿Por qué una foto de Ruy cuando, aparentemente, era su hijo Blas el que se acercaba a mí?

Tomé la determinación de abandonar la clase antes de que llegase «el oxidrilo» y bajé corriendo por las escaleras hasta la planta baja. Cerca de una columna, vi a Ruy hablando con otro profesor y me esperé agazapado cual conejo tras unas plantas. Cuando se retiró el otro profesor, me acerqué sonriente e insinuante a Ruy, que aunque era maduro, no le haría ascos a una perita verde.

  • ¡Hola, Ruy! – le dije - ¿Todavía por aquí?

  • ¡Hola, Marcos! – respondió poniéndome el brazo sobre mis hombros -; es que hoy tengo una reunión dentro de media hora.

  • ¡Ah, ya! – le dije con astucia -; entonces me aceptarás en ese tiempo un refresco ¿no?

  • ¡Pues claro! – dijo contento -; tengo sed y tiempo ¡Vamos a la cafetería!

Le extrañó que no estuviese en clase, pero le dije que necesitaba un descanso. Hablamos luego algo de deporte y me dio pie a mi siguiente conversación.

  • ¿No te parece que son más provechosos los deportes de mesa? – le dije -; quizá no pongan el cuerpo en forma, pero acentúan la mente.

  • ¿Te refieres al ajedrez y esas cosas? – preguntó extrañado

  • ¡Pregúntale a Blas! Es un experto en eso.

  • ¿Y a ti no te gustan los puzzles y rompecabezas? – pregunté con intención -.

  • ¿Los puzzles? – se acercó a mí misteriosamente -; si te soy sincero, ni siquiera me parecen un deporte. Esas son las aficiones de Blas, pero no las mías.

Me asombró su respuesta. Me estaba dando la clave al misterio. En cuanto tomamos el refresco, me senté en un banco a esperar. Bastante después, salieron todos los compañeros de mi clase y, cuando iba a levantarme para dirigirme a Blas, se acercó él a mí.

  • ¿Qué haces aquí, tío? – se asombró -; has faltado a Física y Química.

  • ¿Cómo lo sabes?

  • ¡Coño! – exclamó -, saliste tan de prisa que me pisaste los pies.

  • ¡Oh, lo siento! – le dije apurado -, tenía una necesidad y tuve que salir corriendo.

  • ¡Vaya, hombre! – miró al suelo -; espero que estés mejor.

  • Sí, sí – le dije -; me he entretenido un poco en la biblioteca viendo un libro curioso. Hablaba del arte de resolver puzzles.

  • ¡Ah! – exclamó -; hace ya algunos años intenté hacer algunos y acabé tirándolos al suelo y desperdigando las piezas.

  • ¿No te gustan los rompecabezas?

  • No mucho, la verdad – dijo -; me desesperan ¿Por qué lo preguntas?

  • Bueno… ¡Verás! – le dije -, sé que hay un programa que de una foto te hace un puzzle ¿Tú lo tienes?

  • ¿Yo? – se extrañó -. Pregúntale a mi padre que de programas de esos sabe mucho.

¡Joder! La cosa se estaba poniendo liada. Llegué a pensar que era una tercera persona la que me estaba haciendo aquello. Me despedí de él con una mirada penetrante y noté que reprimió un movimiento para besarme.

  • La sexta pieza

Sacó «el oxidrilo» a dos del final de la clase a hacer una misma fórmula y nos dijo que tomásemos buena nota de cómo la escribía cada uno. Pronto empecé a ver panales de abejas dibujados en la pizarra y la voz del profesor me hizo dejar a un lado las piezas que ya tenía y mirar a la pizarra.

  • ¡Vamos a ver, Otilio! – gritó - ¿Cuál de las dos fórmulas te parece más precisa y más rápida?

  • ¡La fórmula 1, señor! – contestó el compañero - ; sin duda.

  • ¡Jo! – musitó el profesor -, y a mí me perece la más lenta ¿Cómo puedes asegurar eso?

  • Pregúntele a Fitipaldi, señor – le dijo Otilio -; de eso sabe mucho.

  • ¿Fitipaldi? ¿Quién es de vosotros? – miró a todos lados tosiendo –.

  • Soy yo, señor – contestó Andrés -; me llaman así.

Volví la cabeza y encontré la mirada de Blas clavada en mí. Me asusté, pero le esperé a la salida.

  • ¡Blas, por favor! – le dije -; confiesa que eres tú el que me está dejando las piezas del puzzle.

  • ¿Qué? – se extrañó - ¿Cuándo te he dejado yo a ti piezas de un puzzle?

  • ¿Por qué das tantos rodeos? – le dije apurado - ¿No puedes decirme lo que piensas de mí en la cara? No te va a pasar nada; en serio.

  • Puedo decirte lo que pienso de ti, Marcos – dijo -, pero me estás hablando de un puzzle.

  • En mi mesa – le dije – aparecen todos los días estas piezas una a una. Me vas a volver loco.

Saqué las piezas y las puse sobre una mesa en su orden.

  • ¡Joder! – se puso blanco - ¡Es un trozo de una foto de mi padre convertida en un puzzle! ¿Te está tirando los tejos?

  • No lo sé, Blas – sollocé -; si tú sabes algo, dímelo, por favor.

Se quedó un rato pensando, me miró boquiabierto y me señaló un banco para sentarnos. Ya allí, comenzó a hablar.

  • Mi padre se casó joven ¿sabes? Nací yo y se separó de mi madre. Le gustan los chicos.

Hizo una pausa mirando al frente y me miró fijamente casi llorando.

  • Tú me gustas, Marcos – dijo a media voz -, pero me parece que mi padre te está tirando los tejos. Se me ha adelantado.

  • Tu padre es muy guapo, Blas – le dije -, pero ¡es mi profesor! No me importaría salir con él, pero… tú me encantas. Un día, el papel que envolvía la pieza, olía al jabón que me regaló mi madre. Yo te lo había prestado antes.

  • ¡Joder! – casi se puso en pie -, un día me pidió mi padre tu jabón para lavarse las manos.

  • No tiene sentido – dije -. Si quería decirme algo, me estaba despistando hacia ti.

Se puso en pie decidido.

  • Mañana te traigo la solución a este lío – me dijo -; tú decides.

Se dio media vuelta y se fue.

Al día siguiente me buscó y corrió hacia mí hasta abrazarme riendo.

  • ¿Qué pasa maricón? – le dije de broma - ¿Qué bicho te ha picado?

  • ¡Ayer hablé con mi padre muy en serio! – exclamó -. Estaba pendiente de nosotros y notó algo. Tomó una foto suya y la convirtió en un puzzle. No sé cómo se las valió, pero impregnó un papel con tu jabón. Recuerdo que me lo pidió para lavarse las manos. Dice que tú le gustas, pero que no quiere que me pase a mí lo mismo que le pasó a él. Sólo pretendía unirnos.

  • ¡Joder! – me asusté - ¡Pues me parece que lo ha conseguido! ¿No?

Blas se retiró un poco de mí, me tomó de la mano y faltamos a clase toda la mañana. Nos encontramos en el camino con «el oxidrilo».

  • ¿Vais a faltar a las clases? – nos preguntó severo -. Luego os quejáis de los suspensos.

  • No, señor – dijo Blas -, vamos a coger algunas piezas que nos hacen falta. Piezas… biológicas.

  • ¡Ah! – contestó admirado -, eso me parece mejor… ¿No tendréis un cigarro, verdad?.

  • ¡No! – le contestó Blas -, aunque creo que hoy mismo nos vamos a fumar un puro cada uno.

  • ¡Hay que mantener la tradición, chicos!